domingo, 9 de mayo de 2010

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL
























por Claudio Magris


Kafka soñaba a menudo que se encontraba en un gran salón lleno de gente y que, desde el estrado, leía en voz alta y sin interrupción toda La educación sentimental. Era una fantasía de fuerza, el deseo de dominar a los demás con la palabra, es decir, con la única arma que podía otorgarle superioridad al compararse con los otros. Pero a la complacencia en el poder se unía, nostálgica y ambigua, la complacencia en el amor: para seducir a su auditorio y para afirmarse —tanto ante las multitudes de la vida real como en el imaginario salón abarrotado— Kafka imagina estar aferrándose a un inmenso libro de amor, el libro de todas las ilusiones y desilusiones. En sus cartas y en sus diarios el nombre de Flaubert se menciona con frecuencia y con pasión, sobre todo cuando alude a La educación sentimental, obra maestra del escritor al que estimaba tal vez más que a ningún otro y al que reconocía ya como fundador y, al tiempo, como al más excelso creador de aquella literatura moderna de la soledad y el sacrificio a la que el propio Kafka era consciente de pertenecer. Flaubert para él era un padre, pero también un hermano, a su vez, huérfano y solo, hacia el que no sentía ese infantil y necesario impulso filial de rebelión.
Cuando Kafka soñaba cautivar a su hipotético auditorio, pensaba en La educación sentimental porque percibía el indescriptible e inexorable encanto que recorre sus páginas, su inmaterial y pura forma musical. Flaubert pretendía escribir (como le dijo en 1852 a Louise Colet, su insustituible confidente literaria, aunque también amante muy absorbente) "un libro sobre nada, un libro sin asideros exteriores que se sostuviera tan sólo por la fuerza intrínseca del estilo como la tierra se mantiene en el espacio sin necesidad de apoyo alguno; un libro casi sin argumento o al menos, de ser posible, con un argumento casi invisible".
La indignación de los sobrios moralistas, así como las alabanzas de los estetas charlatanes, interpretó erróneamente a Flaubert y a su dedicación a la forma. La revelación poética, que cautiva la mente y conmueve el corazón mostrando de pronto la realidad de la vida, es siempre una forma, un ritmo que permite adivinar el fluir de la existencia. Si la música representa la más alta experiencia de la intensidad de la vida concentrada totalmente en el estilo, tanto el muchacho que primero lee Los tres mosqueteros como el adulto que más tarde recuerda la novela no han sido cautivados por el argumento, por aquella intriga o aquel lance, sino por la vibración del relato que los sustenta, los anexiona y les da vida.
Flaubert es un maestro (sobre todo en La educación sentimental) en este arte de seducción que no hace de aquello que ocurre, sino de la melodía de los acontecimientos, de la forma que les otorga, una unidad y un sentido (incluso, cuando, como en esta novela, expone el errabundo despilfarro de la vida) haciendo que cada detalle, por sí mismo insignificante, se convierta en algo indeleble e incomparable. A pesar de su deficiente pronunciación francesa, Kafka deseaba poner su voz al servicio del estilo de Flaubert, porque sabía que era el ritmo de aquella prosa, es decir, aquel aliento épico, lo que en la novela daba realidad a los personajes y a las pasiones: a la mirada de Madame Arnoux, la inextinguible destrucción amorosa, y a un gesto de Rosanette, la tierna y generosa fugacidad sentimental; y también a la conversación en un salón aristocrático o al ajetreo de una calle parisina, que cuentan toda la historia de Francia y de Europa en aquellos años cruciales hacia 1848, cuyo desenlace sigue condicionando y configurando nuestro mundo de hoy.
Amargo e irónico profeta de un futuro estúpido, Flaubert ya lo veía nacer desde su presente, percibiendo la tendencia general de la civilización moderna a vaciarse de toda sustancia para degenerar —en todos los campos, desde el arte hasta la ciencia o la política— en un formalismo irreal que degradaba el ideal de la forma —ascética, sí, pero vibrante de vida y de nostalgia de la vida— en mera corrección formal del pensamiento, del razonamiento y de la organización social. El argumento inexistente o casi invisible de la proyectada novela sobre nada es también el vacío estridente de chácharas sobre el que se sustentan la civilización y la sociedad, la nada sobre la que se doblegan y en torno de la que giran las palabras y las creencias, los petulantes proyectos y los altaneros ideales; es el terreno inexistente sobre el que se asientan las ciudades, los Estados y las Iglesias, las verdades y las filosofías; es esa inexistencia de cimientos lo que transforma toda la realidad en uno de esos Entes Públicos que sobreviven a las exigencias para las que fueron creados y que siguen funcionando perfectamente, aunque no tengan objetivo alguno.
Flaubert ha sido el crítico implacable y decisivo de este nihilismo pomposamente disfrazado de esperanzas y promesas. Pero Flaubert ha dirigido su sarcasmo también hacia sí mismo, hacia su elocuente y romántico apasionamiento, para dar a su sentimiento la verdad que genera la distancia, librándose así de la falsedad de la inmediatez declamatoria. Leyendo la autobiografía de Carême, el gran cocinero de Talleyrand, había aprendido que el arte culinario y su práctica constante lo habían curado de una excesiva tendencia a la glotonería. El estilo al que Flaubert sacrifica su propia existencia, no aspira a producir los pretenciosos y autosuficientes mecanismos lingüísticos, encomiados por los literatos de vanguardia con una regocijante presunción, parecida al obtuso entusiasmo de Bouvard y Pécuchet por la química, la mitología céltica y el espiritismo.
El estilo constituye una forma absoluta de ver las cosas en su esencia, es la manera de reencontrar la vida, su sentido acongojante y secreto que sólo se vislumbra más allá de las efusiones sentimentales, de las acrobacias intelectuales y de los revoloteos estetizantes. Este estilo es el fruto de un extraordinario esfuerzo y sufrimiento, de un rigor que se ajusta al precepto evangélico, según el cual sólo quien está dispuesto a perder la propia vida la salvará. Normando sanguíneo, amante de sólidos placeres y poco inclinado al sacrificio, Flaubert supo intuir el abismo que se abrió en la época moderna entre la existencia y el significado que debiera iluminarla, entre vivir y escribir; pero es la nostalgia de la vida misma no vivida lo que lo induce a escribir.
El argumento imperceptible de la novela es la vida real en su transcurso y en su devenir, que se sustenta sobre sí misma, porque lleva consigo, en el continuo centelleo de su fluir, su sentido impenetrable y fugaz, que no se deja aprisionar por ninguna imagen, sino que la envuelve en un aura vibrante de ecos y llamadas, como si la arrastrara tras de sí para llevarla lejos.
El argumento invisible es el paso del tiempo, ese hilo que se va soltando a medida que pasan los minutos, las horas, los años. La educación sentimental, publicada en 1869 —Flaubert había escrito una primera versión en 1845, muy distinta y construida sobre el contraste entre realismo y tono lírico—, es la novela del tiempo, que forma y destruye la individualidad, y del amor, el doloroso antagonista de Cronos.
Es la historia del joven Frédéric Moreau, de sus intentos de ascenso social, de sus ilusiones y desilusiones, que son las mismas de toda su generación, completamente fracasada a los ojos de Flaubert en todos los frentes —sentimental, intelectual y político— y fatalmente encauzada por la obtusa monarquía de julio a la trágica farsa del 48 (así es, al menos, para Flaubert), a la corrupción del Segundo Imperio y a la catástrofe de 1870-71. La novela es la historia de la pasión de Frédéric por Madame Arnoux, nunca satisfecha y nunca extinguida, tema dificilísimo desarrollado con enorme maestría, imagen universal del amor posible, vislumbrado y soñado, pero nunca vivido.
El tiempo, que une y separa a los hombres al azar llevándolos al encuentro de la felicidad a destiempo, convierte en absurdo e incoherente todo acontecimiento. Pero Flaubert —según observaba el joven Lukács— ha realizado el milagro de dar sentido al sinsentido de la vida, de evocar todo aquello que está escamoteando tras haberlo prometido, de narrar la odisea del hombre moderno expulsado del paraíso, de una patria celestial de valores perdurables, abandonado a una efímera existencia. Desde luego, no se puede leer La educación sentimental "de un tirón", como soñaba Kafka, porque en la novela, según había observado Proust, también cuenta aquello que se silencia, los espacios en blanco y los intervalos vacíos que se desvanecen entre uno y otro capítulo, ese tiempo perdido y muerto que pasa en balde entre los eslabones de la historia.
Quizá ni siquiera Proust ha sabido plasmar con la misma intensidad el discurrir del tiempo, que teje y desteje la vida y el amor; o, al menos, Flaubert, que en las noches de su obsesivo trabajo pagó por escribir un precio no menos alto que Proust, ha sabido disimular mejor tamaño esfuerzo, lo ha satisfecho y diluido en la descripción de la admirable sencillez de la existencia, cuyo rostro más grácil y hermoso sea, tal vez, el de Rosanette, la cortesana apasionada y voluble, tierna y maternal, superficial y generosa, adorable tanto cuando baila en las fiestas galantes como cuando, ya envejecida y gruesa, se decide a adoptar un niño.
Rehusando imponer a la novela una jerarquía estructural y arquitectónica, Flaubert persigue la zozobra del devenir en todas sus formas, desde los amores en los fiacres hasta los grandes acontecimientos históricos. No se puede resumir la novela, aunque uno desearía citarla por entero, copiarla como hacen algunos personajes de Borges con las obras maestras del pasado, o Bouvard y Pécuchet con sus cartas celestes. Flaubert ha enseñado a los escritores modernos la poesía de lo accidental y lo fortuito, pero con una impasible sutileza ante la que muchos grandes maestros posteriores que recogen su lección —como Joyce, cuando se concentra en el más mínimo detalle, o Thomas Mann, al oponer vida y espíritu— muestran una ingenua perseverancia didáctica.
El tiempo de La educación sentimental es también un tiempo histórico, la época anterior y posterior al '48 que Flaubert recoge en toda la profundidad y variedad de sus componentes políticos y sociales sin los que toda poesía resulta abstracta. Flaubert reproduce con la misma mordacidad tanto la cruel estupidez conservadora como la confusa estupidez revolucionaria. Ese capítulo patéticamente hilarante sobre el '48 constituye la culminación de su arte y sigue siendo actual en esa profusión de palabras vacías que inunda nuestros pequeños recurrentes cuarenta y ocho y Segundos Imperios y, por ende, sigue siendo cierto aquello de que "hubo hombres de talento que se volvieron estúpidos de pronto y para toda la vida". Pero Flaubert también se incluye a sí mismo en la fatal estupidez de la realidad y así introduce algunas de sus palabras e ideas en el estupidario de ideas y frases hechas practicado por Bouvard y Pécuchet. Toda la existencia es un puro tópico y Flaubert nos hace enrojecer cuando hablamos de política, del misterio del universo, de la represión, de la crisis de valores y del hombre.
Pero a su ferocidad desmitificadora se une una gran ternura hacia quien, por medio de lugares comunes —no podría ser de otra manera—, busca su propio camino y dice, torpemente, la verdad sobre sus afanes. Los diálogos pasionales de Madame Bovary nos enseñan que no hay amor sin engaño y vaniloquio, pero en esa retórica también habla una auténtica añoranza de felicidad, el dolor del alma. No hay amor sin ironía, pero no hay verdadera ironía sin amor. Bouvard y Pécuchet son ridículos, pero heroicos, Monsieur Amoux es vulgar y banal, pero su trivial actividad cotidiana no está desprovista de una grandeza sencilla. Flaubert es un autor que también sabe hacer reír y para conseguir esto se precisa una mirada desencantada, pero, además, benevolencia superior y algo cómplice.
Poco después de haber publicado La educación sentimental, Flaubert, releyendo a Goethe exclama: "¡Este sí que era un hombre! Se tenía enteramente a sí mismo, sólo para sí mismo". Flaubert no tenía nada, ni siquiera se tenía a sí mismo, ese sentimiento sólido de la propia posesión; estaba solo, se reía a carcajadas cuando se miraba al espejo y sentía la indescriptible unidad de la vida reflejarse en un enigma indescifrable: "Je suis mystique et je ne crois à rien." Nuestra realidad no es la de Goethe, que lo tenía todo, sino la de Flaubert, que no tiene nada. Si después de La educación sentimental no se hubieran escrito otras novelas, habríamos perdido grandísimas obras maestras, pero nuestro conocimiento de la vida no sería muy distinto; Frédéric Moreau es ya una versión de cada uno de nuestros anónimos, el hombre sin dones especiales, capaz de amor, pero también de indiferencia y de insensibilidad. Amamos a Madame Arnoux y a Rosanette, pero no amamos ni nos interesamos por Frédéric Moreau, de la misma forma que no sentimos ni interés ni simpatía por nosotros mismos.
Ante las ruinas de las Tullerías después de la guerra y la revolución de 1870-71, Flaubert dijo que todo aquello no hubiera ocurrido si se hubiera entendido La educación sentimental. Valoraba en exceso el entendimiento, cuando éste, como se sabe, nunca es suficiente para impedir los desastres; ante las tambaleantes Tullerías de la propia existencia, cada uno repara en la imagen de lo posible, de lo distinto, del allá, en la casual imagen de aquel tiempo que se ha ido arrastrando por las aguas de los acontecimientos; la vida de cada uno parece concentrarse en torno de aquel tiempo perdido y desconocido, como para Frédéric Moreau la vida se concentraba en torno de aquel ramo de flores que, siendo jovencísimo, abandonó nada más entrar en el burdel del que, por timidez, huyó enseguida. Y esto, sigue pensando muchos años más tarde, fue lo mejor que había tenido en su vida.

(Gentileza del suplemento Culturas,
Diarlo 16, Madrid; reproducido a su
vez en la Revista Babel Nº15, Bs.As.,
marzo 1990)

Claudio Magris. Escritor y ensayista italiano nacido en Trieste, en 1939. Licenciado por la Universidad de Turín, es uno de los principales mediadores entre la cultura alemana e italiana. Prueba de ello es su prestigio como germanista y su cátedra de Literatura germánica en la Universidad de Turín (1970-1978), así como su emblemática novela El Danubio (1986). En ella hace un viaje por el río desde el nacimiento hasta la desembocadura, contando historias y personajes. En sus páginas se entrecruza la savia del ensayo, la novela y el relato de viajes. Su obra es la pasión por la literatura, y su rarísima facultad para hacer del ensayo literario una obra de arte. Entre sus obras más destacadas cabe citar además, Il mito asburgico nella letteratura austriaca moderna (1963), Wilhelm Heinse (1968), Dietro le parole (1978), Itaca y más allá (1982), El anillo de Clarisse (1984), Conjeturas sobre un sable (1986), Otro mar (1991), Utopía y desencanto (1996), Microcosmos (1997), ganadora del Premio Strega y La exposición (2002), que escenifica el destino del pintor triestino Timmel, que murió en un manicomio. Magris, que en sus libros rebasa los límites de la novela tradicional, personalizándolos con la estructura que ellos mismos requieren, estuvo casado con la también escritora Marisa Madieri, fallecida en 1996. Ha traducido a Ibsen, Kleist y Schnitzler, es profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Trieste y es una de las figuras mayores de la literatura italiana contemporánea. © epdlp


1 comentario:

bea dijo...

COPADÍSIMO !!!!!!!!!!!!!!!!!

VOLVIENDO SIEMPRE A PAPÁ FLAUBERT....MASTER !!!

CARIÑOS
BEA