De una que el mundo sensible que aparece delante
de Confuncio, yéndose de la terminal,
se ve a través de una bombita de luz, los objetos
apenas magnificados por el vidrio adquieren movimiento
circular y se superponen unos a otros.
Confuncio saca la vista del cartel
y en ese momento sin explicación posible
ve irse a una parte de su persona, Kwan-fu-tzu,
por una calle
mientras la otra, una fracción
a su vez de sus mil partes hasta ese momento indivisibles,
se queda parada. Kwan-fu-tzu
trasca que cuando lee la letra A se le aparece representada
al revés o acostada
tres líneas que se entrecruzan en un punto definido
pero que no representan nada y pronuncia perro como prero
y si quiere escribir drogo le sale dorgo y si lee una oración
invierte su significado o le agrega otro.
Kwan-fu-tzu no es alguien que se mira
anémico al espejo sino que es
el reflejo en ese espejo
y ve el mundo, invertido, plano, desde ese lugar.
Se aleja de Confuncio con las manos en el gamulán
por una transversal cualquiera
que hace unos años se llamaba Darwin
y ahora le pusieron California.
Se le hace dificultoso acordarse
de algunos sustantivos.
Lo que mira o va a mirar se
disgrega a medida que se pierden en su memoria
las palabras que tiene
para representarse los objetos;
partes del mundo sin nombre
que se desarrolla delante suyo.
Y esto llega a un punto, se podría decir,
crítico cuando Kwan-fu-tzu
para en la verdulería y toma con la mano izquierda,
de uno de los
cajones apilados afuera, una fruta anaranjada,
áspera, que huele
y pesa en la palma de su mano, una fruta a la que ve
perfectamente pero no puede reconocer,
registrar, ni darle nombre aunque igual
la guarde en uno de los bolsillos del gamulán
y sepa que la va a comer
sentado en el umbral de una casa cuatro o cinco
cuadras más adelante y después siga caminando hasta
pararse nuevamente, esta vez en una veterinaria.
Kwan-fu-tzu no reconoce lo que es una caja
pero fija la mirada en la tortuga del tamaño de una mano;
un manchón verde que se mueve en el espacio restringido
por cuatro paredes de cartón.
No sabe nada de tortugas, no sabe
ni qué tipo de bicho es pero se mueve y entonces
está viva y puede imaginarla retrayendo
la cabeza para dormir
en su caparazón. Alguien
va a tener que dar explicaciones de cómo Kwan-fu-tzu
después de fingir estar mirando la vidriera unos segundos
para calcular el movimiento de su brazo izquierdo,
que extiende entrando apenas en el negocio,
asomándose casi, manotea la tortuga de la caja
cuando el vendedor no mira y sigue caminando como si nada
por California, a partir de ese punto
con un animal pequeño en un bolsillo de su gamulán.
Oleosa la manana,
una capa de blanco que confrontada con otra
más blanca entonces era, es o va a ser amarilla. En la calle,
cerca de un lote con partes quemadas
de lavarropas, las llamas tatuadas en el esmalte blanco,
heladeras en desuso
dejadas al fondo del baldío, unos hombres
colocando balizas
que van a titilar de noche alrededor de un pozo.
Cadáver, en la petit masacre de tus horas
hablándole al oído a un alfil negro,
este día: parte de la carnaza
común de todos los días.
(De Punctum)
Martín Gambarotta (Argentina, Buenos Aires, 1968)
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