sábado, 30 de mayo de 2009

NOTAS SOBRE ALGUNOS RECURSOS DE LA POESÍA





Algunas dificultades de traducción llevan a constatar que los poetas griegos antiguos se sostenían a menudo sobre un rasgo de la lengua griega, probablemente compartido con otras lenguas primitivas, que puede llamarse la polisemia indivisible de las palabras y los casos gramaticales. Las lenguas europeas modernas no poseen esta característica, y los poetas recurrieron a otros medios para instaurar una capacidad comparable de expresión.
Estas constataciones conducen a un examen de las vías de la expresividad poética, en particular de su musicalidad semántica.

Cuatro versos célebres de Safo (Bergk 52) rezan:

Δεδυκε μεν ά σελάννα
και Πληΐαδες μέσαι δε
νύκτες, παρά δ' ε"ρχετ' φρα,
εγώ δε μόνα κατεύδω.


Una traducción literal sería aproximadamente:

La Luna se ha sumergido
y las Pléyades, es el medio
de la noche, las horas pasan
y yo duermo sola.


Déduke, del verbo dúo, significa: «se ha sumergido». En Grecia, país de doscientas islas habitadas y de diez mil kilómetros de costas, el Sol, la Luna y las estrellas no desaparecen, se sumergen. Selánna seguramente es la Luna y no se puede traducir la palabra de otra manera. Pero, para un griego, Selánna remite inmediatamente a sélas, luz: Selánna es la luminosa, la luminaria. Pléiades son las Pléyades, las Numerosas. Para un francés -o un europeo- de poca cultura, la palabra no significa nada; y para el francés medianamente culto, se trata de un grupo famoso de poetas del siglo XVI y de una colección de libros de la editorial Gallimard. Pero para el campesino, el artesano, el marino griego de la Antigüedad (e incluso del presente), se trata de una nube de estrellas —se pueden distinguir por lo menos siete a simple vista— a la que actualmente un astrónomo llamaría una masa globular de algunos millones de estrellas, magnífica constelación que forma parte de la más hermosa configuración del cielo nocturno, un inmenso arco de círculo que cubre más de la mitad del cielo, comenzando por las Pléyades, pasando por Orion y terminando con Sirio. Cuando al término del verano aparece Sirio, justo antes del amanecer, las Pléyades, palideciendo, superaron el cénit en su marcha hacia el oeste. En el momento en que habla Safo, las Pléyades ya se han sumergido, indicación precisa y de gran valor sobre la cual volveré.
Mésai dè núktes, palabra por palabra: las noches están en la mitad de su tiempo, es el medio de la noche. En el medio de esta noche, a la medianoche de este día, la Luna y las Pléyades ya se habían sumergido. Supongamos provisionalmente que el final del poema puede ser expresado por:

[...] la hora pasa,
y yo duermo sola.


Safo es la que habla, Safo nacida hacia el año 612 en Lesbos. Podemos suponer que el poema se escribió en el año 580, quizás antes. Poema lírico, como dicen, que expresa los sentimientos, los estados de ánimo del poeta —y sin embargo, el mûthos, el relato, la historia está allí, nostálgica y espléndida-. Sin esfuerzo, vemos el cielo nocturno que gira, la Luna y las Pléyades ya desaparecidas, y esta mujer, quizás enamorada de alguien que no está, quizás no, en todo caso llena de deseos, que en el medio de la noche no concilla el sueño y dice su tristeza de encontrarse sola en su cama.
Leer un poema antiguo consiste en reencontrase con un mundo ya perdido, mundo ahora recubierto por la indiferencia de la civilización frente a las cosas elementales y fundamentales. Es el medio de la noche y la Luna ya desapareció. Un contemporáneo no entiende lo que esto quiere decir. No se percata del hecho de que, ya que la Luna desapareció antes de medianoche, estamos entre la luna nueva y el primer cuarto, o sea que es el comienzo del mes lunar (medida de tiempo para todos los pueblos antiguos). Pero también las Pléyades desaparecieron. Se trata de la exactitud de los poetas antiguos que se encuentra pocas veces entre los modernos: a partir de esta indicación, se podría casi fechar la composición del poema.
Estamos en primavera, ya que es en primavera -e incluso al comienzo de la primavera— cuando las Pléyades desaparecen antes de medianoche; a medida que avanza el año, desaparecen más tarde. Safo está recostada, y la óra pasa.
¿Qué es la hora? (1) El traductor reproducirá naturalmente óra por hora, término cuya palabra griega, vía el latín, constituye su raíz. Pero hóra en griego significa también la estación, palabra que Homero ya había utilizado con este sentido, el cual perdura en el contexto de los tiempos alejandrinos y bizantinos: hai hórai toû étous son las estaciones del año. Además, es la hora en el sentido habitual, no la hora de los relojes sino la hora como subdivisión de la duración de la jornada. Uno de los poemas más famosos que la Antigüedad tardía atribuía al poeta lírico Anacreón comienza así: mesonuktíois poth'órais, durante las horas de la medianoche. Pero hóra es además el tiempo en el cual una cosa llega puntualmente, en el que es verdaderamente buena y bella, y por ende, se trata, para los seres humanos, del akmé de la juventud. En el Banquete, cuando Alcibíades cuenta cómo intentó acostarse con Sócrates, pero se levantó a la mañana sin haber sido siquiera molestado (katadartheís) como si hubiera dormido con su padre o con su hermano, concluye: Sócrates es un hubristés, un hombre que insulta a los otros, tal ha sido su desprecio (katephrónesen) hacia mi hóra; desdeñó mi juventud, mi belleza, el hecho de que estaba maduro para ser tomado como un bello fruto erótico.
Finalmente, tengo que mencionar simplemente la conjunción de, que puede significar tanto «y» como «pero». En este caso, la elección es inevitable, y traduciré simplemente por «y». ¿Qué dice entonces Safo?

La Luna y las Pléyades
se han sumergido, es el medio
de la noche, estación, hora, juventud se van
y yo duermo sola.


Que yo sepa, ningún traductor moderno se atrevió a traducir la palabra única óra utilizando tres palabras. Pero la culminación de la fuerza de este poema es precisamente esta palabra que junta varias significaciones sin querer ni tener la obligación de elegir entre ellas: la estación del año, la primavera -el nuevo comienzo del año luego del invierno, la estación de los amores-, la hora que se va y la juventud de Safo que se consume vanamente ya que nadie está en su cama. El genio de Safo reside también en esta elección de una palabra que posee un espectro de significaciones que se aclaran y se enriquecen con el resto del poema (sin la alusión a la desaparición de las Pléyades, la significación estación/primavera que se atribuye a óra no sería tan imperativa).
Polisemia indivisible todavía en Esquilo, en su Prometeo. Cuando Prometeo clavado sobre su roca convoca a la Tierra madre, al divino éter, a las fuentes de los ríos y al soplo de los vientos como testigos de los padecimientos que sufre injustamente, llama también a:

[...] ποντίων τε κυμάτων
άνήριθμον γέλασμα,


[...] las olas del mar
[la] risa innumerable.


No tengamos en cuenta la riqueza de los tropos (hay allí simultáneamente prosopopeya e hipálage: son las olas que son innumerables y no su risa) para detenernos en la palabra gélasma. Se la puede traducir sólo como risa, pero un griego antiguo, escuchando o leyendo el verso, no podía dejar de percibir en la palabra la otra significación de geláo, que encontramos en el epíteto Zeùs geléon, Zeus de la luz, o bien en el contexto de la tribu jónica de los geléontes, los ilustres, los brillantes. Por lo tanto, existe una armonía muy fuerte de gélasma, y probablemente un parentesco etimológico con gélas, brillantez, centelleo. Decimos todavía actualmente: cómo sonríe el día. El día sonríe porque hay sol, porque brilla. Cuando uno se encuentra en el mar, sobre todo en el mar Egeo, puede ver con sus propios ojos, en el presente como en el tiempo de Esquilo, esta risa innumerable, este interminable centelleo de las olas del mar bajo el sol del mediodía.

La prosa de Heródoto nos brinda otro ejemplo. Heródoto dice, en el primer tomo de sus Historias, que expone su investigación a fin de que lo hecho por los hombres no se borre con el tiempo, y para que los érga grandes y admirables, llevados a cabo en algunos casos por los griegos, en otros casos por los bárbaros, no pierdan su fama, ya se trate de érga pacíficos o de érga en y a través de los cuales hicieron la guerra unos con otros. Érga, plural de érgon (que proporciona ergázomai, "trabajar", "cumplir"), son en la misma medida los actos y las hazañas como los trabajos y las obras (Hesíodo, Érga kaì hemérai, Los trabajos y los días). Legrand, en su excelente introducción al libro de Heródoto en la edición Budé, dice haber vacilado entre las dos significaciones de érgon, "obra" y "hazaña", y explica por qué prefirió la segunda. No nos toca discutir si tenía razón o no; tenemos que constatar simplemente que, como en el caso de óra en Safo, el traductor moderno está condenado a elegir y a preferir. Pero en realidad no es necesario preferir. Heródoto habla evidentemente tanto de las obras y los trabajos -de las murallas de Babilonia, de las estatuas y de los objetos dedicados a Delfos, del puente construido por Jerjes sobre el Helesponto— como de las hazañas: la conquista de Asia por Ciro, de Egipto por Cambises, las guerras de Darío, Maratón, Salamina y Platea. Describe ambos y dice al respecto: érga megála kaì thaumastá, "trabajos", "obras" y "hazañas grandes y admirables", realizados en algunos casos por los griegos y en otros casos por los bárbaros. En realidad, los érga son los "hechos", si aceptamos restituir a la palabra simultáneamente su sentido de sustantivo y de participio, si reconstituimos el hacer del sentido de la actividad humana en la historia, que lleve a un resultado separado del acto (la poíesis de Aristóteles) o no separado de este último (la prâxis), un acto hermoso como la batalla de Salamina. Todo esto pertenece al hacer, y describirlo es el érgon, a la vez el "trabajo" y la "hazaña", de Heródoto.

Consideremos ahora dos ejemplos tomados de Sófocles, en el estásimo de Antígona que empieza con la célebre pollà tà deinpà koúdèn anthrópou deinóterón pélei, «numerosos son los deinà, pero nada es más deinón que el hombre». El traductor moderno se ve en la obligación de elegir dentro de la multiplicidad de las significaciones de deinós, y habitualmente elige algo como "maravilloso" o "terrible", pero el oyente antiguo no está obligado a hacerlo. Escuchaba todo esto conjuntamente, así como el autor lo había pensado conjuntamente. Deinós seguramente es lo terrible, aquello que provoca el terror (déos), es lo todopoderoso, pero es además lo maravilloso, es aquel que se destaca en una ocupación o en un arte -se puede ser deinós narrador u orador-, al punto tal de provocar terror y admiración. Es imposible aprehender la constelación significativa agrupada debajo de la palabra sin dilucidar lo esencial de este coro, cuestión que vamos a llevar a cabo ahora. Digamos solamente de entrada que el término deinós no puede comprenderse de la misma manera una vez que se ha escuchado el coro de Antígona.
A partir del verso 353 comienza la parte más importante de la explicación del sentido de deinón. Hablando del hombre, Sófocles dice que se enseñó a sí mismo (edidáxato) -verbo a propósito del cual volveré— la lengua (phthégma) y el pensamiento (phrónema), calificado como anemóen. Ánemos es el viento. El caso aquí es opuesto a los que hemos encontrado hasta ahora: entre las múltiples significaciones a las cuales nos remite la palabra, debemos eliminar una parte y conservar otra. Por ejemplo, Homero dice (Ilíada, III, 305): Ílion anemóessan, "Ilión la ventosa"; vemos las altas murallas de Troya en la cima de una colina, expuestas a todos los vientos. Pero no se trata evidentemente de un pensamiento expuesto al viento del cual nos habla Sófocles. El pensamiento es extremadamente móvil como el viento, está un rato aquí y casi inmediatamente después, allá; también es, como el elemento natural, poderoso y violento; además, como el elemento, es transparente casi todo el tiempo, pero puede también transportar nubes y oscurecer el cielo. En francés o en inglés, tendremos que debilitar la imagen escribiendo "como el viento"; ventée o windy evidentemente no serían adecuados.
La lengua o el pensamiento no son atributos naturales, dados, del hombre: el hombre edidáxato se los ha enseñado a sí mismo. La forma reflexiva del simple verbo didásko contiene un pensamiento filosófico incomparablemente audaz y que ha permanecido intacto durante veinticinco siglos. El hombre no tiene la lengua y el pensamiento; se los ha otorgado, los ha creado para sí mismo, se los ha enseñado a sí mismo. Platón hubiera dicho: ¿Cómo puedo enseñarme algo? Si lo conozco, no tengo necesidad de enseñármelo, y si no lo conozco, no sé qué cosa enseñarme. Y es lo que dice efectivamente: no se puede aprender nunca algo que, de alguna manera, no se conoce de antemano. Sófocles rompe esta lógica aparentemente irrecusable y afirma claramente lo que he llamado el círculo primitivo de la creación: los resultados son presupuestos por la actividad que los promueve, el hombre se enseña a sí mismo algo que no conoce y, de esta manera, aprende lo que se tiene que enseñar a sí mismo.
Sófocles continúa afirmando que el hombre edidáxato, «se enseñó a sí mismo», los astunómous orgás. Traduzco inmediatamente: «las pasiones instituyendo las ciudades». Astunómous proviene de ástu, que en general es la «ciudad», pero en este caso el acento está puesto sobre la ley que funda la ciudad y la ley que la rige en tanto unidad política. Orgé tiene todavía múltiples significaciones, y una vez más los traductores deben elegir o inventar algo. Mazon, en la edición Budé, escribe: «las aspiraciones donde nacen las ciudades»; pero en el texto no se trata de nacimiento. Liddell-Scott, citando el verso (s.v. astunómous..), proporciona: the feelings of law-abiding [los sentimientos del observante que la ley] o bien social life [vida social] (pero, s.v. orgé, traduce astunómoi orgai por social dispositions [disposiciones sociales]). Como todo diccionario, está en la obligación de dividir y de imputar de un modo unívoco. Pero hay que saber lo que es un diccionario y usarlo de una manera apropiada. Una palabra no es un paquete de diversas variedades de galletas colocadas unas tras otras, entre las cuales se podría siempre tomar una y dejar las otras. Orgé es la "pulsión", la "impulsión", el "temperamento", el "humor" (también la "ira"). Es la palabra que brinda orgáo y orgasmós, "orgasmo". En este caso, orgé es la pulsión, la impulsión, el empuje espontáneo e incoercible. Astunómous orgás constituye a primera vista una contradicción o un oxímoron: ¿de qué manera las pulsiones y las impulsiones pueden llevar a la institución de las leyes? Pero Sófocles dice: edidáxato, y de este modo brinda al verbo una significación adicional. Estas pulsiones que empujaban hacia la constitución de las comunidades fueron educadas e institucionalizadas por el hombre, las formó y transformó, las sometió a leyes, y construyó de esta manera las ciudades. Todo esto, que hubiera podido constituir un tratado filosófico, Sófocles lo dice en tres palabras: edidáxato [...] astunómous orgás. El hombre se educó a sí mismo transformando sus pulsiones, para que se conviertan en fundadoras y reguladoras de las ciudades.
Discutir largamente astunómous orgás es además importante pot una razón histórica. Aquí encontramos por primera vez la formulación explícita de lo que será uno de los grandes temas de la filosofía política clásica, desde Platón hasta, incluso, Jean-Jacques Rousseau, tema olvidado luego en el contexto de la sequía intelectual que azota este espacio desde hace dos siglos: «para institucionalizar un pueblo», como dice Rousseau, primero hay que cambiarle «los hábitos», y los hábitos se constituyen esencialmente en el aprendizaje de las pasiones, que exige por lo menos que las leyes lo tengan en cuenta positivamente en la paidéia de los ciudadanos. Aristóteles habla de la philía en La Política: los legisladores, dice Aristóteles, deben ocuparse principalmente de instaurar entre los ciudadanos la philía (que no es una «amistad» desdibujada sino el afecto en el sentido fuerte del término), ya que donde se encuentra philía, la justicia no es necesaria. Aristóteles, que ha condenado el «comunismo» en esta misma Política, continúa diciendo: el proverbio tiene razón cuando dice que las cosas de los amigos son comunes. Cuando Sófocles habla aquí de las orgaí, tiene como perspectiva este cimiento esencial de la vida de las ciudades que son, para mejor y para peor, las pasiones y los afectos recíprocos de los miembros de la comunidad.
Deinós no puede, por lo tanto, comprenderse sino a partir de este conjunto (aquí incompletamente explorado) de potencialidades semánticas que hemos tratado de dilucidar. Ser deinós consiste en presentar efectivamente ligados los atributos designados por el poeta, que, considerados en su esencia, remiten todos a una idea central: la de la autocreación del hombre. La formulación podría parecer fuera de contexto. Pienso que estará plenamente justificada si tenemos en cuenta la caracterización decisiva que el poeta introduce desde el vamos en la misma frase donde aparece el término deinós:

Πολλά τα δεινά κοΰδέν άνθρωπου δεινότερον πέλει

Numerosos son los deinà, y nada es más deinón que el hombre.


Los deinà, diríamos de una manera pedante, forman una colección, y esta colección comprende un elemento máximo único, el hombre. He tratado hace unos diez años de esbozar las inmensas implicaciones de esta frase (2). Resumo aquí lo esencial. Una objeción a esta aserción de Sófocles nos viene inmediatamente a la mente: ¿cómo se puede decir que el hombre es más deinós que los dioses? Sófocles no era impío, como lo muestran los últimos versos de este mismo coro, y un texto ateo seguramente no hubiese sido coronado en las fiestas de Dionisos. De modo que Sófocles no dice que el hombre es mejor que los dioses, ni que es más poderoso que ellos. Pero es deinóteros, y tenemos que indagar —si en todo caso tomamos en serio al poeta— en qué sentido puede serlo. Y la respuesta, introducida por un gàr -exactamente: "ya que"— está proporcionada por todo el resto del coro que enumera y califica los múltiples emprendimientos del hombre. De modo que la respuesta salta a la vista: lo que caracteriza la deinótes del hombre es esta transformación ininterrumpida e inmensa de sus relaciones con la naturaleza, pero además con su propia naturaleza, tal como está claramente significada por el verbo reflexivo edidáxato. Y su alteridad en relación con los dioses se pone en evidencia. Los dioses no se han enseñado nada, y no se han modificado. Son lo que han sido desde que existen y lo serán para siempre. Atenea no se convertirá en una diosa más sabia, Hermes no adquirirá más velocidad ni Hefesto seta un artesano más hábil. Su poderío es un atributo inmutable de su naturaleza, y no hicieron nada para adquirirlo o modificarlo. Construyen, fabrican, pero siempre combinando lo que ya está allí. En cambio el hombre, mortal, infinitamente menos poderoso que los dioses, es más deinós que ellos porque crea y se crea. El hombre es más deinós que toda cosa natural, y que los dioses, que son naturales, porque es sobrenatural. Es el único entre todos los seres, mortales o inmortales, que se altera a sí mismo.
Y si alguien dice que esta dilucidación del texto introduce ideas contemporáneas ajenas a la Grecia del siglo V, recordemos las «antropogenias» de Demócrito y de algunos grandes sofistas, y las potencialidades presentes en Tucídides, tanto en su Arqueología como en su Oración fúnebre de Pericles. El siglo V ateniense palpó la idea de autocreación humana, y fue necesaria la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso y la reacción platónica para que estos gérmenes fuesen ahogados y enterrados. Y esta reacción fue tan poderosa que dominó casi completamente la interpretación europea de esta invención del siglo V.
El segundo coro célebre de Antígona, consagrado al amor,(3) aclara otros aspectos de la creatividad poética de la polisemia indivisible. El coro interviene luego de la pelea entre Creonte y su hijo Hemón, que deja la escena amenazándolo (se va a suicidar un poco más tarde). El coro canta al poderío de Eros el invencible (aníkate máchan], Eros emboscado en las mejillas tiernas y lisas de la jovencita (en malakaîs pareiaîs neánidos ennucheúeis), y sigue:

νίκα δ' εναργής βλεφάρων
ίμερος εύλέκτρου νύμφας


Mazon traduce en la edición Budé: «¿Quién triunfa en este caso aquí? Evidentemente, es el deseo de los ojos de la virgen prometida al lecho de su esposo». Hay que modificar todo en esta traducción pusilánime y victoriana, la cito solamente para ejemplificar una vez más el calvario del buen traductor moderno. Procedamos palabra por palabra: Nikâi significa "victorioso, que se impone"; hímeros, el "deseo"; enargès: en un texto filosófico, sería traducido por la palabra "evidente", pero en este caso se trata de mucho más: enargès proviene de la raíz argós, que proporciona árguros, plateado (y argentum, plata, en latín), e indica el "brillo", el "resplandor", la "luz"; hímeros enargès es, entonces, el deseo manifiesto, que estalla. ¿Deseo de qué? Blepháron euléktrou númphas. No se trata de la virgen prometida al lecho de su esposo; se habla de la joven esposa, en todo caso de la joven mujer madura para el casamiento, como lo muestra el epíteto eúlektros. Tenemos que llamar las cosas por su nombre, y los Antiguos no tenían reparos en hacerlo. Léktron es el lecho, y - es lo bueno. Una mujer eúlektros es una mujer cuya cama es buena, es decir que es buena en la cama y para la cama -el griego moderno diría fácilmente kalokrevati, que traduce literalmente y fielmente eúlektros-. Queda el genitivo blepháron, "de los ojos". ¿De los ojos de quién? Liddell-Scott, citando los versos, traduce: desire beaming from the eyes, se trata entonces del deseo del cual la joven es el sujeto; Mazon conserva la ambigüedad, pero tenemos que explicitarla. Se trata igualmente del deseo «de» la joven mujer y del deseo «para» (los ojos de) la joven mujer. El deseo proviene de los ojos de la joven mujer y se dirige hacia los ojos de la joven mujer.

Un gran poeta de la prosa moderna, Proust, expresa la misma situación en un magnífico fragmento de la Recherche. En el curso de la velada en los «jardines de la avenida Gabriel», en la casa de la princesa de Guermantes, el narrador está hablando con Swann -Swann muy enfermo, cerca del final de su vida- del asunto Dreyfus y del recrudecimiento del antisemitismo, que lo obsesiona, cuando pasa el barón de Charlus y se prodiga en alabanzas exageradas a propósito de la marquesa de Surgis, amante de su hermano: «...la marquesa dándose vuelta y dirigiendo una sonrisa tendió la mano a Swann que se había levantado para saludarla. Pero casi sin disimularlo, por el hecho de una vida avanzada que le hubiese suprimido o bien la voluntad moral por indiferencia a la opinión, o bien el poder físico en cuanto a la exaltación del deseo y el debilitamiento de los resortes que ayudan a ocultarlo, apenas Swann tuvo, apretando la mano de la marquesa, la visión de su pecho, de muy cerca y desde arriba, hundió una mirada atenta, seria, concentrada, casi preocupada, entre las profundidades del corpino, y sus narices, embriagadas por el perfume de la mujer, palpitaron como una mariposa dispuesta a posarse sobre la flor percibida. Bruscamente, se desprendió del vértigo que se había apoderado de él, y la misma señora de Surgis, aunque un poco molesta, ahogó una respiración profunda, tan contagioso es el deseo» (4). Swann hunde su mirada en el corpino de la marquesa -a la que podemos imaginar fácilmente muy escotada para la velada-, y la marquesa, que sin embargo no tiene ojos en la punta de los pechos, se siente observada en este punto y se perturba con esta mirada. Tal es la doble realidad del deseo. Notaremos la precisión, la originalidad y la precisión de los adjetivos de Proust -mirada "atenta", "seria", "concentrada", "casi preocupada"- pero además la acumulación de los mismos para alcanzar el efecto deseado.

Parménides brinda un ejemplo diferente de riqueza semántica, con una fuente ya no léxica sino gramatical:

Λεΰσσε δ' όμως άπεόντα νόφ παρεόντα βεβαίως

Considera cómo los ausentes (neutro: "las cosas ausentes") están presentes con una total certeza (bebaíos = sobre fundamentos inquebrantables) nóoi.

Nóoi es el dativo de nóos (o noûs). En este caso, esta palabra significa incontestablemente el "pensamiento" o el "espíritu". Es otra frase más entre todas las que han sido distorsionadas por Heidegger, que traduce nóoi por Vernehmen, "percibir", "percepción". La frase de Parménides se convierte inmediatamente en un absurdo en esta traducción: ¿cómo las cosas ausentes pueden llegar a ser presentes por intermedio de la percepción, para la cual el objeto es por definición una cosa simple y directamente presente?
Seguramente, "percibir" es además una de las primeras significaciones de noeîn, pero de ningún modo la única. Heidegger está extraviado por su empecinamiento rabioso de sacar el rasgo platónico de los temimos presocráticos. Nóos quiere decir directamente pensamiento, espíritu, desde los primeros versos de la Odisea. Ulises, dice Homero, «ha visto las ciudades de muchos hombres y ha conocido (comprendido) nóon», el pensamiento, la manera de pensar. Nóos es en el verso de Parménides la capacidad de hacer presente con una total certeza lo que no está allí. El apeón, «lo que no está allí», puede ser un recuerdo, un rostro ausente, un teorema matemático, la existencia de gente en tiempos inmemoriales. El noûs puede presentificar todos estos objetos, aun en su ausencia física. Está claro que el término, a partir de este atributo, debe ser comprendido como incluyendo tanto la imaginación como la memoria. ¿Es posible traducir este dativo nóoi a una lengua moderna que no declina los nombres, como es el caso del francés? Casi todos los usos del dativo catalogados por los gramáticos están en este caso vigentes; elegir un término solamente no es traducir, sino interpretar mutilando. Este dativo es instrumental: es por intermedio del noûs que los ausentes se convierten en presentes; es locativo: se hacen presentes en el noûs; es eucarístico (por la gracia de, for the sake of): los ausentes se convierten en presentes «por» el noûs; es un dativo de complemento de objeto: este «hacerse presente» apunta al noûs; y seguro es eminentemente subjetivo: las cosas ausentes están presentes "en" noûs, no en el sentido del lugar sino del sujeto frente al cual los ausentes se hacen presentes.


II

He querido poner de manifiesto un rasgo específico de la lengua griega antigua, y el uso que la poesía le dio. Las posibilidades semánticas y expresivas de una lengua primitiva como el griego no se vuelven a encontrar en las lenguas europeas modernas. Los grandes poetas europeos han transitado otras vías para llegar a producir efectos de una intensidad comparable. Explorarlas un tanto sistemáticamente sería un trabajo inmenso y sin duda interminable. Aquí, trataré de ilustrar, a título de ejemplo, un caso que a mi criterio posee un valor más general. Se trata del célebre monólogo de Macbeth en la escena 5 del acto V de la tragedia con el mismo nombre.
Recuerdo brevemente la ubicación de los versos de la obra que serán objeto de discusión. Macbeth, general escocés, volviendo victorioso de una batalla, se encuentra con tres brujas que le predicen que será rey de Escocia. Poco tiempo después, el rey Duncan se aloja en su casa, y Macbeth, instigado por su mujer, a quien había puesto al tanto de la profecía de las brujas y que de ahora en más pasa a ser su alma maldita, que guía su mano, mata al rey durante su sueño y sube al trono. Luego de una sucesión de otros crímenes «preventivos», Escocia se rebela en su contra, y un ejército conducido por un noble Escocés, Macduff, lo sitia en su castillo de Dunsinane. Justo antes de este sitio, Macbeth, torturado por la definitiva imposibilidad de conciliar el sueño a la cual fue condenado y por la locura a la cual sucumbió lady Macbeth, aplastada por el peso de sus crímenes, va a visitar nuevamente a las brujas, que le predicen que no será vencido hasta que llegue el día en que el bosque de Birnam camine hacia Dunsinane, y que «jamás un hombre nacido de una mujer podría abatirlo» —Fear not, till Birnam wood do come to Dunsinane (vol. 5, versos 44-45).
La ambigüedad de los dichos de las brujas es digna de los oráculos de Delfos. Ya que, en un momento del sitio, los soldados de Macduff, bajo la orden de este último, arrancan las ramas de los árboles del bosque de Birnam y avanzan camuflados de esta manera hacia el castillo. De modo que vienen a anunciar a Macbeth que el bosque de Birnam camina hacia él. Y, en ocasión del duelo final con Macduff, Macbeth lo interpela: «No te tengo miedo, ningún hombre nacido de una mujer podrá abatirme», y escucha la réplica: «¡Pues muere, ya que es del vientre de mi madre [muerta] que me arrancaron!».
La quinta escena del último acto de la tragedia se ubica en la mitad de éste. El acto comienza con la entrada de lady Macbeth teniendo una vela en la oscuridad. Ella está presa de un delirio, que para el espectador es absolutamente razonable, ya que tal delirio está compuesto por fragmentos entrecortados y mezclados de la historia cuyo desarrollo presenció el espectador durante los actos precedentes. Lady Macbeth trata de sacar de su mano las manchas imaginarias de la sangre del rey Duncan: "— Aquí, hay olor a sangre, y todos los perfumes de Arabia no podrán jamás lavar esta pequeña mano»; habla con su marido diciéndole «Silencio, silencio, tenemos que obrar suavemente», y todas las secuencias de este delirio terminan con un refrán siniestro: What's done cannot be undone, «lo que está hecho no puede deshacerse». Entran una dama de honor y un médico, quien, luego de escuchar a la Lady, dice: «Lo que pasa aquí llega más allá de mi arte». Luego hay otras tres escenas, y la quinta escena empieza con uno de los principales lugartenientes de Macbeth, Seyton, que lo viene a visitar. Macbeth le pregunta: ¿Qué es este grito que acabo de escuchar en el castillo? Seyton contesta: The Queen, my lord, is dead, «La reina ha muerto, mi Señor». De modo que ahora llegan los diez versos de Macbeth que voy a discutir, y que comienzan así:

She sould have died hereafter,
There would have been a time for such a word.

Hubiera debido morir más tarde,
Hubiera existido un tiempo para semejante palabra.


Lo que sigue funciona bajo el modo de una improvisación asociativa espontánea, típica de los monólogos de Shakespeare, y que yo sepa, no existen anteriormente; en todo caso los que se encuentran están carentes de esta riqueza y de esta intensidad:

Tomorrow and tomorrow and tomorrow
Creeps in this petty pace from day to day
To the last syllable of recorded time;
And all your yesterday have lighted fools
The way to dusty death.


Mañana y mañana y mañana
Se arrastra con su paso pequeño día tras día
Hasta la última sílaba del tiempo registrado
Y todos nuestros ayeres han alumbrado imbéciles
En su camino hacia la muerte polvorosa.


Out, out brief candle!

¡Apágate, apágate, breve vela!


Y ahora llegan los cinco famosos versos sobre los cuales quiero insistir:

Life is but a walking shadow;
A poor player that struts and frets his hour upon the stage
And then is heard no more
It is a tale told by an idiot; full of sound and fury, signifying nothing,


La vida no es más que una sombra que camina;
Un miserable actor que fanfarronea y se agita durante su hora en la escena,
y luego no se lo escucha más.
Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia,
que no significa nada.



Podríamos citar numerosos ejemplos diferentes de este proceso asociativo típico de Shakespeare —uno de los más bellos es el monólogo de Ricardo II en la escena 2 del acto III de la obra con el mismo nombre. Voy a invocar aquí únicamente el monólogo de Hamlet conocido por todos nosotros, To be or not to be, para aclarar lo que quiero decir con el proceso asociativo. Lo que importa en todos estos casos no tiene que ver con el hecho de que el personaje hable al mismo tiempo espontánea y «naturalmente»; esto ocurre ampliamente en la tragedia griega, y en toda obra de teatro que se sostenga. Si un personaje no habla de manera espontánea y «natural», la obra es simplemente mala. Pero en Shakespeare los personajes hablan como si estuvieran improvisando de un modo que en apariencia está vinculado a la situación muy indirectamente, dejándose llevar por un torrente de ideas que se llaman unas a otras de una manera que se impone únicamente a posteriori, pero muy fuertemente. Hamlet comienza con una interrogación sorpresiva: ser o no ser, esa es la cuestión. Prosigue: acaso es más noble sufrir que tomar las armas... Describe las miserias de la existencia que tienen poco que ver con su situación real, y llega a la exploración del otro término de la alternativa:

To be or not to be [...]
To die, to sleep —
to sleep, perchance to dream, ay, there's the rub;


Ser o no ser [...]
Morir, dormir -
Dormir, quizás soñar; ay, aquí está el nudo.


El nudo, el drama, la angustia que clausura el atolladero de la vida. ¿Quién sabe cuáles podrán ser los sueños de este dormir, y si acaso no serían peores que la vida despierta? Ser, no ser, morir, dormir, soñar, sueño, pesadilla, tal es la concatenación asociativa.
Vuelvo al fragmento citado de Macbeth. La reina ha muerto -tenía que morir más tarde, más tarde quizás hubiera habido un lugar para tal palabra, pero no ahora, no cuando las catástrofes se acumulan—. Pero Macbeth recapacita enseguida, se burla de sí mismo: más tarde, quiere decir una vez más, del mismo modo que para todos los imbéciles, mañana y mañana y mañana...
Decimos siempre mañana, pero este mañana, en vez de ser el lugar de cumplimiento de la esperanza, no es más que lo que nos encadena y nos obliga a arrastrarnos, día tras día, hasta la última sílaba del tiempo registrado. Sílaba, quizás la última palabra del moribundo? ¿Registrada dónde? ¿Por quién? Registrada de antemano, como el tiempo que nos toca hasta la muerte polvorosa, como la pequeña hora que le toca al pobre actor. Y entonces de mañana se pasa a ayer, ya que todas estas mañanas se transforman, con su pequeño paso arrastrado, en los ayeres que aparecen, a posteriori, como trampas, puertas disimuladas que nos han engañado a nosotros, imbéciles, al señalar la única vía que jamás podríamos transitar, la vía hacia el polvo de la muerte. Pues, apágate, apágate, breve vela de la vida. Luego aparecen las tres sublimes metáforas que se deslizan mezclándose y se abren, flores venenosas y mortales, en un movimiento cinematográfico. La vida, nuestra vida, es una sombra que camina; es además un miserable actor que tiene su hora para aparecer en la escena; fanfarroneando y gesticulando, pero su hora pasa rápidamente y ya no se lo escucha; qué es todo esto, es un cuento relatado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. Pasamos de una metáfora a otra, en un movimiento de ascenso cada vez más acentuado y que llega a su punto culminante con el cuento contado por un idiota.
¿Por qué breve vela? Acabamos de enterarnos de la muerte de lady Macbeth, y por lo tanto este viejo lugar común poético, la pequeña vela de la vida que se consume o se apaga por la intervención de alguna Moîra, nos recuerda de qué manera la Lady, teniendo una vela, apareció por última vez en la obra, antes de apagarse. Otro lugar común: la vida es una sombra que camina: Píndaro ya había escrito, con más fuerza, skiâs ónar ánthropos, «el hombre es el sueño de una sombra», pero en este caso el lugar común de la metáfora está revivificado y totalmente renovado por el contexto, por su melodía armónica; la línea melódica que sigue está en consonancia con lo anterior. Pues acabamos de ver en la escena una sombra que camina, se trata de lady Macbeth, estaba allí, caminaba delirando antes de apagarse. Pero esta sombra que caminaba era también vida, la vida de Macbeth, su alma maldita y su alma a secas. Era ella quien, cuando su coraje, su alma se habían debilitado en el momento del asesinato del rey, lo había alentado, lo había hecho volver al dormitorio del rey y cumplir con el crimen; ella lo había instigado a asesinar a Banquo, ella lo sostiene cuando el fantasma de Banquo, asesinado por los hombres de Macbeth, entra en el comedor donde fue invitado traidoramente. Ella que siempre lo había animado -es ella, la sombra que vimos caminar en ese instante, sombra delirante de ella misma. Esta vida, poor player, pobre, miserable actor a quien se otorgó nada más que una pequeña hora sobre la escena, la pequeña hora de nuestra vida sobre la escena del mundo, en la cual fanfarroneamos y gesticulamos. Miserable actor, porque cualquier cosa que haga tendrá un resultado miserable, así como era miserable la lady Macbeth que acabamos de ver, cuya hora sobre la escena recién se termina. No se lo escuchará más hablar, nadie hablará de él. Pero el mismo Macbeth es este pobre actor cuya hora está a punto de terminar. En el plano de la obra, la intriga llega a su desenlace: se retira a su castillo de Dunsinane, en donde está rodeado por sus enemigos, sin esperanzas de salida, y la primera de las profecías de las brujas acaba de cumplirse a través de una siniestra inversión de lo imposible en realidad. En el plano del espectáculo, el espectador lo sabe, la obra está llegando a su final, es el quinto acto. Y el que dice que la vida es un pobre actor que tiene su hora en la escena es él mismo, no in dicto sino in re, un actor cuya hora de gesticulación está a punto de terminar. Macbeth habla de sí mismo y el actor que representa a Macbeth también habla de sí mismo.
Todo aquello es un cuento contado por un idiota. Tenemos que tomar nota del parentesco etimológico: a tale told, un cuento contado. Full of sound and fury, lleno de ruido y de furia. Sound es el sonido, pero aquí es evidente que se trata del ruido. Shakespeare —como nosotros mismos—, no escucha en la vida un canto musical, escucha un ruido.
Un cuento contado por un idiota. El encadenamiento de las metáforas llega a una ruptura, que no suprime la continuidad. La continuidad consiste en que el referente es siempre el mismo, la vida. La ruptura consiste en la existencia de un pasaje a otro nivel. Las dos primeras metáforas -la vida sombra que camina, la vida actor miserable que gesticula...- son de algún modo exteriores, son imágenes o comparaciones. Alguien habla desde el exterior, inspecciona, compara y enuncia. Esta exterioridad está incorporada a la textura de la metáfora: para que haya sombra, tiene que haber luz; para que haya un actor, hacen falta un teatro y espectadores. El costado irreal de la vida se aprehende por una referencia a una realidad que se opone a ella, y sin la cual la metáfora no tendría sentido. Pero cuando se llega al cuento contado por un idiota, todo está absorbido por la misma metáfora, ya no hay oposición externa, la metáfora se dilató hasta llegar al punto de absorber en ella toda la realidad. La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada: esto concierne a todos, usted, yo, el autor, el espectador, Macbeth, el actor, el que habla, el que escucha, la vida y el teatro que la representa. El espacio se cierra, agujero negro que se absorbe a sí mismo. Si entendemos los términos de esta frase por diferencia y oposición, como lo hacemos obligatoriamente para toda frase en cualquier idioma, se debe únicamente a las necesidades de esta misma comprensión; no son inmanentes a la metáfora. Las dos primeras metáforas sitúan la vida en algo y por oposición a algo diferente -la sombra y la luz, la ilusión del pobre actor sobre la escena con la realidad fuera del teatro—. La grandeza de Shakespeare consiste en hacer explotar en esta tercera metáfora la nada que es todo. Es la metáfora absoluta, ella es, como diríamos en matemática, algebraicamente cerrada. No dice algo de la vida en relación con otra cosa más allá de la vida, sitúa todo en la vida, y esta vida es absurda y se califica ella misma como absurda, es un cuento contado por un idiota, es lo que pasa sobre la escena y entre la escena y los espectadores. Macbeth, el actor que tiene el papel de Macbeth y el espectador que mira son la misma cosa, es el cuento absurdo que dice de sí mismo que es un cuento absurdo, el que habla forma parte del cuento absurdo, y comprender en este cuento absurdo que uno forma parte de un cuento absurdo es parte del cuento y de su absurdidad, todo y todos forman parte del cuento. Este enunciado escapa a la Efiménides, no dice: miento; no dice: lo que digo es absurdo. El enunciado es válido a la segunda potencia. Lo absurdo de la vida no se suprime si alguien vivo constata: la vida es absurda; se ve reforzada por esta afirmación, ya que, precisamente, ¿para qué sirve, si la vida es absurda, saberlo? Este mismo saber es absurdo, no significa verdaderamente nada. El enunciado se autoconfirma; conociendo la absurdo de la vida, este mismo absurdo se ve reforzado. Desde el punto de vista humildemente humano, la vida sería seguramente menos absurda si no supiéramos que lo es. Todas las religiones constituyen el testimonio de esto, para afirmar que la vida no es absurda o, si lo es, que hay también otra vida que, por razones misteriosas (y de hecho absurdas), no sería absurda. Este absurdo es bien conocido por los griegos, y Esquilo lo conocía cuando puso en boca de Prometeo que él inculcó a los mortales «esperanzas ciegas» (tuphlàs elpídas, verso 250).
El esplendor del poema juega aquí sobre este despliegue, esta dilatación de la metáfora. Seguramente está a cada instante la léxis, la exactitud sorpresiva y esplendorosa de las palabras específicas —el actor que struts and frets, que se pavonea, se agita, fanfarronea sobre la escena, el cuento contado por un idiota, con su vísualización inmediata al remitirla al espectáculo de la Lady cuya verdadera vida y la verdad de la vida se han convertido en un delirio; lo que cuenta la Lady es un conjunto de absurdos, y estos absurdos son verdaderos para quien conoce la historia; ella habla de manchas de sangre, del asesinato del rey y de todo lo demás, pero finalmente esta realidad es ella misma un conjunto de absurdos, ya que todos esos crímenes se cometieron para apoderarse de la corona y gozar de ella, y el resultado final consiste en la locura y la muerte de la Lady, y la inminente destrucción de Macbeth. Aquí también hay tres niveles sucesivos. La exactitud y la riqueza de las palabras permanecen siempre, como en todos los grandes poetas modernos, pero Shakespeare debe tejer el sentido poético pasando por la metáfora desplegada, y ya no la puede encontrar como Safo, Esquilo o Sófocles en la palabra singular y la polisemia indivisible de lo que la palabra significa.

Otro tipo, de la misma familia pero profundamente diferente, consiste en lo que podemos llamar la metáfora o imagen polisémica. Aquí, la palabra es «unívoca»: no es la palabra empleada que presenta una polisemia indivisible, sino las múltiples resonancias que surgen inmediatamente, todas llenas de significaciones. Lider, en alemán, son los párpados, y nada más que los párpados. Pero consideremos el espesor de esta palabra en el epitafio escrito por el mismo Rilke:

Rose, oh reiner Widenpruch, Lust
Niemandes Schlaf zu sein unter soviel Lidern


Rosa, pura contradicción, felicidad
De ser el sueño de nadie debajo de tantos párpados.


¿De qué párpados se trata? El muerto, que es nadie, Niemand, oútis, duerme debajo de sus propios párpados. Duerme debajo de los párpados que son la mortaja y el ataúd, duerme también debajo de las múltiples capas de tierra que lo cubren. Duerme debajo de los párpados innumerables de los hechos y gestos de su vida acabada, de los roles que desempeñó, de lo que fue para unos y otros. Hacen falta todos estos párpados para recubrir, ¿qué? Nadie, Niemand, oútis.


III

Estos ejemplos tienden a aclarar por oposición un aspecto de la diferencia entre la poesía griega antigua y la poesía europea moderna. Intentaré ahora extraer de ellos algunas conclusiones más generales. En este intento, seré llevado a formular hipótesis y emitir opiniones, todas extremadamente arriesgadas por la naturaleza del tema, esquivo por excelencia, y por la debilidad de mis recursos, ya que conozco relativamente bien nada más que cinco lenguas (el griego moderno y antiguo, el francés, el inglés y el alemán) y soy moderadamente ignorante con respecto a otras tres lenguas (el latín, el italiano y el español); en otras palabras, estoy familiarizado solamente con una parte muy limitada del conjunto indoeuropeo. Lo que me brinda el coraje de llevar a cabo este intento, a pesar de todo y corriendo todos los riesgos, radica en lo que me parece es la negligencia casi general, desde el final de la filología «clásica» y la muerte del gran Román Jakobson, con respecto a un tema de investigación muy importante: la exploración comparativa de los recursos expresivos de las lenguas, tema esencial para la elucidación de la vías y medios de la creación socio-histórica. Esta negligencia me parece relacionada con una de las aberraciones contemporáneas: el temor a aparentar que se privilegia tal lengua o tal cultura, de dar lugar a la acusación de imperialismo cultural o bien, horresco referens, de europeo —o de logo-falo-onto-etc.-centrismo-, conduce, bajo el pretexto falaz de la igualdad de derechos de todos los pueblos, a una rabia de aplastamiento generalizado, a rehusar discutir las diferencias y, más aún, las alteridades que constituyen la riqueza insondable de la historia humana. Como si fuese necesario afirmar la equivalencia de la «filosofía» de los tasmanios y de los grecoeuropeos para tener el derecho de condenar el exterminio de los primeros por parte de los ingleses. Los imbéciles que razonan de esta manera no advierten siquiera que están aceptando de hecho el principio del «razonamiento» de los que justifican el colonialismo: si una cultura es «superior» a otra, los representantes de la primera tienen el derecho de dominar (y, al límite, de exterminar) a los de la segunda. Por lo tanto, para condenar esta dominación o exterminio, sería necesario condenar todo estudio comparativo de culturas, que correría el riesgo de llevar a «juicios de valor» con respecto a unas y otras. Lo absurdo de este seudo razonamiento no tiene evidentemente nada que ver con las inmensas dificultades intrínsecas de tal estudio, ni con la cuestión, que se coloca en un nivel totalmente diferente, de las elecciones políticas que estamos obligatoriamente llevados a realizar entre los tipos de instituciones creados por distintas culturas. Proclamar mi apego a los gérmenes democráticos creados en la tradición grecoeuropea no me obliga de ninguna manera a afirmar que la arquitectura de una sociedad de castas, como la sociedad hindú, es inferior a la arquitectura occidental; ni para sostener los derechos de los africanos me veo condenado a avalar la ablación y la mutilación de los órganos sexuales femeninos en varias partes del continente negro. En cuanto a la cuestión teórica capital de la solidaridad interna de las diferentes áreas de una creación cultural, solidaridad evidente y enigmática, no tiene pertinencia política directa, como lo muestra la fertilización (y la contaminación o corrupción) recíproca de culturas de nuestro planeta en la época contemporánea. Podemos, por lo tanto, llevar a cabo una encuesta sobre las diferentes vías que pudo adoptar la expresividad poética en la Grecia antigua y en la Europa moderna sin temer que, en el caso de un imposible desenlace que nos llevara a la conclusión de la «superioridad» de las primeras sobre las segundas, tendríamos que militar a favor de la restauración de la esclavitud. Nos queda el riesgo de sucumbir, en semejante examen, a inclinaciones y preferencias «subjetivas». Este riesgo no puede ser nunca eliminado cuando se trata de temas «estéticos», pero en este caso se reduce a poca cosa, ya que no nos proponemos «evaluar» comparativamente poesía antigua y poesía moderna, sino describir y analizar los recursos expresivos de una y otra.

Empezaré con una observación de Aristóteles en la Poética. Dice que el poeta trágico debe ser mucho más muthopiós que metropoiós, mucho más creador de mitos, de historias, que creador de métrica, versificador. Pienso que aquello no es solamente válido en la poesía trágica, sino en toda poesía. Aun en la poesía lírica, hay siempre mûthos —he tratado de ejemplificarlo en el caso de los cuatro versos de Safo—, o sea, una historia, un referente (evidentemente creado por el mismo poeta), un objeto que está presentado y que se «desarrolla», aun cuando este desarrollo sea muy breve y aun cuando el referente no esté, como en la poesía épica o en la tragedia, formado por acciones, sino que concierna a los sentimientos, los estados de ánimo del poeta. La poesía lírica no es pura exclamación, no se limita a ¡ay! o bien ¡oh! Tiene un objeto: los estados de ánimo -representaciones, afectos, deseos-, y si este objeto, aun aprehendido en una «instantaneidad», no puede ser presentado como un instante absoluto, está en un tiempo, tomado por este tiempo, hace existir un tiempo previo y futuro. Encontramos aquello hasta en una poesía como los haïkus o ciertos poemas chinos muy breves hechos con algunos términos —una montaña, un lago, un pájaro, la tristeza; esta presentación aparentemente estática contiene un movimiento mínimo y eso es mûthos—. Seguramente, Aristóteles alude con mûthos a una narración desarrollada, pero entre la narración desarrollada y el simple métron se halla el espacio del objeto lírico que se halla efectivamente en el tiempo.
Pero el poeta no es solamente metropoiós y muthopoiós, es también noematopoiós, creador de sentidos y de significaciones. Y es además eikonopoiós, creador de imágenes, y melopoiós, creador de música. Esta última afirmación exige una elucidación. Por música, no me refiero
solamente a la musicalidad material, la musicalidad rítmica de la métrica y la musicalidad sonora de las palabras (y de lo que la acompaña: aliteraciones, rimas o simplemente bella sonoridad «intrínseca»), sino, además, a la música del sentido que se manifiesta no solamente a nivel del mûthos, sino a nivel del verso, de la sucesión de palabras, y hasta de la palabra singular. Hay una presentación y una articulación de las significaciones; hay una significación en el nivel del mûthos, de la historia que está relatada, del objeto que es presentado globalmente, pero existe también una articulación en el sentido propio, semejante a la del cuerpo, subdividida en miembros que no están separados sino ligados a través de una sinergía ininterrumpida. Y la subdivisión no consiste en una separación de esta significación global en las partes de la obra poética, en las estrofas, los versos, las palabras. Está la presentación de un sentido poético mínimo en el nivel de la palabra misma, y seguramente en forma más desarrollada en el nivel de la conexión, de la relación entre las palabras, elementos siempre más vivos de un sentido abarcativo. Este sentido mínimo de la palabra no está presentado de manera lógica ni de manera puramente descriptiva; en este caso, todas las metáforas nos traicionan porque traicionan la especificidad de la obra poética. De todos modos, hay que emplearlas y decir que este sentido mínimo está presente simultáneamente de modo pictórico y musical. Para hablar de la poesía, tenemos la obligación de emplear metáforas que provienen de la música y de la pintura; del mismo modo que para hablar de la música y de la pintura, debemos emplear metáforas que provienen de la poesía como de la pintura y de la música. Es el círculo de la creación artística; no podemos hablar de poesía, de música o de pintura con metáforas geométricas o físicas. Todo esto se evoca aquí porque debemos comprender en qué consiste lo que no podemos llamar de otro modo que la musicalidad del sentido. Si estoy llevado a privilegiar, en lo que sigue, la metáfora musical, eso se debe a que la metáfora pictórica no es apropiada más que en los casos donde la expresión poética se refiere a un objeto exterior», pero ante todo porque la pintura no presenta, contrariamente a la música, el despliegue temporal que anima al poema.
En el nivel del mito, como en el de la métrica, o sea, de los versos, nos encontramos siempre con dos dimensiones. El mito puede ser proyectado sobre la dimensión de una historia, de lo que se puede contar, la «narración». Es lo que se manifiesta por ejemplo en la escolástica, que brinda al comienzo de los manuscritos de las tragedias antiguas las hipótesis, el argumento, la anécdota de la obra, su resumen con el estilo de un telegrama de prensa: «Polinices habiéndose sublevado en armas en contra de Tebas, su patria, muere en un duelo con su hermano que defendía Tebas. Creonte, el tirano de Tebas, prohibe que entierren su cadáver, pero Antígona, hermana de Polinices, se opone a este decreto...». El mito puede ser así proyectado sobre la dimensión de la significación; es lo que queremos destacar cuando analizamos el contenido, el sentido de la historia relatada. Un mito que se dejase proyectar íntegramente sobre el eje de la narración tendría, caso límite, una significación nula, sería el «cuento contado por un idiota, que no significa nada», o solamente la anécdota. Un mito que pudiera ser proyectado íntegramente sobre el eje de la significación sería una especie de sistema filosófico, quizás el sistema de Spinoza, pero seguramente no sería un poema. Un poema, como una tragedia, se despliega siempre en las dos dimensiones.
Lo que consideramos aquí no es el mûthos sino el métron-, el «verso» o los versos, sub-unidades esenciales de la realización de la significación poética. Aquí también, tenemos dos dimensiones. Según lo que ya ha sido expuesto, está la musicalidad «material», fonética y rítmica. Lo que aquí nos importa es la musicalidad semántica: hay simultáneamente una melodía y una armonía del sentido.
La melodía del sentido es el tejido conjunto del «ascenso-descenso» en el registro de la significación y en su nivel de intensidad. La significación de cada palabra modula la significación del verso a medida que este último se despliega; las variaciones de agudeza o intensidad de la expresión crean una forma, un pattern. Por ejemplo, la intensidad creciente en:

Sumergirse en el fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa?
¡En el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo!


o la subida ininterrumpida de:

Mañana es el caballo que se derrumba blanco cubierto de espuma,
Mañana...


terminado brutalmente por la caída infinita de:

Mañana, es la tumba.


La melodía del sentido es la relación horizontal de los sentidos y de las intensidades de las palabras específicas en su sucesión, que ya contiene en ella misma un componente armónico. Ya que, del mismo modo que, cuando escuchamos el final de una melodía, su sustancia musical incluye lo que la ha precedido, así, el despliegue de sentido en una frase poética, constituyendo en sí mismo una forma temporal, lleva a un término que es únicamente en función de todo lo que sucedió anteriormente.
La armonía de sentido, en sentido estricto, parece una expresión que carece de lógica, ya que la armonía es la consonancia de varias voces y que el poema -más generalmente la expresión lingüística- parece ser un canto de una sola voz. Pero la armonía se produce porque existen los armónicos de la significación de las palabras. Cuando se toca una tecla de un piano o la cuerda de un víolín, un do o un sol, no se escucha solamente ese tono sino también sus armónicos: la octava, la quinta superior, etc. Es lo que conforma la riqueza y el color del sonido de cada instrumento. Podemos considerar como armónicos de una palabra todo lo que esta palabra particular provoca como resonancias. Una palabra es lo que es desde el punto de vista del sentido junto con todos sus armónicos, sus resonancias y sus consonancias, lo que se llama tradicionalmente sus connotaciones, todo lo que conlleva y todo a lo cual remite.(5) Seguramente, aquello se encuentra inseparable del oyente, del auditorio concreto; pero además está depositado «de manera impersonal» fundamentalmente en el lenguaje. Una palabra no puede funcionar en el lenguaje sin producir estas repercusiones indefinidas, cada una de las cuales a su vez involucra otras repercusiones. La riqueza armónica de un verso está compuesta de la riqueza de las repercusiones de las palabras que la componen.
Todo aquello es válido para la poesía en general, independientemente de la lengua en la cual se expresa. (6) El tema que quiero plantear aquí es una diferencia específica, relativa a la «elección» del modo de expresión de la semántica musical, entre la poesía griega antigua y la poesía moderna. Esta diferencia aparece vinculada a una propiedad del griego antiguo, que comparte probablemente con todas las lenguas a las que podríamos denominar primarias, por oposición a las lenguas que podrían ser llamadas secundarias.(7) Existe en el griego antiguo una polisemia originaria de las palabras, una multiplicidad de las significaciones (8) que no resulta solamente de las connotaciones o de los armónicos, sino que corresponde a espectros semánticos, tomando la palabra espectro en su sentido fisicomatemático. En griego antiguo cohabitan en el seno de la misma palabra, y en una proporción cualitativamente distinta a la de las lenguas europeas que de alguna manera yo pueda conocer, significaciones diferentes, a veces derivadas unas de otras, a veces simplemente emparentadas. Esta última distinción, por otro lado, debe ser relativizada, aunque más no sea por el hecho de que resultará a menudo imposible decidir si los sentidos emparentados provienen o no de una derivación secular de la cual no quedan rastros. El Vocabulaire de Emile Benveniste proporciona una abundante cosecha con respecto a esta cuestión, que abarca, por otro lado, precisamente a la mayoría de las lenguas indoeuropeas «primarias».(9) Términos griegos como eînai, lógos, phaínesthai,(10) y tantos otros, parecen haber encarnado desde el origen de la lengua, y sin que se pueda decidir con respecto a alguna derivación, ramilletes de significaciones en el seno de las cuales parece efectivamente imposible establecer un orden genético interno.
Agrego a esto otro hecho, tan importante como el anterior. Aun en el caso de la derivación, las conexiones internas de los términos del léxico son inmediatamente visibles, y se las puede tocar, según la expresión común, con las manos; en cambio, este hecho sucede en las lenguas secundarias en muy pocos casos, a menudo desprovistos de interés. Hemos visto anteriormente ejemplos de esta cuestión con selánna y óra en Safo, gálasma en Esquilo, o érgon en Heródoto. Consideremos, en cambio, las palabras lune en francés y moon en inglés. Una y otra no están cargadas de parentesco alguno en cuanto al léxico, y sus connotaciones son o reales o literarias; estas palabras no remiten a una matriz común de significaciones, de la cual brotaría un espectro de significantes y de significados. Lune en francés es, desde este punto de vista, inorgánico, si me permiten la expresión: la palabra cayó en el francés porque el latín decía luna, como moon cayó en el inglés desde la raíz germánica Mond. Podemos notar que este último término es también totalmente «inorgánico» en el alemán actual.
Esta polisemia indivisible originaria del griego no es seguramente un privilegio de esta lengua. A juzgar aunque sea por los ejemplos que hemos encontrado en el mencionado libro de Benveniste, fenómenos del mismo tipo existen en sánscrito o en iraní antiguo, como existen en antiguo germánico. Corresponde a los que estudian estas lenguas decirnos en qué medida estas cuestiones fueron activamente utilizadas en su poesía.
Finalmente, existe en griego antiguo (así como en griego moderno) una inmensa productividad libre en cuanto al léxico. Se pueden crear palabras, y se crean palabras desde Homero hasta el siglo IV y aun más tarde, a partir de posibilidades inmanentes a la lengua, y reglas de formación que se brindan junto con ella, en una escala incomparablemente más amplia que en las lenguas europeas contemporáneas. La utilización de prefijos y sufijos, la creación de verbos a partir de sustantivos o de adjetivos y a la inversa, su composición, no tuvieron lugar de una sola vez, sino a través de un proceso ininterrumpido. Esto no excluye la discusión y las actitudes críticas. Aristófanes, en Las ranas, critica a Esquilo -que trata a la lengua como marmolero extrayendo bloques de mármol de una cantera- por boca de Eurípides, que lo acusa de fabricar palabras semejantes a montañas y de irse de boca, mientras él, Eurípides, hablaría el lenguaje de todo el mundo.
Estos procedimientos de derivación, en el sentido más amplio, parecen congelados en las lenguas europeas modernas, o son mucho menos frecuentes. La rigidez del francés académico es casi caricaturesca en este sentido; la lujuria de la lengua de Rabelais fue asesinada por Malherbe, Boileau y la Academia francesa.
El procedimiento de composición, que permanece numéricamente importante en alemán, parece restringido a la lengua administrativa, práctica o científica; no encuentro prácticamente palabras compuestas en Hölderlin, George o Rilke. La producción de verbos a partir de nombres o a la inversa se lleva a cabo siempre en inglés, pero parece circunscrita al dialecto periodístico-administrativo o técnico.

El poeta europeo moderno no fue evidentemente desarmado o colocado en inferioridad de condiciones por esta situación, pero fue llevado a crear otros tipos de recursos. Describirlos un tanto adecuadamente exigiría escribir un tratado de poética europea (me refiero a la occidental) con innumerables volúmenes. Antes, al hablar del monólogo de Macbeth, he tratado de destacar un recurso al que llamé la metáfora desarrollada. Evidentemente, no se trata de la metáfora «elemental», que aparece siempre y en cualquier parte desde el momento en que hay lenguaje, ya que toda expresión de la lengua es siempre metafórica/metonímica, más generalmente trópica. Ni de la «imagen poética» -comparación, asimilación, alegoría, etcétera-, que puede extenderse en numerosos versos, como ocurre tan a menudo en Homero. Las tres «imágenes» presentadas por Shakespeare en el pasaje discutido comunican interiormente, una pasa a la otra a través de un aumento de la figuración/presentación, remitiendo simultáneamente a su referente común y cada una a las otras y enriqueciéndose hasta llegar a la akmé final.
Si hay algo que debe suscitar nuestro asombro, es la multiplicidad de las vías que la potencia creativa de los poetas pudo hacer surgir en el seno de lenguas diferentes para alcanzar la más importante expresividad de la musicalidad semántica en la poesía. Asombro que se experimenta, en primer lugar, frente a los recursos, al potencial que contiene cada una de estas lenguas, creación en cada caso de otra sociedad, de otro colectivo anónimo.


(1) A partir de esta ocurrencia, y a diferencia de las citas del poema, la ortografía de esta palabra se brinda de acuerdo con el dialecto de la región del Ática, donde lleva una aspiración, contrariamente al dialecto de la región de la Eolia utilizado por Safo.
(2) En «Antropogenia en Esquilo y autocreación del hombre en Sófocles»
(3) [Versos 781-800.]
(4) París, Gallimard, col. Bibliothéque de la Pléiade, 1954, tomo II, p. 707.
(5) Desde otro punto de vista, he comentado de una manera crítica la oposición tradicional denotación/connotación en L'Institution imaginare de la societé, cap. VII, pp. 463-468 [reed. col. Points Essais, pp. 499-505] [traducción castellana: La institución imaginaria de la sociedad, Buenos Aires, Tusquets, 1993].
(6) Evidentemente, aquello es válido también para la prosa, en todo caso la gran prosa. En realidad, si prescindimos de las exigencias de una métrica rígida, que de todos modos actualmente ya no se exige, toda gran prosa presenta una musicalidad «material» y una musicalidad semántica. Podríamos citar a título de ejemplo numerosos fragmentos de Tucídídes, entre ellos, evidentemente, la Oración Fúnebre, así como numerosos fragmentos de Proust, entre ellos, evidentemente, la muerte de Bergotte. Zola, hoy injustamente despreciado como artista y prosista, nos brinda ejemplos espléndidos con la invasión por parte de las prostitutas de los bulevares en Nana, la carga de la división Marguerite en La Débâcle o la muerte de Catherine en Germinal. La densidad importante de lo que recubre la poesía y la prosa plantea cuestiones difíciles que no puedo discutir aquí.
(7) Esta distinción es equiparable a la planteada por Rémi Brague entre la cultura griega, considerada como primaría, y las culturas latinas y luego europeas, a las que podemos llamar secundarias en el sentido de que estas últimas presuponen explícitamente y se refieren casi siempre a la cultura primaria. Las ideas del texto que presento aquí fueron expuestas en unseminario en la EHESS, el 9 de mayo de 1984. Rémi Brague, que evidentemente no conocía este seminario, presentó esta distinción en su libro Europe: la voie romaine, París, Criterion, 1992.
(8) Véase lo que dice Benveniste, en su Vocabulaire des institutions européennes, de la raíz indoeuropea supuesta, de la imposibilidad de establecer independientemente y de desmenuzar las significaciones vinculadas a esta raíz, y de decidir si «ya» no era polisémica.
(9) Véase, por ejemplo, la discusión a propósito de los recursos expresivos del griego antiguo en el libro ya antiguo de T. Zielinski, Wir und die Antike, o en los distintos ensayos de Roman Jakobson.
(10) Véase, a propósito de phaínesthai, mi texto «La découverte de l' imagination», Domaines de l'homme, París, Seuil, 1986 [traducción castellana: «El descubrimiento de la imaginación», Los dominios del hombre, Barcelona, Gedisa, 1998.]


(Mayo de 1984-julio de 1996)
Cornelius Castoriadis

(Traducción de Jacques Algasi;
Revisión del griego: César Guelerman)

(Texto incluído en: Figuras de lo pensable,
F.C.E.,2001)



Cornelius Castoriadis. Filósofo y psicoanalista francés de origen griego. (Κορνήλιος Καστοριάδης, Estambul, 1922 - París, 1997). Defensor del concepto de autonomía política y fundador en los años 40 del grupo político Socialismo o barbarie y de la revista del mismo nombre, de tendencias próximas al luxemburguismo y al consejismo. Posteriormente abandonaría el marxismo, para adoptar una filosofía original y una posición cercana al autonomismo y al socialismo libertario. Algunas de sus obras más importantes son La sociedad burocrática (1973); La institución imaginaria de la sociedad (1975); y Lo que hace a Grecia, 1: De Homero a Heráclito: Seminarios (1982-1983). La creación humana II y El avance de la insignificancia (1996).



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