jueves, 7 de agosto de 2008

LA SONATA DEL CLARO DE LUNA

(Noche de primavera. Pieza grande de una vieja casa. Una mujer ya de edad le habla a un hombre joven. La luz está apagada y un implacable claro de luna entra por las dos ventanas. Me olvidaba decir que la mujer de negro ha editado dos o tres interesantes colecciones de poemas, de inspiración religiosa. La Mujer de Negro, pues, le habla al hombre joven) :





Déjame ir contigo. Qué luna, la de esta noche...
La luna es buena, no parecerá
que mis cabellos han emblanquecido. La luna
devolverá su tinte de oro a mis cabellos. Tú no lo advertirás...
Déjame ir contigo.

Cuando hay claro de luna las sombras se agrandan en la casa,
manos invisibles descorren las cortinas,
un dedo pálido escribe sobre el polvo del piano
palabras olvidadas. No quiero oírlas. Calla, calla.

Déjame ir contigo,
un poco más abajo, hasta el cerco de la ladrillería,
hasta el lugar donde la calle hace una curva y aparece
la ciudad hormigoneada y aérea, encalada por el claro de luna,
tan destacada e inmaterial,
tan positiva como metafísica,
que es posible, al fin, creer que uno ha existido o que no ha existido,
quejamos ha existido, que jamás han existido el tiempo
y su consumación.
Déjame ir contigo.

Iremos a sentarnos un rato en el banco de piedra, allá
arriba en la colina,
y mientras la brisa primaveral sople sobre nosotros,
quizá hasta soñemos que alzamos el vuelo,
pues muchas veces, aún ahora, yo oigo el rumor de mi vestido
lo mismo que el rumor de dos fuertes alas en pleno vuelo,
y cuando uno es tomado por ese rumor de vuelo,
siente firme el pecho, los flancos, la carne,
y así estrechado entre los músculos del aire azul,
en los robustos nervios de la altura,
poco importa que uno llegue ya, o que recién salga,
poco importa tener los cabellos emblanquecidos
(y no es esto lo que me apena; lo que me apena
es que mi corazón no quiere ser del color de mis cabellos).
Déjame ir contigo.

Yo sé bien que todo hombre marcha solo hacia el amor,
solo hacia la gloria, solo hacia la muerte.
Yo lo sé; lo he gustado. Y eso no sirve para nada.
Déjame ir contigo.

Esta casa está hechizada, me rechaza.
Quiero decir que es demasiado vieja, los clavos no resisten,
los cuadros se caen como si se hundieran en el vacío,
los enlucidos se derrumban silenciosamente,
como el sombrero del muerto que se cae de la percha
y rueda en el corredor sombrío,
como el guante gastado del silencio que se desliza de sus rodillas,
o como una banda de luna que da sobre el viejo sillón destripado.
Hubo un tiempo en que también él era joven —no, no
hablo del retrato que miras con tanta desconfianza,
sino del sillón—: se estaba cómodo ahí, podía uno sentarse las horas,
y, cerrando los ojos, soñar cualquier cosa;
con una playa lisa, húmeda, barnizada de luna,
más lisa que mis viejos zapatos que llevo una vez al mes
al lustrador de la esquina,
o todavía con la vela de un "pesquero " que se desvanece
en la lejanía mecido por su propio hálito,
vela triangular, como un pañuelo doblado en dos y diagonalmente,
como si no tuviera nada que envolver o guardar,
ni agitarse, desplegado, en señal de despedida. Yo he tenido
siempre debilidad por los pañuelos,
no para guardar algo en ellos,
simientes de flores, manzanilla recogida en e! campo al atardecer,
o para hacer un casquete con cuatro nudos, como los
obreros de la construcción de enfrente,
o para enjugarme los ojos (conservo bien la vista
y nunca He usado anteojos). Es una simple manía la de los pañuelos.
En el presente los doblo en cuatro, en ocho, en diez y seis,
para ocupar en algo mis dedos. Y he ahí que justamente mi alma recuerda
que era así como yo medía la música, cuando iba al Conservatorio,
de delantal azul, cuello blanco y dos trenzas rubias,
—8, 16, 32, 64-
llevada por la mano de un pequeño melocotonero amigo,
todo florido de luz y de flores rosadas
(perdóname estas palabras: una mala costumbre)
—32, 64—y mis padres
se hacían grandes ilusiones con mi talento musical. Te
estaba hablando, pues del sillón
desfondado —se le ven los resortes herrumbrados, la paja—;
y pensaba llevarlo a la carpintería de al lado,
pero no hay tiempo, ni dinero, ni ánimo... y además:
¿por dónde empezar a arreglarlo?
Taparlo con una sábana, me dije, y tuve miedo
de la sábana blanca con este claro de luna. Ahí se ha sentado
gente que incubó grandes sueños, como tú y como yo,
por otra parte,
y ya ves: ahora descansan bajo tierra sin que la lluvia o
la luna los moleste. Déjame ir contigo.

Nos quedaremos un ratito en lo alto de la escalera
de mármol de San Nicolás,
luego tú bajarás la pendiente y yo me volveré,
conservando en mi costado izquierdo la dulzura del contacto
fortuito de tu americana
y también las pocas luces cuadradas de las ventanitas del barrio,
y este blanquísimo vaho de la luna, parecido a un largo
cortejo de cisnes plateados.
Y no me asusta hablar así, pues
anteriormente, durante muchas noches primaverales
he llegado a conversar con Dios, que se me aparecía
en la bruma y la gloria de un claro de luna como éste,
y le he sacrificado muchos adolescentes, más bellos aún que tú,
evaporándome toda blanca e inaccesible en mi llama
blanca, en la blancura del claro de luna,
abrasada por los ojos voraces de los hombres y el éxtasis
indeciso de los adolescentes,
sitiada por cuerpos admirables, cuerpos curtidos,
miembros vigorosos ejercitados en la natación, el remo,
los juegos de la arena, el fútbol (que yo fingía no ver),
sitiada por frentes, labios y cuellos, por rodillas, dedos
y ojos, pechos, brazos, muslos (y en realidad yo no los veía)
—tú tabes: a veces, al admirar, uno se olvida de la cosa
admirada y la cosa admiración le basta—.
Dios mío, qué ojos claros, y yo crecía en medio de una
apoteosis de astros rechazados,
porque así cercada desde dentro y fuera,
no me quedaba otro camino que el de arriba o el de
abajo. -No, eso no es suficiente.
Déjame ir contigo.

Yo sé que ahora ya pasó el tiempo, pero déjame,
(sí, lo sé, ya pasó mi cuarto de hora, pero déjame)
considera que muchos años, días y noches y mediodía
púrpuras me he quedado sola.
Inflexible, sola, inmaculada;
sola e inmaculada hasta en mi lecho conyugal,
escribiendo versos gloriosos sobre las rodillas de Dios,
versos, te aseguro, que quedarán como esculpidos en un
mármol perfecto,
más allá de mi vida y de la tuya, mucho más allá. Y eso no basta.
Déjame ir contigo.
Esta casa ya no me soporta,
ya no puedo llevarla a mis espaldas.
Siempre hay que tener cuidado, tener cuidado:
sostener la pared con el aparador grande,
sostener el aparador con la vieja mesa esculpida,
sostener la mesa con las sillas,
sostener las sillas con las manos,
poner el hombro para sostener una viga que se desprende
Y el piano, que parece un sombrío ataúd cerrado.
Uno no se atreve a abrirlo.
Siempre con cuidado, con cuidado de que no se caigan,
de no caerse uno mismo. Ya no puedo más.
Déjame ir contigo.
A pesar de sus muertos, esta casa no piensa en morirse.
Se obstina en vivir con sus muertos,
en vivir de sus muertos,
en vivir de la certeza de su muerte
y en enfriar sus muertos sobre lechos y anaqueles ruinosos.
Déjame ir contigo.

Aquí, por dulces que sean mis pasos en la bruma del anochecer,
así lleve pantuflas o camine descalza,
alguna cosa crujirá: un vidrio se raja, o un espejo,
se oyen pasos que no son de uno.
Afuera, en la calle, es posible que no se oigan esos pasos
—el arrepentimiento, se dice, lleva zuecos—;
y si no se vuelve y mira en este o en aquel espejo,
detrás del polvo y de las rajaduras,
contempla, más apagado y desencajado aún, su rostro
ese rostro por el cual nada hemos pedido en la vida,
que no fuera conservado, íntegro y puro.
Los bordes del vaso relucen en el claro de luna
como una navaja circular: ¿cómo llevarlo a mis labios
así sedienta como estoy, ¿ cómo llevarlo? ¿ Te das cuenta?,
todavía tengo ánimo para hacer comparaciones; es todo
lo que me queda,
y es lo que aún me da la certeza de no estar ausente.
Déjame ir contigo.

De un tiempo a esta parte, a la hora del crepúsculo,
tengo la sensación
de que bajo las ventanas pasa el hombre del oso, con su
viejo oso de andar pesado
con su pelambre llena de espinas y de peladuras,
levantando polvo en la calle del barrio,
una nube de polvo, solitaria, que inciensa el crepúsculo
y los niños han entrado en sus casas a cenar y se les
prohíbe salir de nuevo
aunque ellos adivinan, detrás de las paredes, el paso del viejo oso.
Y el oso, cansado, cansado, camina en la sabiduría de
su soledad, sin saber por qué razón y con qué fin hace
Torpe ya, él no puede bailar sobre sus patas traseras,
ni llevar su caperuza dentada para divertir a los niños, a
los desocupados, a los exigentes,
y lo que él más desea es estirarse sobre la tierra,
dejándose pisotear el vientre jugando así su último juego,
mostrando su temible poder de renunciación,
su desobediencia a los intereses ajenos, a los anillos de
sus labios, a los deberes de sus dientes;
su desobediencia al dolor y a la vida,
con la segura alianza de la muerte —aun la de una muerte lenta—,
su desobediencia suprema a la muerte, con la duración
y la noción de la vida
que sube con conocimiento y acción por encima de su
servidumbre.
Pero ¿ quién puede jugar hasta el fin este juego ?
Y el oso se levanta y prosigue su marcha,
obediente a la correa, a los anillos, a sus dientes,
sonriendo, con sus labios agujereados, a las monedas
arrojadas por los hermosos niños que no dudan de nada
(hermosos justamente porque no dudan de nada)
y diciendo gracias. Porque los osos envejecidos
no saben más que decir: gracias, gracias. Es lo único
que han aprendido.
Déjame ir contigo.

Esta casa me ahoga. La cocina, especialmente,
es como el fondo del mar. Las cafeteras, colgadas en la
pared, brillan
como grandes ojos redondos de inverosímiles peces,
los platos se mueven lentamente como ¡as medusas,
algas y conchas se enredan a mis cabellos y después no
puedo arrancármelas,
no puedo volver a la superficie.
La bandeja se me cae de las manos sin ruido. Yo me hundo
y veo las burbujas de mi respiración subir, subir,
y mirándolas subir me esfuerzo por divertirme,
pensando qué diría alguien que estuviera arriba y viera las burbujas:
que alguien se está ahogando o que un buzo registra el fondo del mar.
Y en verdad yo descubro ahí, en el fondo de la asfixia, frecuentemente,
corales, perlas y tesoros de navios naufragados;
encuentros imprevistos de ayer, de hoy y de mañana,
casi una confirmación de eternidad,
cierta vuelta del aliento, una cierta sonrisa de inmortalidad, como se dice
una dicha, una ebriedad, hasta entusiasmo.
Corales, perlas, zafiros:
solamente que no sé darlos —no, yo los doy,
sólo que ignoro si se los puede tomar, pero de todos
modos yo los doy.
Déjame ir contigo.

Un instante, nada más que para buscar mi chaqueta.
Después de todo, con este tiempo inestable, uno debe
tener cuidado.
De noche hay humedad, ¿y no te parece que la luna
intensifica verdaderamente la frescura?
Déjame prenderte la camisa, qué fuerte es tu pecho...
qué fuerte está la luna... El sillón decía... y cuando
levanto la taza de la mesa
queda debajo un agujero de silencio y enseguida pongo la mano
para no verlo, vuelvo la taza a su lugar,
y la luna es un agujero en el cráneo del mundo:
no mires, no mires,
tiene una fuerza magnética que te atrae; no mires,
no mires,
escucha lo que te digo, te caerás ahí. Este vértigo
bello, ligero... -te vas a caer-
la luna es un pozo de mármol
ahí se mueven sombras y alas, clamores misteriosos:
¿no los oyes?
Profunda, profunda la caída,
profunda, profunda la ascensión,
la estatua de mármol, firme en sus alas desplegadas,
profunda, profunda la implacable beneficencia del silencio,
iluminaciones temblorosas de la otra orilla, como uno
vacila en su propio vacío
hálito de océano. Bello, ligero
es este vértigo —ten cuidado, te vas a caer. No me mires a mí,
que mi destino es la vacilación—, el soberbio vértigo.
Por eso, al anochecer,
siempre me duele un poco la cabeza, como si me aturdiera.

A menudo me cruzo a la farmacia a comprar aspirina,
otras veces me hastío, y con mi dolor de cabeza, me quedo
a escuchar el ruido que hacen las cañerías en las paredes.
O bien preparo café, y con el espíritu siempre en otra parte,
sin darme cuenta, preparo dos... ¿quién va a beber el otro?
Verdaderamente es gracioso, lo dejo enfriar al borde de la mesa.
Y otras veces también lo bebo, mirando por la ventana
el farolillo verde del farmacéutico
parecido al verde fanal de un tren sordo, que viene a buscarme
con mis pañuelos, mis zapatos torcidos, mi saco negro, mis poemas
y sin ninguna valija: ¿para qué?
Déjame ir contigo.

¿Te vas? Buenas noches. Yo no, no iré. Buenas noches.
Pronto saldré. Gracias. Porque me hace falta, caramba,
salir de esta casa extenuada.
Me hace falta ver un poco la ciudad —no, no, la luna
no—,
la ciudad de las manos callosas, la ciudad del salario,
la ciudad que jura en nombre del pan y de su puño,
la ciudad que nos lleva a sus espaldas a todos nosotros,
con nuestras mezquindades, vicios, odios,
ambiciones, con nuestra ignorancia, con nuestra vejez..
Oír los grandes pasos de la ciudad,
no oír más tus pasos
ni los de Dios, y ni siquiera los míos. Buenas noches.



(La pieza se oscurece. Parece que una nube ha ocultado la luna. Súbitamente, como si una mano hubiese levantado el tono de la radio del bar vecino, se hace oír una frase musical muy conocida. Y entonces me di cuenta de que era la "Sonata del claro de luna", la primera parte solamente, la que acompañaba en sordina a toda esta escena. Ahora el joven debe estar por bajar la pendiente con una sonrisa irónica, quizá aún mezclada de compasión en sus labios dibujados, y con un sentimiento de liberación. Cuando haya llegado a San Nicolás, antes de bajar por la escalera de mármol, se reirá con una risa fuerte, irreprimible. El ruido de su risa no será discordante bajo el claro de luna. Lo único que tal vez pueda parecer discordante, es que su risa no sea discordante. Luego el joven permanecerá silencioso, se volverá severo y dirá: "la decadencia de una época". Enseguida, completamente tranquilizado, se desprenderá de nuevo la camisa y proseguirá su camino. En cuanto a la Mujer de Negro, ignoro si salió por fin de la casa. Y en los rincones de la pieza, las sombras son oprimidas por un arrepentimiento insoportable, casi una cólera, no tanto contra la vida sino más bien contra la inutilidad de la confesión. ¿Oyen ustedes? La radio continúa...)




Yannis Ritsos (Grecia, Malvasia, 1909-Atenas, 1990)


(Traducción Juan L. Ortiz)





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