domingo, 28 de diciembre de 2008

CONDICIÓN Y DESTINO DEL ARTISTA


























La ciencia, la educación, la cultura son ciertamente beneficiosas para el hombre pues lo elevan a un nivel de vida superior: para un francés del siglo XX sería excesivamente vergonzoso (por consiguiente, un poco ridículo) el negarlo.
Sin embargo, nuestra experiencia prueba también que originan muchas necesidades, sin duda muchas más de las que pueden satisfacer aun en su propio nivel.
(Los intereses mercantiles intervienen aquí. Todo, muy pronto, se convierte en una feria.)
Queda, no obstante, una parte del hombre siempre viva para escapárseles. Parte animal quizá... o divina, lo admito... Parte importante en todo caso.
Parte instintiva y huraña que no se deja repudiar. La que justamente preserva una afición profunda al ocio, a la desnudez, a sus recursos; y a la confortación natural.
En suma, ciencia-educación-cultura: todo correría el riesgo de acabar en una sed inextinguible de reposo, de sueño, de noche, hasta de salvajez y de muerte si no interviniese, en igual medida, algún antídoto del mismo género que transporte y colme de golpe al hombre entero, que lo turbe y lo devuelva a su medio natural, que suscite su hambre a la par que la sacie y, por decirlo así, lo recree.
He dicho antídoto del mismo género porque, efectivamente, hay otros. "¡Viva la Muerte, abajo la Inteligencia!" O "Cuando oigo hablar de cultura, disparo mi revólver": ¿lo hemos oído, verdad? Y cuando digo que todo acabaría... Todo estuvo, recientemente a punto de acabar.
Pero todo puede asimismo acabar en no sé qué fanatismo de la razón, en no sé qué infatuación de la inteligencia, que procedería con la misma brutalidad, y que esta vez dispararía el revolver en nombre de la cultura... o de las tijeras, para castrarse.

Quizá nos hayamos aproximado a una justificación objetiva y al mismo tiempo a una definición de las Bellas Artes (Literatura, Música y Teatro, etc., incluidos).
Pero observemos primeramente las cosas desde otro punto de vista.
Sea quien fuere el lector de estas líneas, la vida, puesto que en suma él puede leer, le deja algún ocio. Y no sólo su vida, sino su pensamiento mismo, puesto que confía este ocio al pensamiento ajeno. (Lector entre paréntesis, sé pues el bienvenido a mi pensamiento...)
Pero si ahora mi pensamiento te incita a conservarte en tu ocio, a comprometerte más profundamente en él, y si mi pensamiento lo consigue... Entonces, tal vez soy un artista.
Advierte que, por breve que fuera tu ocio, podrías emplearlo en contemplar la naturaleza, a uno de tus semejantes, o, en fin tu propio pensamiento. También podrías ocuparlo cantando o silbando un aire de tu invención, o bailando, haciendo jugar tu propio cuerpo. Desde luego, todo eso es legítimo, y a veces te entregas a ello, y muchos hombres también se entregan a ello. Sin embargo, eso sólo no bastaría para diferenciarte de los animales.
Pero sucede que ciertos hombres son capaces —Dios sabe por qué— de producir — Dios sabe cómo— objetos tales que pueden ser elegidos por ti para que su contemplación o su estudio ocupen profundamente tu ocio, lo satisfagan, le basten y no te comprometan a nada más.
He aquí que cae bajo nuestros sentidos uno de esos objetos extraños... Sí, en apariencia, es la obra de uno de nuestros semejantes. Hecha de una materia y de partes que la naturaleza nunca proporcionó sino separadas, o en estado bruto. Pues bien, este objeto nos parece inmediatamente interesante, lindo, hermoso, o sublime. No responde a ninguna utilidad, pero su consideración o contemplación provoca primeramente en nosotros no sé qué movimiento instintivo, como si una conformidad secreta con nuestros órganos nos llamara desde su encuentro; después, cierto número de sentimientos profundos o elevados... Y deseamos apropiárnoslo, o por lo menos conservar su uso para nuestro placer eterno. El uso, en efecto, nos confirma este placer. Y sin embargo sentimos deseos de mostrarlo a quienes amamos, para hacerles compartir nuestro interés. En muchos de ellos produce un efecto semejante. Nos aseguran, por lo demás, que tal es su único destino, aunque tal no haya sido forzosamente la intención del autor.
Ese objeto es una obra de arte. Quien lo ha producido es un artista. Y parece que tales objetos, así como el interés o el amor que inspiran, sólo se encuentran entre los hombres.

Aunque juzguen que avanzamos demasiado rápidamente, declararemos ahora que esos objetos — espejos y tesoros a la vez — se encuentran desde siempre.
Y que no se burlen de nosotros porque parecemos dirigirnos a la Historia... a uno de sus principales lugares comunes. Sería un contrasentido. Justamente, sucede que no creemos en nada que no podamos ver. Vemos las obras maestras antiguas. ¿Y qué diríamos al verlas sino: he aquí lo más claro de la Historia, y a veces todo lo que de ella queda...?
Muy locas serían las sociedades que, desdeñando una observación secular, arrojaran de su seno a los artistas. Correrían seguramente a su pérdida por haber desconocido en el hombre lo más importante que hay en él: no las opiniones, desde luego, ni aún las necesidades, sino los gustos.
¿Necesitemos recordar que las obras serenas tienen más poder para cambiar al hombre que las botas de los conquistadores?
Más poder, agregaré yo, hablando del primer artista que aparezca, que los sermones conjuntos de todos sus contemporáneos, que sólo pueden tener un efecto cansador por su monotonía...
Ahora, me parece, conviene insistir en este último punto. Porque la tendencia dominante ( y entiendo que en todos los campos) es despreciar a los artistas hasta considerarlos — ¿no es ésa la palabra de moda? — como una categoría de intelectuales.
Sobre la importancia de su papel y su poder benéfico, nuestro propósito — por lo demás, se lo ha entendido ya — es proporcionarles una consideración más seria y más justa.
De ninguna manera tratamos de oponer, según la antítesis corriente, la intuición al intelecto, por ejemplo, y a la convicción el encanto, ni deseamos tan sólo para ellos la consideración y la condición de encantadores... No: encantar y convencer están demasiado cerca, según nuestro punto de vista, para oponerse de otra manera que como los dos polos del más fastidioso carrusel. Bien lo vemos, sin duda alguna: del vacío al arte dirigido, del estado de bufón al de ingeniero de almas, del de poeta jovial al de poeta pensador, de las torres de marfil a los tablados de los mitanes, de lo verdadero a lo bello, al bien, y de lo amable a lo útil, la condición de los artistas se ha inscrito desde hace siglos entre esos dos términos.
Ambos términos conjugados implican por parte del hombre una misma idea de sí mismo. De tal idea, por fuerte y antigua que sea, y en nuestros días es más imponente que nunca, deseamos, precisamente, ayudarlo a desprenderse.
¿Qué idea? Pues bien, aquélla según la cual el hombre sería ante todo un espíritu que convencer, un corazón o una sensibilidad que encantar.
He aquí la idea —a decir verdad, más bien humillante— de la que han nacido, desde hace milenios, no sólo todas las artes poéticas —lo que no sería, quizá, demasiado grave— sino todas las filosofías y todas las religiones —en apariencia contradictorias—y todos los sistemas de educación y de gobierno quese han sucedido hasta ahora en la sociedad occidental, por lo menos, y en nombre de los cuales los pueblos —más o menos fanáticamente, hay que decirlo— se evangelizan, se subyugan y se arrojan por fin los unos sobre los otros.
¿Cómo es posible que semejante idea haya podido anclar tan profundamente en el espíritu de los hombres? Sin duda porque se desprende de una idea anterior —ésta, en verdad, muy gloriosa— que el hombre parece haberse forjado poco a poco de sí mismo en los alrededores de Jerusalem, de Atenas y de Roma al mismo tiempo, según la cual su personalidad sería el lugar casi divino donde nacen las Ideas y los Sentimientos, únicas cosas dignas de consideración en este mundo, y él mismo ante todo un espíritu y un corazón.
Nos explicamos que el hombre haya juzgado esta idea, no sólo gloriosa, sino ventajosa, mientras ha conservado gracias a ella la ilusión de progresar en el conocimiento del universo y en su poder sobre aquel, así como en la organización de su propia sociedad...
Sin embargo, de acuerdo con algunos indicios, parece que ahora aceptaría, de bastante buena gana, cambiarla...
Quizá, como lo di a entender hace un momento, los sermones, los reproches —y ciertas obligaciones que de ellos se desprenden— empiezan decididamente a fatigarlo. Y, más aún, los castigos, de los que no se ha mostrado muy avara la última época...
Por tanto, muchos desearían cambiar... Comprendemos sin embargo que un cambio puede ser difícil. ¿Cómo renunciar, en efecto, a ser un espíritu y un corazón? De ahí que muchos imaginen alguna explicación— más o menos nueva— que les permita no renegarla por completo. Os ahorraré esas teorías de última hora; las conocéis tan bien como yo. Por ejemplo, el mundo sería absurdo: sólo habría que estar de acuerdo en ello. Todo sucedería por culpa del mundo, y nosotros saldríamos indemnes, nosotros, los espíritus, nosotros, los corazones, con algunas ilusiones de menos. Ni verdugos, ni víctimas; tan sólo jueces, en lo abstracto. Un poco tristes, pero de todos modos orgullosos y muy capaces, a fe mía, de continuar escribiendo un artículo diario.
Sin duda harán falta algunas actualidades (como las llaman) más sensacionales aún para que la inteligencia o el alma como tales bajen por fin su pabellón (aunque sea negro). Y que el hombre por fin se inquiete. Esas ideas, esos sentimientos que tanto lo enorgullecen, ¿no saldrían como las cuerdas de ciertos monigotes, que manejados por algunos hábiles... ¿Qué digo, algunos hábiles? Es el hombre mismo, convertido en su propio juguete, quien decide abusivamente de su suerte, según las ideas que se hace. Se encuentra en constante estado de ebriedad intelectual, conducido a alguna parte fuera del mundo, sobre no sé qué andamiaje... Sin embargo ¿por qué decir andamiaje? ¡Patíbulo designa mejor lo que es! (1) "
Sí, algunas hecatombes más... Ah, que algunos, por lo menor moralmente se eximan por haberse entregado a la tarea de meditar en lo siguiente: nunca, desde que el mundo es mundo (entiendo el mundo sensible, como nos es dado cada día), nunca, sea cual fuere la mitología de moda, nunca el mundo ha suspendido ni por un segundo su funcionamiento misterioso. Sin embargo, nunca en el espíritu del hombre — y precisamente desde que el hombre sólo considera el mundo como el campo de su acción, el lugar o la ocasión de su poder — , nunca el mundo del espíritu del hombre ha funcionado tan poco y tan mal. Sólo funciona para algunos artistas. Si funciona todavía, es sólo por ellos.
Sí, exactamente en este punto debe reaparecer el artista y ser evidente para todos la consideración que se le debe.
Supongamos que el hombre, harto de que se lo considere como un espíritu que ha de ser persuadido o un corazón que ha de ser agitado, se conciba un buen día como lo que es: Algo, después de todo, más material y más opaco, más complejo y más denso, mejor ligado al mundo y más difícil de desplazar (más difícil de movilizar); no el lugar donde nacen Ideas y Sentimientos sino el lugar —mucho menos violable (aún por sí mismo)— donde los sentimientos se confunden y las Ideas se destruyen... No haría falta más, creo, para que todo cambiara y para que la reconciliación del hombre con el mundo naciera de esta nueva modestia.
Al mismo tiempo se explicaría el poder que desde siempre tiene sobre el hombre la obra de arte, y su eterno amor por el artista: por ser la obra de arte el objeto de origen humano donde se destruyen las ideas, y por ser el artista el hombre mismo en cuanto ha dado pruebas (mediante una obra) de su anterioridad y posterioridad a las ideas.
La función del artista es así muy clara: debe abrir un taller y reparar el mundo tal como le llega, por fragmentos. Y que no por ello se considere un mago. Es sólo un mecánico. Deus ex machina del cangrejo y del limón, del cántaro o de la compotera, tal es, en efecto, el artista moderno. Irreemplazable en su función. Como vemos, su papel es modesto. Pero no se podría prescindir de él.
¿De dónde le viene, entonces, este poder, y cuáles son las condiciones necesarias para su ejercicio? Primero: de que es sensible al funcionamiento del mundo y de que necesita violentamente permanecer integrado con él; pero además —y ésta es una condución sine qua non— de su aptitud particular para manejar una materia determinada.
Porque la obra de arte extrae toda su fuerza de su semejanza y a la vez de su diferencia con los objetos naturales. ¿Por qué semejanza? Porque también ella está hecha de una materia. ¿Por qué diférencia? Porque su materia es expresiva, o se ha vuelto expresiva en esa ocasión. ¿Qué quiere decir expresiva? Que enciende la inteligencia (pero debe apagarla de inmediato. Pero ¿cuáles son los materiales expresivos? Los que ya significan algo: un lenguaje. Se trata solamente de conseguir que no sea mucho más significativo que funcional.
Así, para tomar un ejemplo en las Letras, la no-significación del mundo puede desesperar a los que pretenden, creyendo aún (paradójicamente) en las ideas, obtener de ellas una filosofía o una moral. Cosa que no podría desesperar a los poetas, porque no trabajan partiendo de las ideas sino de las palabras. De donde, ninguna consecuencia, sino alguna reconciliación profunda: creación y recreación. Para ellos, signifique o no signifique algo, el mundo funciona. Y es esto, después de todo, lo que les pedimos (tanto a las obras como al mundo): vida.
Pero aún debemos desear que esta vida les sea permitida. Yque a los artistas, por lo tanto, les sea permitido trabajar. Lo que significa primeramente que les sea permitido no hacer nada, hundirse en la fecunda ociosidad.
No quiero decir con esto que se deba mantenerlos. No, lo sabemos bastante: aun en las peores "condiciones de existencia", el artista se siente de tal modo más existente que cualquiera, que producirá lo que debe producir...
Pero que no se lo fatigue demasiado con reproches y sermones, que no se intente matar en él su pretensión, que no se lo persuada de que no está justificado.
Por último, si es posible, que se acepte su lección.

La humanidad, al fin, tendrá el mismo destino que sus artistas.
Una resuelta insubordinación es lo único que permite vivir a los hombres y las obras.
El hombre no es en modo alguno el rey de la creación. Es más bien su perseguidor. Perseguidor perseguido.
Perseguidor irrisorio, a decir verdad: no irrisoriamente perseguido.
¿Un animal como cualquier otro? Lo creo. Uno de los mejor dotados. Tal vez. Uno de los más insensatos. Sin duda.
Tanto más cuanto que, por su actividad para dominarlo, corre el riesgo de enajenarse el mundo, el hombre debe a cada instante, y he aquí la función del artista, reconciliárselo por las obras de su pereza.


(1) Juego de palabras entre écha-faudage
(tablado, andamiaje) y
échafaud

Francis Ponge (Francia, Montpellier- 1899- Bar-sur-Loup,  1988)

(Traducción de Daniel Devoto)

(Conferencia en la Unesco, publicada en
Revista Sur Nº209/210 -Marzo/abril 1952,
reproducida en Diario de Poesía Nº16,
Primavera de 1990)





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