sábado, 15 de noviembre de 2008

CULTURA LATINOAMERICANA EN NUEVA YORK:




UN CASTIGO DEL CIELO



Cuenta Emir Rodríguez Monegal que, al regresar a Buenos Aires de uno de sus viajes por los países nórdicos de Europa, Borges hizo una escala en el Perú para admirar las ruinas de Machu Picchu. Interrogada sobre las consecuencias de aquel viaje, María Esther Vázquez, su ocasional compañera, comenta sin escandalizarse: «Frente a las ruinas milenarias, Borges fue capaz de una indiferencia absoluta. Nunca lo vi no conmoverse tan profundamente».
En ese desliz, un poco taimado de Borges, me hicieron pensar las declaraciones de un pintor argentino radicado en Nueva York: «La experiencia de vivir en esta ciudad —le oí decir en una entrevista— fue decisiva, porque me hizo asumir mi sudamericanidad más claramente, permitiéndome abordar el arte precolombino desde un punto de vista científico (sic). Vivir en NY es una exigencia constante: o se es uno mismo o se perece. Es lo que me hizo replegarme, conocerme y conocer la cultura de mi continente».
La divergencia de reacciones entre poeta y pintor, como se ve, no puede ser más brutal. Observar que la actitud de este último, con todo su aire a corrección política, se confiesa pergeñada en el corazón mismo del Imperio, en los aires viciados de Manhattan, acaso no despierte otra cosa que el asombro. Yo me inclino a pensar que hay algo aquí que merece una atención más detenida.
Empiezo por algo penoso: pululan en Nueva York engendros de lo latinoamericano (organismos y personas, institutos y prensas «latinas») que francamente dan miedo. Pero entiéndase bien, estos engendros no viven del/en el aire. Son, más bien, el envoltorio organizativo y a veces institucional, de una concepción que profesan, casi sin herejías, productores y consumidores de esa cultura, y cuyo lema podría sintetizarse así: la cultura latinoamericana es aquello que, en esencia, la cultura norteamericana no es.
Si el postulado y la defensa de la diferencia son, por lo general, costumbres admirables en los Estados Unidos, la regla es nula en este caso. Existen al menos dos maneras de congelar el intercambio fructífero y las enseñanzas de lo múltiple. Una es la que se practica, por ejemplo, en Argentina: la autoritaria ceguera frente a todo lo que sugiera diversificación de propuestas estéticas, políticas o vitales (sexuales, también) y que suele manifestarse en el desdén pretensioso o, lo que es igual, la rivalidad despiadada.
La otra es la condena a ser y parecer (representar) lo diferente hasta el límite de un arrinconamiento que termina vulnerando también la comunicación. Esta es la variante norteamericana. Manifiesta no sólo en el ámbito de la creación artística (pero también allí), esa tendencia explica la simultánea proliferación y consolidación del ghetto como fenómeno social. Es verdad, nadie, o casi nadie, carece de pertenencia grupal (las Marchas anuales del «Orgullo Gay» así lo confirman) pero también es improbable que alguien exceda los márgenes de su propio territorio. La excentricidad, quiero decir, es un derecho y también, paradójicamente, una condena.
En el plano literario, la «guetificación» lleva a confusiones alarmantes. Los escritores «latinos» están condenados a un deber ser implícito y férreo. Algo así como un arquetipo platónico vertido en el molde de un mandato bíblico: si eres latinoamericano, serás explícitamente político o exótico o folklórico. Aquí se acaba la lista.
Pobre, por cierto, el panorama. La pregunta cae por sí sola. ¿Quiénes son los responsables de este desaliento? ¿Los que producen? ¿Los que trabajan de agentes literarios? ¿Los que consumen? ¿Los que organizan? ¿Difunden?
No convendrá minimizar el influjo de la —siempre lista— mala conciencia de ciertos ciudadanos norteamericanos ni los coqueteos bienintencionados de los grupos de solidaridad con el Tercer Mundo (que todavía existen). Tampoco las inevitables poses progresistas o las tendencias caprichosas de la moda. Pero es lo que menos me interesa. Más me importa un doble juego de conveniencias donde algunos hacen su negocio y la mayoría no participa, donde además se expropia a la literatura latinoamericana —paradoja central— de su destino contestatario (si lo tuviera) transformándolo en un deber.
En este circuito, ya se ve, el estereotipo domina el escenario, empieza y concluye el argumento, se realimenta a sí mismo en una carrera empantanada y loca, y logra lo que buscaba: la mediocridad sale reina.
Lo que es peor, a la caza de esos espacios, que aquí son remunerados, se disponen sin timidez los competidores. He asistido a lecturas de poesía donde el eventual poeta (a la sazón, un sudamericano), vestido estilo shamán, iniciaba su espectáculo en un loft alumbrado por velas, con rezos en quechua o algún otro idioma extraño que no entendí y unas piedras haciendo ruido en las manos. ¡Faltaban las plumas!
Demás está comentar la fascinación del auditorio. Haberse llegado a una lectura de poesía latinoamericana en pleno East Village, donde el ciudadano más civilizado es un punk con los pelos anaranjados, merecía al menos esta compensación, este reencuenro con las fuentes, la Naturaleza, Dios o cualquier otra cosa transcendente. Borges habría encontrado en la escena una anécdota infinita.
Este aspecto de la cuestión, sin embargo, es todavía mezquino. No justifica la queja. Ni siquiera autoriza la atribución indiscriminada de mala fe o el retiro del privilegio de la duda. Me inclino a proponer un costado menos evidente. Uno que atañe más bien a una disposición estructural que se realiza incluso al margen de ambiciones y credos de los eventuales protagonistas. Hablo del modo en que el paradigma de la pluralidad se distribuye. De tareas. De máscaras. Funciones.
La presencia de la cultura latinoamericana, desde esta perspectiva, no es irrelevante ni indeseada. No se la olvida. No se le cierra la puerta en las narices. Al revés, se le abre un espacio para que cumpla una función. Se le ofrece un lugar en la mesa. A los ojos del que mira, será el objeto idealizado, anhelado con fervor. Ocupará un lugar de privilegio. Retendrá en sí el candor, la pureza, la ignorancia. Será lo intocado, lo que deslumbra por su exuberancia, por su no saberse, el caos original, Calibán, lo que gusta porque es híbrido, virgen, desatado o salvaje.
Eso será para quien viene a inspirarse en ella, a reposar, a abrevar. Curiosamente coincidente con el papel pseudo-privilegiado que ha detentado (y detenta) demasiado a menudo la mujer al ser el objeto del deseo (lo que da que hablar), hay en la relación estructural que señalo la atribución de una ventaja falsa que no es sino frontera, trazado de un límite que congela y empobrece. La reiteración quizá, a nivel cultural, del remanido esquema económico del intercambio comercial (insumos versus manufacturas), modernizado pero no desmentido en las instancias actuales de la era posindustrial.
Quiero ser aun más clara, ejemplificar. No me opongo a que Neruda, Isabel Allende o Ernesto Cardenal sean aplaudidos (cada uno con sus gustos). Tampoco a que la salsa, Carmelita Tropicana o Los Lobos acaparen la atención (tampoco todo es el Cono Sur). Pero que exista una industria (una moda) que sintonice a unos en desmedro de otros, que se fomente lo más folklórico de la producción cultural del continente me parece detestable. No hay que darle demasiadas vueltas. Algo anda mal cuando, haciendo alarde de difundir cultura latinoamericana, se editan y promocionan, por ejemplo, antologías de poesía centroamericana donde es casi imposible rescatar una sola página valiosa, cuando la condena cordial es a dejarse seducir por la propia imagen estereotipada, cuando el deber es practicar una transparencia temática y formal que, en buen romance, no significa otra cosa que alentar la orfandad intelectual, la ignorancia de los problemas del estilo, el abandono liso y llano de cualquier tensión del pensamiento.
No hay, desde esta perspectiva, el menor asidero para las teorías ilusas de quienes ven en la presencia inocultable de lo «hispano» en Nueva York, un signo de su fortaleza como contracultura. Me temo que, mientras persistan los síntomas que he descrito, pocas expectativas puedan cifrarse allí. Al menos, hasta que América Latina gane lo único que no se le concede: el derecho a participar, de igual a igual, en la discusión estética.



María Negroni (Argentina, Rosario, Santa Fe, 1951)



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