miércoles, 20 de febrero de 2013

MI PADRE SIEMPRE


trabajó en lo mismo.
Él tan voluble,
que entró y salió de tantas compañías,
toda la vida trabajó en el plástico,
tal vez porque nació donde no había montañas,
en un país que no era el suyo,
y lo sedujo una materia así,
desmemoriada de su origen,
que sabe regresar a su contorno
como el cuerpo
y que se saca de lo más profundo: del petróleo,
donde se borran los países.
Porque mi padre aprecia,
en las personas y en las cosas, 
que sean flexibles.
Ajeno a las verdades que se empinan
y a los esfuerzos y rodeos
con que la savia aprende su camino,
poco proclive a la madera y a los credos,
a todo lo que pierde humor
y gana arrugas,
nació en la orilla de un desierto
donde la falta de relieves disuadía
de concienzudas búsquedas del alma.
Tal vez por eso lo sedujo el plástico,
que viene de lo más profundo,
del último escalón del mundo
que alcanzamos, 
de donde sube el sueño de una vida
adolescente y mágica,
irrompible,
sin esos nudos que en la superficie
delatan un penoso crecimiento.
Lo que nos viene
de lo más profundo, 
nos viene como un soplo
o como un sueño
y a los que me inquirían
sobre qué hacía mi padre,
toda la vida contesté:
trabaja en materiales plásticos,
como una fórmula esotérica.
¿Toda la vida yo también
trabajaré en lo mismo,
en la escritura,
en la palabra plástica y no rígida,
que es la palabra que se saca de lo más profundo?
¿De qué petróleo íntimo
nos salen las palabras que escribimos
y a qué profundidad
brota el estilo sin esfuerzo?
¿Qué tan al fondo
están las gotas de lenguaje
que nos curan
y nos redimen de la superficie
hablada?
Voluble como él, nacido
donde le tocó nacer,
busco lo mismo: una lisura que no existe,
una materia fácil como un soplo,
algo que dicho y repetido no se arrugue
y vuelva exactamente a su contorno.




Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955)






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