miércoles, 19 de noviembre de 2008

SOBRE LA ALFOMBRA DE HOJAS ILUMINADAS POR LA LUNA




Las hojas del ginkgo caían como una lluvia menuda de las ramas y punteaban de amarillo el prado.
Yo paseaba con el señor Okeda por el sendero de piedras lisas. Dije que me habría gustado separar la sensación de cada una de las hojas de ginkgo de la sensación de todas las otras, pero me preguntaba si sería posible. El señor Okeda dijo que era posible. Las premisas de las cuales yo partía, y que el señor Okeda encontraba bien fundadas, eran las siguientes. Si del árbol del ginkgo cae una sola hojita amarilla y se posa en el prado, la sensación que se experimenta al mirarla es la de una hojita amarilla aislada. Si dos hojitas descienden del árbol, el ojo sigue el revoloteo de las dos hojitas en el aire que se acercan y se alejan como dos mariposas que se persiguen, para planear al final una aquí y una allá sobre la hierba. Y lo mismo con tres, con cuatro y también con cinco; al aumentar más el número de las hojas que revolotean en el aire las sensaciones correspondientes a cada una de ellas se suman dando lugar a una sensación de conjunto cual la de una lluvia silenciosa, y — si un leve hálito de viento retarda la caída — la de una suspensión de alas en el aire, y después la de una diseminación de manchitas luminosas, cuando se baja la mirada sobre el prado. Ahora bien, yo, sin perder nada de estas gratas sensaciones de conjunto, habría querido mantener distinta sin confundirla con las otras la imagen individual de cada hoja desde el momento en que entra en el campo visual y seguirla en su danza aérea y en su posarse en las briznas de hierba. La aprobación del señor Okeda me alentaba a perseverar en este propósito. Quizá — agregué contemplando la forma de las hojas de ginkgo, un pequeño abanico amarillo con borde festoneado — podría llegar a distinguir en la sensación de cada hoja la sensación de cada lóbulo de la hoja. Sobre esto el señor Okeda no se pronunció: ya otras veces su silencio me había servido de advertencia para no dejarme arrastrar a conjeturas precipitadas saltando una serie de pasos aún no sometidos a verificación. Atesorando esta lección, comencé a concentrar mi atención para captar las sensaciones más diminutas en el momento de delinearse, cuando su nitidez aún no está mezclada en un haz de impresiones difusas.
Makiko, la hija más joven del señor Okeda, vino a servir el té, con sus movimientos mesurados y su gracia aún un poco infantil. Mientras se inclinaba, vi sobre su nuca desnuda bajo el pelo recogido en lo alto una fina pelusilla negra que parecía continuar a lo largo de la espalda. Estaba concentrado mirándola cuando sentí sobre mí la pupila inmóvil del señor Okeda que me escrutaba. Ciertamente había comprendido que estaba ejercitando mi capacidad de aislar sensaciones sobre la nuca de su hija. No aparté la mirada, ya porque la impresión de aquella pelusa tierna sobre la piel clara se hubiera apoderado de mí de modo imperioso, ya porque al señor Okeda le habría resultado fácil llamar mi atención sobre otra cosa con una frase cualquiera, pero no lo hizo. Por lo demás Makiko terminó pronto de servir el té y se levantó. Miré fijamente un lunar que tenía sobre el labio, a la izquierda, y que me devolvió algo de la sensación de antes, aunque más débil. Makiko en ese instante me miró turbada, luego bajó los ojos.
Por la tarde hubo un momento que no olvidaré fácilmente, aunque me dé cuenta de que, al contarlo, parece de poca importancia. Paseábamos por la orilla del laguito septentrional, con la señora Miyagi y Makiko. El señor Okeda caminaba solo delante, apoyándose en un largo bastón de madera de arce blanco. En medio del laguito habían brotado dos flores carnosas de un nenúfar de floración otoñal, y la señora Miyagi expresó el deseo de juntarlas, una para ella, otra para su hija. La señora Miyagi tenía la consabida expresión ceñuda y un poco cansada, pero con ese fondo de obstinación severa que me hacía sospechar que en la larga historia de las malas relaciones con su marido de la que tanto se murmuraba su papel no era sólo el de víctima; y en verdad, entre el helado desapego del señor Okeda y la terca determinación de ella no sé quién acabaría llevando la mejor parte. En cuanto a Makiko, tenía siempre el aire jovial y distraído que ciertos niños crecidos entre ásperas pugnas familiares oponen al ambiente como una defensa, y que ella había conservado al crecer y ahora oponía al mundo de los ajenos como protegiéndose tras el escudo de una alegría acerba y huidiza.
Arrodillado en una roca de la orilla, me incliné hasta aferrar la rama más próxima del nenúfar flotante y tiré de ella con delicadeza, atento a no romperla, para hacer navegar toda la planta hacia la orilla. La señora Miyagi y su hija se arrodillaron también y alargaron las manos hacia el agua, dispuestas a atrapar las flores cuando éstas hubieran llegado a la distancia justa. La orilla del laguito era baja y en pendiente; para inclinarse sin demasiada imprudencia las dos mujeres se mantenían a mi espalda tendiendo los brazos una por una parte, una por la otra. En cierto momento sentí un contacto en un punto preciso, entre el brazo y la espalda, a la altura de las primeras costillas; más aún, dos contactos distintos, a la izquierda y a la derecha. Por la parte de la señorita Makiko era una punta tensa y como pulsante, mientras que por la parte de la señora Miyagi una presión insinuante, un roce. Comprendí que por una casualidad rara y amable había sido rozado en el mismo instante por el pezón izquierdo de la hija y por el pezón derecho de la madre, y que debía congregar todas mis fuerzas para no perder aquel azaroso contacto y para apreciar las dos sensaciones simultáneas distinguiendo y comparando sus sugestiones.
—Alejad las hojas — dijo el señor Okeda — y el tallo de las flores se doblará hacia vuestras manos—. Estaba en pie sobre el grupo de nosotros tres tendidos hacia los nenúfares. Llevaba en la mano el largo bastón con el cual le habría sido fácil acercar a la orilla la planta acuática; en cambio se limitó a aconsejar a las dos mujeres aquel movimiento que prolongaba la presión de sus cuerpos sobre el mío.
Los dos nenúfares casi habían alcanzado las manos de Miyagi y Makiko. Calculé rápidamente que en el momento del último tirón podría, alzando el codo derecho y volviéndolo a juntar en seguida con el costado, apretar bajo mi axila la pequeña y maciza teta de Makiko toda entera. Pero el triunfo de la captura de los nenúfares descompuso el orden de nuestros movimientos, por lo que mi brazo derecho se cerró sobre el vacío, mientras mi mano izquierda que había soltado la presa de la rama al caer hacia atrás encontró el regazo de la señora Miyagi que parecía dispuesto a tomarla y casi a retenerla, con un dócil estremecimiento que se comunicó a toda mi persona. En este instante se jugó algo que tuvo posteriormente consecuencias incalculables, como diré a continuación.
Al pasar nuevamente bajo el ginkgo, le dije al señor Okeda que en la contemplación de la lluvia de hojas el hecho fundamental no era tanto la percepción de cada una de las hojas como la distancia entre una hoja y otra, el aire vacío que las separaba. Lo que me parecía haber comprendido era esto: la ausencia de sensaciones en una amplia parte del campo perceptivo es la condición necesaria para que la sensibilidad se concentre local y temporalmente, al igual que en la música el silencio de fondo es necesario para que sobre él se destaquen las notas.
El señor Okeda dijo que en las sensaciones táctiles eso era cierto, sin duda: me quedé muy asombrado con su respuesta, porque efectivamente era en el contacto de los cuerpos de su hija y de su mujer en lo que estaba justamente pensando al comunicarle mis observaciones sobre las hojas. El señor Okeda siguió hablando de sensaciones táctiles con toda naturalidad, como dando por sabido que mi conversación no tenía otro tema.
Para llevar la conversación a otro terreno, probé a hacer una comparación con la lectura de una novela, en la cual una marcha de la narración muy tranquila, toda en el mismo tono apagado, sirve para hacer resaltar sensaciones sutiles y concretas sobre las cuales se quiere llamar la atención del lector; pero en el caso de la novela hay que tener en cuenta el hecho de que en la sucesión de las frases pasa una sola sensación cada vez, sea aislada o de conjunto, mientras que la amplitud del campo visual y del campo auditivo permite registrar simultáneamente un conjunto mucho más rico y complejo. La receptividad del lector respecto al conjunto de sensaciones que la novela pretende provocar resulta muy reducida, en primer lugar debido al hecho de que su lectura a menudo apresurada y desatenta no recoge o ignora cierto número de señales y de intenciones efectivamente contenidas en el texto, y en segundo lugar porque siempre hay algo esencial que queda al margen de la frase escrita, más aún, las cosas que la novela no dice son necesariamente más de las que dice, y sólo una especial reverberación de lo que está escrito puede dar la ilusión de estar leyendo también lo no escrito. Ante todas estas reflexiones mías el señor Okeda guardó silencio, como hace siempre cuando me pongo a hablar demasiado y acabo por no saber ya desenredarme de un razonamiento enmarañado.
Durante los días siguientes me ocurrió muy a menudo encontrarme solo en casa con las dos mujeres, porque el señor Okeda había decidido realizar personalmente las investigaciones en la biblioteca que hasta ahora habían sido mi principal tarea, y prefería en cambio que yo me quedase en su despacho para ordenar su monumental fichero. Tenía fundados temores de que el señor Okeda se hubiera olido mis conversaciones con el profesor Kawasaki y hubiese intuido mi intención de apartarme de su escuela para acercarme a círculos académicos que me garantizasen una perspectiva de futuro. Ciertamente, el quedarme demasiado tiempo bajo la tutela intelectual del señor Okeda me perjudicaba: lo notaba por los comentarios sarcásticos de los adjuntos del profesor Kawasaki sobre mí, aun cuando ellos no se mostraran cerrados a toda relación con otras tendencias, como mis compañeros de curso. No cabía duda de que el señor Okeda quería tenerme todo el día en su casa para impedirme que alzase el vuelo y para frenar mi independencia de ideas como había hecho con otros discípulos suyos, que se veían reducidos ahora a vigilarse entre sí y a denunciarse por cada mínima desviación de la sujeción absoluta a la autoridad del maestro. Era menester que me decidiera lo más pronto posible a despedirme del señor Okeda; y si lo retrasaba era sólo porque las mañanas en su casa mientras él no estaba provocaban en mí un estado mental de agradable exaltación, aunque poco beneficiosa para el trabajo.
En efecto, en mi trabajo estaba con frecuencia distraído; buscaba todos los pretextos para ir a las otras habitaciones donde habría podido encontrar a Makiko, sorprenderla en su intimidad durante las diversas situaciones del día. Pero más a menudo hallaba tras mis pasos a la señora Miyagi y me entretenía con ella, dado también que con la madre las ocasiones de conversación — y hasta de bromas maliciosas, aunque teñidas a menudo de amargura— se presentaban más fácilmente que con la hija.
Por la noche, a la cena, en torno al sukiyaki hirviente, el señor Okeda escrutaba nuestros rostros como si en ellos estuvieran escritos los secretos del día, la red de deseos distintos y empero enlazados entre sí en la que me sentía envuelto y de la cual no habría querido liberarme sin haberlos satisfecho uno a uno. Así retrasaba de semana en semana mi decisión de despedirme de él y del trabajo poco remunerado y sin perspectivas de carrera, y comprendía que la red que me retenía era él, el señor Okeda, quien iba apretándola malla a malla.
Era un otoño sereno; al acercarse el plenilunio de noviembre me encontré charlando una tarde con Makiko respecto al lugar más adecuado para observar la luna entre las ramas de los árboles. Yo sostenía que en el parterre bajo el ginkgo el reflejo sobre la alfombra de hojas caídas difundiría el claror lunar en una luminosidad suspendida. Había una intención concreta en mis frases: proponer a Makiko una cita bajo el ginkgo aquella noche. La muchacha replicó que era preferible el laguito, ya que la luna otoñal, cuando la estación es fría y seca, se refleja en el agua con contornos más netos que la estival, a menudo nimbada de vapores.
—De acuerdo — me apresuré a decir—, no veo la hora de encontrarme contigo en la orilla al surgir la luna. Tanto más — agregué—, cuanto que el laguito despierta sensaciones delicadas en mis recuerdos.
Quizá al pronunciar esa frase el contacto del seno de Makiko se presentó a mi memoria con excesiva viveza, y mi voz sonó excitada, alarmándola. El caso es que Makiko frunció las cejas y se quedó un minuto en silencio. Para disipar este malestar que no quería que interrumpiese la fantasía amorosa a la que me iba abandonando, se me escapó un movimiento de la boca irreflexivo: abrí y cerré los dientes como para morder. Instintivamente Makiko se echó hacia atrás con una expresión de dolor repentino, como si de verdad la hubiera alcanzado un mordisco en una parte sensible. Se reportó al punto y salió de la estancia. Me dispuse a seguirla.
La señora Miyagi estaba en la estancia vecina, sentada en el suelo sobre una estera, atenta a disponer flores y ramas otoñales en un jarrón. Avanzando como un sonámbulo me la encontré acurrucada a mis pies sin darme cuenta y me detuve apenas a tiempo de no chocar con ella y no derribar las ramas golpeándolas con las piernas. El movimiento de Makiko había suscitado en mí una súbita excitación, y acaso este estado mío no se le escapó a la señora Miyagi, dado que mis pasos atolondrados me habían llevado a echarme sobre ella de aquel modo. En cualquier caso, la señora, sin alzar la mirada, agitó contra mí la camelia que estaba disponiendo en el jarrón, como si quisiera pegarme o rechazar la parte de mí que se extendía sobre ella o incluso jugar, provocar, incitar con un azote-caricia. Yo bajé las manos para tratar de salvar del desbarajuste la disposición de las hojas y de las flores; mientras tanto ella estaba maniobrando entre las ramas, tendida hacia adelante; y ocurrió que en el mismo momento una mano mía se introdujo confusamente entre el kimono y la piel desnuda de la señora Miyagi y se encontró apretando un seno mórbido y tibio de forma alargada, mientras que entretanto una mano de la señora entre las ramas de keiakí (llamado en Europa olmo del Cáucaso; n. d. t.) había alcanzado mi miembro y lo sujetaba con presión franca y sólida extrayéndolo de mis prendas como si estuviese procediendo a una operación de escamonda.
Lo que suscitaba mi interés, en el seno de la señora Miyagi, era la corona de papilas en relieve, de grano grueso o menudo, diseminadas por la superficie de una aréola de extensión considerable, más juntas en los bordes pero con avanzadillas que llegaban hasta el ápice. Presumiblemente estas papilas regían cada una de las sensaciones más o menos agudas de la receptividad de la señora Miyagi, fenómeno que pude verificar fácilmente sometiéndolas a ligeras presiones lo más localizadas posible, a intervalos de cerca de un segundo, y comprobando sus reacciones directas en el pezón e indirectas en el comportamiento general de la señora, así como también las reacciones mías, dado que evidentemente se había establecido cierta reciprocidad entre su sensibilidad y la mía. Este delicado reconocimiento táctil estaba guiado por mí no sólo mediante las yemas de los dedos sino también conduciendo del modo más oportuno mi miembro a planear sobre su seno con caricia rasante y envolvente, dado que la posición en la que habíamos venido a hallarnos favorecía el encuentro de estas zonas nuestras diversamente erógenas y dado que ella demostraba apreciar y secundar y autorizadamente guiar estos recorridos. Se da el caso de que también mi piel presenta, a lo largo del miembro y en especial en la parte protuberante de su culmen, puntos y pasajes de sensibilidad especial que van desde el sumamente grato al agradable al causante prurito y al doloroso, así como puntos y pasajes átonos o sordos. El encuentro fortuito o calculado de las distintas terminaciones sensibles e hipersensibles mías y suyas procuraba una gama de reacciones variadamente surtidas, cuyo inventarío se presentaba sumamente laborioso para ambos.
Estábamos dedicados a estos ejercicios, cuando rápidamente en el vano de la puerta de corredera apareció la figura de Makiko. Evidentemente la muchacha había permanecido a la espera de mi persecución y ahora venía a ver qué obstáculo me había retenido. Se dio cuenta al punto y desapareció, pero no tan pronto como para no darme tiempo a advertir que algo en sus ropas había cambiado: había sustituido el jersey ajustado por una bata de seda que parecía hecha adrede para no estar cerrada, para desatarse ante la presión interna de cuanto en ella florecía, para resbalar por su lisa piel al primer asalto de aquella avidez de contacto que precisamente su lisa piel no podía dejar de provocar. —¡Makiko! — grité, porque quería explicarle (aunque verdaderamente no habría sabido por qué parte empezar) que la postura en que me había sorprendido con su madre se debía sólo a un casual concurso de circunstancias que había hecho desviarse por caminos oblicuos mi deseo apuntado inequívocamente sobre ella, Makiko. Deseo que ahora aquella bata de seda desordenada o a la espera de ser desordenada reagudizaba y gratificaba como en una oferta explícita, tanto que con la aparición de Makiko en los ojos y el contacto de la señora Miyagi sobre la piel a punto estaba de verme arrollado por la voluptuosidad. La señora Miyagi debía de haberlo advertido, pues agarrándose a mis hombros me arrastró consigo sobre la estera y con rápidas sacudidas de toda su persona restregó su sexo húmedo y prensil contra el mío que sin desbandadas se vio chupado como por una ventosa, mientras sus flacas piernas desnudas me ceñían los flancos. Era de una agilidad disparada, la señora Miyagi: sus pies con los blancos calcetines de algodón se cruzaban sobre mi hueso sacro apretándome como en una prensa.
Mi llamada a Makiko no había sido desoída. Tras el panel de papel de la puerta corredera se dibujó el perfil de la muchacha que se arrodillaba en la estera, avanzaba la cabeza, asomaba por la jamba el rostro contraído en una expresión jadeante, abría los labios, desencajaba los ojos siguiendo las sacudidas de su madre y las mías con atracción y disgusto. Pero no estaba sola: más allá del pasillo, en el vano de otra puerta una figura de hombre estaba inmóvil en pie. No sé cuánto tiempo llevaba allí el señor Okeda. Miraba fijamente, no a su mujer y a mí, sino a su hija que nos miraba. En su fría pupila, en el pliegue firme de sus labios se reflejaba el derretimiento de la señora Miyagi reflejado en la mirada de su hija.
Vio que lo veía. No se movió. Comprendí en ese instante que no me interrumpiría ni me expulsaría de su casa, que jamás aludiría a este episodio ni a otros que pudieran verificarse y repetirse; comprendí también que esta connivencia no me daría el menor poder sobre él ni haría menos pesada mi sumisión. Era un secreto que me ataba a mí a él pero no a él a mí: a nadie habría podido revelarle yo lo que él estaba mirando sin admitir por mi parte una complicidad indecorosa.
¿Qué podría hacer, ahora? Estaba destinado a enredarme cada vez más en una maraña de malos entendidos, porque ahora Makiko me consideraba uno de los numerosos amantes de su madre y Miyagi sabía que no veía sino por los ojos de su hija, y ambas me lo harían pagar cruelmente, mientras los chismes de los círculos académicos, tan rápidos en propalarse, alimentados por la malignidad de mis condiscípulos dispuestos a servir también de este modo los cálculos del maestro, arrojarían una luz calumniosa sobre mis asiduidades a casa de Okeda, desacreditándome a los ojos de los profesores universitarios con quienes más contaba para mudar mi situación.
Aunque angustiado por estas circunstancias, lograba concentrarme y subdividir la sensación genérica de mi sexo apretado por el sexo de la señora Miyagi en las sensaciones parcelarias de los puntos aislados de mí y de ella sucesivamente sometidos a presión por mi movimiento escurridizo y por sus contracciones convulsas. Esta aplicación me ayudaba sobre todo a prolongar el estado necesario para la propia observación, retrasando la precipitación de la crisis final al poner de relieve momentos de insensibilidad o de sensibilidad parcial, los cuales a su vez no hacían sino valorizar sobre medida la aparición repentina de estímulos voluptuosos, distribuidos de manera imprevisible en el espacio y en el tiempo. — ¡Makiko! ¡Makiko! — gemía al oído de la señora Miyagi, asociando espasmódicamente estos instantes de hipersensibilidad con la imagen de su hija y con la gama de sensaciones incomparablemente distintas que me imaginaba que ella podía suscitar en mí. Y para mantener el control de mis reacciones pensaba en la descripción, que esa misma noche le haría al señor Okeda: la lluvia de las hojitas del ginkgo se caracteriza por el hecho de que en cada momento cada hoja que está cayendo se encuentra a una altura distinta de las otras, por lo que el espacio vacío e insensible donde se sitúan las sensaciones visuales puede subdividirse en una sucesión de niveles en cada uno de los cuales se encuentra revoloteando una hojita, y sólo una.




Italo Calvino


(Traducción de Esther Benítez)


Italo Calvino (Santiago de las Vegas, Cuba, 1923-Siena, Italia, 1985) Escritor italiano. Hijo de un ingeniero agrónomo, a los dos años se trasladó con su familia a San Remo, donde transcurrió la mayor parte de su infancia, a Turín, para seguir los mismos estudios que su padre, pero enseguida los abandonó a causa de la guerra, durante la cual luchó como partisano contra el fascismo. En 1944 se afilió al Partido Comunista Italiano. Tres años más tarde publicaba, gracias a la ayuda de Cesare Pavese, su primera novela, Los senderos de los nidos de araña, en la que relataba su experiencia en la resistencia. A la conclusión de la guerra, siguió estudios literarios en la Universidad de Turín, en la que se licenció con una tesis sobre Joseph Conrad, y empezó a trabajar para la editorial Einaudi, con la que colaboraría toda su vida. Tras publicar algunas antologías de relatos, de tipo fabulístico, con las cuales se alejaba de la escritura realista de sus inicios, escribió la trilogía Nuestros antepasados, integrada por El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente, narración fantástica y poética, plagada de elementos maravillosos, en la que planteaba el papel del escritor comprometido políticamente. Por esa época, su relación con el PCI estaba ya muy degradada, hasta que, en 1957, acabó por desvincularse de él por completo. Gracias a su labor de crítico literario en la revista Il Menabo, que codirigía junto a Elio Vittorini, entró en contacto con la obra de Raymond Queneau y del grupo experimental francés Oulipo, a cuyos planteamientos literarios, basados en el juego formal y la combinatoria de formas y estructuras posibles, se acercó de modo progresivo. Así, Si una noche de invierno un viajero (1979) está escrita en gran parte en segunda persona y sus protagonistas son el Lector y la Lectora. A esa novela pertenece el capítulo que publicamos.


IMAGEN: El árbol de ginkgo.





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