(NOTA del Administrador: La novela tiene varias entradas, que remiten a
los nombres de los protagonistas; en este caso elegí y uní todas las entradas
que corresponden a Florencia (entradas que alternan con otros personajes, como
Alfredo o Angélica) con quien la narradora, tiene una relación amorosa.)
FLORENCIA TIENE TRECE AÑOS
Conocí a Florencia cuando recién vino a Buenos Aires desde la
provincia. Se hospedaba con su madre, en casa de copoblanos, donde yo iba
habitualmente por las noches a jugar a las cartas, luego de casarme. A pesar de
sus trece años, y sin motivos que yo asuma, coquetea terriblemente conmigo.
Noche a noche, después de la partida de naipes, la acompaño a su cuarto. Miro
sus hermosos cabellos, los toco, los huelo, paso mi lengua sobre ellos. Me dice
¡Hasta mañana! Hace tres días se los recoge en una redecilla. De ese modo me
impide disfrutar de ellos. Me parece absurdo, pero no digo nada. Hablo con ella
diariamente por teléfono. Esta tarde, temprano, al descuido de la conversación,
me habla de la red que usa. Yo digo que no me gusta porque me oculta su pelo.
¿Cuándo te la vas a sacar? A ella no le interesa mi opinión, dice. Siempre se
atará los cabellos y sólo cuando vea al hombre que quiere se los desatará.
Como mi marido
trabaja por la noche, voy luego de cenar a su casa, como de costumbre. Son tres
cuadras de la mía. Después de la cena, charlamos. Y hablando de cualquier cosa,
Florencia introduce, de pronto, y como sin darle importancia, la explicación
que aguardo. No puede peinarse este cabello tan largo. Ya no sé cómo, si no me
lo recogiera así, no sé qué haría. Además así tengo menos calor. Duermo con la
red también. Explicación que no cuadra con el verano, pero las niñas son
caprichosas.
La llevo a su
dormitorio luego y asumo la misión de acariciarla. Le acaricio las sienes, las
orejas, los bordes de la boca, la frente, la nariz, los ojos, cada pedacito de
la cara, la espalda, muy sabiamente, y las piernas, muy furtivamente.
De pronto paso
por hábito la mano por la cabeza. Y Florencia dice, en súplica y orden, como
tantas noches: Rásqueme un poquito.
Paso suavemente
mis dedos entre los agujeros de la red. Al momento, veo su satisfacción. La
observo tan profundamente siempre que puedo ver cómo, a mis caricias, se
ensancha súbitamente su nariz, como olfateando algo. Un momento; luego la
primitiva sensación se hace costumbre y deja de ser fuerte y espontánea. Por
eso, a cada instante varío la técnica de mis caricias, o de mi rascar. Con la
yema del dedo, levemente con la punta de las uñas, con pequeños golpecitos...
Ella conoce cuándo van a agotarse las nuevas sensaciones. Su sensibilidad
animal lo sabe y después de un momento se resuelve: Me está hartando esta red
-dice-, y la arranca de un tirón. Me da el goce de su pelo. Sabe. Sabe que así
renueva sensaciones y me incita a buscarlas.
Yo me muero de
deseos de sumergir mi cara en sus cabellos castaños con hebras doradas. Hundo
mis dedos con avidez. Los huelo. Los despeino. Los estrujo. Ya no es una mano,
sino las dos. El deseo de no hacerle daño es lo único que me detiene en el
logro de caricias más íntimas. Ella, coqueta, hunde su cara en la almohada. No
puedo ver su expresión, pero de pronto agarra mi mano, la besa y me dice:
¡Hasta mañana!
FLORENCIA POR SEGUNDA VEZ
Volvemos del campo al anochecer. Siempre el campo está un
poco mezclado a todas mis cosas. La provincia se reitera en mí, no la
interrumpo, convive con mi Buenos Aires querido, paso allí todas mis
vacaciones, recuerdo rigurosamente las fiestas familiares, me aburro, me
deslumbro, oscilo, como siempre. Vuelvo del campo, al campo, pienso en el
campo, ando por el campo; ¡mierda!
Estamos en el
asiento de atrás de un viejo Ford A y es apenas pasado el invierno. He
calculado bien las cosas, procurando que Florencia vaya a mi lado, en el medio
del asiento. Tengo una manta, porque sé desde hace mucho tiempo lo que es ir en
un viejo Ford. Florencia tiene pantalones gruesos pero acabará sintiendo frío,
recurrirá a mi manta, lo preveo. Atenta a todo esto no intervengo en los
cantos, las exclamaciones, las bromas. Me excluyo en un silencio que puede
parecer importante o enfurruñado. Estoy, sin embargo, alerta al menor de sus
gestos. Somos viejas conocidas, pero nuestros encuentros recientes en la
provincia han incluido una deferente atención de mi parte y una desvaída
indiferencia de la suya. Sólo sus ojos, ahora huidizos, están cargados de
recuerdos y de promesas, tantas, a veces, que por eso mismo los torna esquivos.
Florencia quiere saber, ya sabe, quiere entrar en el juego, quiere que yo tome
decisiones, quizá, que no sea tan morosa. Como para mí comienzo es intensidad,
demoro la partida. Al cabo, hoy, el frío ha de ponerse de mi parte. Cuando
empieza a caer la noche, todos los que vamos atrás, apenas cubiertos del aire
por las maltrechas cortinas del Ford, empezamos a quejarnos del frío. Extiendo
mi manta sobre todas las rodillas. Y, aprovechando la mala luz del crepúsculo,
tomo la mano de Florencia por debajo de la manta y la aprieto con la fuerza
necesaria para que sea caricia y dominio, protección y entrega. Florencia se
deja hacer, sabe y conoce ahora que somos cómplices y que podrá determinar a su
gusto los encuentros que tendrán lugar en el futuro. Mi mano no intenta, por el
momento, ninguna otra audacia debajo de la manta. Así reanudo mí relación con
Florencia, que ya no es sólo una niña que se deja acariciar el pelo.
FLORENCIA
"¿Está mi sobrina arriba?", pregunto en la portería del
hotel. "Sí, señora, en la habitación 210. ¿Cómo le ha ido de viaje?"
Es de rigor que me pregunten eso en esta portería donde conocen a los
provincianos y en este hotel donde me arriesgo a reunirme con Florencia,
titulándome su tía. Subo con mi bolsón en la mano. Es así que se producen
nuestros encuentros ya que no puedo llevarla a casa y ella vive en una pensión
del centro. Florencia, encantada; todo lo que es oculto, anormal y que atenta
contra las convenciones la atrae. Nuestra relación participa de todo esto. Ella
dice sentirse cumplida, tranquila, feliz. En una oportunidad deja a su amante
de turno para reunirse conmigo en el hotel, desde donde la llamo. Hacerlo
resulta difícil, pues debo inventar pretextos para faltar a casa de noche y
tampoco podemos ir al hotel a dormir la siesta. Sólo una vez lo hacemos, en el
Tigre, adonde vamos a pasar el día, caluroso y propicio. Pero es lejos, caro y
lleva tiempo; Florencia se aburre, debo inventarle siempre un programa, y comer
con buen diente a veces no es todo. Ella quiere conocer, ver gente, lugares, cines,
teatros, callejear por Corrientes. Por ella me muestro dispuesta a conseguir un
departamento, pero sin mucho énfasis, porque un departamento para mí significa
el planteo claro de todas las situaciones que me afectan y afectan a otras
personas y eso aparece en mí menos resuelto que el deseo de tener a Florencia.
Y por lo tanto procuro tener a Florencia de otro modo. Dispongo de dinero, pero
no tanto como el que ella requiere. Lo del departamento se va haciendo largo.
Miramos algunos sin que nunca el efectivo sea suficiente. A la larga, Florencia
presiente que no podré darle mucho y va conformándose momentáneamente con lo
que le doy. Charlas, conocimientos, ambientes. Con ella me muestro desenvuelta
a los lugares adonde vamos. Quiero deslumbrarla siempre, hacerla depender de
mí. ¿Eso es amor? Florencia me atrae físicamente y no tiene ninguna inhibición,
no me reprocha nada, sólo quisiera derrumbar todas las estanterías que he
alzado en mi vida y no teme decírmelo. Una dependencia total mía quizá la satisfaría;
habría logrado deshacer mi orgullo intelectual, mi pedantería, mi aparente
savoir-faire, todo lo que ella imagina en mí apetecible o sabio. Esto nos
asemeja, decía Florencia tocándose la frente. Y tenía mucho de razón. Una vez
dependiente de ella, Florencia seguiría otro rumbo, depredando, reinando o
intentando hacerlo. ¿Por qué depredando? ¿En qué me diferenciaba de ella cuando
yo hablaba de mis búsquedas como si fueran algo importante? En poco. Pretendía
yo que mis búsquedas afectivas tenían por fin "integrarme" y las de
ella extraer algún beneficio para sí. ¿Integrarme no es acaso beneficiarme?
¿Por qué creerme mejor que Florencia? Ella necesita a toda costa imponerse por
la ropa, por su capacidad en la oficina, por su inteligencia, por su físico y no
acepta que nadie deje de sometérsele. Sin embargo, en cierta medida, algo
parecido es lo que me mueve. También con Florencia me identifica el enfoque
descarnado que hacemos de los demás, de nosotras mismas. Intento, pues, que
Florencia dependa de mí, que me admire. La admiro. No puedo amar sin admirar,
dice una estrella de la TV en sus declaraciones al público. Estoy de acuerdo,
pero el porqué ya no me parece tan simple. Tal vez porque admirar exige una
reciprocidad, una relación entre titanes. Admiro a Florencia por su físico
femenino, de suaves curvas, por su mente masculina, por su frase oronda, su
manera de encarar la vida como tal vez a mí me hubiera gustado encararla, en
forma desfachatada, sin mayores escrúpulos, todo para sí, aprés moi, etc. Ni política
ni religión son temas para ella y critica que yo los toque a menudo. Los
desecha en nombre de un hombre-humus, un ser humano al que ve fundamentalmente
egoísta y defectuoso, como probablemente se ve a sí misma. Yo para ella soy
boba, "todo lo comprendo y lo perdono", al mismo tiempo que única,
desinteresada, fiel a su cuerpo al que ella desea esclavizarme, como yo deseo
hacerlo con su mente. ¿Fiel a su cuerpo? Igual que siempre me sucede, pasado el
momento de la conquista, como Florencia exige un modo y yo otro, el desacuerdo
físico se instala, pero en contra de mí. Logro que Florencia me sienta, yo no
siento nada. Tal vez Florencia se propone sentirme, y yo demoro para que su
juego se cumpla. La desilusiona que yo no la sienta y, como yo otras veces,
pregunta: "¿Fue feliz?". El usted me enorgullece, siento como un
pequeño dominio o respeto. Y el hecho de darle goce me exalta y contenta.
Florencia no quiere tenerme a su lado sino encima suyo, me levanta como a un
niño si yo me detengo mucho en su cuello. Al principio elude la boca, insisto
en su oreja. La boca le parece para uso masculino; "estoy harta de que me
babeen", dice. Casi siguiendo a Genet, podría decir que se masturba
conmigo. Pero una cuestión de centímetros me impide casi siempre gozar al unísono.
Yo más arriba, ella más abajo. Todo termina y yo digo: "Dejame bajar,
querida, tengo miedo de hacerte daño con mi peso". Florencia gusta
entonces que me tienda a su lado. "Su cuerpo tiene un calorcito de
perro", me dice. Y se ovilla hasta dormirse. Al otro día me visto
temprano. Raras veces salimos juntas. A veces pago al salir, a veces le dejo el
dinero a ella. Me reintegro al día, donde todas las mentiras aguardan.
FLORENCIA
-A mí me parece que Ud. debería dejar ya de verse con él -decía
Florencia en ese momento-. ¿De qué sirve tanta amistad condensada, tanto amor
ya agrio; no me tiene a mí acaso?
-¿Estás celosa?
-preguntaba yo-.
-¿Celosa yo?
-comenzaba a levantar el tono levemente-. ¡Por favor! Sólo que me parece
estúpido verse con alguien con quien no se concreta nada.
Nuestra amistad
ella no podía comprenderla. Quien vive a fuego de llama no puede entender el
rescoldo, pensaba yo. Pero decía:
-Es claro, para
vos todo debe ser concreto.
-Por supuesto,
entre un hombre y una mujer, a mí, la experiencia me dice que no puede haber
amistad.
-Yo no soy una
mujer como todas, vos lo sabes.
-Yo tampoco,
pero me pudren los arrumacos sin sentido.
-Entre nosotros
no hay arrumacos. Eso es lo que no comprenderás nunca.
-Ni quiero
comprenderlo, me parece simplemente estúpido. Y un perdedero de tiempo. Usted
me tiene a mí, eso es bastante. ¿O no? -preguntaba.
-Sí, por
supuesto -contestaba yo.
Florencia
ignoraba todo de mi amistad y ruptura con Angélica, encontraba justo que José
se hubiese abierto a tiempo, según yo le había contado, que mi marido hubiera
desaparecido luego de su viaje, pero este "sí, por supuesto" que yo
le decía no la convencía totalmente. Creía que mi edad me obligaba a una
entrega que quizá preveía como no total pero que anhelaba que lo fuera. Era
probable que esto se debiera simplemente a un deseo de estabilidad que la urgía
en el momento, pero nada más. Estabilidad conmigo mientras yo pudiera financiar
las cosas. Después, ¿a dónde llegaría el exclusivismo de nuestro afecto, el
egoísmo que a ambas nos movía? En el fondo de las cosas yo no anhelaba romper
con nada de lo que poseía y Florencia, en cambio, pretendía echar abajo todas
mis estanterías, según me lo había dicho repetidas veces. Es claro que lo que
yo poseía era nada al cabo del tiempo, pero en mí siempre había el anhelo de
una puerta abierta hacia otras habitaciones, hacia nuevas experiencias. ¿De qué
madurez podía hablar yo?
-Con usted es
el cuento de nunca acabar -decía ahora Florencia leyendo mis pensamientos-.
Nadie la habrá querido como yo, ni la querrá ya nunca.
Yo sonreía y le
hallaba razón, aunque me fuera difícil dilucidar los móviles de la aparente
devoción de Florencia. Y hago mal en decir aparente; porque en cierta medida y
a pesar de sus escapadas constantes en busca de halago aparentaba escucharme -o
me escuchaba- como si de mis labios surgiera la verdad.
-Extraeré de
usted todo lo que me sea útil -decía otras veces.
-No me vaciaré
por eso, sigue cavando sin miedo —decía yo.
-¿De qué hablan
cuando se juntan? —insistía ella refiriéndose a vos.
-De la Comisión
de la SADE -reía yo para enojarla un poco. Pero como veía que ese poco podría
acrecentarse con rapidez, intentaba una explicación más seria:
-¿Cómo podría
decirte, querida? Él es como el hilo conductor de mi vida, una especie de
cuerda tensa de la que penden ropajes diversos, una especie de horizonte...
Aquí empezaba a
empantanarme, no sólo porque no había explicaciones posibles para la
perduración de nuestra amistad, sino porque yo sabía que Florencia detestaba
las frases en las que yo amaba perderme para eludir aclaraciones cuando me veía
exigida a hacerlas.
Ella sólo
entendía que había que rehusar ataduras inútiles, que había que vivir el
momento con la mayor intensidad posible y para ello confiaba plenamente en su
físico, a fin de lograr de quien fuera lo que anhelaba conseguir. Por el
momento era yo la elegida y de mí dependía mantener la continuidad prodigando
dones, sabiduría, caricias, novedades. En el otro platillo estaba su entrega.
Yo comprendía perfectamente que nadie se había dado a mí con la furia con la
que ella lo había hecho, con el cariño que me prodigaba, pero sabía también lo
precario de ese cariño y lo absurdo de creer en él. Si Florencia se
identificaba conmigo por la cabeza antes que por el cuerpo, como yo misma
pretendía, esto significaba que la duración de su cariño no era necesariamente
muy larga. Tampoco mi cabeza bien puesta -al menos para vos- significaba nada
frente a la turbiedad o turbación de mi vida afectiva. Y las infinitas
oscilaciones de mis sentimientos indicaban en ella idéntica falta de garantía.
Me perdía en reflexiones antes que en respuestas concretas, con la única
seguridad de que el afán de Florencia por cortar mi relación con vos no
indicaba otra cosa que el segregarme de todos para mejor hacerme objeto de su
propio dominio, cosa que yo rehuía como siempre que había sido así.
-¿Hasta cuándo
ir al cine con un tipo semejante que todo lo mira con pedantería? -preguntaba
Florencia un tanto envidiosa de un mundo que le era ajeno, el mundo del
intelecto, al que accedía por golpes de intuición o guiada de la mano por mi
propia pedantería.
No pensaba en
sacrificar tu amistad, pero para tranquilizarla a Florencia con algo que iba
siendo cada vez más cierto, decía:
-Ya verás que
Alfredo no me llamará más, que dejará de llamarme cualquier día de éstos.
En realidad yo
distanciaba las llamadas, vos no las hacías. Pero yo, como siempre ponía la
decisión, siempre la pongo, en manos de los demás.
PAPEL QUE FLORENCIA DEJA EN SU CASA AL IRSE Y QUE ME ENTREGAN LUEGO
Querida:
No sólo
guarida sino isla donde me sumerjo y respiro, aliviada de todas mis tensiones,
isla donde me tiendo sin violencias totalmente abandonada, aguardando,
aguardándome, y cuando vuelvo a habitarme recobro mis voces antiguas, cantos
que vienen de lejos, vibraciones diferentes y me quedo en acecho, vigilante,
guardando las puertas de mi ciudad que sólo usted conoce, para que nadie entre
después de nosotros.
(Fragmentos de la novela: Habitaciones, escrita en 1950,
y publicada en 2002, por la Editorial Catálogo)
Emma Barrandéguy (Argentina; Gualeguay, Entre Ríos, 1914-Id., 2006)
IMAGEN: Kristina Ruslanovna Pimenova modelo y actriz rusa.