sábado, 8 de agosto de 2009

CARTA I

París, 17 de febrero de 1903

Estimado señor:


Acabo de recibir su carta. Debo agradecerle su amplia y fina confianza. Apenas puedo hacer más. No me referiré al estilo de sus versos, porque toda preocupación crítica me es ajena. Por otro lado, para enfrentar una obra de arte nada es peor que los términos de la crítica. Estos no conducen sino a malentendidos más o menos felices. Las cosas no son para ser dichas o entendidas en su totalidad, como quieran hacérnoslo creer. Casi todo lo que ocurre es inexpresable y se cumple en una región donde jamás ha hollado palabra alguna. Y más inexpresables que nada son las obras de arte, esas entidades secretas en las que la vida no termina y que superan la nuestra, que pasa.
Dicho esto, sólo puedo agregar que sus versos no son testimonio de un estilo propio. Contienen apenas gérmenes de personalidad, aunque tímidos y aún encubiertos. Sobre todo, lo he sentido en el último poema: Mi alma. Ahí, algo propio busca encontrar su salida y forma. Y a todo lo largo del poema A Leopardi se halla una especie de parentesco con ese príncipe, este solitario. Sin embargo, sus poemas carecen de existencia propia, de independencia, ni siquiera el último, ni siquiera el dedicado a Leopardi. La amable carta que los acompañaba no ha dejado de explicarme varias insuficiencias, que había sentido al leerlo, sin que pudiera darles, a pesar de todo, un nombre.
Usted pregunta si sus versos son buenos. Usted me lo pregunta. Ya lo ha preguntado a otros. Usted los envía a revistas. Usted los compara con otros poemas y usted se alarma cuando algunas redacciones descartan sus ensayos poéticos. En lo sucesivo (ya que me permite aconsejarlo) le suplico renuncie a todo eso. Su mirada está dirigida hacia afuera; sobre todo, es lo que debe evitar en lo sucesivo.
Nadie le puede dar consejo o ayuda. No hay más que un solo camino. Entre en usted mismo, busque la necesidad que lo obliga a escribir: examine si sus raíces penetran hasta lo más profundo de su corazón. Confiésese a usted mismo: ¿moriría si le estuviese vedado escribir? Sobre todo esto: pregúnteselo en la hora más silenciosa de la noche: "¿verdaderamente me siento apremiado para escribir?". Hurgue en sí mismo hacia la más profunda respuesta. Si es afirmativa, si puede enfrentar una pregunta tan grave con un fuerte y simple: "Debo", entonces construya su vida de acuerdo con esta necesidad.
Su vida, hasta en sus momentos más indiferentes, los más vacíos, debe convertirse en signo y testimonio de tal impulso. Entonces, acerqúese a la naturaleza. Intente decir, como si usted fuera el primer hombre, aquello que usted ve, vive, ama, pierde. No escriba poemas de amor. Evite de inmediato los temas más comunes: son los más difíciles. Ahí donde las tradiciones se han manifestados seguras, numerosas, a veces brillantes, es donde el poeta debe aguardar la madurez de su fuerza. Huya de los grandes temas, escoja los que la cotidianeidad ofrece. Diga sus tristezas y deseos, los pensamientos que lleguen a su cabeza, su fe en una belleza. Diga todo esto con una sinceridad íntima, tranquila y humilde. Use para expresarse las cosas que lo rodeen: las imágenes de sus sueños, los objetos de sus recuerdos. Si su cotidianeidad le parece pobre, no la culpe. Cúlpese a sí mismo de no ser lo suficiente poeta para encontrar sus riquezas. Para el creador nada es pobre, no hay lugares pobres ni indiferentes. Aún si estuviera en una prisión donde los muros acallaran todos los ruidos del mundo, ¿no podría recurrir a esa infancia, esa preciosa, esa imperial riqueza, ese tesoro de recuerdos? Envíe allá su espíritu. Intente sacar a flote las impresiones sumergidas en ese vasto pasado. Se fortalecerá su personalidad, su soledad se poblará y se convertirá en una morada en las horas inciertas del día, cerrada a los ruidos del mundo. Y si de ese regreso a usted mismo, de esa inmersión en su propio mundo, vienen a usted los versos, entonces usted no soñará con preguntar si son buenos esos versos. No tratará de interesar a las revistas en esos trabajos, porque usted disfrutará como de una posesión natural, que le será querida como uno de sus modos de vida y expresión.
Una obra de arte es buena cuando nace de la necesidad. Es la naturaleza de su origen quien la juzga. Así, estimado señor, no tengo para usted otro consejo que éste: intérnese en usted, sondeé las profundidades donde su vida tiene su origen. Es ahí donde encontrará la respuesta a la pregunta: ¿debe usted crear? De esta respuesta recoja el sonido sin forzar el significado. Puede ser que el Arte os llame. Entonces, escoja tal destino, llévelo con su peso y grandeza sin exigir jamás recompensa alguna del exterior. Porque el creador debe ser todo un universo para sí mismo, hallar todo en sí y en el fragmento de la Naturaleza a la que él está unido.
Podría ser que después de este descenso hacia sí mismo, en su soledad individual, debiese renunciar a convertirse (bastaría, considero, sentir que se puede vivir sin escribir para que haya que prohibirse la escritura). De cualquier modo, esta inmersión que pido a usted, no habrá sido vana. Su vida le deberá a ella sus caminos. Que esos caminos le sean buenos, felices y extensos, se lo deseo más de lo que sabría expresar.
¿Podría agregar algo? Creo haber puesto énfasis donde lo merecía. En el fondo no he hecho sino aconsejarle para que crezca conforme a su ley: grave, serenamente. Usted sólo entorpecería más violentamente su evolución dirigiendo su mirada al exterior, esperando del exterior las respuestas que únicamente su sentimiento más íntimo, en el instante más callado, sabrá —posiblemente— darle...



Rainer María Rilke
(Fragmento publicado
en la página literaria que dirigía
la querida periodista y escritora
Celeste Mendaro, en
EL Diario, Paraná, 4-7-00
-sin mención del traductor-)


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