domingo, 20 de agosto de 2017

DOS CALLES Y DOS ALTURAS



























EL DÍA DESPUÉS III

Tu padre que se pasa
la lengua por los labios,
o se los seca con
el dorso de la mano.

Uno de nosotros que pregunta
-¿Tiene la boca seca, papá?
Y él recobrando ese leve
fastidio cortante, volteriano
de todos estos años:
-No: la cabeza.



EL DÍA DESPUÉS VIII

Sí, eso es, papá: hasta
el mes que viene.
No, no: el mes que viene.
Sí, eso, cuando vuelva.
Si Dios quiere, como decía
la abuela, incluso si lo quiere
la Virgen de los Milagros,
que está en uno de los patios,
y en la que tanto cree mamá.
No, no, mañana no: el mes
que viene, si viajo, si todo
marcha bien. Hasta el mes que viene.
Eso es, está bien: mañana.



DOS CALLES Y DOS ALTURAS

De un leve tirón,
abro la ventana grande
del living un poco
empacada por la humedad.
Apoyo los codos
en la madera, me invade
el fresco un poco mojado
del día que arranca
y veo abajo
pasar zumbando
(no es para tanto,
pero así parecen pasar)
los autos rumbo a
las tareas del día.
Un agrado flotante,
insidioso y feliz,
me borra los restos
de una noche de sueños confusos
y desorientantes.

A mi padre le fascinaba
ver el tráfico continuo
que pasaba por 27 de febrero
desde el balcón. Con el
lenguaje ya muy deteriorado
se le encendían de felicidad
los ojos sin embargo,
y señalando decía:
“¡Mirá, mirá!” y movía la mano
en una dirección.
“¡Van, van!”. Y después
la movía en la otra:
“¡Y vienen, vienen!”
(venían sobre la otra mano
pegada a los grandes árboles
del Parque Independencia).
“¡Pasan, pasan!”, decía mi padre
siempre interesado
en lo que pasaba,
en el movimiento,
en la gente, sobre todo
en el trabajo, en la manera
en que una ciudad se pone
a funcionar por la mañana,
y va volviendo por la tarde.
Aunque allá, en el balcón
del cuarto piso de
27 y Oroño, una de las
grandes encrucijadas
de la ciudad, pasaban
también en la noche,
muchas veces, uno, otro
y otro más. “¡Qué lindo día!,
decía mi padre, feliz en la noche
de ver los coches.
O sobre todo el cielo
de día, azul, interminable
para él más que para nadie.
Ahí alzaba la cabeza y señalaba
hacia arriba: “¿Viste?”, decía.
“¡Está allá!” y señalaba
a la derecha. “¡Y allá!” y
señalaba a la izquierda.
Y más asombrado aún hacía
un gesto circular
“¡Y sigue allá!”, indicando
la parte posterior del edificio
donde el cielo seguía
al otro lado exacto del balcón
donde estábamos, indicando
que envolvía todo,
sonriente, entusiasmado.
Para mi padre el cielo
era lo más grande que había:
mucho más incluso que
el tráfico entero
que arranca por la mañana
en las ciudades
de cierto tamaño.

Acá, desde la ventana,
el cielo es más alto
que en la ciudad
del balcón frente al parque.
Trato de recordar
cómo era el cielo
de aquella película,
Macunaíma, donde el personaje
se quedaba colgado,
hipnotizado, en éxtasis,
del tráfico que pasaba
debajo de un puente,
mucho mayor que acá
bajo la ventana, o allá
bajo el balcón. Un tráfico
loco, brasilero, interminable,
con un cielo, creo, más bajo,
un poco más sofocante,
y multicolor.




RETO

La locutora aquella
más o menos
reconocidamente feminista,
que te entrevistó una vez
sobre un cuento donde hablabas
de tu padre.
Y que preguntó,
sin ironía excesiva,
pero sí con el peso tonto,
desperdiciado,
de quien sorprende a alguien
cometiendo una travesura,
y lo señala con un dedo
que se agita levemente en el aire,
admonitorio, por qué no habías
escrito un cuento sobre tu madre.
Y sin mediar un segundo
de pensamiento le contestaste:
porque el cuento que escribí
es sobre mi padre.

Y más tarde, mucho después, pensaste
hasta qué punto justamente
por esa pregunta
seguías demorando tanto
en escribir algo sobre tu madre,
culpa seguramente (pensaste sonriendo)
del reto de aquella locutora,
tan feminista, tan tía.
Tan inscripta en climas que viviste
una y otra vez en tu propia ciudad original,
y en las otras, sucesivas o intercaladas:
la forma en que la confianza en un tono,
y más que nada en una intención
hacía que aquello que se veía a sí mismo
como crítica lúcida, muy de tía inteligente
(tía real, hermana de tu padre o de tu madre,
no genérica, como las nombran en España),
aquello que hasta cierto punto
se veía con mucho narcisismo
como el comienzo del cambio,
de la revolución,
con tanta frecuencia terminaba
logrando exactamente lo contrario
de lo que parecía desear.



LAS MANOS BAJO EL AGUA

Nunca sabrás por qué
si algún día lograras
ser como Almodóvar
y escribir todo sobre tu madre,
superando la castración
del reto de aquella locutora,
comenzarías con la escena
que insiste en aparecer
una y otra vez.

Fue un día de semana en el viejo
departamento de Oroño
y Seguí. Tu madre
salía, como la heroína
de una película rusa
de los mejores tiempos,
a comprar la leche,
dejando la puerta
cerrada con llave
conmigo y mis hermanos
adentro.

No sé bien cómo fue:
si lo contó ella
o lo contó a alguien
que después te lo contó
(esas cosas pasan
en las mejores familias
de los barrios retirados).
Pero la imagen quedó:
tu madre, bajo la lluvia,
en un momento extravió algo.
Por lo que después te pasó
tendés a pensar en el dinero,
pero no, era más bien la llave.
Se le cayó la llave de metal,
más bien pequeña,
en medio de la lluvia,
en un barrio con calles de tierra.
Pero no en el barrio mismo
sino un par de cuadras más allá,
sobre el pavimento.
Pero un pavimento sucio,
enkilombado, lleno de basuras
y de barro. La imagen
es la de tu madre tanteando con las manos
bajo el agua, tratando
de tocar aquella llave
infinitesimal que le devolviera
en aquel día infernal
de lluvia cerrada
el acceso a sus hijos.
Si esto es real, si no
lo inventó el cerebro
después de tantos años,
es un buen principio
para decir todo
sobre tu madre.

Porque el recuerdo
(falso o verdadero)
es puramente cinemático,
desprovisto de todo dramatismo:
la lluvia, una mujer joven agachada
(que es a la vez tu madre)
que palpa con las manos
bajo el agua. Algo
que de una u otra manera
terminó siendo tu concepto
de la realidad personal,
biológica, social, general.
Algo que terminó desarrollando
tu gusto por las tormentas
cuando empiezan y son bravas.
Algo que hizo que no te quebraras
tantos años después
(esto pasó realmente:
podés decirlo hoy)
cuando perdiste la plata
de una cobranza
de la imprenta
en una zona imposible
del Parque Independencia,
todo por subir aquel cordón
con la bicicleta
y cortar camino a través
de ese casi bosque.
Te pasaste horas
tanteando entre hojas
de otoño y pedazos
de hojas de otoño
sumergidas, como si fueran
otros tantos billetes
subacuáticos, sin encontrar nada,
con las manos bajo el agua.
Rastro genético de la imagen:
el mito y la leyenda
de tu madre buscando
su propia pérdida,
la llave, bajo la lluvia.
Un buen modo de empezar
a contar alguna vez
todo sobre tu madre.





ELVIO GANDOLFO (San Rafael, Mendoza, Argentina, 1947)





IMAGEN: Francisco Gandolfo (a la derecha) con su hijo Elvio, su esposa Evelina Kern y su nieta Laura, a principios de los años 70.



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