sábado, 29 de mayo de 2010

EMBOTELLAMIENTO PRIVADO


















Si, me apartaré. Prefiero lamentarme de tu ausencia que de ti.
Antonio Porchia
De vuelta al mismo cuarto que hace una hora,
lámpara a lámpara, dejamos a oscuras
me siento y enciendo la radio muy bajito
mientras la última chica aún despierta en el planeta
lee una dedicatoria a los barcos
y pone una grabación del océano.
Dispongo con cuidado una hilera de tragos
en amplio anillo mágico; en cada vaso chato
la tintura de una geografía fallida, sus
exiguas quemas, bosques, fogatas de espino, brezos,
el sesgo de su viento y su lluvia salada,
los hábitos gastados de amor de su gente,
la ondulación de su lenguaje, y por añadidura,
cómo cantan, se ayuntan o aceptan una broma.

Y es que para estas cosas tengo buen olfato.

Después he de sufrir beso feroz tras beso,
y al sus doradas lenguas resbalar por mi lengua
entregarán por turnos cada uno su tonada
de años pacientes en vidrio y en barrica,
tímidas negociaciones con aire, mar y tierra,
el ardid con el cual al denso humo de turba
se le logró encerrar, como un designio negro.

Esta noche brindo por ella con las extintas maltas
de Ardlussa, Ladyburn, Dalintober
y un viejo voto de encendida indiferencia:
Ochon o do dhóigh mé mo chairsach ar a shon,
deseándole salud, como desearle el clima.

Cuando se cierre el círculo y hasta la lucidez haya bebido,
inclinaré apenas las persianas para ver
el alba subir en un vaso de sal de uvas,
esperaré a los pájaros, el afable cuchicheo del carro del lechero,
me deslizaré de regreso en la cama donde ella yace acurrucada,
y con delicadeza volveré a colocar el huevo vivo y caliente
de sus nalgas en el frío nido de mi regazo,
tan muerto para ella como ella para el mundo.


Aquí estamos de nuevo; exactamente
doce, quince, treinta años calle abajo
y una vuelta más alto en la troje espiral
que separa la cerveza quemada y los oscuros granos
de aquello que conozco de esto que recuerdo.
Ya cada vaso guarda su mínimo episodio
en permanente suspensión, como un cuadro de filme
en acetato, hasta que éste corre de nuevo,
reanimado por un estilizado gesto de conocedor
que ahonda en el silencio y en lo oscuro
hacia algo así como una infinita sensibilidad.
Ésta no es una fantasía romántica: mi padre
conoció a un hombre que dando un sorbo al mar,
dejaba sus redes colgadas en el puerto
porque ese día no habría peces.
Todo contiene a todo. Sólo es cosa
de afinar bien, como una vez, por medio del zumbido
y de la reverberación, sintonicé la voz de Dios en el cuadrante
ligeramente a la izquierda de Hilversum,
medio ahogada por un vals estruendoso y desdibujado,
a la manera en que las estrellas ocultan a sus compañeras enanas
durante siglos, hasta que a alguien se le ocurre mirar.

De igual modo, puedo aislar los amagos
de efluvios femeninos, la carroña, la mierda,
esos truhanes y toxinas incorporados sólo
para darle a la composición algo de peso,
como los armónicos toscos al violín,
o como Plutón, Caronte y los santos menores
lo hacen con nuestras vidas, hasta donde sabemos.
(Por Dios, notarías su ausencia, como lo haría
cualquiera después de haber vaciado
un vaso de North British, sacado de alguna destilería
de un suburbio de Edimburgo azotado por el aguanieve:
un sórdido alcohol, al que ninguna cantidad de caramelo
puede endulzar u ocultar, y cuyas secuelas
son entre un balde de agua fría y una puñeta triste.
Seguro que lo sirven en un bar de Lothian
en el que unos petroleros en paro y policías secretos
juran con él y lo beben de un trago,
hombres que odian la compañía de las mujeres.)

¡Oh, whiskies de Long Island y de Provence!
Un traguito te agarra la garganta
pero es todo dulzura en el final; mi lengua viaja
primero por un líquido de frenos, luego por nicotina,
pastis, Diorissimo, y húmeda hierba;
este otro es mangas de seda y jarabe de pico,
con un rebote de gato aplastado en una estación de trenes;
este otro, la carga ligera y el rastro de zinc
que el agua de la llave adquiere con los eclipses de luna.
Ya con esto sabrás la hora de la que hablo.

Porque en tu ausencia, tu singular ausencia
se ha vuelto dura, esta noche voy a las aguas
con todo el clan; nuestros ujieres sin rostro y nuestras damas,
nuestros cuatro perros pastores, tres ya sombras de sombras;
nuestros afables hijos y parlanchinas hijas
que a estas altas horas habrán crecido del todo,
quizás con hijos propios no nacidos.
Así que, finalmente, permítaseme un brindis:
no por el amor, o la vida, o un sentimiento real,
sino por su patético residuo;
por tu dulce memoria, no por ti.

El sol cierra su círculo en el cielo
antes de que yo el mío, y de que vacíe
este ofertorio vaso cuyo sabor es nada
sino silencio, polvo chamuscado en valvas, whisky.




Don Paterson


(Traducción: Carlos López Beltrán
y Pedro Serrano)

A private bottling


So I will, then. I would rather grieve over your absence than ovr you.
Antonio Porchia
Back in the same room that an hour ago
we had led, lamp by lamp, into the darkness
I sit down and turn the radio on low
as the last girl on the planet still awake
reads a dedication to the ships
and puts on a recording of the ocean.

I carefully arrange a chain of nips
in a big fairy-ring; in each square glass
the tincture of a failed geography,
its dwindled burns and woodlands, whin-fires, heather,
the sklent of its wind and its salty rain,
the love-worn habits of its working-folk,
the waveform of their speech, and by extension
how they sing, make love, or take a joke.

So I have a good nose for this sort of thing.

Then I will suffer kiss after fierce kiss
letting their gold tongues slide along my tongue
as each gives up, in turn, its little song
of the patient years in glass and sherry-oak,
the shy negotiations with the sea,
air and earth, the trick of how the peat-smoke
was shut inside it, like a black thought.

Tonight I toast her with the extinct malts
of Ardlussa, Ladyburn and Dalintober
and an ancient pledge of passionate indifference:
Ochon o do dhoigh me mo chlairsach ar a shon,
wishing her health, as I might wish her weather.

When the circle is closed and I have drunk myself sober
I will tilt the blinds a few degrees, and watch
the dawn grow in a glass of liver-salts,
wait for the birds, the milk-float's sweet nothings,
then slip back to the bed where she lies curled,
replace the live egg of her burning ass
gently, in the cold nest of my lap,
as dead to her as she is to the world.


Here we are again; it is precisely
twelve, fifteen, thirty years down the road
and one turn higher up the spiral chamber
that separates the burnt ale and dark grains
of what I know, from what I can remember.
Now each glass holds its micro-episode
in permanent suspension, like a movie-frame
on acetate, until it plays again,
revivified by a suave connoisseurship
that deepens in the silence and the dark
to something like an infinite sensitivity.
This is no romantic fantasy: my father
used to know a man who'd taste the sea,
then leave his nets strung out along the bay
because there were no fish in it that day.
Everything is in everything else. It is a matter
of attunement, as once, through the hiss and backwash,
I steered the dial into the voice of God
slightly to the left of Hilversum,
half-drowned by some big, blurry waltz
the way some stars obscure their dwarf companions
for centuries, till someone thinks to look.

In the same way, I can isolate the feints
of feminine effluvia, carrion, shite,
those rogues and toxins only introduced
to give the composition a little weight
as rough harmonics do the violin-note
or Pluto, Cheiron and the lesser saints
might do to our lives, for all you know.
(By Christ, you would recognise their absence
as anyone would testify, having sunk
a glass of North British, run off a patent still
in some sleet-hammered satellite of Edinburgh:
a bleak spirit, no amount of caramel
could sweeten or disguise, its after-effect
somewhere between a blanket-bath and a sad wank.
There is, no doubt, a bar in Lothian
where it is sworn upon and swallowed neat
by furloughed riggers and the Special Police,
men who hate the company of women.)

O whiskies of Long Island and Provence!
This little number catches at the throat
but is all sweetness in the finish: my tongue trips
first through burning brake-fluid, then nicotine,
pastis, Diorissimo and wet grass;
another is silk sleeves and lip-service
with a kick like a smacked puss in a train-station;
another, the light charge and the trace of zinc
tap-water picks up at the moon's eclipse.
You will know the time I mean by this.

Because your singular absence, in your absence,
has bred hard, tonight I take the waters
with the whole clan: our faceless ushers, bridesmaids,
our four Shelties, three now ghosts of ghosts;
our douce sons and our lovely loudmouthed daughters
who will, by this late hour, be fully grown,
perhaps with unborn children of their own.
So finally, let me propose a toast:
not to love, or life, or real feeling,
but to their sentimental residue;
to your sweet memory, but not to you.

The sun will close its circle in the sky
before I close my own, and drain the purely
offertory glass that tastes of nothing
but silence, burnt dust on the valves, and whisky.



Don Paterson. Poeta, escritor y músico escocés. Nació en Dundee, en 1963. Comenzó trabajando como músico y se mudó a Londres en 1984. Por su poema A private bottling, ganó el Concurso Internacional de Arvon Fundación Poesía en 1993. Fue incluido en la lista de 20 poetas seleccionados Poetry Society de la Nueva Generación Poetas en 1994. Sus colecciones de poemas son Nil Nil (1993), God's Gift to Women (1997), The Eyes (1999), The White Lie: New and Selected Poems (2001), Landing Light (Faber and Faber, 2003) y Rain (Faber and Faber, 2009), entre otros. Como guitarrista comparte la dirección del grupo de jazz/folk Lammas, con el que ha grabado tres discos. Ha recibido numerosos reconocimientos como el Forward Poetry Prize, el T.S. Eliot Prize, etc.







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