lunes, 17 de agosto de 2015

INRI



Te palpo, te toco, y las yemas de mis dedos 
buscan en la oscuridad las tuyas porque si yo 
te amo y tú me amas tal vez no todo esté 
perdido. Las montañas duermen abajo y 
quizás las margaritas enciendan el campo de 
flores blancas. Un campo donde Los Andes y 
el Pacífico abrazados en el fondo de la tierra 
muerta despierten y sean como un horizonte 
de flores nuestros ojos ciegos emergiendo en 
la nueva primavera. ¿Será? ¿será así? Las 
margaritas siguen doblándose sobre el mar 
difunto, sobre las grandes cumbres difuntas y 
en la oscuridad, como dos envanecidas pieles 
que se buscan, mis dedos palpan a tientas los 
tuyos porque si yo te toco y tú me tocas tal 
vez no todo esté perdido y, todavía, podamos 
adivinar algo del amor. De todos los amores 
muertos que fuimos y de un campo de flores 
que crecerá cuando nuestras mortajas blancas, 
cuando nuestras mortajas de nieve de todas 
las montañas hundidas nos besen boca abajo y 
nos vuelvan para arriba las erizadas pestañas.




Está la carretera bordeando el pie de las montañas. 
Están las nieves y arriba el cielo rosa de la aurora, 
están las pequeñas flores rosas que nacen entre los 
abismos de las montañas y arriba las estrellas, las 
estrellas igual que infinitas flores rosas cubriendo 
el húmedo cielo que amanece. Bruno escucha las 
infinitas estrellas rosas rodando sobre el amanecer 
y recuerda. Susana recuerda alucinantes flores, 
alucinantes amaneceres, alucinantes granizos 
color agua sangre nevando desde un extraño cielo. 
Bruno y Susana flotan sobre la carretera que 
bordea a las montañas. Por ahora están lejos el 
uno del otro. Ambos dirían de minúsculas flores.

Dirían de infinitas flores rosas como de nieve y 
sangre en los abismos blancos de las montañas.



Un rostro es un rostro es un desierto florecido. Oí 
largas llanuras florecer, escuché desiertos enteros 
cubrirse de flores. Una flor es un rostro en la 
soledad del desierto como un rostro es una flor en 
la soledad de las cosas. Un rostro escucha años, 
estaciones, vidas sin fin que terminan. Una flor solo 
unos días, unos crepúsculos, unas pocas noches sin 
fin que terminan. Un rostro es una flor más que 
termina. Oí infinitos desiertos florecidos apagarse. 
Me apodo Zurita y te digo estas cosas como podría 
decirte otras. Quizás las demenciales flores se aman.

Está el desierto de Chile. Hay un barco en el medio 
del desierto y una mujer dejándole flores. Las 
piedras gritan. Nadie, salvo las piedras son capaces 
de gritar así. Las flores también gritan, pero sólo 
cuando las dobla el viento. Oí campos enteros de 
flores doblarse en el viento.

Les vaciaron los ojos ¿sabías? Les arrancaron los 
ojos de las cuencas. Por eso en este poema nadie 
ve, sólo oye. Las flores oyen y gritan a veces al 
doblarse bajo el viento. Los rostros no ven. Las 
piedras están locas y sólo gritan.

Nadie ve. Tal vez las cercenadas flores se aman.



Raúl Zurita (Santiago, Chile, 1950)



IMAGEN: Desierto de Atacama -Photo by Hailey Kean.





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