domingo, 20 de julio de 2008

UN PUENTE, UN GRAN PUENTE





En medio de las aguas congeladas o hirvientes,
un puente, un gran puente que no se le ve,
pero que anda sobre su propia obra manuscrita,
sobre su propia desconfianza de poderse apropiar
de las sombrillas de las mujeres embarazadas,
con el embarazo de una pregunta transportada a lomo de mula
que tiene que realizar la misión
de convertir o alargar los jardines en nichos
donde los niños prestan sus rizos a las olas,
pues las olas son tan artificíales como el bostezo de Dios,
como el juego de los dioses,
como la caracola que cubre la aldea
con una voz rodadora de dados,
de quinquenios, y de animales que pasan
por el puente con la última lámpara
de seguridad de Edison. La lámpara, felizmente,
revienta, y en el reverso de la cara del obrero,
me entretengo en colocar alfileres,
pues era uno de mis amigos más hermosos,
a quien yo en secreto envidiaba.

Un puente, un gran puente que no se le ve,
un puente que transportaba borrachos
que decían que se tenían que nutrir de cemento,
mientras el pobre cemento con alma de león,
ofrecía sus riquezas de miniaturista,
pues, sabed, los jueves, los puentes
se entretienen en pasar a los reyes destronados,
que no han podido olvidar su última partida de ajedrez,
jugada entre un lebrel de microcefalia reiterada
y una gran pared que se desmorona,
como el esqueleto de una vaca
visto a través de un tragaluz geométrico y mediterráneo.
Conducido por cifras astronómicas de hormigas
y por un camello de humo, tiene que pasar ahora el puente,
un gran tiburón de plata,
en verdad son tan sólo tres millones de hormigas
que en un gran esfuerzo que las ha herniado,
pasan el tiburón de plata, a medianoche,
por el puente, como si fuese otro rey destronado.

Un puente, un gran puente,
pero he ahí que no se le ve,
sus armaduras de color de miel, pueden ser las vísperas sicilianas
pintadas en un diminuto cartel,
pintadas también con gran estruendo del agua,
cuando todo termina en plata salada
que tenemos que recorrer a pesar de los ejércitos
hinchados y silenciosos que han sitiado la ciudad sin silencio,
porque saben que yo estoy allí,
y paseo y veo mi cabeza golpeada,
y los escuadrones inmutables exclaman:
es un tambor batiente,
perdimos la bandera favorita de mi novia,
esta noche quiero quedarme dormido agujereando las sábanas.
El gran puente el asunto de mi cabeza
y los redobles que se van acercando a mi morada,
después no sé lo que pasó, pero ahora es medianoche,
y estoy atravesando lo que mi corazón siente como un gran puente.
Pero las espaldas del gran puente no pueden oír lo que yo digo:
que yo nunca pude tener hambre,
porque desde que me quedé ciego
he puesto en el centro de mi alcoba
un gran tiburón de plata,
al que arranco minuciosamente fragmentos
que moldeo en forma de flauta
que la lluvia divierte, define y acorrala.
Pero mi nostalgia es infinita,
porque ese alimento dura una recia eternidad,
y es posible que sólo el hambre y el celo
puedan reemplazar el gran tiburón de plata,
que yo he colocado en el centro de mi alcoba.
Pero ni el hambre ni el celo ni ese animal
favorito de Lautréamont han de pasar solos y vanidosos
por el gran puente, pues los chivos de regia estirpe helénica
mostraron en la última exposición internacional
su colección de flautas, de las que todavía queda hoy un eco
en la nostálgica mañana velera, cuando el pecho de mar
abre una pequeña funda verde y repasa su muestrario
de pipas, donde se han quemado tantos murciélagos.
Las rosas carolingias crecidas al borde de una varilla irregular.
El cono de agua que las mulas enterradas en mi jardín
abren en la cuarta parte de la medianoche
que el puente quiere hacer su pertenencia exquisita.
Las manecillas de ídolos viejos, el ajenjo mezclado con el rapto
de las aves más altas, que reblandecen la parte del puente
que se apoya sobre el cemento aguado, casi medusario.

Pero ahora es necesario para salvar la cabeza
que los instrumentos metálicos puedan aturdirse espejando
el peligro de la saliva trocada en marisco barnizado
por el ácido de los besos indisculpables
que la mañana resbala a nuevo monedero.
¿Acaso el puente al girar sólo envuelve
al muérdago de mansedumbre olivacea,
o al torno de giba y violín arañado
que raspa el costado del puente goteando?
Y ni la gota matinal puede trocar
la carne rosada del memorioso molusco
en la aspillera dental del marisco barnizado.
Un gran puente, desatado puente
que acurruca las aguas hirvientes
y el sueño le embiste blanda la carne
y el extremo de lunas no esperadas suena hasta el fin las sirenas
que escurren su nueva inclinación costillera.
Un puente, un gran puente, no se le ve.
sus aguas hirvientes, congeladas,
rebotan contra la última pared defensiva
y raptan la testa y la única voz
vuelve a pasar el puente, como el rey ciego
que ignora que ha sido destronado
y muere cosido suavemente a la fidelidad nocturna.

José Lezama Lima (Cuba, La Habana, 1912-1976)



IMAGEN: Fotografía de Andrew Shpatak.




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