miércoles, 6 de agosto de 2008

UN VIEJO A LA ORILLA DEL RÍO
















Y sin embargo es necesario considerar cómo avanzamos.

No basta sentir ni pensar ni moverse
ni que el cuerpo peligre en la antigua tronera,
cuando el aceite y el plomo derretido surcan las murallas.

Y sin embargo es necesario considerar hacia dónde avanzamos,
no como lo desean nuestro dolor y nuestros hijos hambrientos
ni la brecha que separa el llamado de nuestros
compañeros en la orilla opuesta;
ni siquiera como lo susurra la oscura luz en el improvisado hospital,
ese resplandor como de farmacia en la almohada del
muchacho operado al mediodía,
sino de otra manera, quiero decir como
el largo río que nace en los grandes lagos interiores del África
y fue alguna vez dios y después ruta y donante y juez y delta;
que no es jamás el mismo, según enseñaban los antiguos sabios,
y sin embargo conserva siempre el mismo cauce, el
mismo lecho y el mismo Signo,
la misma orientación.

No quiero nada sino hablar simplemente, que me sea
otorgada esta gracia.
Porque hemos recargado al poema con tantas músicas
que se hunde lentamente
y adornamos tanto nuestro arte que su imagen fue
devorada por el oro
y es hora de decir nuestras pocas palabras porque
mañana nuestra alma se hace a la mar.

Si es humano el dolor no somos hombres sólo para sufrir
por eso pienso tanto, estos días, en el gran río
esa idea que avanza entre plantas y hierbas
animales que pacen y sacian su sed y hombres que
siembran y cosechan
inclusive en las grandes tumbas y las pequeñas moradas
de los muertos.
Esa corriente que toma su rumbo y que no difiere tanto de
la sangre de los hombres
y de los ojos de los hombres cuando miran fijamente
a lo lejos sin miedo en el corazón,
sin el diario temblor por las cosas pequeñas ni tampoco
por las grandes;
cuando miran fijamente a lo lejos como el caminante
que se habituó a guiarse por las estrellas,
no como nosotros, el otro día, que mirábamos el jardín
cerrado de la adormecida casa árabe,
detrás de la verja, el fresco jardincito que cambiaba de
forma, crecía y decrecía;
cambiando como nosotros mientras mirábamos la forma
de nuestro deseo y nuestro corazón,
en pleno día, nosotros, la masa paciente de un mundo
que nos rechaza y nos moldea,
atrapados en las ornamentadas redes de una vida que fue
justa y se volvió polvo y se hundió en la arena
dejando tras de sí solamente aquel indefinible balanceo
de una altísima palmera que nos mareó.



Seferis (Georgios Stylianos Seferiadis; Esmirna, 1900 - Atenas, 1971)

(Traducción de Horacio Castillo)

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