martes, 10 de febrero de 2009

EL SIMBOLISMO DE LA POESÍA


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"El simbolismo, tal como lo ven los escritores de nuestros días, no tendría valor, si no se lo viera también, a la luz de las veladuras de cada gran escritor imaginativo", escribe Arthur Symons, en The Symbolist Movement in Literature, un libro sutil que no puedo elogiar como quisiera, porque me ha sido dedicado; y que muestra cuántos escritores profundos han buscado en estos últimos años una filosofía de la poesía en la poesía en la doctrina del simbolismo y cómo aun en países donde es casi escandaloso buscar alguna filosofía en la poesía, los nuevos escritores insisten en esa búsqueda. No sabemos de qué hablaban los escritores de tiempos antiguos, y un montón de incoherencias es todo lo que queda de lo que Shakespeare dijo, un autor al filo de los tiempos modernos; y el periodista está convencido, parece, que hablaban de vino, mujeres y política, pero nunca de su arte, o nunca con seriedad. Tiene por cierto que nadie que tuviera una filosofía de su propio arte o una teoría de cómo se debería escribir, haya hecho alguna vez una obra de arte, que carece de imaginación quien escribe sin premeditación o segunda intención tal como lo hace él en sus propios artículos. Dice esto con entusiasmo, porque lo ha oído en muchas cenas confortables, o porque alguien mencionó al pasar o con tonto fervor algún libro cuya dificultad habría ofendido la indolencia, o algún hombre que no había olvidado que la belleza es una acusación. Estas fórmulas y generalizaciones, preparadas por algún sargento escondido, han forjado las ideas de los periodistas y a través de ellos las de casi todo el mundo moderno, han creado a su turno un olvido similar al que los soldados tienen en el campo de batalla, así los periodistas y sus lectores han olvidado, entre muchos eventos similares, que Wagner se pasó siete años conformando y exponiendo sus ideas antes de comenzar su música más singular; que la ópera y con ella la música moderna, surgió de ciertas conversaciones en la casa de un Giovanni Bardi, de Florencia; y que la Pléiade sentó los fundamentos de la literatura francesa moderna en un panfleto. Goethe ha dicho: "un poeta necesita toda la filosofía, pero debe dejarla fuera de su obra", aunque no siempre sea necesario; y casi con toda certeza ningún gran arte, fuera de Inglaterra, donde los periodistas son más poderosos y las ideas menos plenas que en cualquier otra parte, ha surgido sin una gran dosis de crítica, como su heraldo, intérprete y protector, y tal vez por esta razón ese gran arte, ahora que la vulgaridad se ha fortificado y multiplicado, está quizá muerto en Inglaterra.
Todos los escritores, todos los artistas, en tanto hayan tenido algún poder filosófico o crítico, tal vez justamente hayan sido deliberadamente artistas, han tenido alguna filosofía, alguna forma crítica de su arte; y a menudo ha sido esta filosofía, o esta crítica, la que fue capaz de suscitar la inspiración más imprevisible, ganando para la vida humana alguna porción de la vida divina, o de la realidad enterrada, que así pudo únicamente dar cuenta en las emociones lo que la filosofía o la crítica había encontrado en el intelecto. Tal vez no buscaban algo nuevo, sino sólo entender y copiar la pura inspiración de los primeros tiempos, pero porque la vida divina pelea contra la vida externa, y necesita cambiar sus armas y movimientos como nosotros cambiamos los nuestros, la inspiración ha llegado a ellos en formas sorprendentes y bellas. El movimiento científico trajo con él una literatura que siempre tendía a atarse a todo tipo de cosas externas, opiniones, declamaciones, escritura pictórica, el color de la palabra, o lo que Symons ha llamado un intento de "edificar con cemento y ladrillo dentro de las tapas de un libro"; y ahora los escritores han comenzado a insistir en el elemento evocativo, en la sugerencia, a partir de lo que llamamos el simbolismo de los grandes escritores.



II

En
El simbolismo en la pintura traté de describir el elemento del simbolismo que está en las pinturas y esculturas, y habló algo del simbolismo en la poesía, pero no describí para nada el continuo e indefinible simbolismo que está en sustancia en todo estilo.
No hay líneas de más belleza melancólica que éstas de Burns:
La luna blanca se está fijando tras una blanca ola,
y el tiempo se está fijando en mí, ¡oh!
Estas líneas son perfectamente simbólicas. De ellas surge la blancura de la luna y la ola, cuya relación con la fijeza del tiempo es demasiado sutil para el intelecto, y de ellas se extrae toda su belleza. Pero, reunido todo, luna, ola y blancura con la fijeza del tiempo y la exclamación melancólica, suscitan una emoción que no podría emerger de otra disposición de colores, sonidos y formas. Podríamos hablar de una escritura metafórica, pero es mejor llamarla simbólica, porque las metáforas no son tan profundas como para conmover, cuando no son símbolos, y cuando lo son, son las más perfectas, porque revelan lo más sutil, más allá del puro sonido, y a través de ellas se puede saber mejor lo que son los símbolos. Si se comienza una ensoñación con cualquier hermoso verso que se recuerde, se ve en seguida cuánto se asemeja a los de Burns. Empecemos con éste de Blake:

Los peces alegres sobre la ola cuando la luna bebe el rocío,

o los de Nash:

El brillo cae del aire,
Las reinas murieron jóvenes y hermosas,
El polvo ha cerrado los ojos de Helena;

o éstos de Shakespeare:

Timón ha edificado su morada duradera
Sobre el borde arenoso de la corriente salada
Que una vez al día con su espuma en relieve
cubrirán las olas turbulentas;

o tomemos alguna línea que sea muy simple, que tome su belleza de su lugar en una historia, y veremos cómo brilla con la luz de los muchos símbolos que le han dado a la historia su belleza, como el filo de una espada destella a la luz de las torres ardiendo.
Todos los sonidos, todos los colores, todas las formas, sea a causa de sus preordenadas energías o por larga asociación, evocan indefinibles aunque precisas emociones, o, como preferiría creer, concitan ciertos poderes incorpóreos cuyas huellas sobre nuestros corazones llamamos emociones; y cuando el sonido, el color y la forma están en relación musical en bella relación uno del otro, se vuelven, se diría, un sonido, un color, una forma, y evocan una emoción que surge de las distinas sugerencias y sin embargo es una sola emoción. La misma relación existe entre todas las partes de cada obra de arte, sea épica o lírica, y la más perfecta es ésta, y cuanto más variados y numerosos sean los elementos que han aportado a ella su perfección, más poderosa será la emoción, el poder, el Dios que nos traen consigo. Porque una emoción no existe, no se nos vuelve perceptible y activa, hasta que no haya encontrado su perfección, en el color, el sonido o la forma, o en los tres, y debido a que no hay dos modulaciones o disposiciones que evoquen la misma emoción, los poetas, los pintores y los músicos, y en grado menor porque sus efectos son momentáneos, día, noche, nube y sombra, están continuamente tejiendo y destejiendo lo humano. Son por cierto sólo aquellas cosas que parecen inútiles o muy débiles, las que tienen algún poder, y todas aquellas que parecen útiles o fuertes, ejércitos, ruedas en movimiento, modas arquitectónicas, tipos de gobierno, especulaciones de la razón, habrían sido un poco diferentes si alguna mente mucho tiempo atrás no se hubiera consagrado a alguna emoción, como una mujer se entrega a su amado, y conformado sonidos, colores o formas, o todos ellos en una relación musical, de modo que su emoción pudiera vivir en otras mentes. Una pequeña poesía lírica evoca una emoción y ésta se une a otras y se mezcla en su ser para conformar una gran épica; y finalmente, al necesitar un cuerpo o un símbolo menos delicado al volverse más poderosa, ruge, con todo lo reunido entre los ciegos instintos de la vida diaria, donde mueve un poder dentro de otros, como vemos los anillos concéntricos en el tronco de un viejo árbol. Esto es tal vez lo que quiso decir Arthur O'Shaughnessy cuando hizo decir a sus poetas que habían edificado Nínive con sus suspiros; y nunca estoy de verdad muy seguro, cuando oigo de alguna guerra, de algún problema religioso, o de algún producto nuevo, o de cualquier cosa que colme el oído del mundo, que todo eso no haya pasado debido aque algún joven se puso a tocar la flauta en Tesalia. Recuerdo que una vez le dije a una vidente que le preguntara a uno de los dioses que, como ella creía, estaban a su alrededor con sus cuerpos simbólicos, qué pasaría con cierta tarea encantadora pero aparentemente trivial de un amigo, y la forma contestó: "la devastación de pueblos y la destrucción de ciudades". Dudo por cierto si la cruda circunstancia del mundo, que parece crear todas nuestras emociones, hace más que reflejar, como en espejos multiplicados, las emociones que han surgido de hombres solitarios en momentos de contemplación poética; o que el amor mismo sea más que un animal hambriento de no ser por el poeta y su sombra, el cura, porque a menos que creamos que lo externo es toda la realidad, debemos creer que lo macizo es la sombra de lo sutil, que las cosas son inteligentes antes de volverse tontas, y secretas, antes de que se ventilen en el mercado. Los hombres solitarios en momentos de contemplación reciben, como pienso, el impulso creativo desde lo más bajo de las Nueve Jerarquías, y así tejan y destejen lo humano, e incluso al mundo mismo, porque ¿no es que "la alteración del ojo altera todo"?

Nuestras ciudades son fragmentos copiados de nuestro pecho; y todas las Babilonias del hombre compiten sólo para dar a conocer las grandezas de su corazón babilónico.



III

El propósito del ritmo, siempre me ha parecido, es prolongar el momento de la contemplación, aquel en que estamos a un tiempo despiertos y dormidos, que es el único momento de creación, acunándonos con una monotonía encantadora, mientras nos lleva a despertar por la variedad, para mantenernos en un estado de verdadero trance, en el que la mente liberada de la presión de la voluntad se manifiesta en símbolos. SI ciertas personas sensibles escuchan persistentemente el tictac del reloj o miran sin pestañear el monótono destello de una luz, caen en tranco hipnótico; el ritmo no es más que el tictac del reloj, más suave, que no hay más que escuchar, y variado, como para que uno no pierda la memoria ni se canse de oír; mientras los moldes del artista no son sino los monótonos destellos entretejidos para llevar a los ojos un sutil encantamiento. He meditado en las voces que se olvidan en cuanto callan; y he sido llevado, en momentos de más profunda reflexión, hasta aquellas cosas que estaban más allá y más acá del umbral de la vida despierta. Estaba una vez escribiendo un poema muy simbólico y abstracto, cuando se me cayó al suelo la lapicera; y cuando me paré para recogerla del piso, recordé una aventura fantástica que sin embargo no lo parecía, y luego otra aventura similar, y cuando me pregunté cuándo habían tenido lugar tales aventuras, me di cuenta de que estaba recordando sueños de varias noches. Traté de recordarqué habla hecho el día anterior, y luego, qué había hecho esa mañana; pero toda mi vida despierta había perecido, y fue sólo después de un gran esfuerzo que volví a recordar de nuevo, y mientras lo hacía esa vida más poderosa y sorprendente a su turno moría. De no haberse caído mi lapicera al suelo y así hacerme patentes las imágenes que estaba tejiendo en vursos, nunca habría sabido que la meditación se había vuelto trance, porque habría sido como quien no sabe que está atravesando un bosque porque tiene los ojos puestos en el sendero. Así que pienso que hacer y al mismo tiempo entender una obra de arte, y con más facilidad si está llena de formas, símbolos y música, nos lleva al umbral del sueño, y tal vez mucho más allá, aun sin darnos entera cuenta de que alguna vez hemos puesto los pies sobre el cuerno o el marfil.



IV

Además de los símbolos emocionales, símbolos que evocan sólo las emociones —y en este sentido todas las cosas cautivantes o detestables son símbolos, aunque sus relaciones mutuas sean demasiado sutiles para deleitarnos completamente, fuera de su ritmo y estructura—, están los símbolos intelectuales, símbolos que sólo suscitan ideas, o ideas mezcladas con emociones; y fuera de las bien definidas tradiciones del misticismo y de la menos definida crítica de ciertos poetas modernos, sólo a éstos se los llama símbolos. La mayoría de las cosas pertenecen a una u otra clase, de acuerdo con el modo en que hablemos de ellas y según con lo que las acompañemos, porque los símbolos, asociados con ideas que son más que fragmentos de sombras arrojadas sobre el intelecto por las emociones que evocan, son juguetes del alegorista y del pedante y pronto quedan de lado. Si yo digo "blanco" o "púrpura" en el sentido convencionalmente fijado en poesía, evocan emociones que no puedo decir por qué me conmueven; pero si las llevo a una misma frase con símbolos tan obviamente intelectuales como la cruz o la corona de espinas, pienso en la pureza y en la soberanía. Más todavía, innumerables significados, relacionados con el "blanco" o el "púrpura" por lazos de sutiles sugerencias, tanto en las emociones como en el intelecto, visiblemente se mueven en mi mente y traspasan el umbral del sueño, forjando luces y sombras de una sabiduría indefinible sobre lo que había parecido antes, tal vez, sólo esterilidad o ruidosa violencia. Es el intelecto el que decide dónde el lector habrá de detenerse ante el desfile de los símbolos, y si éstos son nada más que emotivos, los circunscribirá a los accidentes y predicciones del mundo, pero si los símbolos son también intelectuales, se vuelve él mismo una parte de la pura intelección, confundido entre el desfile incesante. Si veo a la luz de la luna un estanque cambiante, mi emoción ante su belleza se mezcla con los recuerdos de un hombre que he visto cosechando en sus márgenes, o de los amantes que vi la noche anterior; pero si miro a la luna misma y recuerdo cualquiera de sus antiguos nombres y significados, me muevo entre gente divina, y las cosas que habrían conmovido nuestra mortalidad, la torre de marfil, la reina de las aguas, el venado luciente en los bosques encantados, la liebre blanca sentada sobre la cima de la colina, el tonto de los cuentos de hadas con su brillante copa llena de sueños, tal vez "me haga amigo de esas imágenes de la maravilla", y "encuentre al Señor en los aires". Así también si uno se conmueve con Shakespeare, tan afín a los símbolos emocionales que pueden convenir a nuestros afectos, uno se mezcla con el conjunto del espectáculo del mundo; mientras si uno se conmueve con Dante, o con el mito de Deméter, uno se mezcla con la sombra de Dios o de una diosa. Así también uno está más lejos de los símbolos cuando está ocupado en haceresto o aquello, pero el alma se mueve entre símbolos y se despliega en símbolos cuando el estado de trance, la locura o la profunda meditación la ha apartado de cualquier impulso que no sea el suyo. "Entonces vi —escribe Gérard de Nerval de su locura— tomando vagamente forma, imágenes plásticas de la antigüedad, que se delineaban, se definían y parecían representar los símbolos que sólo con dificultad yo podía concebir". En épocas tempranas él pudo haber sido parte de la multitud cuyas almas la austeridad dejó aparte, incluso con más perfección de lo que la locura apartó su alma de la esperanza o el recuerdo, del deseo y el lamento, para que pudiera revelar aquellas sucesiones de símbolos ante los que los hombres se inclinaban en antiguos altares, y cuyos favores solicitaban con incienso y otras ofrendas. Pero siendo de nuestra época, ha sido, como Maeterlinck, como Villiers de l'lsle Adam en Axel, como todos los preocupados por los símbolos intelectuales de nuestro tiempo, un precursor del nuevo libro sagrado, con el cual todas las artes, como alguien dijo, han comenzado a soñar. ¿Cómo pueden las artes vencer la lenta muerte de los corazones de los hombres que llamamos el progreso del mundo, y poner sus manos sobre el encordado del corazón de los hombres nuevamente, sin volverse como antes la vestidura de la religión de los viejos tiempos?



V

Si la gente fuera a aceptar que la poesía nos mueve a causa de su simbolismo, ¿qué cambio debería uno buscar en las modalidades de nuestra poesía? Un retorno a las formas de nuestros padres, un rechazo de las descripciones de la naturaleza por interés natural, de la ley moral en favor de la ley moral, un rechazo de todas las anécdotas y de toda esa fuerte opinión científica que tan a menudo extinguió la llama central de Tennyson, y de esa vehemencia que nos haría hacer o rechazar ciertas cosas; o, en otras palabras, deberíamos llegar a entender que la piedra de berilio estaba encantada por nuestros padres para que pudiera desplegarnos las pinturas de su corazón y no para reflejar nuestras caras excitadas, o los arbustos que se balanceaban fuera. Con este cambio de sustancia, con este retorno a la imaginación, entendiendo que las leyes del arte, que son las ocultas leyes del mundo, sólo podrían limitar la imaginación, podría darse un cambio de estilo, y podríamos deshacernos de esa poesía seria de ritmos enérgicos semejantes a un hombre que corre, que es la invención de la voluntad siempre con sus ojos puestos sobre algo a hacer o deshacer; y podríamos extraer esos ritmos ondulantes, meditativos, orgánicos, que son la estructura de nuestra Imaginación, que ni desea ni odia, porque está hecha de tiempo, y solamente quiere observar alguna realidad, alguna belleza; y ya no sería posible para nadie negar la importancia de la forma, en todas sus clases, porque aunque se pueda expresar una opinión o describir algo con palabras poco felices, no se podrá dar cuerpo a lo que se mueve más allá de los sentidos, a menos que las palabras sean tan sutiles, tan complejas, tan plenas de misteriosa vida como el cuerpo de una flor o una mujer. La forma de la poesía sincera al revés que la de la "poesía popular", puede por cierto ser a veces oscura o gramatical como en algunos de los mejores Cantos de Inocencia y Experiencia, pero debe tener las perfecciones que sobrepasan el análisis las sutilezas de los nuevos significados que asoman día por día, y tener todo esto tanto si no es más que una canción surgida en un momento de vaga ensoñación, como si se trata de una gran épica que emerge de los sueños de un poeta y de cientos de generaciones cuyas manos nunca se cansaron de sostener la espada.
(1900)
W.B.Yeats (Irlanda, Dublín, 1865 - Roquebrune-Cap-Martin, Francia, 1939)

(Traducción de Susana Cella)


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