domingo, 19 de octubre de 2014

REVELACIÓN




El propósito de escribir es revelar. No dar lecciones, ni hacer anuncios, ni vender nada; ni siquiera comunicar, porque para eso se necesitan dos, sino revelar, tarea que no requiere más que de un hombre solo. Ni siquiera inventar, después de todo; de no ser porque, puestos a revelar, uno debe revelar algo, y no nada -aunque quizás esto sería aún mejor.
¿Pero revelar qué? Lo que hay en el interior del hombre. Es por eso que la idea reciente del "flujo de conciencia" estaba en lo correcto -y volverá a estarlo, probablemente, dentro de diez años-: porque revelaba... ¿qué? ¡Sabe Dios! Al menos avanzaba en la dirección correcta: se apartaba de la "composición", tan hueca como la "perspectiva" en el caso de la pintura. Iba a la raíz del asunto: buscaba que algo saliera a la luz, aun sin saber qué. Aspiraba a revelar, en todo caso; sin impedimentos, sin imposiciones: quería dar a conocer lo oculto.
Sé que podríamos hablar de una "filosofía de la escritura". Patético. "Todo el mundo escribe para revelar su alma." ¿Qué significa eso? Las almas están a precio de saldo últimamente. Hasta los idiotas tienen almas que otros se aprestan a comprar, ¡incluso gente importante! (¿Cómo quién? Adivina.) Hasta los monstruos tienen alma... a cambio de un dinerillo.
¿En serio? No querrás decir que...
Probablemente.
El hecho es que en la cabeza existe una calculadora relámpago; ya saben: eso que hace que muchos crean que Shakespeare era un "intelectual". Y funciona: sólo hay que dejarla trabajar mientras se escribe. Dejarla ir a su aire. Permitir que la página se convierta en un códice. Eso es escritura: revelación... Lo escrito así no necesariamente ha de ser breve, aunque con frecuencia lo es. La calculadora resuelve las fórmulas más complicadas en unos pocos segundos y lo pone todo por escrito. La mente trabaja a toda velocidad, sopesando y descifrando. Introdúzcase una situación, una propuesta, por uno de los lados, y obsérvese cómo sale por el otro, "bellamente" formalizada. ¿Hablamos de lo irracional? De la revelación, quizá de aquello que Randall Jarrell llama lo "romántico" -en contraste con la postura clásica-: llegar de un salto a la respuesta en vez de avanzar picando piedra.
En realidad, se trata de un trabajo en el fondo de la propia mente, de abajo a arriba, haciendo intervenir las vetas más profundas del cerebro, en vez de conformarse con las interacciones superficiales de la conciencia. O aun mejor: poniendo la conciencia en relación con aquellas profundidades cerebrales: adelante, atrás, a una velocidad de vértigo, bajo el gobierno de esas profundidades. Es lo que hay "dentro" lo que obra, y al dar respuestas "hace obra". Y con frecuencia esas respuestas resultan incómodas.
Tómense, por ejemplo, los periódicos, una novela vendible o una obra de teatro. En ningún caso revelan: simplemente nos dicen lo que ya sabemos; de otro modo, no entenderíamos de qué hablan, y algo así se pagaría caro. Nos dicen "todo" sobre el crimen que ya hemos cometido mentalmente cincuenta veces. ¿Es eso revelar? Tonterías. O bien nos cuentan historias de "misterio" que no son sino la misma historia (y así ha de ser para que resulte tranquilizador tanto para los presidentes como para sus taquígrafas). Nos dicen todo aquello que no revela absolutamente nada:
los discursos de Churchill y Stalin y las paparruchadas de la mente consciente; el pensamiento preparado, el concepto ensayado.
Imaginemos un sermón proselitista. Uno que nos "conmueva". ¡Pretende ser una revelación! ¿Y qué? Que nos conmueva sólo se explica por nuestra distracción. No estábamos atentos, pero se dirigía a nosotros. No nos dimos cuenta, pero tenía la vista puesta en nosotros. Nos hablaba. Acechaba (a su manera), y en cuanto nos dimos la vuelta, ¡zas!: nos atrapó. No hubo revelación alguna, sino más bien lo contrario, ¡y con el propósito de atraparte, tonto!
En cambio, en cuanto nos ve, es la revelación la que se da la vuelta y se aleja. No es posible retenerla con engaños. La diferencia entre quien verdaderamente revela y el resto es que se revela a sí mismo, en vez de decirnos lo que ya sabemos de nosotros.
Así, el nacimiento de cualquier niño, sin importar en qué condiciones, es una revelación. Pero en el momento en que se lo bautiza, o circuncida, o se le adoctrina por otros medios en las ideas de cualquier secta o clan que lo enajena de los otros miembros de su generación, la revelación llega a su fin. Puede que más tarde desafíe a quienes lo limitaron y defienda frente a ellos, tanto como pueda, la parte que sobreviva de su "pecado original" pero su medida estará ya dada.
Por supuesto, hemos de ser conscientes de que la ofensiva de los "objetivos" sobrevendrá sin duda. Pero parece claro que cuando -por circunstancias fortuitas y escapando del control de los adultos, que de otro modo amarrarían al retoño hasta obligarlo a enderezarse- el niño, acudiendo a su propia razón, consigue crecer y, aunque sea por puro accidente, logra preservar intacto un trozo de la primera revelación, un trozo recóndito, oculto en lo más profundo de su corazón, vive y florece bellamente. Entonces se le revela el punto de partida de todo descubrimiento, perdido de vista durante mucho tiempo, y que subyacía en las profundidades de su cerebro antes de que lo "enderezaran". Ésta es, de hecho, la historia de cualquiera: nuestra infancia entera transcurre en un alocado intento de rescatar, hasta donde sea posible, la primera revelación de nosotros mismos. Cualquier niño se esfuerza todo lo posible, en tanto se lo deja mínimamente en paz -sin dejar por ello de cuidarlo-, en rescatarse a sí mismo en secreto, y así, por fin, vivir su vida.
La ofensiva sobrevendrá sin duda: el intento de "educar" al pobre niño. Nada es más indecente que oír a los adultos decir que si pudieran tener controlados a los niños menores de... ¿seis años era?, ¿o aun más pequeños?, no importaría ya lo que sucediera después. En mi opinión, no hay cosa que revele mejor la esencial depravación y la estrechez de la mente adulta que ese lugar común, y lo que encierra. Nace, justamente, del desperdicio de aquellas revelaciones que conocimos y que mayormente perdimos ya en nuestra primera infancia.
Somos como moluscos que cierran su concha cuando se avecina un ataque, pero que son incapaces de protegerse del gusano del aburrimiento, que penetra la más gruesa de las conchas. Estamos tan deformados como los moluscos, cuya hueva se deposita entre las piedras y se ve obligada a desarrollarse allí.
Cuando sobreviene una revolución, nos adaptamos a sus cambios (nuestra mente se adecúa a la revolución), nos amoldamos, quizás, en ese sentido (o en su contrario), pero sin que nada se altere de verdad en cada uno de nosotros. Una revelación es algo distinto. A estas alturas, lejos de habernos liberado, como ya señalé hace años, estamos en la misma situación que los puritanos: atenazados por el peligro y la conveniencia, en un intento de sobrevivir en medio del nuevo orden. Continuar con vida es lo único que nos importa, lo mismo que a los moluscos en el barro o a las mujeres antes de la invención de los anticonceptivos -o del permiso de usarlos. Éstos han probado ser una revelación para las mujeres. Se pensaba que eran esencialmente modestas, retraídas, el vaso más frágil, cuando no era más que una falsa apreciación motivada por el miedo a la preñez. En consecuencia, se las disminuía ideológicamente para hacerlas encajar: sólo las más poderosas o atrevidas conseguían escaparse. De ahí, y por esta causa, las historias de Abelardo y Eloísa, de Paolo y Francesca, de Romeo y Julieta: toda una genealogía literaria de mujeres y hombres en fuga, destinada a desaparecer.
Mi propósito no es hablar en pro de la inmoralidad; todo lo contrario. Hablo de la necesidad de la revelación como medio para alcanzar la moralidad. Como medio, en suma, de recuperar los verdaderos valores, que frecuentemente yacen enterrados ni la mente. Sólo mediante el aflojamiento de nuestras ataduras -mediante la huida del niño de sus padres, la huida de las mujeres de las constricciones de la crianza-, sólo cuando tenga lugar en nosotros una liberación que permita que nuestro pensamiento ahonde y penetre, alcanzaremos las revelaciones que restaurarán los valores y el sentido de nuestras famélicas existencias.
Proust hurgó en su mente en busca de algo, algo perdido; fijémonos bien: algo perdido. Estaba perdido y, en definitiva, no consiguió hallar mucho más de lo que Rousseau encontró en sus Confesiones. Se trata de dos moralistas. Nos dicen: no permitas que te suceda lo que me sucedió a mí, o a Swann, o a Thal. Nos dicen lo que diría cualquier persona sensata: ¡no mutilemos más nuestra época! El miedo nos ha deformado, y nosotros te revelamos las profundidades de nuestra deformidad. Nuestra deformidad nos desagrada. ¡Miremos lo que podría haber sido!
(1947]




William Carlos Williams (E.E.U.U.,Rutherford, Nueva Jersey -1883 – ibídem, 1963)



(Traducción: Juan Antonio Montiel)




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