viernes, 2 de enero de 2009

El tibio sol de octubre...




El tibio sol de octubre alumbra los ramajes, las blancas telarañas que ondean en el aire más limpio de la tarde. Su fulgor no calienta, tan sólo me concede una tregua de luz, una rara pureza en la que fluyo dócil, desnudo de ansiedades y deseos. El tiempo no me ha dado una sangre serena, una casa de aliento, el refugio leal de una sabiduría capaz de concertar los días con las noches, la furia y la quietud; sólo estos paréntesis fugaces, esta ilusión sin cuerpo como el verde borroso de los sauces. ¿Existe ese saber, existió alguna vez, seré capaz de hallarlo o merecerlo bajo el signo variable de los cielos? La memoria nos lega sus cenizas, los rescoldos latentes donde un turbio sentido se agazapa; su temblor, más ligero que mi nombre, oculta sin embargo una celada, los ávidos grilletes de lo infinitamente perdurable. Miro el seto de boj, el laurel polvoriento en la última luz, cómo consienten ahora en apagarse bajo el áspero gris de algunas nubes. Carecen de pasado, de raíz en el tiempo. No hay temor en su ingreso reiterado en lo oscuro, en su diario replegarse sobre la tierra helada. ¿Guardan algún recuerdo de la tarde, de este aire pacífico que iguala con su lumbre las muescas de la escena, la sabia confusión de lo real? Impasibles, giran sobre sí mismos en el tiempo, sin advertir al hombre que vela, interrogante, y en el lienzo curtido de sus formas se descubre mortal, turbado por un miedo que no entiende, que no sabe esconder. El día fue un desierto que mis actos poblaron inútilmente, y esta breve quietud un espejismo a punto de anegarse en la penumbra. Siento frío en la sangre, algo como un temblor o una inminencia. He visto despoblarse los caminos del parque. La luz cae rasante sobre la arena sucia.




Jordi Doce
(España, Gijón, 1967)



 El poema fue tomado del Diario de Poesía N°72, Bs.As., 2006.


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