martes, 17 de julio de 2012

Libro del engaño y del desengaño





















1

Qué harás con los días sucios y fríos,
cuando el gato trepa a la ventana
y el tiempo recorta con salvaje continuidad
el perfil de los edificios en la ceniza del cielo.

Apenas dos o tres días, y la habitación luce desordenada, desierta,
ruedan por el suelo pelusas y fragmentos de hojas secas y la tierra
que entra por las rendijas, ávida de habitar los huecos
grises del pensamiento que no ha sido tratado durante semanas.
Amplia de alas y de rimas, la literatura abandonada.
Qué harás con los días si te dan la oportunidad.

Pedí misterio, leguas.
Pedí divinidad.


2

Lidiando con la idea de que la poesía es un sujeto sólido.
Atravesando aún los desiertos de la luz,
del agua y el crepitar de los techos.
Patios interiores cubiertos
de pátina de aceite, el olor grasoso de
las paredes por las que se desliza
la lluvia, el recorrido igual del agua
trazando mapas imprecisos:
disolución de los hemisferios,
huida del reptil confuso, cuyo dispositivo sin embargo
le permite percibir la intensidad del clima:
no los trazados, los diagramas, sino el calor de la sangre, la
cercanía del carnívoro, el acecho de los pájaros de presa.


3

De algún modo está todo asociado a las proclamas
lucubradas sobre una mesa; a los mapas
de las reyertas; al fatídico peso de los otros.
En tiempos de mal clima, en inviernos de hosquedad,
cuando sobre el cielo avanzaban humo y tormenta,
cuando eran las ciudades llenas de pesar y de vida; 
 cuando caminabas por calles con la mirada hecha palabra,
puro presente, malestar y convicción,
de algún modo sabías que el golpe de una puerta,
la tos sempiterna en el patio, los ruidos en las escaleras,
horadaban el espacio conquistado, reiteraban,
claveteaban, recordaban la lentitud, el peso, la densidad
en los que se hunden los días como en una sábana.


4

Ahora entrás en el living quieto, cómodo, y hay en él
sin embargo un deslizarse de suaves sombras. Es sábado.
Ventanas entreabiertas, cortinas detenidas.
Algo dice el living amodorrado. Habla de humanos que hablaron,
que dijeron, que fumaron, tosieron, escucharon
dentro de sí ruidos de armas y bastiones, ecos de órdenes
en los corredores entre sus huesos; una advertencia,
una lejana vibración que pautaba sus palabras, pues
no es gratuita el habla:  intercambiaban datos sobre el tiempo,
trituradas opiniones que podían modificarse como masa
en las manos de la conversación; sorbieron café sentados
en estos mismos muebles, y el aura de batallas y descubrimientos
estaba en los términos que emplearon; está en la distancia
que es al mismo tiempo cercanía de estos tapizados,
los lomos de los libros, la dócil madera de una mesa de apoyo
cuya pátina disimula una grieta, un astillado, un golpe; 
acalla una mancha; oscurece el roce de una punta; amortigua un eco. 


(de: Libro del engaño y
del desengaño,
Ed En Danza, 2011)
Jorge Aulicino  (Buenos Aires, 1949)




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