El que se escapa termina solo. Días, a la larga dentelladas, y
el aire no se tiñe como el agua.
Nada pasa de largo y nadie se aguanta tampoco. Traicionera canción
de piedras que se desmoronan. Vaya canto a la soledad. Humo
negro en noche aún más negra que borrachea en el tiempo, sola
al fin, suelta y olvidada como una noche cualquiera.
Se siente en los tobillos, el sueño, el humo, tiempo, hace pasar
los trenes, las carretas lentas, culebras, babosas, lombrices
ciegas.
Las distancias cortas de los cabellos que pudieron escaparse de
la piedra traída de los pelos y de la maldición dicha sin ganas,
estropeada y cariada.
No más ilusiones perpetuamente iluminadas por el sol. La
siesta aplana. El filo es filo.
El cuerpo…o se quiebra o se queda. Aplastado ahí nomás.
Cálculo o maldición no alcanzan a salir de boca e’bagre
apestado.
Sonrisa, un humo de tantos sobre un vértigo de borrachera y el
humo rápido.
Guiñada oscura de los ojos cobardones. Grito blando. Y ni
aguja ni aguijón suicida
Cuerpo de puro salto, gritito, cuerpo blandito. Mordida sin
pausa, serrucho melodiando siempre.
Traición merodea, traición melodea, traición empuja a pura
uña. Y queda el arranque nomás. El arranque de motor
todo. Borrar, pasar el trapo alegremente entre la serenata
de los sapos y el humo silencioso sobre el agua.
La fresca al fin, a fresca. La flor que no se horca nunca.
Ricardo Zelarrayán (Argentina, Paraná, Entre Ríos, 1940- Buenos Aires,2010)
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