jueves, 12 de marzo de 2009

Veo también rostros embotados...



Qué fue de la bicicleta nueva del niño pobre,

qué de los diques, los embalses,
los flujos dominados, orientados
que dejaban un claro en el centro
donde podíamos prender un fueguito
y contarnos historias de la miseria pretérita.
A veces salgo a caminar por mi suburbio
como si no viviera ahí y veo alucinado
detrás de una valla de chapas un limonero
que cada año da suficientes limones
para alejar la gripe, el resfrío y otros males
de la zona donde la madre cuece su bizcochuelo.
Veo también rostros embotados
con el rastro de un sueño en la comisura
de los párpados, alcohólico tal vez,
pero preñado de una justicia incomprensible,
mágica, como si el premio esperara
por cada uno en la puerta del juzgado o templo,
envuelto en papel de regalo, con moño y leyenda
alusiva a las crueldades padecidas.
Cuando se inclinan a pegar el tacazo
en el pool desangelado donde la cerveza
sale uno cincuenta, el Capital
les mete un dedo, suave
y profundo dedo del Capital,
hasta la garganta y atravesados
por el medio sus instintos
giran en torno a tal eje sin zafar
hacia la tierra prometida del interés propio.
Las tarotistas les muestran porvenires de caramelo
sin lucha ni fragor ni cárcel honorable;
pagan y se van con la nueva
de otro contrato por seis meses, de un posible
brote en el huerto polvoriento donde un malvón
alza solo su cabeza al sol semiescondido.
A veces fantaseo, con los adolescentes
que se insultan entre sí por costumbre,
con una música que acompase cada pie
en la marcha arcaica hacia la capital desdeñosa
y con fuego en Recoleta, con artistas de tevé
empalados que al Señor rueguen
por la continuidad de sus depósitos.




Alejandro Rubio (Buenos Aires, Argentina, 1967)




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