lunes, 2 de marzo de 2009

BALANCE Y PRONÓSTICO




Mi descripción de la situación de la poesía al final del siglo ha sido incompleta; apenas un esbozo, un apunte. Sin embargo, me parece que he mostrado tanto los obstáculos que dificultan su difusión como sus recursos para sobrevivir. No, la poesía no agoniza. A ratos da la impresión de cierto cansancio, languidez y aún esterilidad, por primera vez, desde la época romántica no ha aparecido en los últimos treinta años ningún movimiento poético de envergadura. Pero lo mismo ocurre en las otras artes. Es un fenómeno que no ha impedido la aparición de buenos poetas y artistas: cada época produce los suyos. La ausencia de movimientos poéticos refleja uno de los grandes cambios que ha experimentado nuestra época: el ocaso de la tradición de la ruptura. Es uno de los signos que anuncian ya sea el fin de la modernidad o su transformación.(1) Algunos se preguntan, ¿hay todavía grandes poetas como los hubo hace apenas treinta años? Esta pregunta es hija de un error de óptica; cada generación repite la misma queja: los contemporáneos de Darío suspiraron por Bécquer, los de Bécquer por Espronceda, los de Espronceda por Meléndez Valdés. El fenómeno es cíclico y es universal, de todos los tiempos y todas las lenguas. Además, lo que se dice de la poesía podría decirse de la novela y de los otros géneros literarios. ¿Muere la literatura? No, vivimos un período de profundo malestar que coincide con un formidable sacudimiento histórico. Una época se acaba. ¿Nace otra, o esto que vemos y vivimos es la metamorfosis de la edad moderna? Nacimiento o renacimiento, el signo de este fin de siglo es una interrogación. Pero todas las épocas de incertidumbre han sido ricas en creaciones poéticas y artísticas. No me inquieta la salud de la poesía sino su situación en la sociedad en que vivimos.

Las artes más dañadas por la absorción del mercado financiero han sido, justamente, las que en apariencia han sido más beneficiadas: la pintura y la novela, convertidas en objetos de consumo, ¿Cómo juzgar todos estos cambios? Por una parte, al introducir el criterio de rentabilidad en un dominio regido por valores distintos, se ha degradado a las artes; por otra, se ha estimulado la producción artística. No importa la mediocridad general de la producción: la excelelencia termina por sobresalir e imponerse. En cuanto a la poesía: ha sobrevivido aunque condenada a ocultarse en las catacumbas. De todo esto se desprende que las circunstancias son arduas y difíciles —¿cuándo no lo han sido?— pero no desesperadas.
Me he extendido largamente en las influencias negativas. Debo ahora señalar los signos favorables. Aunque pocos, no son desdeñables. He aludido ya a algunos pero no he mencionado otros, quizá los más promisores. Me referiré, brevemente, a todos. Al margen del gran mercado, han brotado en muchos sitios pequeñas editoriales dedicadas a publicar libros de poemas; hay una intensa actividad en el dominio de las traducciones y se multiplican las revistas consagradas exclusivamente a la poesía; hay una hermandad internacional de aficionados al arte poético y estos grupos se comunican entre ellos por encima de las fronteras lingüísticas y políticas; abundan los festivales internacionales de poesía; las lecturas públicas son una costumbre que se extiende sin cesar y que ha llegado a la radio y a la televisión (sobre todo en los Estados Unidos y en la Gran Bretaña). En suma, no es arriesgado afirmar que hay un público de lectores muy extenso, aunque disperso, y que crece año tras año. En Occidente los poetas no tienen ya la influencia social que tuvieron los grandes románticos pero en América Latina y en otras partes el poeta todavía es una figura pública. En la Unión Soviética, en China y en toda la Europa central, los poetas han participado de modo eminente y a veces central en las luchas por la democracia y en contra de las burocracias comunistas dominantes en esos países.
En 1988 la compañía Phillip Morris, según cuenta Donald Hall, encomendó a un especialista, Lou Harris, una encuesta sobre «las artes y los norteamericanos». El Centro Nacional de las Artes publicó un poco después las estadísticas de Harris. Unas cuantas cifras: noventa y siete millones de norteamericanos visitan por lo menos una vez al año los museos de arte y sesenta millones asisten a funciones de ballet y de danza moderna. ¿Cuántos fotógrafos hay en Estados Unidos? Noventa millones. ¿Y cuantos aficionados estudian y practican el ballet y la danza? Cuarenta millones. Después de estos números, no es increíble que cuarenta y dos millones de norteamericanos escriban poemas y cuentos. Esta afición a la poesía y al cuento —género que oscila entre el poema en prosa y la narración— no es exclusiva de los Estados Unidos; todos sabemos que muchísima gente escribe poemas aunque pocos encuentran ocasión de publicarlos. Esos aficionados son lectores potenciales, de modo que lo extraño no es que haya cuarenta y dos millones de autores secretos sino que muy pocos entre ellos compren y lean libros de poemas. ¿Cómo explicarlo? ¿Envidia del autor privado al autor público? No lo creo. Esbozo una respuesta: el autor espontáneo no puede convertirse en lector activo porque carece de información suficiente sobre la actualidad literaria y las nuevas formas poéticas. Su gusto es, salvo rarísimas excepciones, el de la generación anterior y de ahí sus lugares comunes y la forma anticuada de sus escritos. Movido por un legítimo pero vago deseo de expresarse, el aficionado carece de ese saber que da la lectura frecuente de la buena poesía. Ese saber no es sólo un conocimiento teórico sino una experiencia que se transforma en segunda naturaleza, es decir, es un saber hacer. Los principales culpables de esta situación, aunque no los únicos, son los editores y el sistema educativo.
Los editores han ignorado a esos lectores potenciales que son los aficionados a escribir poemas. No es extraño: casi todos los editores son parte de las tecnocracias dirigentes, un grupo que adora las inciertas ciencias sociales, desdeña las letras clásicas y ve con recelo a la poesía, considerada por algunos como una actividad inútil y por otros como un pasatiempo arcaico. Por esto, hay que comenzar por educar a los editores, a sus asistentes y a sus voceros. Es muy difícil pero no enteramente imposible. Aunque no es factible ni acaso deseable cambiar esa gigantesca industria, sí lo es crear pequeñas unidades autónomas destinadas a producir libros que satisfagan las necesidades de las minorías. O sea: hace falta apostar por la pluralidad de gustos, aficiones e intereses espirituales y estéticos. El caso de la editorial norteamericana New Directions es un ejemplo notable. Hijo de una familia acomodada, James Laughlin estudiaba en Harvard hace unos cincuenta años. Amante de la poesía pero decepcionado de sus profesores, decidió pasar una temporada en Rapallo, en donde Ezra Pound era el centro de un pequeño grupo consagrado a los estudios poéticos —la Ezraversity, como llamaba a su círculo el mismo Pound. Al cabo de seis meses de convivencia, Pound y Laughlin hicieron un pacto: el segundo se convertiría en editor y se dedicaría a publicar los libros de Pound, Williams y otros poetas de esa época. Así nació New Directions. La editorial ha durado ya más de medio siglo y ha logrado dos cosas igualmente difíciles: no convertirse en una gigantesca transnacional y publicar no sólo a muchos poetas norteamericanos de valía sino al corpus de la poesía moderna europea y latinoamericana.
En un reciente volumen de prosa amena e inteligente (Recollections of a Publisher, 1989) Laughlin observa que Pound le recomendó qué libros debería publicar pero no cómo venderlos. Y agrega: «Quizá no lo sabía. O no le importaba. No puedo repetir ahora sus palabras pero sí recuerdo que, más de una vez, me dijo que a él le bastaba con que un escrito suyo, publicado en alguna oscura revista, llegase a los ojos de veintisiete lectores y les hiciese hervir los sesos. Esos veintisiete serían después capaces de difundir sus escritos.» No le faltaba razón a Pound: un libro se propaga no por la publicidad de los altavoces sino de oído en oído y a sotto voce. Laughlin tuvo el buen sentido de no seguir todos los consejos de Pound; por ejemplo, no publicó las excéntricas teorías económicas del Mayor Douglas. En cambio, comprendió inmediatamente que la nueva literatura, menospreciada al unísono por los profesores universitarios y los críticos oficiales, podía conquistar un público reducido pero ferviente. Fue una empresa contra la corriente y deliberadamente minoritaria. En una de sus cartas, Pound le decía a su joven amigo: «Por amor de Dios, medite en aquello que le dije una vez: nada de lo que se escribe por dinero vale un comino; lo único que vale es aquello que se ha escrito contra el mercado. No hay veneno peor que el dinero. Si recibe un gordo cheque, uno piensa inmediatamente que ha Hecho algo, pero al poco tiempo ya no corre sangre por sus venas sino tinta.» Estas líneas fueron escritas en 1940; nueve años después, volvió a la carga: «La muerte de todas las viejas y famosas editoriales de los Estados Unidos sería un signo del amor de Dios al género humano. No hay un solo ejemplo de que esas firmas hayan alguna vez ayudado a un escritor vivo o a la literatura.»
La función de pequeñas editoriales independientes puede compararse a la creación de anticuerpos para la defensa del organismo. Rodeados de la indiferencia general, un grupo de jóvenes de talento se reúne y decide fundar una revista. Uno de ellos se revela como un capitán valeroso y hábil, capaz de acampar en tierras de filisteos. Al poco tiempo la revista se convierte en una editorial influyente y sus libros transforman el gusto y las ideas del público. Hablo de la Nouvelle Revue Française, de André Gide y de Gastón Gallimard. En otros casos, la revista se funda en torno a una gran personalidad: Revista de Occidente y José Ortega y Gasset. El estímulo intelectual de esa revista, de sus libros y de la obra misma de Ortega y Gasset fue enorme y profunda para mi generación. Yo tenía unos veinte años y entre los libros de Revista de Occidente que llegaron a mis manos se encontraban Cántico de Guillen, Romancero gitano de García Lorca y Cal y canto de Alberti. Un poco después Cruz y Raya de José Bergamín publicó obras notables y una de ellas a todos nos estremeció: Residencia en la tierra, de Neruda. En esos mismos años y en Buenos Aires, apareció la revista Sur, la animadora fue Victoria Ocampo, ayudada por un talento modesto y sutil: José Bianco. También Sur publicó libros y bajo su sello aparecieron, entre otros, El jardín de los senderos que se bifurcan, de Borges, y Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia. A veces, los mineros dejan el subsuelo, suben a la superficie, se deslizan por los corredores de las fortalezas editoriales y se convierten en los consejeros e inspiradores de los príncipes de la industria: el poeta T. S. Eliot y su despacho en Faber and Faber de Londres.
Sería aburrido citar más ejemplos pero no es impertinente añadir que dos rasgos distinguen a estas empresas. El primero: su nacimiento se debe a la acción conjunta de un grupo de escritores, generalmente jóvenes; ese grupo intuye, no siempre claramente, que tiene algo nuevo o distinto que decir; la revista y la editorial expresan la novedad y la originalidad no tanto de una generación como de una sensibilidad, un lenguaje y una visión. Si no hay nada nuevo que decir, la editorial se extingue o se vuelve un negocio. El segundo rasgo: la revista y sus publicaciones expresan los gustos y las tendencias de una minoría; así, están dirigidas contra las formas y las ideas imperantes. Estos dos rasgos definen al fenómeno: es una ruptura del orden establecido y la irrupción de una literatura distinta. Tanto la ruptura como la irrupción son relativas: cada cambio confirma a la tradición y la continúa, cada innovación se alimenta de las invenciones del pasado, cada ruptura es una reiteración y un homenaje a las obras de los abuelos. Este doble movimiento de negación y afirmación, de ruptura y filialidad, es constante en la historia de todas las literaturas y muy especialmente de la moderna. La ausencia de este tipo de manifestaciones en la vida literaria de nuestros días es un indicio inquietante. En la Edad Moderna la acción de las minorías ha sido el soplo vivificante de la tradición literaria. La desaparición de las minorías y de sus manifestaciones —revistas y pequeñas editoriales— , en beneficio de una supuesta unanimidad, significaría no sólo una mutilación de ese cuerpo vivo que es la literatura sino quizá su muerte. No habría ya literatura: sólo best-sellers. Temo que éste sea el ideal de no pocos editores. Esperemos que ese sueño jamás se realice. Pero es verdad que vivimos un período incierto en el ámbito de todas las artes. Es indudable que algo le falta a la literatura contemporánea. Ese algo es la sílaba No, una sílaba que ha sido siempre el anuncio de grandes afirmaciones. Estoy seguro de que, escondido en los repliegues de este fin de siglo, algo se prepara.
La educación de los editores es una de las condiciones de la conservación de la tradición literaria, concebida como la doble acción de minorías y mayorías, rupturas y reiteraciones. La otra es la educación de los profesores. Ya mencioné los efectos nocivos de la tendencia moderna a considerar las obras literarias como documentos históricos y sociales. Esta moda intelectual no se debe a la inveterada pedantería de los doctos, aunque esto también cuente; sino a la fascinación intelectual que han ejercido siempre las ortodoxias. No hay nada más atractivo para ciertos espíritus que los «compendios universales y las explicaciones generales del mundo», decía Marx. Se refería a la religión, sin saber que profetizaba la suerte de su doctrina en el siglo xx. Por lo demás, no es la primera vez en la historia que la poesía ha sido objeto de las deformaciones y las mutilaciones que impone el absolutismo geométrico de las ortodoxias. La gran antología atribuida a Confucio (Shih Ching) contiene muchos poemas de amor que no pocas veces recuerdan a la lírica tradicional erótica de España. Pero la pudibundez de los mandarines transformó esos poemas que cantan a la más irregular y singular de las pasiones en rígidas alegorías políticas y en fábulas moralizantes. En lugar de los lazos pasionales que unen o desunen a los enamorados,la interpretación oficial impuso la geometría del código que rige las relaciones del Señor con sus ministros. En nuestra civilización, otras ortodoxias, la judía y la cristiana, convirtieron los poemas eróticos conocidos como el Cantar de los Cantares en una alegoría religiosa del amor de Jehová por Israel o de Cristo por su Iglesia. La negación del cuerpo, exacerbado por la influencia del platonismo en la filosofía cristiana, llevó al gran Menéndez Pelayo a lamentar la desenvoltura de Santa Teresa, que se servía de las canciones populares de tema amoroso para cantar las bodas del alma con su Dios. Del otro lado del Canal de la Mancha, un poco antes de morir, se repitió el escándalo: el poeta Auden también deploró con viveza la excesiva sensualidad de algunas estrofas de San Juan de la Cruz.
Las censuras de las ortodoxias religiosas son, sin embargo, menos ridiculas que ciertas interpretaciones cientistas. Pienso ahora no en la sociología sino en el psicoanálisis. Algunos profesores están empeñados a ver en el Cántico Espiritual un poema de amor profano y en la Noche oscura la aventura de una muchacha que se escapa de su casa para unirse con su galán en un claro del bosque. Leer estos poemas como textos de amor profano —o como sublimaciones de tendencias sexuales reprimidas, tal vez homoeróticas— es el equivalente de la lectura política del Shih Ching que hacían los letrados chinos. Una lectura de esta índole es simplista y simplificadora: ignora la ambigüedad de esos poemas, su continuo ir y venir de lo sagrado a lo profano, de lo espiritual a lo sensual, de lo intelectual a lo carnal. Esta ambigüedad, por lo demás, no es exclusiva de San Juan de la Cruz; aparece en todos los grandes textos místicos, ya sean cristianos o musulmanes, hindúes o taoístas. Sólo entre los neoplatónicos, señala E. R. Dodds, fue tajante la división entre el cuerpo y el alma (y no en todos). El tantrismo en Oriente y, en Occidente, varias sectas gnósticas, son los ejemplos más acabados y extremos de esta antigua e irrefrenable tendencia a mezclar la sensación con la idea, el acto con el símbolo.
Por otra parte, la confusión entre lo religioso y lo erótico es un rasgo constante de la poesía profana. Dante y Donne, Quevedo y Baudelaire, Lope de Vega y Sor Juana, Petrarca y Ronsard, Novalis y Blake, sin excluir a los poetas menores, como Medrano y López Velarde, continuamente emplean expresiones religiosas para referirse a sus experiencias pasionales. Nada más natural que San Juan de la Cruz acuda a imágenes de subido erotismo y que muchas de ellas vengan tanto de la poesía culta como de las canciones populares. Pero San Juan de la Cruz resulta más bien tímido si se piensa en el lenguaje de los poetas sufíes o en los textos tántricos. En estos últimos, por ejemplo, el término sukra (semen) se usa también para designar a la iluminación súbita (bodhicitta) y el orgasmo y el éxtasis se llaman, indistintamente, mahasukka (gran goce). Si no hay mayor dicha que el amor humano satisfecho, ni mayor desventura que el amor negado, ¿cómo no compararlo con el amor místico? Son expresiones de la misma fuerza vital... Esta pequeña digresión ha servido, al menos, para aclarar lo que he querido decir cuando hablé de «educar a los doctos». No desdeño sus conocimientos, son muchos y diversos, pero tienen que reaprender a leer los poemas como textos poéticos, no como documentos sociales o psicoanalíticos.(2)
Mi severidad con los profesores se debe a que creo que la continuidad de la tradición poética depende de ellos en buena parte. Sin los pedagogos griegos, nadie habría recitado los poemas homéricos y Grecia no hubiera sido Grecia. Reconozco, además, que la tradición poética perdura, aunque maltrecha, gracias a ellos; a diferencia del ocaso de las letras clásicas, la tradición poética nacional está viva y es cultivada en casi todas las universidades. La afición juvenil a la poesía y la vitalidad de ese público en los Estados Unidos se debe a la atención que prestan las universidades a la enseñanza de la tradición poética de la lengua. En algunos países, como Inglaterra, Rusia, Alemania y Japón, el amor a la tradición poética nacional es una costumbre venerable y aún intacta: Shakespeare sigue siendo un dios para los ingleses, Goethe para los alemanes y Pushkin para los rusos. En Hispanoamérica esa tradición agoniza o, en algunos países, ha desaparecido. Pero se trata de un continente enfermo; en ninguna parte del mundo la pérdida de la memoria histórica ha sido tan general, profunda y de consecuencias de tal modo devastadoras como en nuestros países.
Debo agregar que la actitud de las universidades ante los poetas ha variado mucho, sobre todo en las de los Estados Unidos, que son las mejores y las más ricas. Antes podían contarse con los dedos los poetas universitarios. No lo fueron ninguno de los grandes poetas del siglo XIX ni tampoco los del XX. Pero después de la segunda guerra mundial las universidades norteamericanas les abrieron sus puertas; se les invitó no sólo a leer sus poemas sino a ocupar cátedras y a dirigir seminarios. Veo este cambio con mixed feelings. Se le ha dado un lugar al poeta, considerado con frecuencia por la burguesía y las instituciones académicas como un paria y un individuo sin oficio ni beneficio; al mismo tiempo, la existencia sedentaria de las universidades, fundamentalmente intelectual y aún libresca, al margen de la vida de la ciudad, puede recortar su visión. La experiencia del poeta debe ser directa, vasta y variada: a Eliot no lo dañó trabajar en un banco ni a Neruda ser cónsul en Rangún. Sin embargo, algunos de los mejores poetas contemporáneos de los Estados Unidos, como Robert Lowell y Elizabeth Bishop, atravesaron indemnes los paraísos asépticos que son las universidades de ese país. Tal vez porque encontraron en sus claustros un respiro momentáneo a la agitación de sus vidas. Otra innovación: «los talleres de poesía», en los que un poeta enseña su oficio a un grupo de estudiantes. Estos talleres funcionan en casi todas las universidades de los Estados Unidos (también en las de México). Me parece que han hecho más mal que bien. Si se quiere «enseñar a escribir», habría que volver quizá a las antiguas clases de composición, a la Retórica y al estudio de los modelos clasicos.
Los poetas se refugian en las universidades, como en la Edad Media, pero sería funesto que abandonasen la ciudad. Villon fue un hijo de la universidad que se hizo (y deshizo) en las calles de París. La poesía que ejemplifica Villon satisface necesidades sentimentales y espirituales a un tiempo íntimas y colectivas. Unas son profundas y otras se confunden con el fluir de los días: amores, penas, arrepentimientos, visiones, toda la gama de los sentimientos y los afectos. La poesía canta lo que está pasando; su función es dar forma y hacer visible la vida cotidiana. No digo que sea ésta su única misión, sí que es la más antigua, permanente y universal. Aunque no todos los pueblos tienen una Divina Comedia o un Paraíso perdido, todos tienen una tradición poética —canciones, baladas, romances— que se confunde con su historia misma. En todos los tiempos y en todos los lugares se han compuesto canciones y romances de amor o de duelo, de soledad o de regocijo comunal. Esos poemas se han cantado en los templos y en las plazas, en los salones y en las tabernas, en los teatros y en las alcobas. La tradición sigue viva, como lo muestra la inmensa popularidad que rodea a los compositores, a los músicos y a los cantantes. La televisión, la radio y los discos reproducen sin cesar sus composiciones, sus voces y sus figuras. Aunque han cambiado las formas poéticas y musicales, los temas de un John Lennon o de cualquier otro poeta popular de nuestros días no son muy distintos a los de los romances y canciones de los siglos XVI y XVII. ¿Y la calidad? Hay de todo, como en las boticas: lo bueno siempre es raro. Pero cualquiera que sea su mérito, esas canciones satisfacen una necesidad psicológica tan viva hoy como hace tres siglos. Mejor dicho: como hace milenios.
Al rozar este tema, encuentro de nuevo una ausencia. Muy pocos, entre los poetas contemporáneos de renombre, se han interesado en cultivar los géneros tradicionales. Ha sido una gran pérdida. Los poemas y canciones tradicionales son nuestra herencia poética más viva y pura. Es una tradición que existe en todas las lenguas y que en la nuestra es particularmente rica. Nace con el idioma, produce el Romancero, atraviesa el mar y se extiende en el continente americano. Muchos de esos poemas son anónimos y otros son obra de nuestros más altos poetas, admirable fusión de lo colectivo y lo individual. El renacimiento de la poesía española, en el primer tercio del siglo XX, se debió en buena parte a la influencia vivificante de la lírica tradicional, conservada y depurada por Bécquer y, después, por Juan Ramón Jiménez y Antonio y Manuel Machado. En América no tuvimos ni un García Lorca ni un Alberti aunque sí la breve llamarada de la poesía negra. Sin embargo, por más atractivas que sean las formas de las canciones y los romances tradicionales, la poesía popular contemporánea no tiene por qué repetir esos modelos. Los poetas deben buscar formas y ritmos más en consonancia con el lenguaje y la vida de nuestras ciudades. Un ejemplo de una poesía que recoge el espíritu de la tradición pero no sus formas es el poeta francés Jacques Prévert, un surrealista. Los casos que he citado —podría añadirse el de Brecht— son aislados. Tal vez los poetas de mañana se decidirán a explorar ese inmenso territorio que es el alma popular.
No faltará quien alce las cejas sorprendido porque, al hablar de la poesía en la ciudad, no haya mencionado a los «poetas comprometidos». La poesía política tuvo una gran importancia en la primera mitad del siglo xx pero muy pocos de los poemas escritos en esos años alcanzaron la universalidad de la verdadera poesía. Sus autores estaban demasiado cerca de la noticia y muy lejos del acontecimiento. La noticia se disuelve en propaganda mientras que el acontecimiento es la historia que de pronto aparece. Es una realidad enigmática que debemos descifrar para no ser devorados... Y la historia devoró a los «poetas comprometidos». Creían en la justicia y en la emancipación de los hombres pero su fe era ciega y confundieron a los opresores con los tiranos. Les faltó penetración; mejor dicho: visión. Por esto sus poemas, en menos de treinta años, han envejecido. La historia de la poesía política del siglo xx, en sus dos vertientes: el «realismo socialista» y el «compromiso», es un capítulo de uno de los fenómenos más extraños de nuestro tiempo: la fascinación de muchos artistas e intelectuales por los regímenes autoritarios. El misterio de la «seducción totalitaria», como lo llama Revel, es psicológico e histórico; pertenece al estudio de las aberraciones morales y al de los delirios colectivos. Tal vez dos elementos fueron determinantes: la pasión por lo absoluto y la idolatría por el poder. La Idea y el César. Se ha escrito mucho sobre este tema pero el enigma no ha sido enteramente descifrado.
Más de una vez he aludido, a lo largo de estas páginas, a un hecho central. Me refiero al fenómeno de la impopularidad de la poesía nueva seguida, años después, por la consagración pública de esas obras proscritas. Con una suerte de regularidad astronómica, en la que no es arbitrario ver la operación misteriosa de la antigua «justicia poética», los poetas de la Edad Moderna comienzan en la oscuridad; después son blanco de sátiras y objeto de burlas; al final, invariablemente, acaban por ser consagrados en ceremonias públicas de desagravio y beatificación. En ocasiones, el reconocimiento es post-mortem. No siempre: Eliot, Neruda y Valéry se convirtieron en mitos vivientes. Ya en su tiempo Baudelaire había advertido el carácter cíclico del fenómeno y en sus Consejos a los literatos jóvenes, escribe estas frases que podrían leer con provecho los nuevos poetas de 1990: «En cuanto a aquellos que se dedican a la poesía con talento, les aconsejo que no la abandonen nunca. La poesía es una de las artes que más producen; pero es un tipo de inversión que no rinde intereses sino tarde —aunque, en cambio, muy elevados. Desafío a los envidioso a citarme buenos versos que hayan arruinado a un editor.»
He hablado del mercado editorial, no de los nuevos medios de comunicación. No quisiera volver a la disputa sobre lo que se ha llamado el nihilismo de la técnica ni a las relaciones entre ésta y la poesía. He dedicado al asunto varios ensayos.(3) No los repetiré y me limito a indicar que en ellos procuré mostrar la oposición esencial que existe entre la técnica moderna y la poesía. La primera no es una imagen del mundo sino una práctica, una acción destinada a cambiarlo y, en cierto modo, a desalojarlo; la segunda ha sido siempre una visión del mundo. Sin embargo, señalé que la poesía utiliza ya los nuevos medios de comunicación y aconsejé a los poetas que los usasen con mayor osadía e imaginación. La poesía ha convivido con todas las sociedades y se ha servido de todos los medios de comunicación que esas sociedades le han proporcionado, desde las conchas y caracoles marinos a los instrumentos musicales más refinados, de la inscripción sobre un ladrillo al manuscrito miniado, del libro al disco y la banda magnética.
Como ocurre a menudo, mis primeras reflexiones sobre estos temas coincidieron con algunas de mis tentativas poéticas: poesía visual, textos en movimiento y la edición de un poema, Blanco, en el que quise combinar de manera distinta a la habitual los dos ejes de la escritura y la lectura de poemas: el espacial y el temporal.(4) En el caso de Blanco, me propuse diseñar un libro cuyas páginas y tipografía fuesen la proyección física de una experiencia mental: la lectura de un poema que se despliega, simultáneamente, en el espacio y en el tiempo. Estas búsquedas desembocaron en el obvio reconocimiento de las insospechadas e inexploradas posibilidades de la cinta cinematográfica y de la pantalla de televisión. Ambas son el equivalente de la página del libro. Páginas sueltas, como quería Mallarmé pero, asimismo, dotadas de un atributo que nunca soñó: el movimiento. Páginas móviles y en las que aparece un texto móvil. Espacio que transcurre: tiempo.
Al principio, la poesía fue oral: una columna que asciende y que está hecha de versos, es decir, de unidades verbales rítmicas que aparecen y desaparecen, una tras otra, en un espacio invisible hecho de aire. Góngora compara el discurso poético al transcurso de un río; pero el río corre entre dos orillas mientras que el chorro verbal del poema fluye en el aire y en el aire desaparece. Es tiempo en su forma más pura. La poesía se apoyó, más tarde, en la escritura; desde entonces se ha servido del signo escrito y de la palabra hablada. Las dos tradiciones han tenido desarrollos paralelos, aunque se enlazan y cruzan constantemente. En ciertos países y épocas la poesía escrita ha añadido un elemento visual a los signos gráficos: caligrafía china, japonesa, árabe y persa; manuscritos iluminados; poemas y libros ilustrados por grandes artistas; tipografías insólitas. Uno de los momentos más altos de esta tradición, en la época moderna, es Un coup de dés de Mallarmé. Este poema substituye la poesía métrica por una composición visual regida por una prosodia distinta. Juego de sutiles correspondencias entre la tipografía —disposición y formas de los caracteres en la página- y la elocución del poema. Una elocución mental: palabras dichas y oídas con los ojos y con la mente.
En todas las formas escritas de la poesía, el signo gráfico está siempre en función del oral. Por más expresiva o refinada que sea la caligrafía de un poema chino, el lector advertido oye mentalmente, detrás del trazo elegante o enérgico, las palabras del texto, su música verbal. La página caligráfica es un tejido de rasgos que denotan sonidos y sentidos. Lo mismo sucede con la composición tipográfica de Un coup de dés. De ahí que Mallarmé, en el prólogo de su poema, evoque la lectura en voz alta: «los retrocesos, avances, prolongaciones y fugas del poema, y su diseño mismo, se resuelven para todo aquel que quiera leerlo en voz alta, en una partitura». Aun en los caligramas de Apollinaire, que son más puramente visuales, la palabra hablada, el elemento sonoro, es el soporte del texto dibujado y escrito. Una de las debilidades de la teoría poética del surrealismo fue su desdén ante la prosodia poética. Una indiferencia desmentida, por lo demás, por la práctica misma de los poetas surrealistas: en sus textos abundan los juegos de palabras y las colisiones entre el sonido y el sentido. En ningún otro género literario es de tal modo íntima la unión entre sonido y sentido como en la poesía. Esto es lo que distingue al poema de las otras formas literarias, su característica esencial. El poema es un organismo verbal rítmico, un objeto de palabras dichas y oídas, no escritas ni leídas. Puede ahora entenderse el verdadero significado de la lectura en público de poemas. Es uno de los signos favorables que mencioné antes. Es un regreso al origen de la poesía, un volver a la fuente. Y por esto mismo las posibilidades de la pantalla de televisión son inmensas. En primer término, la creciente popularidad de los casetes nos libera de la tiranía del rating y abre el camino a la pluralidad de públicos. En seguida: en la pantalla de televisión confluyen las dos grandes tradiciones poéticas, la escrita y la hablada. La pantalla es una página favorable, incluso por sus dimensiones, al diseño de composiciones no menos sino más complejas que la ideada por Mallarmé. Además, las letras aparecen en distintos colores y, diferencia substancial, en movimiento. Por otra parte, la página se transforma en una superficie animada, que respira, transcurre y cambia de un color a otro. Al mismo tiempo, la voz humana, mejor dicho, las voces, pueden enlazarse y combinarse con las letras. Por último: las imágenes visuales y los elementos sonoros, en lugar de ser meros adornos, pueden transformarse en partes orgánicas del cuerpo mismo del poema.
Algunos hemos comenzado, en distintas ciudades y de modo independiente, a usar la pantalla de televisión en la proyección de nuestros poemas. Las dificultades son enormes —confieso, por mi parte, que ando a tientas— pero también son inmensas las perspectivas que poco a poco se abren. Tengo la certeza de que los poemas proyectados en la pantalla de televisión están destinados a convertirse en una nueva forma poética. Este género afectará a la emisión y recepción de poemas de una manera no menos profunda que la del libro y la antigua tipografía. Asimismo, realizará, al fin, la unión entre los dos sentidos privilegiados del hombre: la vista y el oído, la imagen y la palabra. Muy pronto, estoy convencido, podrá satisfacer la doble condición del placer estético y de la experiencia poética: la fiesta y la contemplación. La primera es un arte de participación y de comunión; la segunda es un diálogo silencioso con el universo y con nosotros mismos. En el poema venidero, oído y leído, visto y escuchado, han de enlazarse las dos experiencias. Fiesta y contemplación: sobre la página animada de la pantalla, la tipografía será un surtidor de signos, trazos e imágenes dotadas de color y movimiento; a su vez, las voces dibujarán una geometria de ecos y de reflejos, un tejido de aire, sonidos y sentidos enlazados.



(1) He tocado el tema en otros escritos, especialmente en Los hijos del limo (1976) y en un ensayo incluido en este libro: Ruptura y convergencia.

(2) Un ejemplo de esta buena clase de lectura es la que ha hecho Domingo Yndurain en su excelente edición de las Poesías de San Juan de la Cruz. (Cátedra, 1983.)

(3) El más antiguo es Los signos en rotación (1964), publicado primero de manera independiente como un pequeño libro, a manera de «manifiesto poético» (Sur, 1965), y después incorporado a la segunda y definitiva edición de El arco y la lira (1967), en donde aparece como el capítulo fina). El segundo es La nueva analogía: Poesía y Tecnología (1967), recogido en la primera parte, La modernidad y sus desenlaces, de El signo y el garabato (1973). El tercero es El pació verbal (1980), incluido en Hombres en su siglo (1984).

(4) Blanco 1966: Discos visuales, 1968; Topoemas, 1968; Anotaciones/ Rotaciones, 1974. Discos visuales fue realizado en colaboración con Vicente Rojo y Anotaciones/Rotaciones con Toshihiro Katayama.
"De: La otra voz -
Poesía y fin de siglo"
(1990)

Octavio Paz (México, DF, 1914-id., 1998)



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