EL DÍA
DESPUÉS III
Tu
padre que se pasa
la
lengua por los labios,
o se
los seca con
el
dorso de la mano.
Uno de
nosotros que pregunta
-¿Tiene
la boca seca, papá?
Y él
recobrando ese leve
fastidio
cortante, volteriano
de
todos estos años:
-No: la
cabeza.
EL DÍA
DESPUÉS VIII
Sí, eso
es, papá: hasta
el mes
que viene.
No, no:
el mes que viene.
Sí,
eso, cuando vuelva.
Si Dios
quiere, como decía
la
abuela, incluso si lo quiere
la
Virgen de los Milagros,
que
está en uno de los patios,
y en la
que tanto cree mamá.
No, no,
mañana no: el mes
que
viene, si viajo, si todo
marcha
bien. Hasta el mes que viene.
Eso es,
está bien: mañana.
DOS CALLES
Y DOS ALTURAS
De un
leve tirón,
abro la
ventana grande
del
living un poco
empacada
por la humedad.
Apoyo
los codos
en la
madera, me invade
el
fresco un poco mojado
del día
que arranca
y veo
abajo
pasar
zumbando
(no es
para tanto,
pero
así parecen pasar)
los
autos rumbo a
las
tareas del día.
Un
agrado flotante,
insidioso
y feliz,
me
borra los restos
de una
noche de sueños confusos
y
desorientantes.
A mi
padre le fascinaba
ver el
tráfico continuo
que
pasaba por 27 de febrero
desde
el balcón. Con el
lenguaje
ya muy deteriorado
se le
encendían de felicidad
los
ojos sin embargo,
y señalando
decía:
“¡Mirá,
mirá!” y movía la mano
en una
dirección.
“¡Van,
van!”. Y después
la
movía en la otra:
“¡Y
vienen, vienen!”
(venían
sobre la otra mano
pegada
a los grandes árboles
del
Parque Independencia).
“¡Pasan,
pasan!”, decía mi padre
siempre
interesado
en lo
que pasaba,
en el
movimiento,
en la
gente, sobre todo
en el
trabajo, en la manera
en que
una ciudad se pone
a
funcionar por la mañana,
y va
volviendo por la tarde.
Aunque
allá, en el balcón
del
cuarto piso de
27 y
Oroño, una de las
grandes
encrucijadas
de la
ciudad, pasaban
también
en la noche,
muchas
veces, uno, otro
y otro
más. “¡Qué lindo día!,
decía
mi padre, feliz en la noche
de ver
los coches.
O sobre
todo el cielo
de día,
azul, interminable
para él
más que para nadie.
Ahí
alzaba la cabeza y señalaba
hacia
arriba: “¿Viste?”, decía.
“¡Está
allá!” y señalaba
a la
derecha. “¡Y allá!” y
señalaba
a la izquierda.
Y más
asombrado aún hacía
un
gesto circular
“¡Y
sigue allá!”, indicando
la
parte posterior del edificio
donde
el cielo seguía
al otro
lado exacto del balcón
donde
estábamos, indicando
que
envolvía todo,
sonriente,
entusiasmado.
Para mi
padre el cielo
era lo
más grande que había:
mucho
más incluso que
el
tráfico entero
que
arranca por la mañana
en las
ciudades
de
cierto tamaño.
Acá,
desde la ventana,
el
cielo es más alto
que en
la ciudad
del
balcón frente al parque.
Trato
de recordar
cómo
era el cielo
de
aquella película,
Macunaíma, donde el personaje
se
quedaba colgado,
hipnotizado,
en éxtasis,
del
tráfico que pasaba
debajo
de un puente,
mucho
mayor que acá
bajo la
ventana, o allá
bajo el
balcón. Un tráfico
loco,
brasilero, interminable,
con un
cielo, creo, más bajo,
un poco
más sofocante,
y
multicolor.
RETO
La
locutora aquella
más o
menos
reconocidamente
feminista,
que te
entrevistó una vez
sobre
un cuento donde hablabas
de tu
padre.
Y que
preguntó,
sin
ironía excesiva,
pero sí
con el peso tonto,
desperdiciado,
de
quien sorprende a alguien
cometiendo
una travesura,
y lo
señala con un dedo
que se
agita levemente en el aire,
admonitorio,
por qué no habías
escrito
un cuento sobre tu madre.
Y sin
mediar un segundo
de
pensamiento le contestaste:
porque
el cuento que escribí
es
sobre mi padre.
Y más
tarde, mucho después, pensaste
hasta
qué punto justamente
por esa
pregunta
seguías
demorando tanto
en
escribir algo sobre tu madre,
culpa
seguramente (pensaste sonriendo)
del
reto de aquella locutora,
tan
feminista, tan tía.
Tan
inscripta en climas que viviste
una y
otra vez en tu propia ciudad original,
y en
las otras, sucesivas o intercaladas:
la
forma en que la confianza en un tono,
y más
que nada en una intención
hacía
que aquello que se veía a sí mismo
como
crítica lúcida, muy de tía inteligente
(tía
real, hermana de tu padre o de tu madre,
no
genérica, como las nombran en España),
aquello
que hasta cierto punto
se veía
con mucho narcisismo
como el
comienzo del cambio,
de la
revolución,
con
tanta frecuencia terminaba
logrando
exactamente lo contrario
de lo
que parecía desear.
LAS
MANOS BAJO EL AGUA
Nunca
sabrás por qué
si
algún día lograras
ser
como Almodóvar
y
escribir todo sobre tu madre,
superando
la castración
del
reto de aquella locutora,
comenzarías
con la escena
que
insiste en aparecer
una y
otra vez.
Fue un
día de semana en el viejo
departamento
de Oroño
y
Seguí. Tu madre
salía,
como la heroína
de una
película rusa
de los
mejores tiempos,
a
comprar la leche,
dejando
la puerta
cerrada
con llave
conmigo
y mis hermanos
adentro.
No sé
bien cómo fue:
si lo
contó ella
o lo
contó a alguien
que
después te lo contó
(esas
cosas pasan
en las
mejores familias
de los
barrios retirados).
Pero la
imagen quedó:
tu
madre, bajo la lluvia,
en un
momento extravió algo.
Por lo
que después te pasó
tendés
a pensar en el dinero,
pero
no, era más bien la llave.
Se le
cayó la llave de metal,
más
bien pequeña,
en
medio de la lluvia,
en un
barrio con calles de tierra.
Pero no
en el barrio mismo
sino un
par de cuadras más allá,
sobre
el pavimento.
Pero un
pavimento sucio,
enkilombado,
lleno de basuras
y de
barro. La imagen
es la
de tu madre tanteando con las manos
bajo el
agua, tratando
de
tocar aquella llave
infinitesimal
que le devolviera
en
aquel día infernal
de
lluvia cerrada
el
acceso a sus hijos.
Si esto
es real, si no
lo
inventó el cerebro
después
de tantos años,
es un buen
principio
para
decir todo
sobre
tu madre.
Porque
el recuerdo
(falso
o verdadero)
es
puramente cinemático,
desprovisto
de todo dramatismo:
la
lluvia, una mujer joven agachada
(que es
a la vez tu madre)
que
palpa con las manos
bajo el
agua. Algo
que de
una u otra manera
terminó
siendo tu concepto
de la
realidad personal,
biológica,
social, general.
Algo
que terminó desarrollando
tu
gusto por las tormentas
cuando
empiezan y son bravas.
Algo
que hizo que no te quebraras
tantos
años después
(esto
pasó realmente:
podés
decirlo hoy)
cuando
perdiste la plata
de una
cobranza
de la
imprenta
en una
zona imposible
del
Parque Independencia,
todo
por subir aquel cordón
con la
bicicleta
y
cortar camino a través
de ese
casi bosque.
Te
pasaste horas
tanteando
entre hojas
de otoño
y pedazos
de
hojas de otoño
sumergidas,
como si fueran
otros
tantos billetes
subacuáticos,
sin encontrar nada,
con las
manos bajo el agua.
Rastro
genético de la imagen:
el mito
y la leyenda
de tu
madre buscando
su
propia pérdida,
la
llave, bajo la lluvia.
Un buen
modo de empezar
a
contar alguna vez
todo
sobre tu madre.
ELVIO GANDOLFO (San Rafael, Mendoza, Argentina, 1947)
IMAGEN: Francisco Gandolfo (a la derecha) con su hijo Elvio, su esposa Evelina Kern y su nieta Laura, a principios de los años 70.
Grosso, Gandolfo. Gracias.
ResponderEliminarY gracias a vos por pasar.
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