lunes, 1 de septiembre de 2008

EL ORIGEN DE LA LUZ




Días y tardes en que la luz, por descansar unos momentos de sus trabajos, al descender de las nubes errantes se posaba en los frutales del fondo de la casa. Allí se daban, arribadas de otro planeta (un planeta suave), oscurecidas por los laberintos de hojas, las plantas de tuna. Al encontrarse con unos charcos, los ponía enseguida de un azul rabioso, furiosa de verse presa en esas nadas de agua capaces, así y todo, de proclamar el cielo. Irascible patrona de estancia, no dejaba intersticio sin registrar, se inmiscuía en los mínimos detalles que la amistad de un yuyo le proporcionaba, atrapada, violenta, luchando por desasirse, por no perder un solo grano de libertad, por no adherir demasiado al texto de esas tardes, iba y venía, no se quedaba quieta nunca, y nosotros con ella.
Luz que venía del aire en procura de una luz de agua: por precipitarse en cuanta laguna o tajamar encontraba, en lo mejor de un hallazgo nos dejaba burlados, se desentendía de nosotros disfrazada de viento repentino, de brisa a ras de pastizal, de pájaro no visto desde hacía años, todo por no dejar nada sin explorar, encender, siempre nos fue imposible saber de cuál, de cuántos manantiales podía proceder; y como los faros de un automóvil en plena noche, terminaba por encandilarnos.
Sobre todo en los aledaños de septiembre, vagabunda al acecho de flores, tozuda, buscando encarnar en árboles, encontrarse con la luz que le dejaba un pájaro, una rama empapándose en el río, otorgándose prerrogativas como abalanzarse sobre cuanta cosa se le pusiera al paso para, sin decir esta boca es mía, despojarla de su secreto, dejarla vestida con el suyo.
Lo mismo con las noticias del cielo, con todo lo lejos y lo alto del cielo, nada en ella que nos hiciera sospechar un alarde de energía, y sin embargo... energías las suyas las más de las veces contradictorias, parecida en esto a las noticias que desde temprano empezaban a llegarnos de la huerta contigua a la casa, barco impresionante de verdura encallado desde el crepúsculo y al parecer para siempre si no fuera por ella que, madrugada a madrugada, lo obligaba, en un estruendo de pájaros, a hacerse a la vela en la persecución del día, no, nadie era capaz de estarse nunca quieto.
En todo momento podía terminar con cualquier pretensión de permanecer en nuestras habitaciones a la espera de un hipotético descanso: en lo mejor del bochorno de una siesta nos sacaba a la desproporción líquida del campo.
Y mañanas que desde temprano parecían destinadas a la búsqueda de una planta perdida. Praderas que éramos y mariposas extraviadas con nosotros en esa profundidad sin fondo, inquiriendo por cuanta intensidad anduviera suelta, estuviera a punto de ser engullida por ella, por nosotros.



Mi madre llegó de la ciudad con un repertorio de palabras y expresiones hasta entonces desconocidas en nuestros pagos y que procedían, como ella, de la cuenca del río Uruguay. ¿Se trataba de expresiones y de palabras utilizadas en su casa, por su entorno inmediato?, ¿eran las usadas a diario por los profesores y compañeros de estudios de la Escuela Normal? A menos de poder dar con un tiempo reversible, tal encuesta, a esta altura de los acontecimientos, mucho me temo, resulte imposible de llevar a cabo. Lo cierto, lo casi infinitamente cierto, es que expresiones como "la sorda Amalia, de los dientes de ajo", o "clarito como güevo de tero", se encontraban con las suyas, mejor dispuestas para recibir a las visitas en la sala: "ostentarle la visita a alguien" es, precisamente, una expresión que le oí en muchas ocasiones, sobre todo cuando llegaban visitas sin anunciarse y que ella hubiera deseado pasar la tarde sola, o: "¡cualquier día, che!...", o: "tener más ojos que panza...", o: "¡avisa si sos Quevedo!...", la que, a no dudarlo, llegaba en línea directa de uno de los patios del palacio San José.



Por esa época, en que cada uno de los personajes de esta historia y de las historias de este libro, desde su puesto en el fondo de los tiempos, asomaba puntualmente cada mañana con su sonrisa, en que mi curiosidad flotaba como un estandarte ávido por encima de campos y caseríos, yo estaba ocupado en aprehender el mayor número posible de personas a la vez, sea en un libro, sea en sus apariciones cotidianas —las sucesivas apariciones de un dios—: a su luz y su sombra, hasta poder abarcar la totalidad del género humano.
Años en que la manera de caminar de alguien, su desplazarse por el campo o en una vereda del pueblo, su manera de decir "buenos días", su estarse de pie, hombre, mujer, niño, corrían íntegramente por mi cuenta.



Solíamos volver de noche cerrada de alguna visita en el pueblo; a esas horas, una luz que brotaba de una ventana o que dibujaba el vano de una puerta aludía a la amistad, brazo alargándose hacia el camino real, decía la confianza, contaba intensidades, nos celebraba a nosotros y a la noche ordenada de alrededor. Podía también ser un poco más tarde de la cuenta, entonces mi madre, preocupada, murmuraba como para ella misma: "¡Ojalá que en casa de fulano no estén con enfermos!...".
En ese auto capaz de avanzar a veinte kilómetros por hora nada ni nadie era destino. Nos desplazábamos sin hacerle ruido al cielo, en todo caso sin más ruido que el de sus propios desplazamientos, que los de las Tres Marías atareadas en las cocinas del cielo. Húmedos corno los cardos que bordeaban el camino, húmedos del rocío de la hora, plantas también nosotros en espera de transformación, echadas a germinar desde hacía tanto para caber en ese jardincito de motor.



A menudo mi madre, como gran aficionada a las palabras que era, se dejaba embestir por ellas, y éstas venían a sorprenderla, estuviera recostada esperando el final de las maniobras del crepúsculo, haciendo tortas en la cocina, explicándonos una lección, o discurriendo con personas de visita.
A veces, esa irrupción se debía a unas emes o enes que, como vagones que se desengancharan del tren de la conversación, se liberaban de la ganga de vocales que están obligadas a arrastrar en todo momento y ocasión, empezaban a emitir una intensidad que sólo a ellas pertenecía y que, en contados segundos, llegaba a ser árbol fulgurante de señales, unas bastardillas, las de un primer verso, que inundaban el recinto de su mente.
En otras ocasiones, les correspondía a las íes esta función de correveidiles, la ponían ante un manantial de cuchicheos y sospechas, convidada a colores, a sonidos, a silencios que llegaban rimados, estaban ahí, como retrasadas ante esa persona que seguía de alguna manera siendo ella, devueltas a la vida.
También estaban las que llegaban para sentirse inmediatamente cómodas en la semipenumbra obstinada de su cuarto, como si ese crepúsculo con el cual se deleitaban fuera lo que mejor se avenía a su condición de mariposas efímeras.
Pero de entre la cantidad de consonantes y vocales, entre dos visitas, entre dos tareas, entre dos silencios, eran siempre las íes las más deseosas de brindarle compañía allá en la penumbra de su cuarto de viudez.



Para escribir, me encierro en una habitación de unos siete metros por cinco, antiguo depósito de vituallas, por ese entonces destinada a fabricar y remozar los colchones de la casa (una máquina de cardar lana me hacía pensar irresistiblemente en los padres de Cristóbal Colón), habitación bastante alta de cielo raso y alejada del movimiento general de la casa. Esa altura, me digo todavía hoy, me venía de perillas para conservar aunque más no fuera por algunos segundos las cuatro o cinco imágenes que solían llegar siempre al mismo tiempo y que yo me disponía a anotar cuando ya otras, lo mismo de repentinas, lo mismo de urgentes y de prontas a desvanecerse en el acto, pugnaban por ascender a la superficie.
Esa habitación, destinada ahora a las musas, tenía una gran ventana y dos puertas que, si se las dejaba abiertas, no tardaban en ver aparecer una que otra gallina apartada de la grey y cuyo canturreo, falsamente distraído, era prueba de que buscaba un rincón donde poner el huevo, su inspiración más blanca. También por esas dos puertas, fascinadas y a la vez equivocadas, se introducían unas polladas jóvenes en sus primeras incursiones sin la madre. Fascinadas de colonizar nuevos territorios y casi enseguida muertas de miedo por tener que verse en la obligación de avanzar resbalando en la baldosa.



Oigo a don Isaías que se apea del caballo (como casi siempre, su espléndido malacara) frente al portón de entrada borrado por los rosales. No sin antes, siempre de a caballo, haber golpeado las manos para alertar a los perros dormilones de la media mañana. Lo oigo que penetra en la casa para siempre silenciosa, oigo el ruido de las espuelas que, nunca se sabrá si por coquetería campesina o por la edad, va dejando arrastrar por las baldosas; empezar, mientras se compone el pecho, a preguntar por cuanta vaca parida de recién o a punto de parir, preguntar por cada uno de nosotros, los presentes y los ausentes. Para terminar, en un tono inesperado de confidencia, preguntándole a mi madre si ya estoy escribiendo las páginas más lindas del mundo.



Aparte de esa idea casi fija, don Isaías era gran aficionado a las estrellas. La noche, luego del largo día de trabajo, se las traía, las dejaba encima de su casa, era para él un regocijo quedarse observando, a veces durante horas y por tiempo despejado, esas visitas tan dignas de amistad. Disponía en los fondos de una especie de palomar que en mi recuerdo y a medida que recorro el mundo ha ido cobrando la forma de un torreón al que siempre conocí derrumbado en parte por un rayo. En esa pieza, que, mirada desde el camino real, podía también recordar a un carromato de gitanos empantanado o a la habitación de un anacoreta, se pasaba horas averiguando el cielo, acompañándose de un animado monólogo que a él, acostumbrado como pocos a tener siempre un interlocutor a mano, habría de pare-cerle el más animado de los diálogos ("si no tiene con quién, don Isaías es capaz de hablar con los cascotes", afirmaba la gente). Y estrellas podía haber que, con tal de que les dirigiera la palabra en su castellano de los montes, dejaban de parpadear (era la señal convenida) para que las planicies del cielo empezaran a aproximarse, los arrabales borrosos a entrar en un ritmo o brujuleo desconocido hasta ese momento: para que don Isaías, desde ese lugar remoto, como lo son todos los lugares de la Tierra, consiguiera darles cabida en sus historias de hombre que va sentado en el suelo natal.
Noches que eran del verano eterno. Esa energía infinitamente generosa solía disponer en sus manos de persona de escaso dormir una interrogación que iba y venía, que no por encarnar en hombre desvelado, dejaba de convertirse, también ella, en desvelada respuesta.
Horas tan poco sólidas en que el campo se remansaba y las estrellas, una a una, entraban en el rudimentario telescopio tendido hacia la oscuridad como una mesa de banquete.
Como los nombres de esas estrellas le eran desconocidos, los reemplazaba por los para él más familiares de sus hijas, de su mujer, de su anciana madre política, de sus amigos más íntimos. Digo: las nombraba pero también digo que como en las antiguas cosmogonías hacían unos seres destinados a los trabajos del cielo, las invocaba con precauciones infinitas, las iba atrayendo hacia él con el mismo rigor con que atendemos los rasgos de la cara de una persona querida.



Mantenía a través de lo descampado de la hora interminables conversaciones con esas substancias errátiles, rescoldos ínfimos con aquel desplazarse breve de la arena ante la ventisca, que se le aproximaban en prueba de fragilidad, fragilidad en la que unos y otros andaban y, a la vez, señales indestructibles si se consideraban las cosas desde ese cielo saturado de fugas como un mediodía de ciudad.



Y de pronto, el cielo de más lejos, ya en confianza, empezaba a llegar, abundante, también él a entrar en otro ritmo, a derivar con un sonido de hojas, más y más leve todavía, las hojas que a toda hora se desprendían de la trama espesa de los eucaliptos de la entrada, despacio, cada vez más, dentro, como si ese bulto en que llegaban a confundirse, empezara a emitir una soledad como no se encuentra en nada, mineral, vegetal ni humano o sólo cuando ya ningún ritmo solicita y el planeta va entrando en una vía muerta.
El total del árbol, la noche, órbita del palomar desertado, unas libélulas criadas para la oscuridad, nacidas ciegas para la ocasión, rápidamente desvanecidas, árbol dispuesto para un juego entre planetas. Y don Isaías, de su asiento, empezaba a decirse que en ese cielo, como en sus campos, todo estaba en orden perfecto.



A mi madre, lejos de inquietarla nuestras correrías por el campo, que podían a veces durar días, gustosa las amadrinaba. Con impaciencia aguardaba nuestro regreso.
Ahora que ella descansa en la tierra de junto al Uruguay, me parece estar escribiendo de un largo día único que pasé en compañía de unas lomas para siempre verdes. Bastaba que uno de nosotros llegara con la noticia de haber encontrado un árbol desconocido en el campo para que la casa conociera el alboroto de las grandes ocasiones y, así se tratara de un lugar de difícil acceso, empezaban enseguida los preparativos para ponernos de camino.
La primera mañana favorable, nuestra excursión, preparada hasta en sus mínimos detalles, se ponía en movimiento. Durante el trayecto, nos ocupábamos en pergeñar una obrita de teatro que nos permitiera entrar en contacto con el árbol. En ella figuraban elementos invariables como los siguientes:
—¿Es usted un ombú?
—No, no soy (o soy) un ombú.
—¿Es usted un paraíso?
—No, no soy (o soy) un paraíso.
—¿Es usted (o: ¿sería usted?) un asno?
—No, no soy un asno...

Dejando de lado las discusiones sobre los preparativos de diálogos y entonaciones, el clima de nuestra compañía ambulante distaba de ser extravertido, una cierta expectativa (¿la espera de cuáles imágenes?) nos exponía más bien al silencio.
Esa expectativa pronto se veía recompensada: mi madre comenzaba a enumerar los nombres posibles de las lomas sobre las cuales andábamos; al nombrarlas —y siempre, se hallara donde se hallara, un árbol de ciprés no lejos de ella— nos parecía como si se hubiera puesto a soñar en voz alta. Nosotros, desde el Everest de nuestra juventud, las saludábamos complacidos a causa, es seguro, de los nombres que les iba dando. En esos momentos, el centro del universo, tan reticente en mostrarse, no debía andar lejos.



Semilla arrastrada por el viento, excremento de un pájaro en vuelo, el breve árbol ya estaba ahí, a nuestro alcance, resucitado, aguardando nuestra llegada. A su proximidad, apremiada acaso por no se sabe qué recuerdos de caminatas de otro tiempo, mi madre se ponía a cantar. Uno de nosotros, designado por sorteo riguroso, era el encargado de golpear las manos como si nos detuviéramos ante la puerta de una casa con la decisión de ser recibidos.
Seguían unos momentos semejantes a cualquier espera. Al cabo, el árbol, encarnado por otro de la compañía, interrogaba "por la luz de esas personas". Se entablaba una breve conversación con la luz del árbol.
De nuevo nos dirigíamos al árbol: ¿nuestra luz de personas sería de su agrado?, ¿nuestra luz de personas no le convenía?, ¿por qué, si no, ese silencio obstinado de su parte? En esa ocasión que rememoro, una brisa se puso a circular como sin causa entre las ramas incipientes.
Venía ahora el momento de rodearlo con un alambrado para evitar que los animales dieran cuenta de él. Para lo cual, habíamos llegado provistos de una pala de puntear, de alambre y de postes. Era una alegría turnarnos para cavar los pozos en una tierra blanda, acostumbrada al arado, enterrar uno a uno los postes, echarles tierra y apisonar bailando o con el mango de la pala, rodearlos luego con alambre, en lo posible de púa, para que el arbolito pudiera crecer en paz.
Ya a todo esto, el hambre se hacía sentir, abríamos la canasta con las provisiones y, entre perros y personas, rápidamente dábamos cuenta de ellas.
De una de esas expediciones me acuerdo que al abordar el árbol nos encontramos con que unas vaquillonas descansaban alrededor de su cuasi inexistencia y como a la espera de una sombra que habría de tardar años.



¿Y aquella calandria pardusca del año cuarenta?, ¿por qué su repentina insistencia en que la recuerde en estas páginas? ¿A causa del memorable mal humor de que dio muestras y que era sin lugar a dudas congénito?
Había anidado en la parte superior de la puerta de uno de nuestros domitorios, lugar adonde raramente íbamos durante las horas del día, de ahí que sin que hubiera podido consultarnos había dispuesto del tiempo necesario para construir su nido y poner huevos.
Pero hete aquí que, a su vez, sin que nadie la consultara a ella, llegaron visitas de Buenos Aires con varios niños.
El mapa afectivo de la casa sufrió grandes modificaciones, enseguida perceptibles: la manera de jugar de los porteños no se parecía en nada a la nuestra. Así, cada vez que su escandido silencio de calandria era interrumpido —¿y quiénes podrían ser esos pequeños seres ocupados durante horas en perseguirse unos a otros por la galería en lugar de tratar de liberarse de la tiranía del suelo y salir volando por el campo?—, eléctrica, como si la provocaran en duelo, empezaba a mostrar la gama de sus agudos que era asombrosa. Esas notas podían redoblar de intensidad si alguno de nosotros, extraviado en esa galería que de pronto parecía de otra casa, golpeaba sin querer la puerta atentando así contra la paz creadora de calandrias.
Pero gracias a su paciencia sin fallas por defenderla logró que hacia el otoño, con la llegada de los primeros chaparrones y una vez que las visitas se hubieron despedido de cada una de las personas de la casa, terminara su simple magisterio que consistía en obligarnos a pensar en ella cada vez que uno de nosotros se disponía a abrir o cerrar esa puerta. Hasta que un buen día, sin más, ya nadie se ocupó de cerrarla.



Eran las buenas épocas para disfrazarnos por el menor pretexto. El material que utilizábamos era lo de menos, a veces un simple letrero podía bastar: "Escolopendra", o: "Bella del Bosque Durmiente", o, pretensiosamente: "Campo".
Con las primicias del atardecer, en eso que parecía retroceder lo más fuerte del calor, nos presentábamos con nuestros atuendos ante las personas de la casa que, a partir de ese instante, quedaban automáticamente disfrazadas de público. Otras veces, fingíamos andar perdidos y nos llamábamos desde patios diferentes, o bien nos dábamos los nombres de las visitas de la tarde anterior como si todavía estuvieran en casa o como si se tratara de la misma tarde (esa treta, invariablemente, la sacaba a mi madre de la pieza).
Recuerdo que para unos carnavales entramos al corso florido del pueblo disfrazados de palabras y que uno de mis hermanos, en la flor de la juventud, llegó disfrazado (iluminado, diría yo) de la palabra AMOR. Dado lo práctico de nuestros disfraces, no tardaron en ponerse inmediatamente de moda y esa misma noche, en el baile del café "Botafogo", los vimos que se multiplicaban por decenas.



Ya para esta época muchos de nuestros vecinos, que eran inmortales, don Isaías entre otros, se habían ausentado sin decir adonde iban. Aquella manera tan estilizada, alegórica por poco, que teníamos de aparecer en algunas fotos, ¿una obligación, una tarea más de los años?, también había cambiado.
Recuerdo: el verano estaba en su apogeo cuando ella, que de más en más tenía el presentimiento de las estaciones, advirtió en unos árboles los primeros síntomas del otoño precoz. Fue por ese entonces que emigró a la provincia de Buenos Aires.
Ahora que abandonaba el lugar adonde la suerte la había llevado, en cualquier ocasión podría poner en juego su cuantiosa memoria. Al emigrar esta segunda vez cuidó de llevar consigo las lámparas que desde los años habían acompañado nuestras veladas, y pese a que en la ciudad disponía de corriente eléctrica a cualquier hora del día y de la noche.
Pero he aquí que en una ocasión, en medio de la cena, se produjo un apagón. Ella, que en esto se parecía a doña Leonor Pérez, la madrina de Aurelia Cam-podónico que las conservaba siempre a mano y listas para servir, las fue encendiendo una a una a la vez que las disponía junto a cada una de las ventanas de la casa.
Casi enseguida, varios vecinos, intrigados, comenzaron a golpear la puerta de calle para preguntar el porqué de nuestra luz: ¿cómo es que no había corte en casa? (...), ¿no sería porque la casa se hallaba en esquina?...
Al cabo de un largo silencio golpearon de nuevo. Al ir a abrir, una persona nos sonreía y, era evidente, sonreía desde antes de que le abriéramos. Se quedaba de pie como en un patio en los fondos de una casa a oscuras. Esa sonrisa se extinguió de pronto, sus labios siguieron cerrados y hasta como borrados entre las demás pertenencias de la oscuridad. Transmitía humedad, un relente que no parecía provenir de él sino del estuario, de las baldosas sueltas de la vereda.
En ese baldío sin fondo de la esquina permanecía erguido.
No preguntó ni dijo nada.
Oíamos el ruido de más en más metálico de sus pasos que se alejaban en la oscuridad.


Arnaldo Calveyra (Argentina, Entre Rios, Mansilla, 1929-París, 2015)




IMAGEN: Puesta de sol sobre un lago, pintura de Turner.


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