Aquí estamos otra vez, querido,
en la misma orilla de la que partimos,
hace años, cuando éramos prometedores jóvenes,
pero —ahora— menos un montón de pelo,
o piel, o plumas, o lo que sea.
Me gustan tus gafas bifocales. Te hacen parecer
incluso más búho de lo que ya eres.
Supongo que los dos hemos llegado lejos. Pero
¿en realidad, hasta dónde, desde el lugar en que empezamos,
bajo la luna recién puesta, cuando planeábamos
dejar a todos atónitos? Cuando creíamos
que cantar todavía tenía
un significado, o que se podía ganar algo, como trofeos.
Yo tomaba las vallas, tú te subías a los árboles,
donde ululábamos y aullábamos a pleno
pulmón, como animales carnívoros, y ves,
sí que ganábamos premios; ahí están:
un pergamino, un reloj de oro, un glacial apretón
de manos de la suplente
de la Musa, que no pudo venir en persona,
pero envió recuerdos. Ahora podemos decirnos
piropos el uno al otro
en las cubiertas de los libros. ¿Qué fue
lo que nos hizo pensar que podíamos cambiar el mundo?
Nosotros y nuestros sagaces signos de puntuación.
Hoy usaríamos una ametralladora
—eso sí que sería diferente—. Ya no más adjetivos
suntuosos. Ve directo al verbo.
Ars longa, mors brevissima * La vida
del poeta engendra la más vulgar lujuria
de actuar. Arrancar las cabezas de los dientes de león,
golpear a murciélagos o burócratas,
romper las ventanas de los coches. Aunque
al menos, nos toleran,
o incluso nos celebran —lo que significa
un breve brinco en el efímero resplandor
de estar en el candelero,
y que tu rostro se utiliza luego como papel para envolver pescado—
pero, casi siempre, nos ignora
esta masa que ha acabado por admitir
que el arte le importa un carajo
y prefiere ver cómo le sacan, de un tajo,
las tripas a alguien. Debiste haber sido
dentista, como quería tu padre. ¿Todavía
quieres llamar la atención? Desnúdate
en un semáforo en hora punta, aulla obscenidades,
o dispara a alguien. Conseguirás
que tu nombre salga en el periódico, quizá,
por sus propios méritos. En cualquier caso
¿dónde nos bajamos?
¿Es cierto que este diminuto talento que hemos atesorado
tanto, que hemos frotado como cucharas
de plata, en busca de un brillo de neón,
es mucho mejor que poder
ganar un concurso de comedores de salchichas
o hacer malabares con seis platos?
¿Y, en cualquier caso, para qué sirve
invocar a los muertos, mover piedras
o hacer que los animales griten? Pienso
en ti, cuando corres por la noche
a la tienda del barrio, a comprar un litro
de leche, media docena de huevos,
con tu cabeza llena de consonantes,
bonitos guijarros
que recogiste en alguna lustrosa playa
de la que no te acuerdas, tonto,
cabeza de chorlito, ¿qué es lo que tienes
en tus bolsillos casi huecos,
reclamo hasta del ladrón más rastrero?
¿Quién necesita tu puñado
de aire trémulo, tu hongo fosforescente, los
trucos que haces con cristal debajo del agua,
sólo visibles a la luz de la luna?
La luz del mediodía los golpea y se deshacen,
antiguos huesos y tierra, viejos dientes, un fardo lleno
de sombras. A veces, lo sé, la blancura, casi
santa, arraigada en nuestros cráneos, se extiende
como cardos en un solar desierto, una ardiente
explosión de polvo, que no es un halo
y que volverá, en breves lapsos,
si somos agradecidos o afortunados, y
finalmente fundirá nuestros cerebros. Sin embargo,
cantar es un credo
al que no podemos renunciar.
Cualquier cosa puede volverse santa
si se le reza lo suficiente
—una nave espacial, una taza de té, un lobo—
y lo que queremos es su intercesión,
ese lazo iridiscente
vínculo, un día, entre el canto y el objeto.
Sentimos que todo se tambalea
al borde de convertirse en sí mismo:
el árbol es casi un árbol, un perro
que orina no será perro
a menos que nos fijemos en él
y lo llamemos por su nombre: «Ven aquí, perro.»
Y así, erguidos en balcones y rocosas
cimas, maullamos lo mejor que podemos,
y el mundo parpadea
dentro y fuera de sí,
y creemos que necesita nuestro permiso. No
debemos engañarnos: en realidad,
es al revés. Estamos
a merced de cualquier chucho rabioso, piedra arrojada o rayo
cancerígeno, o de nuestros propios
cuerpos: nacimos con el gancho
de la muerte dentro, y año tras año nos arrastra
hacia donde vamos: al abismo. Pero,
seguramente, todavía nos queda
una tarea por hacer, o al menos
tiempo por pasar; por ejemplo, podríamos
celebrar la belleza interior, los jardines,
el amor y el deseo, la lujuria, los hijos, la justicia
social de varias clases, incluso el miedo y la guerra.
Podríamos escribir lo que es estar cansado. Ahora
estamos llegando ahí. ¡Pero somos demasiado
pesimistas! ¡Eh, nos tenemos
el uno al otro, y un techo, y desayunamos
todos los días! ¡Nata y ratones! Para
la gente como nosotros, en otros lugares, suele ser peor:
una bota levantada, carne envenenada, o los arrastran
por las alas o la cola a alguna pared
o trinchera, o los obligan a arrodillarse
y les vuelan los sesos, salpicando
esta Naturaleza que nos gusta tanto
—en compañía de otros millones de personas,
digamos—.
¿Y en nombre de qué? ¿De qué causa?
¿De qué dios o estado? El mundo se vuelve
una enorme y grave vocal de horror,
mientras, detrás de esas banderas mohosas, los eslóganes
que siempre riman con la palabra muerte,
reúnen a unos cuantos vejestorios adinerados. Así que,
sinceramente, ¿quién quiere escucharlo?
La última vez que hice aquel número, querido,
sólo había ardillas entre el público.
Pero no necesito decírtelo.
Lo peor es que, ahora, somos respetables.
Estamos en las antologías. Nos enseñan en las escuelas,
con pulcras biografías y fotos retocadas.
Nuestras caras están ahora en souvenirs.
Dentro de diez años estarás en un sello,
donde todos puedan chuparte. ¡Ah!
bueno, querido, nuestra agujereada
góndola de cartón nos ha traído hasta esta orilla,
a nosotros y a nuestra guitarra de papel.
Sin ser ya semiinmortales, sino búho
desplumado y gatita artrítica, remamos
más allá de la última duna, hacia el salobre
mar abierto, hacia la puerta de las cabezas de perro,
y después, el olvido.
Pero canta, sigue
cantando, quizá alguien te escuche,
además de mí. El pez, por ejemplo.
Sea como sea, amado mío,
siempre nos quedará la luna.
*El arte dura mucho, la muerte es brevísima.
Margaret Atwood (Canadá, Ottawa, 1939)
(Traducción de María Pilar Somacarrera Íñigo)
OWN AND PUSSYCAT, SOME YEARS LATER
So here we are again, my dear,
on the same shore we set out from
years ago, when we were promising,
but minus — now — a lot of hair,
or fur or feathers, whatever.
I like the bifocals. They make you look
even more like an owl than you are.
I suppose we've both come far. But
how far are we truly, from where we started,
under the fresh-laid moon, when we plotted
to astound? When we thought
something of meaning could still be done
by singing, or won, like trophies.
I took the fences, you the treetops, where we
hooted and yowled our carnivorous
fervid hearts out, and see,
we did get prizes: there they are,
a scroll, a gold watch, and a kissoff
handshake from the stand-in
for the Muse, who couldn't come herself,
but sent regrets. Now we can say
flattering things about each other
on dust jackets. Whatever
made us think we could change the world?
Us and our clever punct-
uation marks. A machine-gun now, —
that would be different. No more unct-
uous adjectives. Cut straight to the verb.
Ars longa, mors brevissima. The life
of poetry breeds the lust
for action, of the most ordinary
sort. Whacking the heads off dandelions,
or bats or bureaucrats,
smashing car windows. Though
at least we've been tolerated,
or even celebrated — which meant
a brief caper in the transient glare
of the sawdust limelight,
and your face used later for fishwrap —
but most of the time ignored
by this crowd that has finally admitted
to itself it doesn't give
much of a fart for art,
and would rather see a good evisceration
any day. You might as well have been
a dentist, as your father hoped. You
want attention, still? Take your clothes off
at a rush-hour stoplight, howl obscenities,
or shoot someone. You'll get
your name in trie paper, maybe,
for what it's worth. In any case
where do we both get off?
Is this small talent we have prized
so much, and rubbed like silver
spoons, until it shone
at least as brightly as neon, really
so much better than the ability
to win the sausage-eating contest,
or juggle six plates at once?
What's the use anyway
of calling the dead back, moving stones,
or making animals cry? I
think of you, loping along at night
to the convenience store, to buy your pint
of milk, your six medium eggs,
your head stuffed full of consonants
like lovely pebbles
you picked up on some lustrous beach
you can't remember — my featherheaded
fool, what have you got
in your almost-empty pockets
that would lure even the lowliest mugger?
Who needs your handful
of glimmering air, your foxfire, your few
underwater crystal tricks
that work only in moonlight?
Noon hits them and they fall apart,
old bones and earth, old teeth, a bundleful
of shadow. Sometimes, I know, the almost-holy
whiteness rooted in our skulls spreads out
like thistles in a vacant lot, a hot powdery
flare-up, which is not a halo
and will return at intervals
if we're grateful or else lucky, and
will end by fusing our neurons. Yet
singing's a belief
we can't give up.
Anything can become a saint
if you pray to it enough —
spaceship, teacup, wolf —
and what we want is intercession,
that iridescent ribbon
that once held song to object.
We feel everythine hovering
on the verge of becoming itself:
the tree is almost a tree, the dog
pissing against it won't be a dog
unless we notice it
and call it by its name: 'Here, dog.'
And so we stand on balconies and rocky
hilltops, and caterwaul our best,
and the world flickers
in and out of being,
and we think it needs our permission. We
shouldn't flatter ourselves: really
it's the other way around. We're at
the mercy of any stray
rabid mongrel or thrown stone or cancerous
ray, or our own
bodies; we were born with mortality's
hook in us, and year by year it drags us
where we're going: down. But
surely there is still
a job to be done by us, at least
time to be passed; for instance, we could
celebrate inner beauty. Gardens.
Love and desire. Lust. Children, Social justice
of various kinds. Include fear and war.
Describe what it is to be tired. Now
we're getting there. But this is much
too pessimistic! Hey, we've got
each other, and a roof, and regular
breakfasts! Cream and mice! For
our sort, elsewhere, it's often worse:
a heaved boot, poisoned meat, or dragged
by the wings or tai1l off to some wall
or trench and forced to kneel
and have your brains blown out, splattering all over
that Nature we folks are so keen on —
in the company of a million others,
let it be said —
and in the name of what? What noun?
What god or state? The world becomes
one huge deep vowel of horror,
while behind those mildewed flags, the slogans
that always rhyme with dead,
sit a few old guys making money. So
honestly. Who wants to hear it?
Last time I did that number, honey,
the audience was squirrels.
But I don't need to tell you.
The worst is, now we're respectable.
We're in anthologies. We're taught in schools,
with cleaned-up biographies and skewed photos.
We're part of the mug show now.
In ten years, you'll be on a stamp,
where anyone at all can lick you. Ah
well, my dear, our leaky cardboard
gondola has brought us this far,
us and our paper guitar.
No longer semi-immortal, but moulting owl
and arthritic pussycat, we row
out past the last protecting
sandbar, towards the salty
open sea, the dogs'-head gate,
and after that, oblivion.
But sing on, sing
on, someone may still be listening
besides me. The fish for instance.
Anyway, my dearest one,
we still have the moon.
IMAGEN: Atwood con el novelista Graeme Gibson, su marido.
esta mujer es un talento !!!!!!!!!
ResponderEliminargracias por volver a publicar su poesía.
de la traducción:la palabra "locuelo"no me parece...
un abrazo
bea
Tenés razón, a mí tampoco. "Fool" es "tonto", así que me permití cambiar ese "locuelo", que, en verdad, chirriaba. Gracias, Beatrice,
ResponderEliminarUn beso.