NUEVA INESTABILIDAD
...la voluptuosa curva que en un poema evita el nombre la designación explícita y frontal, para demorarse en la alusión cifrada, en la lenta filigrana del margen.
La filosofía, y los múltiples desarrollos de la lingüística estructural que llegaron a identificarse con la especulación filosófica, siguieron un camino, o cultivaron con ahínco una fantasía opuesta a la de la ciencia: en lugar de la unificación, o de la totalización, avanzaron bajo el emblema de la diseminación, la fractura y el corte insalvable. Pulverizar significados y textos, hacerlos aparecer bajo otros textos; señalar la división, negar la unidad o la prioridad del sujeto y de su monolítica emisión de la voz. Se prefiere lo fragmentario y múltiple a lo definido y neto, la ramificación rizomática a la raíz; la esquizofrenia pulverizada y discontinua, como la imagen del sujeto en un espejo roto, a la paranoia autoritaria, icónica. Se privilegia la galaxia espejeante y en expansión, la dinámica del grupo; se descarta la órbita, previsible y trazada, el sujeto situable, aunque sea en el espacio de su negatividad.
Lo que del discurso científico recae o se refleja negativamente en el conjunto de actividades simbólicas no es el conocimiento en tanto que precisión matemática y formulable, ni la particular estructura de su presentación, ni siquiera las leyes inherentes a ese particular discurrir que es el saber; sino, manifiesta desde Galileo hasta A. Salam, con su punto cenital en Einstein, la violenta pulsión de unificación, el feroz deseo del Uno. Se trata, en la ciencia, de compaginar lo diverso y, paralelamente, en el mundo de los símbolos, de escindir cada vez más: por una parte la sed del Uno; por la otra su des-construcción.
En L'heure de s'enivrer, L'univers, a-t-il un sens?, Hubert Reeves cita al físico Dicke, quien, en 1950, proporcionó una respuesta especular a la pulsión miniaturizadora de los astrónomos; en ella, espejo y mirada constituyen una topología borgesca, lo cual no es infrecuente cuando se trata del universo; evocan también, lo cual sí lo es, cierta consonancia lacaniana.
"El ser humano —asegura Dicke— es un recién llegado al universo. La fabricación de los átomos y moléculas que lo constituyen es un proceso de larga duración. Se necesitan varios billones de años, en el curso de la evolución cósmica, para engendrar un cerebro capaz de observar el universo y de plantear preguntas sobre lo que observa. La edad del universo no siempre ha sido igual a la relación de intensidad entre las fuerzas gravitacionales y las electromagnéticas, pero en el pasado no había nadie que las comparara. Dicke demuestra que el tiempo —en unidades naturales— que se requiere para que aparezca un cerebro como el del hombre, es decir, pensante, es vecino a esa relación de intensidad. De modo que el hombre aparece en la escena cosmológica simplemente porque el universo se hace observable cuando hay alguien para observarlo (Hubert Reeves, L'heure de s'enivrer, París, Seuil, 1986, p. 144.)
El regreso de un arte barroco, o el de alguna de sus espejeantes formas, no sólo se reconoce hoy, sino que hasta se reivindica. Se ve perfilar la máscara pinturera, por todas partes, incluso donde lo que asoma no es más que la pálida literalidad del rostro clásico. Sin embargo, cuando se trata de fundamentar esta nueva "carnavalización", de dar una explicación coherente de lo que la suscita, el discurso se empobrece bruscamente: todo se vuelve constatación, fácil apreciación de estilos, detección, a diestra y siniestra, de los "síntomas" del barroco; de modo que este neobarroco carece de una epistemología propia, y aún más, de una lectura atenta al substrato, de un trabajo de signos.
El hombre del primer barroco, aún si sus conocimientos científicos explícitos eran discretos, o nulos, y si de los modelos astronómicos no recibía en su cotidianidad más que simulacros muy mediatizados, deformados por los grimorios astrológicos, era un hombre que se sentía deslizar: el mundo de certezas que le había garantizado la imagen de un universo centrado en la Tierra, o aun —Copérnico— ordenado alrededor del Sol, de pronto basculaba. Terminaban las órbitas platónicas perfectas alrededor del Sol, se deshacían los círculos: todo se alargaba, se deformaba como siguiendo la elasticidad de una anamorfosis, para conformarse con el trazado monstruoso de la elipse —o con el de su doble retórico, la elipsis, que engendraba poemas ilegibles, alambicados, como esos encabalgamientos de líneas en que las figuras no aparecían más que de lado, vistas, desde el margen, casi al revés.
El hombre del primer barroco es el testigo de un mundo que /vacila: el modelo kepleriano del universo le parece dibujar una escena aberrante, inestable, inútilmente descentrada.
Lo mismo ocurre con el hombre de hoy. A la creencia newtoniana y kantiana en un universo estable, sostenido por fuerzas equilibradas cuyas leyes no son más que el reflejo de una racionalidad por definición inalterable, creencia provisionalmente reforzada por la teoría del steady state, que no disfrutó más que de algunos años de verosimilitud, sucede hoy la imagen de un universo en expansión violenta, "creado" a partir de una explosión y sin límites ni forma posible: una fuga de galaxias hacia ninguna parte, a menos que no sea hacia su propia extinción "fuera" del tiempo y del espacio.
Si la idea, tranquilizadora por sus resonancias bíblicas, de una explosión inicial, metáfora brutal del génesis, pudo durante algunos años mitigar el sentimiento de inestabilidad a que conducía la cosmología del siglo xx, las últimas hipótesis, o constataciones de su discurso, no logran sino agravar el vértigo; el universo que nos propone es "un verdadero patchwork en que las galaxias tejen un maravilloso tapiz de motivos complejos en medio de gigantescos espacios vacíos" (Trinh Xuan Thuan, La formation de l'Univers", 1986)
Ningún modelo parece poder agotar sin residuos o sin distorsiones la complejidad actual del Universo...
Así como la elipse —en sus dos versiones, geométrica y retórica, la elipsis— constituye la retombée y la marca maestra del primer barroco —Bernini, Borromini y Góngora bastarían para ilustrar esta aseveración—, asimismo la materia fonética y gráfica en expansión accidentada constituiría la firma del segundo. Una expansión irregular cuyo principio se ha perdido y cuya ley es informulable. No sólo una representación de la expansión, tal y como puede situarse en la obra de Pollock, en ciertos caligramas, o hasta en la poesía concreta del grupo brasileño Noigandres en sus primeras manifestaciones. Sino un neobarroco en estallido en el que los signos giran y se escapan hacia los límites del soporte sin que ninguna fórmula permita trazar sus líneas o seguir los mecanismos de su producción. Hacia los límites del pensamiento, Imagen de un universo que estalla hasta quedar extenuado, hasta las cenizas. Y que, quizás, vuelve a cerrarse sobre sí mismo.
Materia
que gira:
hélice de luz
sobre sí misma
que huye
más allá de los bordes
que va a caer
del otro lado del espacio.
LA SIMULACIÓN
El lector de anamorfosis, es decir, el que bajo la aparente amalgama de colores, sombras y trazos sin concierto, descubre, gracias a su propio desplazamiento, una figura, o el que bajo la imagen explícita, enunciada, descubre la otra, "real", no dista, en la oscilación que le impone su trabajo, de la práctica analítica: "su acción terapéutica, al contrario, debe de ser definida esencialmente como un doble movimiento gracias al cual la imagen, al comienzo difusa y rota, es regresivamente asimilada a lo real, para ser progresivamente desasimilada de lo real, es decir, restaurada en su realidad propia".(Jacques Lacan; Ècrits, París, Seuil, 1966). En el operar preciso de una lectura barroca de la anamorfosis, un primer movimiento, paralelo al del analista, asimila en efecto a lo real la imagen "difusa y rota"; pero un segundo gesto, el propiamente barroco, de alejamiento y especificación del objeto, crítica de lo figurado, lo desasimila de lo real: esa reducción a su propio mecanismo técnico, a la teatralidad de la simulación, es la verdad barroca de la anamorfosis.
La opacidad, lo indescifrable en primer plano. Andy Warhol va a terminar la era de lo legible en pintura y por ello la consignación de lo opaco. Llega a eliminar, trayendo lo agresivamente accesorio al plano de sujeto único de la representación, la noción misma de plano, con lo que ésta implica de residuo jerárquico y conceptual de la perspectiva.
Holbein/Warhol: motivación del trabajo analítico por exceso de opacidad, por anuncio de codificación suplementaria cuando lo ilegible constituye el primer plano de la representación o por exceso de transparencia, furia de realismo, cifra de una teatralidad contra toda interpretación. En el Pop todo da igual, todo da igual a todo: plano único, sin jerarquía ni referente halógeno —ni siquiera la "vida", indistinguible en este gesto de la obra; más bien la muerte, inscrita en la pulsión mecanizada de la repetición.
Magritte nos presenta la misma legibilidad, es cierto, lo inmediato de una captación, aprehensión brutal e instantánea del "tema", pero en él, se trata de una simulación de transparencia que sólo está en función de una densidad subyacente, y ésta, por su hermetismo, no puede ser figurada más que bajo la evidencia meridiana de ciertos emblemas o bajo la representación, sospechosa por excesivamente gráfica, de la fantasía. Leyes y procedimientos que derivarían de una heráldica, nunca de una estilística.
Desde el punto de vista de una pragmática de la comunicación, la anamorfosis sería la definición mejor de una realidad creada por la información. "De todas las ilusiones, la más peligrosa consiste en pensar que no existe más que una realidad. En efecto, lo que existe no son más que diferentes versiones de ésta -todas efectos de la comunicación—, versiones a veces contradictorias, que nunca son el reflejo de verdades objetivas y eternas." (Paul Watzlawick, ¿How real is real? Communication, Desinformation, Confusión, Random House, Nueva York, Toronto, 1976.)
No se trata, sin embargo, de recopilar los residuos del barroco fundador, sino —como se produjo en literatura con la obra de José Lezama Lima — de articular los estatutos y premisas de un nuevo barroco que al mismo tiempo integraría la evidencia pedagógica de las formas antiguas, su legibilidad, su eficacia informativa, y trataría de atravesarlas, de irradiarlas, de minarlas por su propia parodia, por ese humor y esa intransigencia — con frecuencia culturales — propios de nuestro tiempo.
Ese barroco furioso, impugnador y nuevo no puede surgir más que en las márgenes críticas o violentas de una gran superficie — de lenguaje, ideología o civilización—: en el espacio a la vez lateral y abierto, superpuesto, excéntrico y dialectal de América: borde y denegación, desplazamiento y ruina de la superficie renaciente española, éxodo, trasplante y fin de un lenguaje, de un saber.
De esa posibilidad de un barroco actual, el tratamiento de la información que practican los artistas latinoamericanos —conceptuales o no— podía ser uno de los indicios más significantes. La figuración, o la frase clásica, conducen una información utilizando el medio más simple: sintaxis recta, disposición jerárquica de los personajes y escenografía de sus gestos destinada a destacar sin "perturbaciones" lo esencial de la istoria, el sentido de la parábola; el espectáculo del barroco, al contrario, pospone, difiere al máximo la comunicación del sentido gracias a un dispositivo contradictorio de la mise-en-scène, a una multiplicidad de lecturas que revela finalmente, más que un contenido fijo y unívoco, el espejo de una ambigüedad.
LA PALABRA "BARROCO"
A la historia del barroco podríamos añadir, como un reflejo puntual e inseparable, la de su represión moral, ley que, manifiesta o no,lo señala como desviación o anomalía de una forma precedente, equilibrada y pura, representada por lo clásico. Sólo a partir de d'Ors el anatema se atenúa o, más bien, se disimula: "Si se habla de enfermedad con respecto al barroco es en el sentido en que Michelet decía: 'La femme est une éternelle malade'."
Motivar el signo barroco, fundamentarlo hoy sin que la operación implique un residuo moral, no podría lograrse si se pretende una concordancia de orden semántico, un acuerdo de sentido entre la palabra y la cosa; donde se instaura un sentido último, una verdad plena y central, la singularidad del significado, se habrá instaurado la culpa, la caída. A la manía definidora, al vértigo del génesis, opondríamos una homología estructural entre el producto barroco paradigmático -la joya— y la forma de la expresión barroco: analogía que articula al referente con el significante, primero considerando la distribución de los elementos vocálicos, luego, su grafismo:
..........."La palabra barroco posee dos claras vocales bien engarzadas, que parecen evocar su amplitud y su brillo" (Victor L.Tapié, Le Baroque. París, 1961): el soporte, pues, es opaco, estrecho; en esa superficie consonantica, bien engarzados, como las perlas en la montadura, espejean los elementos claros...
...........Arte de la argucia: su sintaxis visual está organizada, en función Y de relaciones inéditas: distorsión e hipérbole de uno de los términos, brusca noche sobre el otro; desnudez, ornamento independiente del cuerpo racional del edificio, adjetivo, adverbio que lo retuerce, voluta: todo artificio posible con tal de argumentar, de presentar autoritariamente, sin matices. Todo por convencer.
—Barroco: en la sordina del flujo consonantico, la a y la o; el barroco, va de la a a la o, sentido del oro, del lazo al círculo, de la elipse al círculo; o al revés: sentido de la excreción —reverso simbólico del oro— del círculo al lazo, del círculo a la elipse, de Galileo a Kepler.El paso de Galileo a Kepler es el del círculo a la elipse, el de lo que está trazado alrededor del Uno a lo que está trazado alrededor de lo plural, paso de lo clásico a lo barroco.
GALILEO
La metáfora de Galileo es la de la corrupción.
El corte que desintegra el juego aceitado de las esferas es el de la materia degradada, caída, muda: el Sol no es un globo pulido, uniformemente brillante -—aro bizantino de placas de oro, círculo flamenco naranja—: tiene manchas; la Luna no es plana, esférula blanca sin poros: como la Tierra, es irregular y montañosa; la Vía Láctea no es un astro esplendente y continuo, sino un vasto conglomerado de estrellas; Júpiter arrastra "lunas" en sus movimientos: la materia que forma las esferas celestes, los cuerpos aparentemente nítidos, sin vetas, que giran en el espacio, no difiere de la que se aglutina en la Tierra, está igualmente constituida, es igualmente corruptible.
...la Luna deja de ser un círculo inmaculado que epifaniza la pureza celeste para convertirse en una esfera carcomida que representa la corruptibilidad de la materia.
La fidelidad —el empecinamiento— de Galileo a la tradición aristotélica, puede resumirse en la persistencia, que atraviesa todo su discurso, de la noción de natural confundida con la de racional; el barroco será extravagancia y artificio, perversión de un orden natural y equilibrado: moral. A la dicotomía aristotélica natural/ violento, que se aplica al movimiento, la rutina represiva que comienza con la interpretación moralizante del texto galileano, irá substituyendo progresivamente la oposición natural/artificial.
Para Galileo, hay un lugar natural único: el centro del mundo; también hay un solo movimiento natural, el que va hacia el centro siguiendo la ley aristotélica de la caída de los cuerpos graves —de la cual Copérnico se había liberado—. Sólo el movimiento hacia abajo, deorsum, es pues, natural, porque posee un término natural; el movimiento hacia arriba, sursum, no lo es: todos los cuerpos son pesados, de modo que ese movimiento es violento y no tiene fin natural: se puede subir indefinidamente...
...La prioridad de la superficie esférica sirve a Galileo para mantener uno de los residuos del orden cósmico: la disposición concéntrica de los elementos; los cuerpos pesados se sitúan donde menos lugar hay para recibir la materia -en el centro del globo del Universo-; los más ligeros se van agrupando alrededor.
Galileo abogaba contra la poesía alegórica, y en particular contra la de Tasso. La alegoría obliga a la narración espontánea, "originalmente bien visible y hecha para ser vista de frente", a adaptarse a un sentido encarado oblicuamente, implícito...
La anamorfosis aparece pues como la perversión de la perspectiva y de su código -presentar de frente, ver de frente-, del mismo modo que la alegoría aparece como la degradación de la narración natural.
Si el reproche de Galileo a la alegoría y la anamorfosis constituye un rechazo formal de la polisemia —soporte del barroco—, su repudio a enderezar la imagen de la anamorfosis, mediante un desplazamiento del punto de vista y, la adopción de un segundo centro, lateral, revela una fobia del descentramiento, como si éste "cuya posibilidad está inscrita desde el origen en el código, no pudiera efectuarse más que entre límites muy reducidos y más allá de los cuales la imagen parecerá deshacerse, cuando en realidad sólo ha sido transformada" (Hubert Damisch). La exclusión del descentramiento, la censura de ese punto marginal a través
del cual el código de la perspectiva revela su facticidad, sus fallas y, con la ruptura de la continuidad de los contornos, desarregla el sistema de la linearidad, la apropiación y el ordenamiento de la realidad, ¿no será una versión más del empecinamiento de Galileo por el centro único —el círculo— y de su aversión por el doble centro de la elipse?
El relato de Tasso, afirma Galileo, se parece más a un trabajo de marquetería que a una pintura al óleo: límites precisos, sin relieve, elementos demasiado numerosos y simplemente yuxtapuestos, como si el poeta hubiera querido llenar sistemáticamente todos los vacíos.
Para Damisch, esta crítica manifiesta el nexo que existe entre los procedimientos de la alegoría y una práctica artesanal —la de la marquetería— que estuvo asociada, en sus comienzos, a la institución del código de la perspectiva.
Límites precisos, elementos demasiado numerosos, deseo de llenar sistemáticamente todos los vacíos: caracterizando la marquetería, Galileo, sin saberlo, formula los prejuicios anti-barrocos:
Uno, canónico: horror al "horror al vacío", miedo a la proliferación incontrolable que cubre el soporte y lo reduce a un continuum no centrado, a una trabazón de materia significante sin intersticio para la inserción de un sujeto enunciador. El horror al vacío expulsa al sujeto de la superficie, de la extensión multiplicativa para señalar en su lugar el código específico de una práctica simbólica. En el barroco, la poética es una Retórica: el lenguaje, código autónomo y tautológico, no admite en su densa red, cargada, la posibilidad de un yo generador, de un referente individual, centrado, que se exprese —el barroco funciona al vacío—, que
oriente o detenga la crecida de signos.
La marquetería es también cita: yuxtaposición de diversas texturas, de vetas opuestas; contornos precisos, sin relieves: mímesis barroca. Más que la profundidad del paisaje, la geometría de los instrumentos, o el volumen de las frutas; lo que la marquetería muestra, sumando segmentos de distinto grano, es el barnizado artificio del trompe-l'oeil, fingiendo denotar otra cosa, señala en sí misma la organización convencional de la representación. Así el lenguaje barroco: vuelta sobre sí, marca del propio reflejo, puesta en escena de la utilería. En él, la adición de citas, la múltiple emisión de voces, niega toda unidad, toda naturalidad a un centro emisor: fingiendo nombrarlo, tacha lo que denota, anula: su sentido es la insistencia de su juego. El lenguaje del barroco podría compararse a esa "lengua de fondo" (Grundsprache) en que el presidente Schreber escucha sus alucinaciones y que Lacan identifica con los mensajes autónimos de que hablan los lingüistas: el objeto de la comunicación es el significante y no el significado. El mensaje, en el barroco, es la relación del mensaje consigo mismo.
La metáfora, que interviene en la significación, la prolonga, la suspende, es el modelo por medio del cual el sistema barroco encuentra más conveniente —más fácil, más necesario— describir, inventar, proyectar, instituir este hacer autónomo y desprejuiciado, este hacer por hacer, hacer haciendo la cosa y el modo que posibilita el mensaje literario —estético en general— y garantiza el sentido que éste es capaz de comunicarnos [...]; la metáfora —en la descripción metalingüística que da de ella el barroco— no se carga de intenciones metafísicas y cognoscitivas, sino que viene a representar el momento de excelencia —y de ostentación— de la operatividad en que el ingenio barroco se resuelve. (Giuseppe Conte, La metàfora barocca, Milán, 1972)
LA COSMOLOGÍA BARROCA: KEPLER
Tal es la connotación teológica, la autoridad icónica del círculo, forma natural y perfecta, que cuando Kepler descubre, después de años de observación, que Marte describe 110 un círculo sino una elipse alrededor del Sol, trata de negar lo que ha visto; es demasiado fiel a las concepciones de la Cosmología antigua para privar al movimiento circular de su privilegio. El apego a una forma reviste siempre un intento de totalización ideal: se postula una identidad de matriz, una conformidad de las estructuras primarias sensibles —estáticas o dinámicas— con un modelo o generador común promovido así al rango de significado último, ergo ontológico. Las tres leyes de Kepler,(1.Los planetas describen elipses de las cuales el centro del Sol es uno de los centros; 2. El radio que une el centro del Sol al centro del planeta recorre áreas iguales en tiempos iguales; 3. La relación del cubo de la mitad del eje mayor al cuadrado del período es la misma para todos los planetas) alterando el soporte científico en que reposaba todo el saber de la época, crean un punto de referencia con relación al cual se sitúa, explícitamente o no, toda actividad simbólica: algo se descentra, o más bien, duplica su centro, lo desdobla; ahora, la figura maestra no es el círculo, de centro único, irradiante, luminoso y paternal, sino la elipse, que opone a ese foco visible otro igualmente operante, igualmente real, pero obturado, muerto, nocturno, el centro ciego, reverso del yang germinador del Sol, el ausente.
Esta doble focalización se opera en el interior de un espacio limitado —por la esfera de las estrellas fijas—, cavidad donde se encuentran la Tierra, el Sol y los planetas, espacio, tan lejos como pueden verse los astros, finito: el pensamiento de la infinitud, de lo no centrado, sin lugares ni espesores precisos, el pensamiento de la topología barroca, lo bordea, límite lógico. "Este pensamiento —el de la infinitud del universo— conlleva no sé qué horror secreto; en efecto, uno se encuentra errante en medio de ega inmensidad a la cual se ha negado todo límite, todo centro, y por ello mismo, todo lugar determinado (Kepler). Pascal, como es harto
sabido, sintió el mismo horror, pero con una diferencia: en él, el vértigo del infinito engendra su vórtice: allí donde no hay lugar, o donde el lugar falta, allí, precisamente, se encuentra el sujeto.
El pensamiento de la finitud exige el pensamiento imposible de la infinitud como clausura conceptual de su sistema y garantía de su funcionamiento. La amenaza del exterior inexistente —el vacío es nada para Kepler, el espacio no existe más que en función de los cuerpos que lo ocupan—, exterior del universo y de la razón —la impensabilidad de la nada—, rige pues, al mismo tiempo, la economía cerrada del universo y la finitud del logos; el "centro vacío, inmenso, el gran hueco" de nuestro mundo visible, donde los planetas trazan alrededor del Sol las elipses concéntricas de sus órbitas, exige, al contrario, su clausura física en la "bóveda" de las estrellas fijas.
"Ya que en la óptica china, el Vacío no es como pudiera suponerse, algo vago e inexistente, sino un elemento eminentemente dinámico y operante. Relacionado con la idea de los soplos vitales y con el principio de alternancia entre el Yin y el Y, el Vacío constituye el lugar por excelencia donde se operan las transformaciones, donde lo Lleno podría alcanzar su verdadera plenitud. Es el Vacío el que, introduciendo en un sistema dado la discontinuidad y la reversibilidad, permite a las unidades constitutivas de ese sistema sobrepasar la oposición rígida y el desarrollo en sentido único, y permite al mismo tiempo al hombre la posibilidad de un acercamiento totalizante del universo." (Frangois Cheng'vide et plein, le langage pictural chinois, París. Seuil, 1979). Y también: Lao-Tzu, Tao-te-ching, cap. XL: "El Tener produce diez mil seres, pero el Tener es producto de la Nada (wu)", y Chuang-tzu (capítulo Cielo Tierra): "En el origen no hay Nada (wu); la Nada no tiene nombre. De la nada nace el Uno; el Uno no tiene forma."
ELIPSIS (del gr.élleipsis, insuficiencia), significa falta, se aplica a la elipsis, ya que en ella algo ha sido suprimido, y también a la elipse, ya que algo le falta para ser un círculo perfecto.
La elipsis en la retórica barroca, se identifica con la mecánica del oscurecimiento, repudio de un significante que se expulsa del universo simbólico. Esta ocultación, en la poesía de Góngora, como es sabido, no es fortuita; corresponde, como en todo discurso organizado, a leyes inflexibles aunque informuladas.
La mecánica clásica de la elipsis, es análoga a la que el psicoanálisis reconoce con el nombre de supresión (Unterdrückung/represión), operación psíquica que tiende a excluir de la conciencia un contenido desagradable o inoportuno. La supresión, como la elipsis, es una operación que permanece en el interior del sistema-conciencia: el significante suprimido, como el elidido, pasa a la zona del preconsciente y no a la del inconsciente: el poeta tendrá siempre más o menos presente el significante expulsado de su discurso legible.
En el universo extremadamente culturalizado del barroco, el mecanismo de la metáfora se eleva a lo que hemos llamado su potencia al cuadrado: Góngora parte, como terreno de base —los otros poetas, del enunciado lineal, informativo—, de un estrato ya metafórico armado por esas figuras de tradición renacentista que han constituido hallazgos para la poesía precedente, que él considera como enunciados sanos, "naturales" y a los que mediante una nueva metaforización, dará acceso al registro propiamente textual.
El lenguaje barroco, reelaborado por el doble trabajo elidente, adquiere—como el del delirio—, una calidad de superficie metálica, espejeante, sin reverso aparente, en que los significantes, a tal punto ha sido reprimida su economía semántica, parecen reflejarse en sí mismos, referirse a sí mismos, degradarse en signos vacíos; las metáforas, precisamente porque se encuentran en su espacio propio, que es el del desplazamiento simbólico —resorte, también, del síntoma—, pierden su dimensión metafórica: su sentido no precede la producción; es su producto emergente : es el sentido del significante, que connota la relación
del sujeto con el significante. Así funciona el lenguaje barroco, también el delirio:
Esas alusiones verbales, esas relaciones cabalísticas, esos juegos de homonimia, esos retruécanos[... ]y yo diría ese acento de singularidad cuya resonancia en una palabra tenemos que saber escuchar para detectar el delirio, esa transfiguración del término en la intención inefable, esa fijación de la idea en el semantema (que en este caso tiende precisamente a degradarse en signo), esos híbridos del vocabulario, ese cáncer verbal del neologismo, ese enviscamiento de la sintaxis, esa duplicidad de la enunciación, pero también esa coherencia que equivale a una lógica, esa característica que, de la unidad de un estilo a los estereotipos, marca cada forma del delirio: a través de todo eso el enajenado, por la palabra o por la pluma, se comunica con nosotros. (JACQUES LACAN, Écrits, pp.167-168)
Una investigación discreta —es decir, atenta a la discontinuidad, a la diferencia, a los puntos de ruptura de la cadena significante, gracias a los cuales surge la significación— de sus interferencias, siguiendo el hilo de una metáfora cuyo desplazamiento simbólico neutralizará los sentidos segundos de los términos que asocia, restituirá a la palabra su pleno valor de evocación (JACQUES LACAN, Écrits, p.295). Lacan añade que "esta técnica exigiría, tanto para enseñarse como para aprenderse, una asimilación profunda de los recursos de una lengua y especialmente de los que se realizan concretamente en los textos poéticos".
Queda por elucidar, en este funcionamiento del discurso, un sitio: el del sujeto. Éste si en efecto se trata de él —toda la topología lacaniana no hace más que probarlo—, es porque no está donde se lo espera -en el sitio donde un Yo gobierna visiblemente el discurso que se enuncia-, sino allí donde no se lo sabe buscar —bajo el significante elidido que el Yo cree haber expulsado, del cual el Yo se cree expulsado.
Así, en el instante mismo en que el sujeto "surge" como sentido en un lugar dado del texto —para lo cual tiene que ser ya un elemento mínimo del lenguaje, un "trazo unario" en el campo del Otro—, se desvanece en otro lugar —fading—, allí donde algo se pierde o cae del lenguaje: el representante de la representación. En ese sentido, los dos centros de la elipse ilustran perfectamente el sujeto en su división constituyente. Y aún más: se ve cómo la metáfora, al hacer surgir en una cadena significante un término procedente de otra cadena, es, como dice Lacan, metáfora del sujeto: no sólo remite a otro registro de sentido, sino también a otro sitio donde encontrar el sujeto.
...el mundo no es aprehensible más que desde mi punto de vista e inconcebible desde un punto de vista totalizante que sería el de nadie. Ese punto imaginario, situado en el infinito, arrastra la producción de símbolos, haciéndolos cada vez más generales, y funciona como su propio límite: cada acercamiento ilusorio a esa "métrica universal" exige una nueva corrección, señala, con sus propios postulados, su residuo: la obra —Joyce— multiplica su focalización, señala el reemplazo y la dispersión de sus "puntos de vista", la convvertibilidad de unos en otros —el tiempo entre ellos—, intenta que cada nueva percepción llegue a enunciarse a partir de ese punto absoluto y anónimo que se sitúa por definición más allá del alcance de toda experiencia posible: focus imaginarius que es a la vez fin de la subjetividad y de la contingencia, fundamento y límite del logos, silencio.
ECONOMÍA
Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación. Malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función de placer —y no, como en el uso doméstico, en función de información es un atentado al buen sentido, moralista y "natural" —como el círculo de Galileo— en que se basa toda la ideología del consumo y la acumulación. El barroco subvierte el orden supuestamente normal de las cosas, como la elipse —ese suplemento de valor— subvierte y deforma el trazo, que la tradición idealista supone perfecto entre todos, del círculo.
EROTISMO
El espacio barroco es pues el de la superabundancia y el desperdicio. Contrariarnente al lenguaje comunicativo, económico, austero, reducido a su funcionalidad —servir de vehículo a una información— el lenguaje barroco se complace en el suplemento, en la demasía y la pérdida parcial de su objeto. O mejor: en la búsqueda, por definición frustrada, del objeto parcial. El "objeto" del barroco puede precisarse: es ese que Freud, pero sobre todo Abraham, llaman objeto parcial: seno materno, excremento —y su equivalencia metafórica: oro, materia constituyente y soporte simbólico de todo barroco...
El objeto en tanto que cantidad residual, pero también en tanto que caída, pérdida o desajuste entre la realidad y la imagen fantasmática que la sostiene, entre la obra barroca visible y la saturación sin límites, la proliferación ahogante, el horror vacui, preside el espacio barroco. El suplemento —otra voluta, ese "otro ángel más" de que habla Lezama— interviene como constatación de un fracaso: el que significa la presencia de un objeto no representable, que resiste a franquear la línea de la Alteridad: (a)licia que irrita a Alicia porque esta última no logra hacerla pasar del otro lado del espejo.
La constatación del fracaso no implica la modificación del proyecto, sino al contrario, la repetición del suplemento; esta repetición obstinada de una cosa inútil —puesto que no tiene acceso a la entidad simbólica de la obra— , es lo que determina al barroco en tanto que juego en oposición a la determinación de la obra clásica en tanto que trabajo. La exclamación infalible que suscita toda capilla de Churriguera o del Aleijadinho, toda estrofa de Góngora o de Lezama, todo acto barroco, ya pertenezca a la pintura o a la repostería — "¡Cuánto trabajo!" — , implica un apenas disimulado adjetivo: ¡Cuánto trabajo perdido, cuánto juego y desperdicio, cuánto esfuerzo sin funcionalidad! Es el superyó del homo faber, el ser-para-el-trabajo el que aquí se enuncia impugnando el regodeo, la voluptuosidad del oro, el fasto, la desmesura, el placer.
Juego, pérdida, desperdicio y placer: es decir, erotismo en tanto que actividad puramente lúdica, que parodia de la función de reproducción, transgresión de lo útil, del diálogo "natural" de los cuerpos.
En el erotismo la artificialidad, lo cultural, se manifiestan en el juego con el objeto perdido, juego cuya finalidad está en sí mismo y cuyo propósito no es la conducción de un mensaje -el de los elementos reproductores en este caso-, sino su desperdicio en función del placer.
ESPEJO
...el barroco actual, el neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto, la carencia que constituye nuestro tundamento epistémico. Neobarroco del desequilibrio, reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar su objeto, deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la carencia. La mirada ya no es solamente infinito: en tanto que objeto parcia se ha convertido en objeto perdido.
ESCRITO SOBRE UN CUERPO
Es lo que constituye la supuesta exterioridad de la literatura —la página, los espacios en blanco, lo que de ellos emerge entre las líneas, la horizontalidad de la escritura, la escritura misma, etc.— lo que nos engaña. Esta apariencia, este despliegue de significantes visuales—y mediante éstos (los grafos) en nuestra tradición, fonéticos— y las relaciones que entre ellos se crean en ese lugar privilegiado de la relación que es el plano de la página, el volumen del libro, son los que un prejuicio persistente ha considerado como la faz exterior, como el anverso de algo que sería lo que esa faz expresa : contenidos, ideas, mensajes, o bien una "ficción", un mundo imaginario, etcétera.
Ese prejuicio, manifiesto o no, edulcorado con distintos vocabularios, asumido por sucesivas dialécticas, es el del realismo. Todo en él, en su vasta gramática, sostenida por la cultura, garantía de su ideología, supone una realidad exterior al texto, a la literalidad de la escritura. Esa realidad, que el autor se limitaría a expresar, a traducir, dirigiría los movimientos de la página, su cuerpo, sus lenguajes, la materialidad de la escritura. Los más ingenuos suponen que
es la del "mundo que nos rodea", la de los eventos; los más astutos desplazan la falacia para proponernos una entidad imaginaria, algo ficticio, un "mundo fantástico". Pero es lo mismo: realistas puros —socialistas o no— y realistas "mágicos" promulgan y se remiten al mismo mito. Mito enraizado en el saber del origen , de un algo primitivo y verdadero que el autor llevaría al blanco de la página (JACQUES DERRIDA, L'Écriture et la difference, 1967). A ello corresponde la fetichización de este nuevo aedo, de este demiurgo recuperado por el romanticismo.
El progreso teórico de ciertos trabajos, el viraje total que éstos han operado en la crítica literaria nos han hecho revalorizar lo que antes se consideraba como el exterior, la apariencia:
—El inconsciente considerado como un lenguaje, sometido a sus leyes retóricas, a sus códigos y transgresiones; la atención que se presta a los significantes, creadores de un efecto que es el sentido, al material manifiesto del sueño (Lacan).
—El "fondo" de la obra considerado como una ausencia, la metáfora como un signo sin fondo, y es "esa lejanía del significado lo que el proceso simbólico designa" (Barthes).
SOBRE GÓNGORA: LA METÁFORA AL CUADRADO
La metáfora es esa zona en que la textura del lenguaje se espesa, ese relieve en que devuelve el resto de la frase a su simplícidad, a su inocencia. Levadura, reverso de la superficie continua del discurso, la metáfora obliga a lo que la circunda a permanecer en su pureza denotativa. Pureza. No hay que olvidar las implicaciones morales de esa palabra: de allí que la metáfora haya sido considerada como algo exterior a la "naturaleza" del lenguaje, como una "enfermedad"; de allí que se le haya culpabilizado, arrastrando esa censura a todas las figuras de retórica. No en vano Santo Tomás se vanagloriaba de no usar ninguna.
Pero si hasta entonces la metáfora deprava la "naturaleza" del lenguaje, Góngora desculpabiliza la retórica a tal extremo que el primer grado del enunciado, lineal y "sano", desaparece en su poesía. Parte de un territorio erosionado, roído a priori: el terreno de las metáforas tradicionalmente poéticas, esas que para los otros poetas y para la lengua literaria son hallazgos metafóricos. Parte de ese nivel -como los otros del nivel hablado-; en su obra toda figura retórica alcanza per se un registro suprarretórico. El simple hecho de ser escrita hace, en la obra de Góngora, de toda figura, una potencia poética al cuadrado.
"Si el agua cristal, el cristal agua"La filosofía, y los múltiples desarrollos de la lingüística estructural que llegaron a identificarse con la especulación filosófica, siguieron un camino, o cultivaron con ahínco una fantasía opuesta a la de la ciencia: en lugar de la unificación, o de la totalización, avanzaron bajo el emblema de la diseminación, la fractura y el corte insalvable. Pulverizar significados y textos, hacerlos aparecer bajo otros textos; señalar la división, negar la unidad o la prioridad del sujeto y de su monolítica emisión de la voz. Se prefiere lo fragmentario y múltiple a lo definido y neto, la ramificación rizomática a la raíz; la esquizofrenia pulverizada y discontinua, como la imagen del sujeto en un espejo roto, a la paranoia autoritaria, icónica. Se privilegia la galaxia espejeante y en expansión, la dinámica del grupo; se descarta la órbita, previsible y trazada, el sujeto situable, aunque sea en el espacio de su negatividad.
Lo que del discurso científico recae o se refleja negativamente en el conjunto de actividades simbólicas no es el conocimiento en tanto que precisión matemática y formulable, ni la particular estructura de su presentación, ni siquiera las leyes inherentes a ese particular discurrir que es el saber; sino, manifiesta desde Galileo hasta A. Salam, con su punto cenital en Einstein, la violenta pulsión de unificación, el feroz deseo del Uno. Se trata, en la ciencia, de compaginar lo diverso y, paralelamente, en el mundo de los símbolos, de escindir cada vez más: por una parte la sed del Uno; por la otra su des-construcción.
En L'heure de s'enivrer, L'univers, a-t-il un sens?, Hubert Reeves cita al físico Dicke, quien, en 1950, proporcionó una respuesta especular a la pulsión miniaturizadora de los astrónomos; en ella, espejo y mirada constituyen una topología borgesca, lo cual no es infrecuente cuando se trata del universo; evocan también, lo cual sí lo es, cierta consonancia lacaniana.
"El ser humano —asegura Dicke— es un recién llegado al universo. La fabricación de los átomos y moléculas que lo constituyen es un proceso de larga duración. Se necesitan varios billones de años, en el curso de la evolución cósmica, para engendrar un cerebro capaz de observar el universo y de plantear preguntas sobre lo que observa. La edad del universo no siempre ha sido igual a la relación de intensidad entre las fuerzas gravitacionales y las electromagnéticas, pero en el pasado no había nadie que las comparara. Dicke demuestra que el tiempo —en unidades naturales— que se requiere para que aparezca un cerebro como el del hombre, es decir, pensante, es vecino a esa relación de intensidad. De modo que el hombre aparece en la escena cosmológica simplemente porque el universo se hace observable cuando hay alguien para observarlo (Hubert Reeves, L'heure de s'enivrer, París, Seuil, 1986, p. 144.)
El regreso de un arte barroco, o el de alguna de sus espejeantes formas, no sólo se reconoce hoy, sino que hasta se reivindica. Se ve perfilar la máscara pinturera, por todas partes, incluso donde lo que asoma no es más que la pálida literalidad del rostro clásico. Sin embargo, cuando se trata de fundamentar esta nueva "carnavalización", de dar una explicación coherente de lo que la suscita, el discurso se empobrece bruscamente: todo se vuelve constatación, fácil apreciación de estilos, detección, a diestra y siniestra, de los "síntomas" del barroco; de modo que este neobarroco carece de una epistemología propia, y aún más, de una lectura atenta al substrato, de un trabajo de signos.
El hombre del primer barroco, aún si sus conocimientos científicos explícitos eran discretos, o nulos, y si de los modelos astronómicos no recibía en su cotidianidad más que simulacros muy mediatizados, deformados por los grimorios astrológicos, era un hombre que se sentía deslizar: el mundo de certezas que le había garantizado la imagen de un universo centrado en la Tierra, o aun —Copérnico— ordenado alrededor del Sol, de pronto basculaba. Terminaban las órbitas platónicas perfectas alrededor del Sol, se deshacían los círculos: todo se alargaba, se deformaba como siguiendo la elasticidad de una anamorfosis, para conformarse con el trazado monstruoso de la elipse —o con el de su doble retórico, la elipsis, que engendraba poemas ilegibles, alambicados, como esos encabalgamientos de líneas en que las figuras no aparecían más que de lado, vistas, desde el margen, casi al revés.
El hombre del primer barroco es el testigo de un mundo que /vacila: el modelo kepleriano del universo le parece dibujar una escena aberrante, inestable, inútilmente descentrada.
Lo mismo ocurre con el hombre de hoy. A la creencia newtoniana y kantiana en un universo estable, sostenido por fuerzas equilibradas cuyas leyes no son más que el reflejo de una racionalidad por definición inalterable, creencia provisionalmente reforzada por la teoría del steady state, que no disfrutó más que de algunos años de verosimilitud, sucede hoy la imagen de un universo en expansión violenta, "creado" a partir de una explosión y sin límites ni forma posible: una fuga de galaxias hacia ninguna parte, a menos que no sea hacia su propia extinción "fuera" del tiempo y del espacio.
Si la idea, tranquilizadora por sus resonancias bíblicas, de una explosión inicial, metáfora brutal del génesis, pudo durante algunos años mitigar el sentimiento de inestabilidad a que conducía la cosmología del siglo xx, las últimas hipótesis, o constataciones de su discurso, no logran sino agravar el vértigo; el universo que nos propone es "un verdadero patchwork en que las galaxias tejen un maravilloso tapiz de motivos complejos en medio de gigantescos espacios vacíos" (Trinh Xuan Thuan, La formation de l'Univers", 1986)
Ningún modelo parece poder agotar sin residuos o sin distorsiones la complejidad actual del Universo...
Así como la elipse —en sus dos versiones, geométrica y retórica, la elipsis— constituye la retombée y la marca maestra del primer barroco —Bernini, Borromini y Góngora bastarían para ilustrar esta aseveración—, asimismo la materia fonética y gráfica en expansión accidentada constituiría la firma del segundo. Una expansión irregular cuyo principio se ha perdido y cuya ley es informulable. No sólo una representación de la expansión, tal y como puede situarse en la obra de Pollock, en ciertos caligramas, o hasta en la poesía concreta del grupo brasileño Noigandres en sus primeras manifestaciones. Sino un neobarroco en estallido en el que los signos giran y se escapan hacia los límites del soporte sin que ninguna fórmula permita trazar sus líneas o seguir los mecanismos de su producción. Hacia los límites del pensamiento, Imagen de un universo que estalla hasta quedar extenuado, hasta las cenizas. Y que, quizás, vuelve a cerrarse sobre sí mismo.
Materia
que gira:
hélice de luz
sobre sí misma
que huye
más allá de los bordes
que va a caer
del otro lado del espacio.
LA SIMULACIÓN
El lector de anamorfosis, es decir, el que bajo la aparente amalgama de colores, sombras y trazos sin concierto, descubre, gracias a su propio desplazamiento, una figura, o el que bajo la imagen explícita, enunciada, descubre la otra, "real", no dista, en la oscilación que le impone su trabajo, de la práctica analítica: "su acción terapéutica, al contrario, debe de ser definida esencialmente como un doble movimiento gracias al cual la imagen, al comienzo difusa y rota, es regresivamente asimilada a lo real, para ser progresivamente desasimilada de lo real, es decir, restaurada en su realidad propia".(Jacques Lacan; Ècrits, París, Seuil, 1966). En el operar preciso de una lectura barroca de la anamorfosis, un primer movimiento, paralelo al del analista, asimila en efecto a lo real la imagen "difusa y rota"; pero un segundo gesto, el propiamente barroco, de alejamiento y especificación del objeto, crítica de lo figurado, lo desasimila de lo real: esa reducción a su propio mecanismo técnico, a la teatralidad de la simulación, es la verdad barroca de la anamorfosis.
La opacidad, lo indescifrable en primer plano. Andy Warhol va a terminar la era de lo legible en pintura y por ello la consignación de lo opaco. Llega a eliminar, trayendo lo agresivamente accesorio al plano de sujeto único de la representación, la noción misma de plano, con lo que ésta implica de residuo jerárquico y conceptual de la perspectiva.
Holbein/Warhol: motivación del trabajo analítico por exceso de opacidad, por anuncio de codificación suplementaria cuando lo ilegible constituye el primer plano de la representación o por exceso de transparencia, furia de realismo, cifra de una teatralidad contra toda interpretación. En el Pop todo da igual, todo da igual a todo: plano único, sin jerarquía ni referente halógeno —ni siquiera la "vida", indistinguible en este gesto de la obra; más bien la muerte, inscrita en la pulsión mecanizada de la repetición.
Magritte nos presenta la misma legibilidad, es cierto, lo inmediato de una captación, aprehensión brutal e instantánea del "tema", pero en él, se trata de una simulación de transparencia que sólo está en función de una densidad subyacente, y ésta, por su hermetismo, no puede ser figurada más que bajo la evidencia meridiana de ciertos emblemas o bajo la representación, sospechosa por excesivamente gráfica, de la fantasía. Leyes y procedimientos que derivarían de una heráldica, nunca de una estilística.
Desde el punto de vista de una pragmática de la comunicación, la anamorfosis sería la definición mejor de una realidad creada por la información. "De todas las ilusiones, la más peligrosa consiste en pensar que no existe más que una realidad. En efecto, lo que existe no son más que diferentes versiones de ésta -todas efectos de la comunicación—, versiones a veces contradictorias, que nunca son el reflejo de verdades objetivas y eternas." (Paul Watzlawick, ¿How real is real? Communication, Desinformation, Confusión, Random House, Nueva York, Toronto, 1976.)
No se trata, sin embargo, de recopilar los residuos del barroco fundador, sino —como se produjo en literatura con la obra de José Lezama Lima — de articular los estatutos y premisas de un nuevo barroco que al mismo tiempo integraría la evidencia pedagógica de las formas antiguas, su legibilidad, su eficacia informativa, y trataría de atravesarlas, de irradiarlas, de minarlas por su propia parodia, por ese humor y esa intransigencia — con frecuencia culturales — propios de nuestro tiempo.
Ese barroco furioso, impugnador y nuevo no puede surgir más que en las márgenes críticas o violentas de una gran superficie — de lenguaje, ideología o civilización—: en el espacio a la vez lateral y abierto, superpuesto, excéntrico y dialectal de América: borde y denegación, desplazamiento y ruina de la superficie renaciente española, éxodo, trasplante y fin de un lenguaje, de un saber.
De esa posibilidad de un barroco actual, el tratamiento de la información que practican los artistas latinoamericanos —conceptuales o no— podía ser uno de los indicios más significantes. La figuración, o la frase clásica, conducen una información utilizando el medio más simple: sintaxis recta, disposición jerárquica de los personajes y escenografía de sus gestos destinada a destacar sin "perturbaciones" lo esencial de la istoria, el sentido de la parábola; el espectáculo del barroco, al contrario, pospone, difiere al máximo la comunicación del sentido gracias a un dispositivo contradictorio de la mise-en-scène, a una multiplicidad de lecturas que revela finalmente, más que un contenido fijo y unívoco, el espejo de una ambigüedad.
LA PALABRA "BARROCO"
A la historia del barroco podríamos añadir, como un reflejo puntual e inseparable, la de su represión moral, ley que, manifiesta o no,lo señala como desviación o anomalía de una forma precedente, equilibrada y pura, representada por lo clásico. Sólo a partir de d'Ors el anatema se atenúa o, más bien, se disimula: "Si se habla de enfermedad con respecto al barroco es en el sentido en que Michelet decía: 'La femme est une éternelle malade'."
Motivar el signo barroco, fundamentarlo hoy sin que la operación implique un residuo moral, no podría lograrse si se pretende una concordancia de orden semántico, un acuerdo de sentido entre la palabra y la cosa; donde se instaura un sentido último, una verdad plena y central, la singularidad del significado, se habrá instaurado la culpa, la caída. A la manía definidora, al vértigo del génesis, opondríamos una homología estructural entre el producto barroco paradigmático -la joya— y la forma de la expresión barroco: analogía que articula al referente con el significante, primero considerando la distribución de los elementos vocálicos, luego, su grafismo:
..........."La palabra barroco posee dos claras vocales bien engarzadas, que parecen evocar su amplitud y su brillo" (Victor L.Tapié, Le Baroque. París, 1961): el soporte, pues, es opaco, estrecho; en esa superficie consonantica, bien engarzados, como las perlas en la montadura, espejean los elementos claros...
...........Arte de la argucia: su sintaxis visual está organizada, en función Y de relaciones inéditas: distorsión e hipérbole de uno de los términos, brusca noche sobre el otro; desnudez, ornamento independiente del cuerpo racional del edificio, adjetivo, adverbio que lo retuerce, voluta: todo artificio posible con tal de argumentar, de presentar autoritariamente, sin matices. Todo por convencer.
—Barroco: en la sordina del flujo consonantico, la a y la o; el barroco, va de la a a la o, sentido del oro, del lazo al círculo, de la elipse al círculo; o al revés: sentido de la excreción —reverso simbólico del oro— del círculo al lazo, del círculo a la elipse, de Galileo a Kepler.El paso de Galileo a Kepler es el del círculo a la elipse, el de lo que está trazado alrededor del Uno a lo que está trazado alrededor de lo plural, paso de lo clásico a lo barroco.
GALILEO
La metáfora de Galileo es la de la corrupción.
El corte que desintegra el juego aceitado de las esferas es el de la materia degradada, caída, muda: el Sol no es un globo pulido, uniformemente brillante -—aro bizantino de placas de oro, círculo flamenco naranja—: tiene manchas; la Luna no es plana, esférula blanca sin poros: como la Tierra, es irregular y montañosa; la Vía Láctea no es un astro esplendente y continuo, sino un vasto conglomerado de estrellas; Júpiter arrastra "lunas" en sus movimientos: la materia que forma las esferas celestes, los cuerpos aparentemente nítidos, sin vetas, que giran en el espacio, no difiere de la que se aglutina en la Tierra, está igualmente constituida, es igualmente corruptible.
...la Luna deja de ser un círculo inmaculado que epifaniza la pureza celeste para convertirse en una esfera carcomida que representa la corruptibilidad de la materia.
La fidelidad —el empecinamiento— de Galileo a la tradición aristotélica, puede resumirse en la persistencia, que atraviesa todo su discurso, de la noción de natural confundida con la de racional; el barroco será extravagancia y artificio, perversión de un orden natural y equilibrado: moral. A la dicotomía aristotélica natural/ violento, que se aplica al movimiento, la rutina represiva que comienza con la interpretación moralizante del texto galileano, irá substituyendo progresivamente la oposición natural/artificial.
Para Galileo, hay un lugar natural único: el centro del mundo; también hay un solo movimiento natural, el que va hacia el centro siguiendo la ley aristotélica de la caída de los cuerpos graves —de la cual Copérnico se había liberado—. Sólo el movimiento hacia abajo, deorsum, es pues, natural, porque posee un término natural; el movimiento hacia arriba, sursum, no lo es: todos los cuerpos son pesados, de modo que ese movimiento es violento y no tiene fin natural: se puede subir indefinidamente...
...La prioridad de la superficie esférica sirve a Galileo para mantener uno de los residuos del orden cósmico: la disposición concéntrica de los elementos; los cuerpos pesados se sitúan donde menos lugar hay para recibir la materia -en el centro del globo del Universo-; los más ligeros se van agrupando alrededor.
Galileo abogaba contra la poesía alegórica, y en particular contra la de Tasso. La alegoría obliga a la narración espontánea, "originalmente bien visible y hecha para ser vista de frente", a adaptarse a un sentido encarado oblicuamente, implícito...
La anamorfosis aparece pues como la perversión de la perspectiva y de su código -presentar de frente, ver de frente-, del mismo modo que la alegoría aparece como la degradación de la narración natural.
Si el reproche de Galileo a la alegoría y la anamorfosis constituye un rechazo formal de la polisemia —soporte del barroco—, su repudio a enderezar la imagen de la anamorfosis, mediante un desplazamiento del punto de vista y, la adopción de un segundo centro, lateral, revela una fobia del descentramiento, como si éste "cuya posibilidad está inscrita desde el origen en el código, no pudiera efectuarse más que entre límites muy reducidos y más allá de los cuales la imagen parecerá deshacerse, cuando en realidad sólo ha sido transformada" (Hubert Damisch). La exclusión del descentramiento, la censura de ese punto marginal a través
del cual el código de la perspectiva revela su facticidad, sus fallas y, con la ruptura de la continuidad de los contornos, desarregla el sistema de la linearidad, la apropiación y el ordenamiento de la realidad, ¿no será una versión más del empecinamiento de Galileo por el centro único —el círculo— y de su aversión por el doble centro de la elipse?
El relato de Tasso, afirma Galileo, se parece más a un trabajo de marquetería que a una pintura al óleo: límites precisos, sin relieve, elementos demasiado numerosos y simplemente yuxtapuestos, como si el poeta hubiera querido llenar sistemáticamente todos los vacíos.
Para Damisch, esta crítica manifiesta el nexo que existe entre los procedimientos de la alegoría y una práctica artesanal —la de la marquetería— que estuvo asociada, en sus comienzos, a la institución del código de la perspectiva.
Límites precisos, elementos demasiado numerosos, deseo de llenar sistemáticamente todos los vacíos: caracterizando la marquetería, Galileo, sin saberlo, formula los prejuicios anti-barrocos:
Uno, canónico: horror al "horror al vacío", miedo a la proliferación incontrolable que cubre el soporte y lo reduce a un continuum no centrado, a una trabazón de materia significante sin intersticio para la inserción de un sujeto enunciador. El horror al vacío expulsa al sujeto de la superficie, de la extensión multiplicativa para señalar en su lugar el código específico de una práctica simbólica. En el barroco, la poética es una Retórica: el lenguaje, código autónomo y tautológico, no admite en su densa red, cargada, la posibilidad de un yo generador, de un referente individual, centrado, que se exprese —el barroco funciona al vacío—, que
oriente o detenga la crecida de signos.
La marquetería es también cita: yuxtaposición de diversas texturas, de vetas opuestas; contornos precisos, sin relieves: mímesis barroca. Más que la profundidad del paisaje, la geometría de los instrumentos, o el volumen de las frutas; lo que la marquetería muestra, sumando segmentos de distinto grano, es el barnizado artificio del trompe-l'oeil, fingiendo denotar otra cosa, señala en sí misma la organización convencional de la representación. Así el lenguaje barroco: vuelta sobre sí, marca del propio reflejo, puesta en escena de la utilería. En él, la adición de citas, la múltiple emisión de voces, niega toda unidad, toda naturalidad a un centro emisor: fingiendo nombrarlo, tacha lo que denota, anula: su sentido es la insistencia de su juego. El lenguaje del barroco podría compararse a esa "lengua de fondo" (Grundsprache) en que el presidente Schreber escucha sus alucinaciones y que Lacan identifica con los mensajes autónimos de que hablan los lingüistas: el objeto de la comunicación es el significante y no el significado. El mensaje, en el barroco, es la relación del mensaje consigo mismo.
La metáfora, que interviene en la significación, la prolonga, la suspende, es el modelo por medio del cual el sistema barroco encuentra más conveniente —más fácil, más necesario— describir, inventar, proyectar, instituir este hacer autónomo y desprejuiciado, este hacer por hacer, hacer haciendo la cosa y el modo que posibilita el mensaje literario —estético en general— y garantiza el sentido que éste es capaz de comunicarnos [...]; la metáfora —en la descripción metalingüística que da de ella el barroco— no se carga de intenciones metafísicas y cognoscitivas, sino que viene a representar el momento de excelencia —y de ostentación— de la operatividad en que el ingenio barroco se resuelve. (Giuseppe Conte, La metàfora barocca, Milán, 1972)
LA COSMOLOGÍA BARROCA: KEPLER
Tal es la connotación teológica, la autoridad icónica del círculo, forma natural y perfecta, que cuando Kepler descubre, después de años de observación, que Marte describe 110 un círculo sino una elipse alrededor del Sol, trata de negar lo que ha visto; es demasiado fiel a las concepciones de la Cosmología antigua para privar al movimiento circular de su privilegio. El apego a una forma reviste siempre un intento de totalización ideal: se postula una identidad de matriz, una conformidad de las estructuras primarias sensibles —estáticas o dinámicas— con un modelo o generador común promovido así al rango de significado último, ergo ontológico. Las tres leyes de Kepler,(1.Los planetas describen elipses de las cuales el centro del Sol es uno de los centros; 2. El radio que une el centro del Sol al centro del planeta recorre áreas iguales en tiempos iguales; 3. La relación del cubo de la mitad del eje mayor al cuadrado del período es la misma para todos los planetas) alterando el soporte científico en que reposaba todo el saber de la época, crean un punto de referencia con relación al cual se sitúa, explícitamente o no, toda actividad simbólica: algo se descentra, o más bien, duplica su centro, lo desdobla; ahora, la figura maestra no es el círculo, de centro único, irradiante, luminoso y paternal, sino la elipse, que opone a ese foco visible otro igualmente operante, igualmente real, pero obturado, muerto, nocturno, el centro ciego, reverso del yang germinador del Sol, el ausente.
Esta doble focalización se opera en el interior de un espacio limitado —por la esfera de las estrellas fijas—, cavidad donde se encuentran la Tierra, el Sol y los planetas, espacio, tan lejos como pueden verse los astros, finito: el pensamiento de la infinitud, de lo no centrado, sin lugares ni espesores precisos, el pensamiento de la topología barroca, lo bordea, límite lógico. "Este pensamiento —el de la infinitud del universo— conlleva no sé qué horror secreto; en efecto, uno se encuentra errante en medio de ega inmensidad a la cual se ha negado todo límite, todo centro, y por ello mismo, todo lugar determinado (Kepler). Pascal, como es harto
sabido, sintió el mismo horror, pero con una diferencia: en él, el vértigo del infinito engendra su vórtice: allí donde no hay lugar, o donde el lugar falta, allí, precisamente, se encuentra el sujeto.
El pensamiento de la finitud exige el pensamiento imposible de la infinitud como clausura conceptual de su sistema y garantía de su funcionamiento. La amenaza del exterior inexistente —el vacío es nada para Kepler, el espacio no existe más que en función de los cuerpos que lo ocupan—, exterior del universo y de la razón —la impensabilidad de la nada—, rige pues, al mismo tiempo, la economía cerrada del universo y la finitud del logos; el "centro vacío, inmenso, el gran hueco" de nuestro mundo visible, donde los planetas trazan alrededor del Sol las elipses concéntricas de sus órbitas, exige, al contrario, su clausura física en la "bóveda" de las estrellas fijas.
"Ya que en la óptica china, el Vacío no es como pudiera suponerse, algo vago e inexistente, sino un elemento eminentemente dinámico y operante. Relacionado con la idea de los soplos vitales y con el principio de alternancia entre el Yin y el Y, el Vacío constituye el lugar por excelencia donde se operan las transformaciones, donde lo Lleno podría alcanzar su verdadera plenitud. Es el Vacío el que, introduciendo en un sistema dado la discontinuidad y la reversibilidad, permite a las unidades constitutivas de ese sistema sobrepasar la oposición rígida y el desarrollo en sentido único, y permite al mismo tiempo al hombre la posibilidad de un acercamiento totalizante del universo." (Frangois Cheng'vide et plein, le langage pictural chinois, París. Seuil, 1979). Y también: Lao-Tzu, Tao-te-ching, cap. XL: "El Tener produce diez mil seres, pero el Tener es producto de la Nada (wu)", y Chuang-tzu (capítulo Cielo Tierra): "En el origen no hay Nada (wu); la Nada no tiene nombre. De la nada nace el Uno; el Uno no tiene forma."
ELIPSIS (del gr.élleipsis, insuficiencia), significa falta, se aplica a la elipsis, ya que en ella algo ha sido suprimido, y también a la elipse, ya que algo le falta para ser un círculo perfecto.
La elipsis en la retórica barroca, se identifica con la mecánica del oscurecimiento, repudio de un significante que se expulsa del universo simbólico. Esta ocultación, en la poesía de Góngora, como es sabido, no es fortuita; corresponde, como en todo discurso organizado, a leyes inflexibles aunque informuladas.
La mecánica clásica de la elipsis, es análoga a la que el psicoanálisis reconoce con el nombre de supresión (Unterdrückung/represión), operación psíquica que tiende a excluir de la conciencia un contenido desagradable o inoportuno. La supresión, como la elipsis, es una operación que permanece en el interior del sistema-conciencia: el significante suprimido, como el elidido, pasa a la zona del preconsciente y no a la del inconsciente: el poeta tendrá siempre más o menos presente el significante expulsado de su discurso legible.
En el universo extremadamente culturalizado del barroco, el mecanismo de la metáfora se eleva a lo que hemos llamado su potencia al cuadrado: Góngora parte, como terreno de base —los otros poetas, del enunciado lineal, informativo—, de un estrato ya metafórico armado por esas figuras de tradición renacentista que han constituido hallazgos para la poesía precedente, que él considera como enunciados sanos, "naturales" y a los que mediante una nueva metaforización, dará acceso al registro propiamente textual.
El lenguaje barroco, reelaborado por el doble trabajo elidente, adquiere—como el del delirio—, una calidad de superficie metálica, espejeante, sin reverso aparente, en que los significantes, a tal punto ha sido reprimida su economía semántica, parecen reflejarse en sí mismos, referirse a sí mismos, degradarse en signos vacíos; las metáforas, precisamente porque se encuentran en su espacio propio, que es el del desplazamiento simbólico —resorte, también, del síntoma—, pierden su dimensión metafórica: su sentido no precede la producción; es su producto emergente : es el sentido del significante, que connota la relación
del sujeto con el significante. Así funciona el lenguaje barroco, también el delirio:
Esas alusiones verbales, esas relaciones cabalísticas, esos juegos de homonimia, esos retruécanos[... ]y yo diría ese acento de singularidad cuya resonancia en una palabra tenemos que saber escuchar para detectar el delirio, esa transfiguración del término en la intención inefable, esa fijación de la idea en el semantema (que en este caso tiende precisamente a degradarse en signo), esos híbridos del vocabulario, ese cáncer verbal del neologismo, ese enviscamiento de la sintaxis, esa duplicidad de la enunciación, pero también esa coherencia que equivale a una lógica, esa característica que, de la unidad de un estilo a los estereotipos, marca cada forma del delirio: a través de todo eso el enajenado, por la palabra o por la pluma, se comunica con nosotros. (JACQUES LACAN, Écrits, pp.167-168)
Una investigación discreta —es decir, atenta a la discontinuidad, a la diferencia, a los puntos de ruptura de la cadena significante, gracias a los cuales surge la significación— de sus interferencias, siguiendo el hilo de una metáfora cuyo desplazamiento simbólico neutralizará los sentidos segundos de los términos que asocia, restituirá a la palabra su pleno valor de evocación (JACQUES LACAN, Écrits, p.295). Lacan añade que "esta técnica exigiría, tanto para enseñarse como para aprenderse, una asimilación profunda de los recursos de una lengua y especialmente de los que se realizan concretamente en los textos poéticos".
Queda por elucidar, en este funcionamiento del discurso, un sitio: el del sujeto. Éste si en efecto se trata de él —toda la topología lacaniana no hace más que probarlo—, es porque no está donde se lo espera -en el sitio donde un Yo gobierna visiblemente el discurso que se enuncia-, sino allí donde no se lo sabe buscar —bajo el significante elidido que el Yo cree haber expulsado, del cual el Yo se cree expulsado.
Así, en el instante mismo en que el sujeto "surge" como sentido en un lugar dado del texto —para lo cual tiene que ser ya un elemento mínimo del lenguaje, un "trazo unario" en el campo del Otro—, se desvanece en otro lugar —fading—, allí donde algo se pierde o cae del lenguaje: el representante de la representación. En ese sentido, los dos centros de la elipse ilustran perfectamente el sujeto en su división constituyente. Y aún más: se ve cómo la metáfora, al hacer surgir en una cadena significante un término procedente de otra cadena, es, como dice Lacan, metáfora del sujeto: no sólo remite a otro registro de sentido, sino también a otro sitio donde encontrar el sujeto.
...el mundo no es aprehensible más que desde mi punto de vista e inconcebible desde un punto de vista totalizante que sería el de nadie. Ese punto imaginario, situado en el infinito, arrastra la producción de símbolos, haciéndolos cada vez más generales, y funciona como su propio límite: cada acercamiento ilusorio a esa "métrica universal" exige una nueva corrección, señala, con sus propios postulados, su residuo: la obra —Joyce— multiplica su focalización, señala el reemplazo y la dispersión de sus "puntos de vista", la convvertibilidad de unos en otros —el tiempo entre ellos—, intenta que cada nueva percepción llegue a enunciarse a partir de ese punto absoluto y anónimo que se sitúa por definición más allá del alcance de toda experiencia posible: focus imaginarius que es a la vez fin de la subjetividad y de la contingencia, fundamento y límite del logos, silencio.
ECONOMÍA
Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación. Malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función de placer —y no, como en el uso doméstico, en función de información es un atentado al buen sentido, moralista y "natural" —como el círculo de Galileo— en que se basa toda la ideología del consumo y la acumulación. El barroco subvierte el orden supuestamente normal de las cosas, como la elipse —ese suplemento de valor— subvierte y deforma el trazo, que la tradición idealista supone perfecto entre todos, del círculo.
EROTISMO
El espacio barroco es pues el de la superabundancia y el desperdicio. Contrariarnente al lenguaje comunicativo, económico, austero, reducido a su funcionalidad —servir de vehículo a una información— el lenguaje barroco se complace en el suplemento, en la demasía y la pérdida parcial de su objeto. O mejor: en la búsqueda, por definición frustrada, del objeto parcial. El "objeto" del barroco puede precisarse: es ese que Freud, pero sobre todo Abraham, llaman objeto parcial: seno materno, excremento —y su equivalencia metafórica: oro, materia constituyente y soporte simbólico de todo barroco...
El objeto en tanto que cantidad residual, pero también en tanto que caída, pérdida o desajuste entre la realidad y la imagen fantasmática que la sostiene, entre la obra barroca visible y la saturación sin límites, la proliferación ahogante, el horror vacui, preside el espacio barroco. El suplemento —otra voluta, ese "otro ángel más" de que habla Lezama— interviene como constatación de un fracaso: el que significa la presencia de un objeto no representable, que resiste a franquear la línea de la Alteridad: (a)licia que irrita a Alicia porque esta última no logra hacerla pasar del otro lado del espejo.
La constatación del fracaso no implica la modificación del proyecto, sino al contrario, la repetición del suplemento; esta repetición obstinada de una cosa inútil —puesto que no tiene acceso a la entidad simbólica de la obra— , es lo que determina al barroco en tanto que juego en oposición a la determinación de la obra clásica en tanto que trabajo. La exclamación infalible que suscita toda capilla de Churriguera o del Aleijadinho, toda estrofa de Góngora o de Lezama, todo acto barroco, ya pertenezca a la pintura o a la repostería — "¡Cuánto trabajo!" — , implica un apenas disimulado adjetivo: ¡Cuánto trabajo perdido, cuánto juego y desperdicio, cuánto esfuerzo sin funcionalidad! Es el superyó del homo faber, el ser-para-el-trabajo el que aquí se enuncia impugnando el regodeo, la voluptuosidad del oro, el fasto, la desmesura, el placer.
Juego, pérdida, desperdicio y placer: es decir, erotismo en tanto que actividad puramente lúdica, que parodia de la función de reproducción, transgresión de lo útil, del diálogo "natural" de los cuerpos.
En el erotismo la artificialidad, lo cultural, se manifiestan en el juego con el objeto perdido, juego cuya finalidad está en sí mismo y cuyo propósito no es la conducción de un mensaje -el de los elementos reproductores en este caso-, sino su desperdicio en función del placer.
ESPEJO
...el barroco actual, el neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto, la carencia que constituye nuestro tundamento epistémico. Neobarroco del desequilibrio, reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar su objeto, deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la carencia. La mirada ya no es solamente infinito: en tanto que objeto parcia se ha convertido en objeto perdido.
ESCRITO SOBRE UN CUERPO
Es lo que constituye la supuesta exterioridad de la literatura —la página, los espacios en blanco, lo que de ellos emerge entre las líneas, la horizontalidad de la escritura, la escritura misma, etc.— lo que nos engaña. Esta apariencia, este despliegue de significantes visuales—y mediante éstos (los grafos) en nuestra tradición, fonéticos— y las relaciones que entre ellos se crean en ese lugar privilegiado de la relación que es el plano de la página, el volumen del libro, son los que un prejuicio persistente ha considerado como la faz exterior, como el anverso de algo que sería lo que esa faz expresa : contenidos, ideas, mensajes, o bien una "ficción", un mundo imaginario, etcétera.
Ese prejuicio, manifiesto o no, edulcorado con distintos vocabularios, asumido por sucesivas dialécticas, es el del realismo. Todo en él, en su vasta gramática, sostenida por la cultura, garantía de su ideología, supone una realidad exterior al texto, a la literalidad de la escritura. Esa realidad, que el autor se limitaría a expresar, a traducir, dirigiría los movimientos de la página, su cuerpo, sus lenguajes, la materialidad de la escritura. Los más ingenuos suponen que
es la del "mundo que nos rodea", la de los eventos; los más astutos desplazan la falacia para proponernos una entidad imaginaria, algo ficticio, un "mundo fantástico". Pero es lo mismo: realistas puros —socialistas o no— y realistas "mágicos" promulgan y se remiten al mismo mito. Mito enraizado en el saber del origen , de un algo primitivo y verdadero que el autor llevaría al blanco de la página (JACQUES DERRIDA, L'Écriture et la difference, 1967). A ello corresponde la fetichización de este nuevo aedo, de este demiurgo recuperado por el romanticismo.
El progreso teórico de ciertos trabajos, el viraje total que éstos han operado en la crítica literaria nos han hecho revalorizar lo que antes se consideraba como el exterior, la apariencia:
—El inconsciente considerado como un lenguaje, sometido a sus leyes retóricas, a sus códigos y transgresiones; la atención que se presta a los significantes, creadores de un efecto que es el sentido, al material manifiesto del sueño (Lacan).
—El "fondo" de la obra considerado como una ausencia, la metáfora como un signo sin fondo, y es "esa lejanía del significado lo que el proceso simbólico designa" (Barthes).
SOBRE GÓNGORA: LA METÁFORA AL CUADRADO
La metáfora es esa zona en que la textura del lenguaje se espesa, ese relieve en que devuelve el resto de la frase a su simplícidad, a su inocencia. Levadura, reverso de la superficie continua del discurso, la metáfora obliga a lo que la circunda a permanecer en su pureza denotativa. Pureza. No hay que olvidar las implicaciones morales de esa palabra: de allí que la metáfora haya sido considerada como algo exterior a la "naturaleza" del lenguaje, como una "enfermedad"; de allí que se le haya culpabilizado, arrastrando esa censura a todas las figuras de retórica. No en vano Santo Tomás se vanagloriaba de no usar ninguna.
Pero si hasta entonces la metáfora deprava la "naturaleza" del lenguaje, Góngora desculpabiliza la retórica a tal extremo que el primer grado del enunciado, lineal y "sano", desaparece en su poesía. Parte de un territorio erosionado, roído a priori: el terreno de las metáforas tradicionalmente poéticas, esas que para los otros poetas y para la lengua literaria son hallazgos metafóricos. Parte de ese nivel -como los otros del nivel hablado-; en su obra toda figura retórica alcanza per se un registro suprarretórico. El simple hecho de ser escrita hace, en la obra de Góngora, de toda figura, una potencia poética al cuadrado.
Esta metáfora al cuadrado puede presentarse en su estructura como una reversión de la metáfora simple. Dámaso Alonso ha señalado (Luis de Góngora. Las Soledades, Madrid, 1956) ese carácter biunívoco: si el agua, por ejemplo, se metaforiza en cristal, el cristal será devuelto al agua. Ese retorno, ese movimiento de bumerang conlleva su elemento de marca, constituido por una cantidad adverbial. Si el agua ha sido metaforizada en cristal, el cristal va a aparecer como agua dulcemente dura.
Ese juego reactivo de la metáfora va a conducirnos a una especie de contaminación, a una multiplicación geométrica, a una proliferación de la substancia metafórica misma. Toda la realidad legible coincide, se precipita y ordena en ese punto en que se cruzan los conceptos del absoluto metafórico. Al ver la palabra oro, una serie de metonimias va a conducirnos a lo largo de una sucesión de objetos dorados. Ocurre así con el cristal, con la nieve.
Todas las Soledades no son más que una gran hipérbole; las figuras de retórica empleadas tienen como último y absoluto significado la hipérbole misma. Debíamos preguntarnos si el barroco no es, esencialmente, más que una inmensa hipérbole en la cual los ejes de la naturaleza (en el sentido que dimos anteriormente a esta palabra) han sido rotos, borrados.
Cuando no se trata de transcribir un elemento de percepción, cuando ni la nieve, ni el oro, ni el cristal llegan, en sus multiplicaciones, a totalizar la lectura de la realidad que el poeta quiere transmitir en toda su densidad (para lo cual no bastaría ningún absoluto metafórico, ya que todos convertirían esa realidad en algo homogéneo, monocromático, es decir, que la traicionarían), entonces Góngora recurre a la imagen del propio discurso.
La realidad —el paisaje— no es más que eso: discurso, cadena significativa y por lo tanto descifrable.
El peregrino de las Soledades se encuentra ante un paisaje al estilo renacentista en el cual se ven un río y unas islas. ¿Cómo nos introduce Góngora en esa totalidad? A través de la imagen del discurso: las islas son como paréntesis (paréntesis frondosos) en el período de la corriente. Así debía de interpretarse también el verso 194 de la "Soledad Primera": si mucho poco mapa les despliega, en el cual Góngora recurre a un sintagma gráfico.
En los clásicos la distancia entre figura y sentido, entre significante y significado, es siempre reducida; el barroco agranda esa falla entre los dos polos del signo.
DISPERSIÓN - Falsas notas/Homenaje a Lezama
...en Lezama el apoderamiento de la realidad, la voraz captación de la imagen opera por duplicación, por espejeo. Doble virtual que irá asediando, sitiando al original, minándolo de su imitación, de su parodia, hasta suplantarlo.
La démarche lezamesca es, pues, metafórica. Pero la metáfora, el doble devoraclor de la realidad desplazador del origen, es siempre y exclusivamente de naturaleza cultural. Como en Góngora, aquí es la cultura quien lee la naturaleza —la realidad— y no a la inversa; es el saber quien codifica y estructura la sucesión desmesurada de los hechos. Lo lingüístico arma con sus materiales un andamiaje, una geometría refleja que define y reemplaza a lo no lingüístico.
Poco importa la justeza cultural de esas metáforas: lo que ponen en función son relaciones, no contenidos.
En los términos antípodas de la metáfora, la tensión se ejerce a partir del segundo —después del como. Lo cultural, lo lingüístico descifra lo real. La metáfora como conjuro. Si la formulación ritual del como es exacta, si el igual a funciona, el segundo término devora al objeto, se apodera de su cuerpo. Exactitud formal, repito, y no de contenido, que un pasaje de Paradiso ilustra a la perfección, puesto que en él la prioridad formal es tal que se trata de la fonética propiamente dicha.
"Después de los alardes de conocimiento cantábile del tío Luis, el infante sintió acrecida su voluntad de humillarlo, de llevarlo, otra vez a los límites bien visibles de su rusticatio: —Si pronuncias bien la palabra reloj —y subrayó el detonante ruido gutural—, te regalo el que yo estoy usando, pues pienso comprarme otro."
Lezama, cuando quiere algo, lo pronuncia.
Lo inmoviliza fonéticamente, lo atrapa entre vocales y consonantes, lo diseca, lo congela en un movimiento.
LEZAMA LIMA: Es uno de los misterios de la poesía la relación que hay entre el análogo, o fuerza conectiva de la metáfora, que avanza creando lo que pudiéramos llamar el territorio sustantivo de la poesía, con el final de este avance, a través de infinitas analogías, hasta donde se encuentra la imagen, que tiene una poderosa fuerza regresiva, capaz de cubrir esa substantividad...Yo creo que la maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada entre una metáfora, que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis."
Paradiso, desde la frase inaugural hasta la apertura final hacia ese Purgatorio que concluirá un día la Comedia Cubana, es esa verdad. Si la palabra de Lezama, reflejo de sí misma, puede alcanzar la mayor amplitud del barroco, el desplazamiento helicoidal de las cúpulas de Borromini, la proliferación incesante del churrigueresco, el brazaje de culturas del manuelino y las torsiones vegetales del art nouveau, es precisamente porque está liberada de todo lastre transitivo, de ese sobre (en el sentido joyciano: no escribo sobre algo; escribo algo) que es el prejuicio de la información, de su moral, y devuelta a su erotismo fundador, a su verdad.
Si he citado el espejo gongorino, aunque cóncavo fiel, es porque en Paradiso ese erotismo pasa por la reflexión o la reducción de la Imagen. La imagen, que en Lezama no es transitiva y cuya única función es la de "imaginar".
Si el descubrimiento y la expresión de la imagen conllevan un goce es porque esta es la fiesta de lo verosímil: rescate de las realidades que se han perdido, entre las infinitas realidades posibles, cuando la Historia escogió su realidad. La imagen ilumina la unicidad histórica —porque el tiempo occidental es lineal y uno— con la multiplicidad de sus realidades en potencia. Descubrir estas potencialidades, hacerlas visibles, reflejarlas en la concavidad del lenguaje y hasta desplazar con ellas la verdad de la Historia escrita: esa es la función del poeta. Su voluptuosidad, su regodeo consiste en detener el tiempo en el instante de la reducción de los alea a uno de ellos, barajar las imágenes perdidas —mediadoras entre la poesía y la historia— y decretar su verdad. Escribir es apoderarse de lo dable y de sus exclusiones.
La imagen lezamesca está dotada de una fuerza ascensional, flecha teleológica que busca en su textualización sus fines: la escritura codifica ese estado naciente, "en incesante evaporación", esa certitud del absurdo que son las imágenes desechadas, reversos, cartas en blanco, bailoteo de los hechos ante sí mismos.
Los relatos "falsos" —Julio César, como un pintarrajeado travesti, festejando los lares del Pretor—, o fantasmáticos —Hernando de Soto variando en América la Quête du Graal: perseguía una copa volante con el agua de la eternidad— o los relieves alucinatorios, mágicos, de la historia textual —el ramo de fuego que Colón vio caer sobre el mar; el gran perro masticando una columna de madera que contenía signos y que avanzaba entre los indios—, son los paragramas, las lecturas subyacentes del discurso lineal y explícito del tiempo.
El ciclo de la Historia es el desplazamiento, la rotación entre los hombres —los textos— que descubren o engendran estas imágenes y los que la realizan.
Martí volcó en lo visible, en la franja de los Hechos, las primeras raíces imaginarias de Cuba, esas que en su propio Diario alcanzaron su definición mejor. Lezama es el descubridor de otra Imagen nuestra, que algún día, alguien, hará visible.
(Ensayos Generales
sobre el barroco,
FCE, Bs.As., 1987)
Severo Sarduy (Cuba, Camagüey, 1937-Francia, París, 1993)
QUE MARAVILLA DE ARTICULO Sr. lEITES!
ResponderEliminarBueno, Cielo, me alegro mucho que le guste. El libro representa un paradigma para lo que es el neobarroco en teoría y en poesía. Por supuesto que se trata de fragmentos, los que consideré más jugosos, de la obra. Gracias.
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