Nunca vi a mis padres darse un beso
ni tuve un hermano que me explicara
cómo eran las cosas. Cuando tenía ocho años,
ellos se separaron
y como parte de la división, mi madre
me llevó con ella al departamento de mis abuelos.
Era el departamento más chico del mundo
una pecera para hámsters,
rectangular y transparente, una cocina,
el living, un baño y el cuarto.
No había escapatoria, aunque afuera el sol
iluminara la tarde en el campito.
Yo podía bajar, fingir que jugaba
con mis nuevos vecinos
pero en realidad no había escapatoria.
Como cualquier hámster, estaba desesperado,
mis dedos ardían de tanto rasgar un vidrio
al que nada ni nadie parecía quebrarlo.
Lo que pasaba, pasaba a la vista de todos.
Vivíamos en un complejo de edificios,
peceras sobre peceras,
conectadas entre sí, como en la pesadilla
de un arquitecto que alucina
en una noche una ciudad futura,
una perdida civilización roedora.
En el barrio
cada personaje tenía un apodo,
acompañándolo en secreto.
Mis abuelos se asomaban por la ventana,
se disfrazaban de francotiradores
jubilados
practicando su viejo oficio.
A veces, agarrábamos la gomera,
le tirábamos a los gorriones, a los zorzales
a todos esos pájaros que cantaban
como estúpidos, porque sí.
Sin embargo, nadie juzgaba a nadie.
Mi mamá hablaba muy seguido
con una vecina
que cada vez que me veía
me decía que era el novio ideal
para su hija. La señora estaba enferma,
y siempre en bata, no importaba si era de día
o de noche, y su hija se había escapado.
A mí me alegraba cruzarme con ella,
verla atravesar su propio nubarrón,
la neblina del polvo de sus pesares.
Antes, mis padres discutían todo el tiempo.
Después, era mi madre la que discutía
con sus padres, en un ínfimo ring
en dónde nadie era capaz de esquivar los golpes.
De todas formas, yo nunca estuve expuesto
y cada vez que veía que la pecera iba a estallar,
me alejaba, encendía mi tele,
ponía todos mis sentidos
al servicio de mi balsa, mar adentro,
de espaldas a la catástrofe.
Mis padres me usaban de burro de carga
hablando mal, el uno del otro.
Me tocaba transportar material radioactivo
y el líquido espeso de las conversaciones
se filtraba en su goteo
pero a mí no me importaba convertirme
en un burro fluorescente
brillando en medio de la noche.
Una vez por semana aparecía mí padre
y me llevaba a algún restaurante. Comíamos
bajo el régimen de la visita carcelaria,
como si hablásemos por micrófonos.
La voz salía entrecortada,
con interferencias.
Ninguno de los dos sabíamos
cómo usar esos aparatos,
y preferíamos el silencio.
Algunas noches de insomnio, en plena madrugada
caminaba hacia la heladera.
Era chico y también
uno de los más gordos de la escuela.
No tenía muy claro por qué
pero en medio de la noche, abrir la heladera
y dejarme hipnotizar por su luz
me calmaba. Por eso
me siento amigo de los que roban,
de los que se drogan, de todos esos pibes
en la esquina, esperando.
Vivíamos enfrente de la comisaría 52,
a unas cuadras del Jumbo. Con mi abuelo
íbamos al super para merendar.
A veces, me subía al changuito y me decía
que estábamos en un barco o en un tanque de guerra.
Juntos
nos robábamos gaseosas, galletitas
aprovechando sus manos de mago:
mi abuelo era un verdadero mago,
él me enseñó
a jugar a las cartas y a mentir en el truco,
pero lo más importante:
me enseñó a transformar
roedores en cautiverio en conejos
que huían directamente desde su galera.
Patricio Foglia
Patricio Foglia, nació en 1985, en Buenos Aires.Publicó Temperley, en 2011, por la Editorial En el aura del sauce. Coordina junto a Tom Maver, el blog de poesía Malón Malón.
Muy bueno, realmente me gustó mucho y lo viví al "gordo enjaulado".
ResponderEliminarSaludos, pasaré seguido por aqui... desde Uruguay
Hola Mónica, gracias, un gusto. Pasá cuando quieras.
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