Esta república de las letras, a la que han pertenecido los más grandes hombres legados a la memoria de los pueblos, ha contado entre sus hijos todo lo más ilustre que ha pasado por la tierra. Ha sido lo selecto de la raza humana, la madre del pensamiento, de las ideas sublimes, del espíritu en sus más audaces manifestaciones.
Por eso mismo, por respeto a la literatura, por la propia estimación, por orgullo de su arte, ¿no tienen los escritores el deber de sostenerse, de defenderse entre ellos, y, sobre todo, de defender la memoria de sus grandes muertos, de aquellos cuyo nombre proyectará en lo porvenir una gloria y una luz más viva sobre la noble y difícil profesión del hombre de letras?
La palabra "camaradería", siempre trivial, ¿no adquiere una especial significación cuando se convierte en "camaradería literaria"? ¿No debería existir un vínculo más, un vínculo sagrado, entre esos hombres que viven únicamente para el pensamiento, que viven del pensamiento, es decir, de lo que hay más alto y más inmaterial en el mundo?
Pero, ¡ay!, si existe un lazo entre los escritores, es el de la envidia.
No: jamás, en ninguna otra carrera, en ningún oficio, en ningún arte, se ha llevado más lejos la necesidad de la denigración del rival, el sarcasmo por los triunfos del otro, la incomprensión—voluntaria o involuntaria—de todas las manifestaciones diversas del talento de los demás. Dondequiera que los hombres de letras se reúnen, denigran al camarada.
Así, cuando uno de nosotros no es lo bastante fuerte para no pedir a alguien afecto y simpatía, si tiene necesidad de contar con un amigo en que volcar todo su corazón,¡no lo busca jamás entre los escritores!
No niego que haya excepciones. Las he conocido; pero son muy escasas.
La amistad de un hombre de letras, aunque se crea fiel, sincero y muy adicto, resulta peligrosa, porque lleva en sí, una especie de necesidad de hablar, de escribir, de juzgar, que le impulsa a decir cosas cuyo real alcance se ignora.
Se lo ha visto muy recientemente -y yo hubiera preferido no verme precisado a hablar- en los "Recuerdos literarios" publicados en la Revue des Deux Mondes, por Máximo Du Camp.
Du Camp—que fue uno de los más íntimos amigos de Gustave Flaubert, y que lo quiso, no lo dudo— no previó, de suyo, el efecto que producirían sus revelaciones.
Gustave Flaubert -hoy ya se sabe-padecía un horrible mal: la epilepsia, del que ha muerto. Cuantos conocían tal secreto, lo habían ocultado cuidadosamente; y cuando los extraños se sorprendían al ver que el maestro no quería nunca volver solo a su casa, ni aun en coche, nosotros no revelábamos las profundas angustias del gran escritor, que callaba su tormento como una afrenta, con un pudor enfermizo.
La publicación de ese documento inédito, me ha herido en el corazón. Me decía yo que tal vez ponía en ello una delicadeza exagerada. Más a medida que he hablado con los amigos del muerto, los he hallado llenos de estupor ante la conducta irreflexiva de Máximo Du Camp. Y no es esto todo: incluso indiferentes, como Luis Ulbach, en la Revue Politique, han protestado vivamente, no sin causa, contra esa revelación. La han seguido otros. Luego, he recibido cartas, muchas cartas, de personas que quisieron al ilustre novelista desaparecido. Una de ellas me ha emocionado. Era de una mujer que nunca lo había visto y que no conoció a mi querido y pobre maestro. Admiradora apasionada de su obra, herida en su instintiva y vibrante sensibilidad de mujer, me ha escrito veinte líneas adorables, que me han hecho pensar en esos "amigos ignorados" de que el mismo Flaubert hablaba con frecuencia.
Du Camp añade que, a partir del día en que la gran neurosis cayó sobre él, la inteligencia de Flaubert pareció entorpecida: que desde entonces giró en el mismo círculo de ideas y de ingeniosidades; que no se renovó ya. Y el crítico, aun reconociendo el talento excepcional de su antiguo camarada, estima que si su entendimiento no hubiera estado oscurecido por aquella terrible dolencia, ¡hubiera tenido genio!
Yo sólo respondería dos cosas:
Si el hombre que al lado de Balzac, y después de éste, creó la novela moderna ; el hombre cuya inspiración personal ha marcado su huella en toda nuestra literatura; el hombre cuyo aliento creador pasa aún por todas las novelas que ahora se publican; el hombre que ha dejado libros como "La educación sentimental" y "Madame Bovary", "Salambó" y "La tentación", sin contar esa prodigiosa obra maestra que se titula "San Julián, el hospitalario"; si ese hombre -digo-no es un ser de genio ¡entonces ignoro en absoluto lo que el genio es!
Máximo Du Camp señala también que su 'amigo', cuya imaginación fue aniquilada -subrayó-, pasó el resto de su vida realizando las concepciones de su juventud. ¡Diablos! ¡Me parece que eso basta! Además, se sabe que la facultad conceptiva y la imaginación suelen debilitarse en casi todos los artistas cuando pasan su madurez. Las flores no duran todo el año; las que son fecundas, forman frutos; las otras caen. Ocurre en los hombres como en los árboles.
Du Camp parece incluso reprochar a Flaubert su singular conciencia de escritor, su ya trabajoso talento para elaborar una frase. Pero ¿No dijo Boileau: "Siempre en el oficio llega un momento...", etcétera? ¿No escribió Chateaubriand: "El genio no es más que una interminable y larga paciencia"?
No tengo yo, por otra parte, inconveniente en admitir que los artículos de Du Camp son, en general, correctos. Pero, en fin: creo que este escritor de aceptable talento -que parece haberlo especializado en denuncias- hubiera podido dispensarse de éstas.
Pero nunca hubiera hablado yo de 'tales estudios' -pese al alboroto que han producido—si no acabaran de traerme una revista en la que he leído, sobre el particular, las líneas siguientes, con una firma que me es totalmente desconocida:
"Él (Du Camp) evoca la figura extraña, enfermiza, de ese Gustave Flaubert, el hombre de un solo libro, o más bien, de dos libros, cuyo atroz padecimiento explica su enorme orgullo, su vanidad colérica, sus irritantes extravagancias."
¡"Ese Gustave Flaubert"! Parece como si el ilustre autor del artículo menospreciara a un novelista de poca monta. ¡"El enorme orgullo"! Eso significa que, consciente de su valía, Flaubert no les dijo a los mediocres: "Prestadme el cepillo y os daré una limosna".
Gustave Flaubert se mantuvo siempre fuera de todas las luchas periodísticas, de todas las querellas, de todos los odios de escritores. Sólo vivió con los fieles de su talla, como Turgueniev, Goncourt, Renan, Taine..., o verdaderos amigos, ilustres también, como Zola y Alfonso Daudet.
Juzgaba en su real valor esa camaradería literaria del artículo reciproco, él, que fue el mejor, el más devoto, el más ardiente de los camaradas; él, que hasta la muerte luchó por la memoria de su viejo amigo Luis Bouilhet, consintiendo incluso en emprender una polémica con un grotesco Concejo Municipal, escribir un prólogo—cosas que aborrecía—y dedicar sus horas al recuerdo de los amigos ya desaparecidos.
Esto es, sin duda, lo que entiende usted por "irritantes extravagancias", Oh! crítico que niega 'La Tentación' y 'La Educación'; que apenas acepta Salambó y que se atreve a escribir cosas , de hecho, más adversas para su propio renombre que para la memoria del gran maestro de la novela moderna.
He dicho "el gran maestro de la novela moderna"; y no soy sólo yo quien piensa así. Permítaseme citar este pasaje de una carta recibida, hace unos días, de un extranjero al que sólo conozco de nombre, al doctor Eduardo Engel, director de una de las mejores revistas críticas de Europa, el Magazin, de Berlín:
"Crea usted -me dice- que todas mis simpatías literarias personales son para usted estimado Maupassant, como para cuantos han sido amigos del gran maestro del Arte moderno, Gustave Flaubert. Encontrará usted aquí, si el azar le trae a Berlín, un círculo del que Flaubert es el Daiai-Lama."
He ahí lo que se piensa, incluso en Alemania.
El ignoto cronista de La Ilustración juzga, sin embargo, de otro modo. Lo cual, a no dudarlo, beneficia a Flaubert.
Por eso mismo, por respeto a la literatura, por la propia estimación, por orgullo de su arte, ¿no tienen los escritores el deber de sostenerse, de defenderse entre ellos, y, sobre todo, de defender la memoria de sus grandes muertos, de aquellos cuyo nombre proyectará en lo porvenir una gloria y una luz más viva sobre la noble y difícil profesión del hombre de letras?
La palabra "camaradería", siempre trivial, ¿no adquiere una especial significación cuando se convierte en "camaradería literaria"? ¿No debería existir un vínculo más, un vínculo sagrado, entre esos hombres que viven únicamente para el pensamiento, que viven del pensamiento, es decir, de lo que hay más alto y más inmaterial en el mundo?
Pero, ¡ay!, si existe un lazo entre los escritores, es el de la envidia.
No: jamás, en ninguna otra carrera, en ningún oficio, en ningún arte, se ha llevado más lejos la necesidad de la denigración del rival, el sarcasmo por los triunfos del otro, la incomprensión—voluntaria o involuntaria—de todas las manifestaciones diversas del talento de los demás. Dondequiera que los hombres de letras se reúnen, denigran al camarada.
Así, cuando uno de nosotros no es lo bastante fuerte para no pedir a alguien afecto y simpatía, si tiene necesidad de contar con un amigo en que volcar todo su corazón,¡no lo busca jamás entre los escritores!
No niego que haya excepciones. Las he conocido; pero son muy escasas.
La amistad de un hombre de letras, aunque se crea fiel, sincero y muy adicto, resulta peligrosa, porque lleva en sí, una especie de necesidad de hablar, de escribir, de juzgar, que le impulsa a decir cosas cuyo real alcance se ignora.
Se lo ha visto muy recientemente -y yo hubiera preferido no verme precisado a hablar- en los "Recuerdos literarios" publicados en la Revue des Deux Mondes, por Máximo Du Camp.
Du Camp—que fue uno de los más íntimos amigos de Gustave Flaubert, y que lo quiso, no lo dudo— no previó, de suyo, el efecto que producirían sus revelaciones.
Gustave Flaubert -hoy ya se sabe-padecía un horrible mal: la epilepsia, del que ha muerto. Cuantos conocían tal secreto, lo habían ocultado cuidadosamente; y cuando los extraños se sorprendían al ver que el maestro no quería nunca volver solo a su casa, ni aun en coche, nosotros no revelábamos las profundas angustias del gran escritor, que callaba su tormento como una afrenta, con un pudor enfermizo.
La publicación de ese documento inédito, me ha herido en el corazón. Me decía yo que tal vez ponía en ello una delicadeza exagerada. Más a medida que he hablado con los amigos del muerto, los he hallado llenos de estupor ante la conducta irreflexiva de Máximo Du Camp. Y no es esto todo: incluso indiferentes, como Luis Ulbach, en la Revue Politique, han protestado vivamente, no sin causa, contra esa revelación. La han seguido otros. Luego, he recibido cartas, muchas cartas, de personas que quisieron al ilustre novelista desaparecido. Una de ellas me ha emocionado. Era de una mujer que nunca lo había visto y que no conoció a mi querido y pobre maestro. Admiradora apasionada de su obra, herida en su instintiva y vibrante sensibilidad de mujer, me ha escrito veinte líneas adorables, que me han hecho pensar en esos "amigos ignorados" de que el mismo Flaubert hablaba con frecuencia.
Du Camp añade que, a partir del día en que la gran neurosis cayó sobre él, la inteligencia de Flaubert pareció entorpecida: que desde entonces giró en el mismo círculo de ideas y de ingeniosidades; que no se renovó ya. Y el crítico, aun reconociendo el talento excepcional de su antiguo camarada, estima que si su entendimiento no hubiera estado oscurecido por aquella terrible dolencia, ¡hubiera tenido genio!
Yo sólo respondería dos cosas:
Si el hombre que al lado de Balzac, y después de éste, creó la novela moderna ; el hombre cuya inspiración personal ha marcado su huella en toda nuestra literatura; el hombre cuyo aliento creador pasa aún por todas las novelas que ahora se publican; el hombre que ha dejado libros como "La educación sentimental" y "Madame Bovary", "Salambó" y "La tentación", sin contar esa prodigiosa obra maestra que se titula "San Julián, el hospitalario"; si ese hombre -digo-no es un ser de genio ¡entonces ignoro en absoluto lo que el genio es!
Máximo Du Camp señala también que su 'amigo', cuya imaginación fue aniquilada -subrayó-, pasó el resto de su vida realizando las concepciones de su juventud. ¡Diablos! ¡Me parece que eso basta! Además, se sabe que la facultad conceptiva y la imaginación suelen debilitarse en casi todos los artistas cuando pasan su madurez. Las flores no duran todo el año; las que son fecundas, forman frutos; las otras caen. Ocurre en los hombres como en los árboles.
Du Camp parece incluso reprochar a Flaubert su singular conciencia de escritor, su ya trabajoso talento para elaborar una frase. Pero ¿No dijo Boileau: "Siempre en el oficio llega un momento...", etcétera? ¿No escribió Chateaubriand: "El genio no es más que una interminable y larga paciencia"?
No tengo yo, por otra parte, inconveniente en admitir que los artículos de Du Camp son, en general, correctos. Pero, en fin: creo que este escritor de aceptable talento -que parece haberlo especializado en denuncias- hubiera podido dispensarse de éstas.
Pero nunca hubiera hablado yo de 'tales estudios' -pese al alboroto que han producido—si no acabaran de traerme una revista en la que he leído, sobre el particular, las líneas siguientes, con una firma que me es totalmente desconocida:
"Él (Du Camp) evoca la figura extraña, enfermiza, de ese Gustave Flaubert, el hombre de un solo libro, o más bien, de dos libros, cuyo atroz padecimiento explica su enorme orgullo, su vanidad colérica, sus irritantes extravagancias."
¡"Ese Gustave Flaubert"! Parece como si el ilustre autor del artículo menospreciara a un novelista de poca monta. ¡"El enorme orgullo"! Eso significa que, consciente de su valía, Flaubert no les dijo a los mediocres: "Prestadme el cepillo y os daré una limosna".
Gustave Flaubert se mantuvo siempre fuera de todas las luchas periodísticas, de todas las querellas, de todos los odios de escritores. Sólo vivió con los fieles de su talla, como Turgueniev, Goncourt, Renan, Taine..., o verdaderos amigos, ilustres también, como Zola y Alfonso Daudet.
Juzgaba en su real valor esa camaradería literaria del artículo reciproco, él, que fue el mejor, el más devoto, el más ardiente de los camaradas; él, que hasta la muerte luchó por la memoria de su viejo amigo Luis Bouilhet, consintiendo incluso en emprender una polémica con un grotesco Concejo Municipal, escribir un prólogo—cosas que aborrecía—y dedicar sus horas al recuerdo de los amigos ya desaparecidos.
Esto es, sin duda, lo que entiende usted por "irritantes extravagancias", Oh! crítico que niega 'La Tentación' y 'La Educación'; que apenas acepta Salambó y que se atreve a escribir cosas , de hecho, más adversas para su propio renombre que para la memoria del gran maestro de la novela moderna.
He dicho "el gran maestro de la novela moderna"; y no soy sólo yo quien piensa así. Permítaseme citar este pasaje de una carta recibida, hace unos días, de un extranjero al que sólo conozco de nombre, al doctor Eduardo Engel, director de una de las mejores revistas críticas de Europa, el Magazin, de Berlín:
"Crea usted -me dice- que todas mis simpatías literarias personales son para usted estimado Maupassant, como para cuantos han sido amigos del gran maestro del Arte moderno, Gustave Flaubert. Encontrará usted aquí, si el azar le trae a Berlín, un círculo del que Flaubert es el Daiai-Lama."
He ahí lo que se piensa, incluso en Alemania.
El ignoto cronista de La Ilustración juzga, sin embargo, de otro modo. Lo cual, a no dudarlo, beneficia a Flaubert.
(Le Gaulois, 15 octubre 1881)
Guy de Maupassant
(Texto sugerido por Carlos Leites)
Guy de Maupassant (Miromesnil, Francia, 1850-Passy, id., 1893) Novelista francés. A pesar de que provenía de una familia de pequeños aristócratas librepensadores, recibió una educación religiosa; en 1868 provocó su expulsión del seminario, en el que había ingresado a los trece años, y al año siguiente inició en París sus estudios de derecho, interrumpidos por la guerra franco-prusiana y que reemprendería en 1871. En 1879, su padre logró que ingresara en el ministerio de Instrucción Pública, que pronto abandonó para dedicarse a la literatura, por consejo de su gran maestro y amigo Gustave Flaubert. Éste lo introdujo en el círculo de escritores de la época, como Émile Zola, Iván Turgueniev, Edmond Goncourt y Henry James. Su primer éxito, que apareció un mes antes de la muerte de Flaubert, fue el célebre cuento Bola de sebo, recogido en el volumen colectivo Las noches de Medan (1880). El mismo año publicó su libro de poemas, Versos. Afectado durante toda su vida de graves trastornos nerviosos, en 1892, tras un intento de suicidio en Cannes, fue ingresado en el manicomio de París, donde murió, después de dieciocho meses de agonía, de una parálisis general. Maupassant es autor de una extensa obra entre cuentos y novelas, en general de corte naturalista. De ellas cabe señalar: La casa Tellier (1881); Los cuentos de la tonta (1883); Al sol, Las hermanas Roudoli y La señorita Harriet (1884); Cuentos del día y de la noche (1885); La orla (1887); las novelas Una vida (1883), Bel Ami (1885) y Pierre y Jean (1888). Después de su muerte se publicaron varias colecciones de cuentos: La cama (1895); El padre Milton (1899) y El vendedor (1900).Está considerado como uno de los grandes maestros del relato breve del siglo XIX.
No hay comentarios:
Publicar un comentario