viernes, 10 de octubre de 2008

LA PALABRA AHOGADA BAJO LAS ROSAS





Una rosa, ya de por sí, es excesiva, como varios platos superpuestos ante un mismo comensal.
Es excesivo llamar a una hija Rosa, ya que es quererla siempre desnuda, o bien en traje de noche, como cuando enrojece bajo las arañas de cristal, perfumada por muchos bailes, radiante, emocionada, húmeda, cubierta de gotitas y con las mejillas como fuego; coloreada lo mismo que un biscote tostado por el horno.

La hoja verde, el tallo verde con reflejos de caramelo y las espinas —¡Santo Dios! ¡De aspecto muy distinto al caramelo!— de la rosa, son de gran importancia para el carácter de ésta.


Existe una forma de vencer a las rosas, parecida a lo que se hace cuando se ponen espolones de acero a los gallos de pelea, para ir más rápido.

¡Oh, infatuación de helicoidogabalescas petulvas! La rueda del pavo real es también una flor, vulva con cáliz..., prurito o presunción: el adular hace abrirse, hincharse, entornarse. Y ellas hacen pinchar sus adornos, sus enaguas, sus bragas...
Esta sería la sustancia de las flores: una carne mezclada con sus ropajes, como modelada toda ella de satén. Cada una, a la vez vestido y muslo (seno y blusón, además) se puede coger entre dos dedos —¡en una palabra! tocar como tal; acercar, alejar de la punta de su nariz; abandonar, olvidar y volver a coger; preparar, entreabrir, mirar— y marchitarse en la necesidad de una sola equimosis terrible de la que ya no se levantará: con acre valor efectúa una especie de vuelta a la hoja —el amor emplea, en cada muchacha, por lo menos, algunos meses hasta llevarlo a cabo...
¡Abiertas, al fin! ¡Calmadas sus crisis de neurastenia agresiva!
Este arbusto batallador, erguido sobre sus espolones, y que hincha su plumaje, perderá rápidamente algunas flores...
Una superposición matizada por platillos.
Un levantamiento de tiernos escudos alrededor del pequeño montón, de un polvo fino, más precioso que el oro.

Las rosas son, en una palabra, como las cosas en el horno. El fuego de arriba las aspira, aspira la cosa que se dirige hacia él (fijaos en los soufflés)..., quiere pegársele; pero no puede avanzar más que hasta un cierto lugar: entonces ella entreabre los labios y le envía sus emanaciones gaseosas, que se inflaman..., así es como enrojece y ennegrece, luego la cosa hecha humo y se inflama en el horno: se produce como una eclosión en el horno y la Palabra no es más que...


Esta es, también, la razón por la que hay que regar las plantas, ya que los principios húmedos, sobornados por el fuego, arrastran a continuación suya los demás principios de los vegetales hacia su elevación.


Con el mismo impulso, las flores entonces destapan —definitivamente— su frasco. Todas las formas de hacerse distinguir les son buenas. Dotadas de una conmovedora enfermedad (parálisis de los miembros inferiores), agitan sus pañuelos (perfumados)...

Ya que, para ellas, en verdad, para cada flor, el resto del mundo parte incesantemente de viaje.



Francis Ponge (Francia, Montpellier- 1899- Bar-sur-Loup,  1988)


(Versión de Diego Martínez Torrón)



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