domingo, 27 de julio de 2008

UNA MANO DE PINTURA




Ahora parece que vamos a tener que quedarnos todos un rato
a hacer tiempo. Esto podría significar una «jubilación
anticipada» para algunos, aunque sólo durase lo que una tarde de dar vueltas
comprando cordones para los zapatos y cosas por el estilo.

O podría también suponer una temporada
en la cueva de un hechicero, transcurrida la cual, varios
siglos después,
te despertarías curiosamente descansado, deseoso de volver
al crucigrama, sólo que nadie sabría cómo te llamas
o quién eres realmente, y tampoco les importaría demasiado.

Seducir
un hecho hasta convertirlo en objeto, en un objeto grato,
con algún
tipo de calidad estética, lo que además añadiría algo
al saber acumulado e incluso se extendería por estratos diversos
de la Historia, como un clavo en el fracturado hueso de una muñeca,
conectándolos de manera tan dinámica que lo obligase a uno
a reconocer un tipo nuevo de superioridad sin la que el mundo
no podría seguir con sus asuntos, ni siquiera con esas cosas

simples como traer
agua a casa desde el pozo, carbón a los hogares, sería, por supuesto,
la fórmula óptima, pero en cualquier caso la cosa tiene que
hacerse realidad, algo tiene que pasar; si no,
lo único que nos quedará serán desacuerdos,
désagréments,
por nombrar algo.
¿Es que no te das cuenta de lo necesario que es estar
disponible,
que nos lleven en barca desde aquí hasta esa orilla cercana,
sonriente,
y que nos devuelvan luego a los brazos de quienes nos aman,
no muchos, pero portadores de una dulzura tal, tan infinita

y superior,
que su mentira nos está destinada y termina manchándose,
adquiere costra,
y finalmente se dora de un modo exasperante que la convierte
en una verdad más que otra cosa, algo delicado y

deprimente como una estrella,
cauto como una gota de leche, de forma que nos dejan
salirnos con la nuestra, por lo menos a algunos?




John Ashbery (E.E.U.U.; Rochester, Nueva York;  1927-Hudson, Nueva York, 2017)​


(Traducción: Esteban Pujals Gesalí)
-Edición no bilingüe-



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