domingo, 6 de junio de 2010

FILOSOFÍA DEL PENACHO





Siempre me gustó la figura de Cyrano de Bergerac. Tanto el pensador, filósofo libertino, amigo de Gassendi y autor de El otro mundo, como el protagonista de la obra de Edmond Rostand, que se suele leer tan mal y con tantos prejuicios. Para una conferencia, busqué el texto en mi biblioteca con el objeto de tenerlo más presente. Creo sentir más simpatía que nunca hoy, en estos tiempos de conformismo generalizado, por ese paradigma de la rebelión, por ese libertario que no se deja embaucar. Cyrano, el libertino erudito, al mismo tiempo portador de la nariz más célebre de la escena, es una invitación al penacho en una época a la que esto ya no le interesa, y que hasta considera ridículo que se prefiera un poco de elegancia a muchas bajezas. Hoy, hablar de honor se considera un signo de mal gusto, de arcaísmo: palabra infamante, ya que hay que ser moderno, es decir, adherir ante todo al engaño.
Abro, pues, una edición antigua del texto de Edmond Rostand, y encuentro, a su lado, en el estante, otra edición para estudiantes que me entregaron hace un tiempo en el establecimiento donde enseño. Interesado en el aparato crítico y las informaciones que podrían profundizar mi lectura, opto por el volumen cuya tapa -debí sospechar de inmediato- era una concesión a la adaptación del texto al cine. No echemos a perder el placer con un mal humor a priori: el interior puede contradecir y contrariar la apariencia. ¿No es esa, además, la lección de Cyrano?
Pero lamentablemente, adentro era igual que afuera. El siniestro universitario -temo que sea un pleonasmo- exhibía sus medallas: egresado de lo que Sartre denominaba la Escuela llamada normal pero autoconsiderada superior, era profesor adjunto. Curiosa palabra para dar a entender que a uno le gusta aglutinarse, funcionar en grupo, por compartimentos. Pero eso no es lo peor, hay pecados más graves. El fatuo es también un tonto, porque presenta la obra como si no tuviera densidad intelectual, ni mensaje, ni problemas metaflísicos, ni pretensiones filosóficas. ¿Tampoco texto, ya que estamos? Porque, en fin, no son porque él no las vea, que las cosas no existan. Seguramente, la obra de Edmond Rostand es demasiado rica para que descubra algo en ella. En forma desordenada, veo frases sueltas, sobre el deseo y el funcionamiento del placer, la palabra empeñada y el juramento, la amistad y la camaradería, el poder de la palabra y la seducción, la fidelidad, el valor, la elegancia, las virtudes y la virtud, los efectos del tiempo sobre el sentimiento, las relaciones entre el deseo, la pasión y el amor, la carne y el espíritu, el cuerpo y el alma, la libertad, la independencia, el rechazo de las componendas. ¿No es bastante?
Por otra parte, para satisfacer su propensión a las fichas, las palabras y las disquisiciones, el universitario habría podido buscar las características cartesianas (tanto en su vida como en la obra, Cyrano lee a Descartes), las fuentes del pensamiento de ese libertino erudito y lo que queda de él en el personaje de teatro. Para recrearse haciendo citas, habría podido convocar, por un lado, para la figura histórica, a Naudé, Gassendi, Epicuro y Demócrito, y por el otro, para la figura estética, a Baudelaire, Brummel, Barbey d'Aurevilly y Jünger. De este modo habría visto más de lo que es capaz de ver allí donde hay tanto para mirar.
En vez de eso, el sorbonense reduce el Cyrano de Bergerac a un entretenimiento popular al estilo de un relato de capa y espada. Peor aún, y digno de una estocada, el bellaco (no diré su nombre para no honrarlo convirtiéndolo en un nuevo insulto) ve en el personaje la encarnación del "complejo de Asterix", revelando así cuáles son sus más audaces lecturas: Cyrano, modelo de arrogancia, pretensión y suficiencia francesas, quintaesencia del francés medio que habla alto y fuerte, de verbo perentorio, listo para desenvainar. Extrapolando un poco, obtenemos un Cyrano con una boina vasca en la cabeza, cargando un canasto de legumbres y un litro de vino tinto de mala calidad. Un esfuercito más, señor profesor adjunto...

Ajeno al poblado que resiste al agresor romano, poco sospechoso de ser, justamente, quien rechace los amores gomorreanos entre el pequeño galo bigotudo y su obeso compañero de ruta, portador de menhires, Cyrano encarna, a mi juicio, la eterna rebelión, la singularidad actuando en la vida cotidiana, el afán de fusionar su vida con un proyecto voluntarista estético. Trata de hacer de su vida una obra de arte, aspira a la grandeza y al heroísmo en el detalle, privilegia la elegancia y el penacho sobre lo que Nietzsche llamaba las virtudes que empequeñecen. A su amigo Le Bret que lo urge a responder a la cuestión del sentido de su vida y lo invita a exponer sus razones para vivir de ese modo, Cyrano le contesta que optó por una moral de artista, que practica una estética de la existencia, que quiere darle estilo a su libertad: "¡He decidido ser admirable, en todo, por todo!". Ese es su proyecto, ese es su designio. Lo verdaderamente francés es aquello que lo relaciona con Alcibíades o Brummel, Baudelaire y el dandismo, esa religión de la forma que toma a la vida por objeto. Cyrano ilustra permanentemente con su vida lo que una vez proclamó: "Es de una forma moral que soy elegante".
¿Qué decía Baudelaire del dandismo? Que es un sacramento, una aspiración sublime y una invitación a practicar la moral como una actividad artística. Que es una filosofía de la vaporización y de la concentración del yo, una ética del penacho. Que solicita la excelencia y la calidad en un siglo entregado a la mediocridad y la cantidad. Que propone una teoría del hombre sublime, de la excepción. Se puede leer en Mi corazón al desnudo: "Ante todo, ser un gran hombre y un santo para sí mismo". Y más adelante: "El dandi debe aspirar a ser sublime sin interrupción; debe vivir y morir frente a un espejo". Su aspiración, la tensión de su existencia, consiste en "desear todos los días ser el más grande de los hombres". Cyrano suscribe a este proyecto estético, quiere hacer de su vida un bello trazo, de su existencia su única obra, cueste lo que cueste.
El dandismo no ha dejado de ser una práctica insolente contra la moral del momento: cuando Baudelaire enuncia esa teoría, se opone a la revolución industrial triunfante y a los valores de la burguesía. Es la época del "poeta asado" en la mesa de los ricos, cuando el artista aspira a burgués en las caballerizas. Baudelaire habla del "gusto aristocrático por disgustar". Así, cuando Le Bret le pregunta sobre la razón de su existencia, el sentido de su vida, por qué tiene siempre tantos enemigos, Cyrano responde como el artista Don Juan al criado Leporello: "Me gusta disgustar. Me encanta que me odien. / Querido mío, ¡si supieras lo bien que se marcha / bajo el pistoletazo excitante de las miradas! / ¡Cómo en los jubones forman graciosas manchas / la hiel de los envidiosos y la baba de los timoratos!". Porque Cyrano es un inoportuno, un intempestivo, en el sentido que Nietzsche da a estos términos: un rebelde en su siglo, un electrón libre. Está solo en sus determinaciones. Nunca de moda, por ser siempre actual, la figura de Cyrano es susceptible de ampliarse hasta el mito: en el panteón donde ya se encuentran Don Juan, Lulú, Tristán, Carmen, Fausto, Salomé, debemos incluir el nombre de Bergerac. Y me extraña que la obra de Rostand no haya despertado el entusiasmo de un libretista o de un músico: Ravel o Debussy, Britten o Stravinsky, Milhaut o Shostakovich, Poulenc o Busoni. En fin: algún músico también libre de toda escuela y toda afiliación. Cyrano es además un libertario, es decir, un hombre que no pone nada por encima de la libertad. Recordemos el parlamento de los "no, gracias", catálogo de formas de resistir, opuestas a todas las tentaciones mundanas válidas en la época mítica en que se mueve Cyrano en la pieza teatral (la Francia de Molière y Mazaririo), cuando Rostand escribe sus versos (hacia 1897), y también un siglo más tarde, o casi, cuando yo Io leo. Habría que leerlo todo, porque Cyrano resume allí los principios que gobiernan su existencia, las líneas de fuerza que estructuran su filosofía del penacho: rechazar patrones y protectores, negarse a las dedicatorias oportunistas y las zalamerías, no hacer de animador ni de bufón, no ponerse nunca de rodiIas, mantenerse siempre de pie. Porque ¿qué se debe hacer, hoy como ayer, para triunfar? Enumeremos: prodigar atenciones a este o aquel, halagar a uno u otro por las ventajas que podría redituar, agitar incensarios con todo el brazo, lograr ser admitido en círculos y cenáculos, camarillas y capillas, perderse ni charlatanerías literarias, consumir las energías en parecer más que en ser, preferir las mundanidades a la escritura, reconocerle talento a alguien que no lo tiene, publicar por cuenta de autor, sumarse a la comedia parisina, practicar los usos y costumbres de la gentedeletras, temer o solicitar por todos los medios un artículo en los diarios, hacer las visitas convenientes, aspirar al traje académico, la copa o la medalla, y escribir, para conseguirlo, las malas páginas que merecen esas malas distinciones. A todas esas prácticas, Cyrano responde con su "¡No, gracias! ¡No, gracias! ¡No, gracias!". ¿Cuántos encajan en ese retrato negativo? Cortesanos y espinazos doblados, tragadores de sapos, chupadores de medias, aduladores de ministros, sirvientes, ratas de pasillo y de albañal, vendedores de plantas purgantes, genuflexos congénitos, vaporizadores de agua de rosas, preocupados por los efectos y las falsas reputaciones, calculadores, fabricantes de intrigas. Tengo nombres hasta el infinito, pero no pienso confeccionar un diccionario con ellos. Me basta evitarlos donde sea que pululen, huir del perímetro y el espacio que han marcado como los animales que mean y cagan para fijar su territorio. La etología nos lo explica; no son animales de zoológico, sino de jungla. ¡Regresa, Cyrano!...
Cuando uno tiene lo que Gracq llama "la literatura en el estómago", practica la libertad como un ahogado el oxígeno, es una condición de supervivencia, la ia/on de ser de una existencia. Cyrano le dice no a lo que denomina "flojera dorsal", para poder decirle sí a la fantasía, al impulso y al capricho: "Cantar, soñar, reír, pasar, estar solo, ser libre", leer, escribir, luchar, seducir a una mujer, beber, escuchar los propios deseos, nunca sacrificarlos. Si hay que escribir, seguir la propia inclinación, no copiar ni imitar, atreverse solo antes que seguir a otro: "Desdeñando ser la hiedra parásita, / Aun sin ser el roble o el tilo, / No subir muy alto, tal vez, pero solo". Recuerdo un texto del Diario de Kierkegaard, en el que, pensando en los inhabitables palacios teóricos de Hegel, el filósofo aseguraba preferir su pequeña choza conceptual que, aunque tenía mal aspecto, al menos era cómodo.
Artista, inoportuno y libertario, Cyrano parece una encarnación del dandismo, y, por otra parte, la época en que escribe Rostand no está tan lejos de las páginas de Baudelaire y de Barbet d'Aurevilly sobre el tema: sólo dos o tres décadas. La impasibilidad, al menos aparente, es la piedra angular del dandismo. Supone una suerte de superestoicismo -perdón por el neologismo- que induce al desprecio por el dolor, al desdén por el sufrimiento. Y Cyrano, que no deja de sufrir, de padecer, trata de disimular sus penas lo mejor que puede. Sólo su amigo Le Bret, bella figura de la filia, es testigo del drama del gascón. El amigo sabe que el alarde y la insolencia ocultan a veces heridas casi mortales; vio llorar a Cyrano y conoce a su amigo. Pero las emociones son un asunto privado, es conveniente vivirlas en el fuero íntimo y no abrumar con ellas a los demás. El penacho radica también en la capacidad de evitar el desahogo y la confidencia. La dignidad real de sí.
En otra oportunidad, es con el gesto que Cyrano se hace dandi. Hay famosas anécdotas en las que, al igual que los cínicos antiguos, los Brummel, Orsay y otros Beauvoir ilustran extrañamente el sentido de su concepción del mundo. Las historias que se cuentan de ellos, son signos concisos que dinamizan y clarifican su pensamiento, lo exponen como fuegos artificiales. En resumen, en la agudeza, en la alusión irónica, aparecen como son: sublimes, eficaces y temibles. Gratuitos, grandes y convincentes. Así, cuando Cyrano le prohibe al mal actor Montfleury declamar los malos versos de una mala tragedia, el director del teatro, Bellerose, le replica que esa extravagancia saldrá cara, que hay gastos comprometidos y que es preciso tener en cuenta los imperativos del dinero. Porque Bellerose, como todos los directores de teatro, es un administrador, un financista. Y Cyrano lo entiende. Para evitar el problema económico -hacer agujeros en el manto de Tespis -según su expresión- envía al escenario una bolsa llena de escudos. Más tarde, Le Bret descubre que allí había una suma suficiente para vivir un mes y que, por lo tanto, su amigo se ve obligado a ayunar. "¡Qué tontería!" exclama. Y Cyrano responde: "¡Pero qué gesto!". Estamos muy lejos de la reticencia burguesa y de la incapacidad para los gastos suntuarios que, mal que le pese al profesor especialista en Asterix, caracterizan tan bien al francés en su soberbia y habitual estrechez.
Sigamos con el retrato dandi del gascón. En otra ocasión, encuentro esta brillante expresión bajo la pluma de Baudelaire: "De la lengua y la escritura, tomadas como operaciones mágicas, sortilegio evocador", y, por supuesto, pienso más que nunca en Cyrano, maestro del lenguaje, gran triunfador de la lengua. Espadachín del acero, lo es también del verbo, y es igualmente temido por su arte de dos puntas. Hablar, escribir, jugar con las palabras, practicar el oxímoron y la paronomasia, la dubitación, la epítrope y la metalepsia, y luego, más allá de iodos esos nombres bárbaros, sólo con las figuras de estilo, obtener los favores e incluso la pasión de una mujer, conjurar la doble desdicha de haber nacido feo y de no haber tenido nunca el amor de una madre. Someter la rosa a la hipotiposis, la aliteración a la pasión, y luego, gracias a toda esa habilidad, vencer la resistencia de la bella. Y así se olvida la nariz para desear sólo el corazón. En esto reside también una de las riquezas de esta obra: expresa, mucho antes que las nebulosas convocadas por Lacan, la función arquitectónica del lenguaje en la estructuración de un deseo, el lugar primordial que tiene la palabra en su elaboración; dice hasta qué punto la seducción es una cuestión de sentido producido, significado inducido, ludismo también. Expliquémonos.
El texto de Edmond Rostand permite aventurar una respuesta a la pregunta: ¿qué quieren las mujeres? Digámoslo a la manera freudiana: ¿cuál es la esencia del deseo femenino? Pero prefiero mi primera formulación, sabiendo que, de todos modos, me he ganado ya el anatema de algunas que ven en el simple interrogante una expresión de machismo, de misoginia, etcétera. Me gusta que resista a todos los análisis ese misterio que pone a las mujeres en un grado suplementario en la vía de lo cerebral, mientras que el hombre se mantiene un escalón más abajo, más animal, menos espiritual, más objeto de la fisiología, más sometido a su cuerpo. ¿Y si las mujeres estuvieran destinadas a no encontrar nunca hombres por el simple hecho de que quieren otra cosa, que desean otra cosa que lo que el hombre desea? Al desear dos objetos diferentes, sólo existiría un destino en el malentendido, en el solipsismo exacerbado, en la incapacidad de habitar el mismo planeta. Cyrano muestra que a la pregunta: ¿qué quieren las mujeres?, se podría contestar: antes que nada, y por mucho más tiempo del que se supone, que les hablen.
En efecto, ¿qué muestra la pieza de Edmond Rostand? Las tribulaciones del deseo que, después de la pasión, se metamorfoseará en amor. Del teatro al monasterio, pasando por el jardín, la epopeya que reúne a Cyrano, Roxana y Christian es la que lleva de la quintaesencia del cuerpo a la del alma, pasando por esa extraña combinación que permite la fantasía de que un cuerpo sea tan bello como el alma que contiene. Efectivamente, en el teatro, lugar mágico por excelencia, Roxana sucumbe al deseo puro que se manifesta ante todo, y solamente, en la belleza de un cuerpo joven, fresco, suave y seductor. Lo físico triunfa. El llamado del cuerpo y la carne, antes de que se pronuncie palabra alguna, es lo único que existe, el resto es maquillaje, disfraz, civilización. Pero Roxana aspira a que el lenguaje sustente, o justifique, esa aspiración brutal y repentina hacia Christian. Si bien es hermoso, algo que lo hace atractivo, también debería no ser demasiado tonto, para que después de ganar su aprobación, pudiera mantenerla. Sin embargo, parece difícil que lo logre: Christian, como todo militar que se precie, es un hombre fogoso que prefiere no enredarse demasiado en palabras. Impetuoso, impaciente, querría seducir a Roxana como se toma un fuerte, como se triunfa después de un sitio. Pero a las mujeres no les gustan demasiado esos métodos militares, sobre todo si son demasiado evidentes. Necesitan un barniz de cultura para encubrir la barbarie, un poco de artificio para disfrazar lo natural: algunas palabras para disimular el instinto. El verbo es ese decorado que mantiene los bastidores, por no decir los cimientos, fuera de la vista. Así, el honor queda a salvo.
Cuando Roxana descubre la impericia verbal del cadete de Gascogne, se desespera. Sucumbir a sus avances sin la mediación del artificio, es consentir lo animal que habita en ella, como en todos. Ninguna mujer, sobre todo si se trata de una précieuse -la burguesa del siglo XVII-, puede soltar demasiado rápido el cerrojo de su libido. La civilización existe para mantener la decencia, y con ella, las neurosis, el malestar, diría Freud. Es necesario el verbo, siempre el verbo. Words, words. La belleza desnuda no basta, es necesario que al menos se vista, se adorne. Es Cyrano quien viste. El jardín muestra una palabra hábil, seductora, viva, inteligente y enamorada, en un envoltorio carnal presentable: un alma bella en un cuerpo bello, Cyrano que habla y Christian que se deja ver. Pero no nos engañemos: ese monstruo pertenece al zoológico donde hay hipogrifos y centauros, basiliscos y unicornios. Hay pocas probabilidades de algún encuentro agradable con ese animal fabuloso: sólo existe en la imaginación de los poetas. Como idea de la razón, permite que se estructure un razonamiento, que se aplique la retórica, que se practique la casuística. No es cuestión de planear una cena seguida de una noche antológica. Pero el interés de los versos de Rostand estriba en que muestra que una belleza sin inteligencia es poco seductora. En cambio, una belleza inteligente es algo sumamente atractivo, pero muy poco frecuente. Y, siendo así, bien mirado, una inteligencia sin belleza es mejor que lo contrario. En el sitio de Arrás, donde la hermosa précieuse se convierte en heroína tras abrirse paso a través de las líneas enemigas para encontrar al autor de las cartas que recibe todos los días, Roxana confiesa que ha entendido: el cuerpo sin alma no es nada. Le pedirá perdón a Christian por haberlo amado en primer lugar sólo por su belleza -efecto de "frivolidad", admite-, y más tarde por su belleza y su alma. Por último confesará que ha sido conquistada sólo por su alma. De más está decir que, sin saberlo, rechazó la belleza vacua de uno en beneficio de la riqueza poética -en el sentido etimológico- del otro, demostrando así que en amor, el espíritu mal encarnado siempre triunfa sobre un cuerpo sin espiritualidad. Cyrano podrá leer a Descartes, pero Roxana ha resuelto ya por sí misma el difícil problema de las relaciones entre el alma y el cuerpo.

Pero el amor sólo dura -y es la otra lección de la obra- si no se consuma, si solamente se consuma sin encarnación. Porque, en última instancia, si Roxana le puede declarar su amor a Cyrano cuando está a punto de morir, es porque el entusiasmo y el arrebato del pasado permanecieron intactos, indemnes a la entropía que afecta a todas las parejas, esos animales que uno fabrica creyendo conjurar la desdicha cuando en realidad la llama con todas las fuerzas. Imaginemos, en efecto, que en el sitio de Arrás, Roxana despertara, que comprendiera la estratagema, la "generosa impostura": habría despedido entonces al bello Christian para declararle su pasión a Cyrano. Al no encontrar dificultades, al superar el malentendido, todo lo que hacía imposible ese amor, ambos se habrían casado, y la tragedia se convertiría en comedia: en vez de un drama estilo Corneille, con el tiempo, tendríamos un vodevil estilo Feydeau.
Pensemos, en efecto, en lo que ocurre con una pareja de enamorados si, por ventura, la muerte no ha arrojado definitivamente al amor a la inmovilidad de la nada: el rey Marcos perdona, Tristán puede desposar a Isolda; los Capuletos y los Montescos se reconcilian, Romeo puede casarse con Julieta; Christian es desenmascarado, Cyrano puede unirse a Roxana. Entonces empiezan las peripecias matrimoniales. Tristán se harta de los trabajos de punto de Isolda y sueña con otra belleza que puede ser Julieta, cansada de la afición de Romeo por los juegos, las carreras, la cerveza, o Roxana, hastiada de la versificación de Cyrano al que finalmente le reprocha su larga nariz, no tan larga, sin embargo, como para ocultar los artificios y hábitos del retórico que agotó todos sus encantos. Entonces entra en escena una tal Emma Bovary, o su hermana, que en realidad ya se encuentra en Rostand, quien lo ha previsto todo.
En efecto, la pareja Roxana-Cyrano dispone de un doble negativo en la pieza: el exacto reverso que permite imaginar cómo hubiera sido su amor si, por azar, hubiera debido, o podido, encarnarse. El contrapunto muestra efectivamente a Ragueneau, el repostero poeta, acompañado por una Lisa áspera, una fierecilla ni siquiera domada. El marido es generoso, tal vez demasiado, alimenta a una legión de poetas hambrientos e interesados, rima sin gran talento, pero adora la poesía, los malos versos, en realidad. Las cuentas del negocio arrojan pérdidas, pero a Ragueneau le gusta demasiado la musa como para dedicarse a la caja. Cuando uno de sus empleados le obsequia una lira hecha de masa y frutas confitadas, con cuerdas de hilos de azúcar, el patrón sucumbe y gratifica al muchacho con una moneda para beber a su salud. Emocionado, toma a Lisa por testigo de la generosidad del gesto repostero, y pregunta: "Es hermoso, ¿no?", ella replica: "¡Es ridículo!". Expeditiva réplica de esposa a su marido, muy diferente a la que haría una mujer a su amante, que aceptaría su deseo y sus placeres... Luego, sacrilegio adicional, ella pone sobre el mostrador bolsas de papel confeccionadas con hojas arrancadas de libros de los poetas preferidos de Ragueneau: para envolver masas y pastelillos, sacrifica los libros de los amigos de su marido. El matrimonio debe de ser algo malo para volver tan amargos a los que, un día, se prometieron ternuras y arrumacos...
Lisa no se conforma con la castración simbólica del marido que permite la pareja habitual, sino que llega manifiestamente al adulterio clásico. Al poeta que está en el limbo, prefiere un mosquetero muy terrestre, puesto que la puesta en escena estipula que es magníficamente bigotudo y dotado de una voz estentórea. ¿Puede definirse mejor la quintaesencia de un animal? Mientras Ragueneau desafia a las musas con sus amigos, Lisa se entretiene con su galán. En nombre de la amistad que siente por el repostero, Cyrano, a quien no se le escapa el manejo de Lisa, le dice: "Ragueneau me gusta. Por eso, señora
Lisa prohibo que nadie lo ridicornulice" (maravilloso neologismo). Un poco ofuscada, justo lo necesario, ella ocultará su juego, pero sólo para lograr mejores resultados. Porque más tarde, el repostero, después de cerrar su negocio y conseguir un trabajo despabilando velas en el teatro de Moliere, le confesará a Cyrano que su mujer se fue con los militares, dejándolo solo, sin vergüenza y sin consideración.
Es decir que dejar de hablar condena a la separación, y que se abandona la palabra cuando se ha conseguido la carne. Todas las desgracias nacen allí. El amor dura mientras alcanzan las palabras. Luego, comienza la entropía, y con ella la acción de la muerte embozada. Cuando los cuerpos se tocan, se llega a los puntos culminantes, y permanecer en las cimas es imposible. Después de conquistar las cumbres, no queda otra cosa que el descenso. Tras el deseo, el placer. Luego, el enjaulamiento, para intentar conservar el goce, domesticarlo, tener al menos la ilusión de poder disfrutar de él en forma estable. Cuando se impone la pareja como única forma sobre la pasión, sigue el deterioro, y, con él, la muerte. Cyrano y Roxana se aman porque no pudieron encarnar su deseo, porque sólo conocieron placeres eróticos sin carne. Si eventualmente hubiesen podido dejar de hablar, por ejemplo, para besarse y luego poseerse, habrían aspirado a la eternidad de su pasión y sólo habrían llegado a los terrenos ocupados por Ragueneau y Lisa. Aunque imaginemos la inmortalidad de un fuego, sólo obtendremos frías cenizas. El tiempo gana siempre, y en todo. Morder la manzana significa tener la boca llena, y por lo tanto no poder hablar. Desconfiemos del mutismo: es demoníaco. Sobre esto, me callo...


(De: El deseo de ser un volcán;
Diario Hedonista, 1996)

Michel Onfray


(Traducción: Silvia Cot,
Libros Perfil, Bs.As.,1999)

Michel Onfray. Filósolo francés (Argentan, 1 de enero de 1959). Nació en el seno de una familia de agricultores normandos. Doctor en filosofía, enseña esta materia en el Lycée de Caen de 1983 a 2002. Según él, la educación nacional enseña la historia oficial de la filosofía y no aprender a filosofar. Dimite en 2002 y crea, en la tradición de las Universidades Populares, la Universidad Popular de Caen y escribe su manifiesto en 2004 (communauté philosophique). Michel Onfray cree que no hay filosofía sin psicoanálisis, sin sociología, ni ciencias. Un filósofo piensa en función de las herramientas de que dispone; si no, piensa fuera de la realidad. Sus escritos celebran el hedonismo, los sentidos, el ateísmo, al filósofo artista en la raza de los pensadores griegos que predican la autonomía del pensamiento y de la vida. Su ateísmo es sin concesiones, expone que las religiones son indefendibles como herramientas de soberanía y trato con la realidad. Forma parte de una línea de intelectuales próximos a la corriente individualista anarquista, intentando entroncar con el aliento de los filósofos cínicos (Diógenes), y epicúreos (Epicuro). Algunas de sus otras obras publicadas y traducidas al español son: La Construcción de uno Mismo. La Moral Estética, Perfil, Buenos Aires, 2000; Teoría del Cuerpo Enamorado: por una Erótica Solar, Pre-textos, Valencia, 2002; Tratado de ateología, Anagrama, Barcelona, 2006; La filosofía feroz: ejercicios anarquistas, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2007; La fuerza de existir. Manifiesto hedonista, Anagrama, Barcelona, 2008 y ¿Ateos o Creyentes?, Paidós, Barcelona, 2009.



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