BAJAR EL VOLUMEN
A menudo,
en un café, al observar la plática de dos personas en una mesa vecina, como no
puedo escuchar lo que dicen me concentro en sus gestos y quedo atrapado por la
elocuencia con que conversan. Percibo desde mi lugar una sintonía envidiable
entre los dos desconocidos. La expresión
de sus rostros, sus miradas, la forma que tienen de asentir a lo que dice el
otro o de negarlo, sus arrebatos y sus distensiones: todo lo absorbo con
fruición e íntima solidaridad humana. No oigo lo que dicen y lo agradezco, pues
sé lo que va a ocurrir cuando, por poner un poco más de atención o en virtud de
un cambio en la acústica del lugar, me llegue el sonido de su charla. Entonces
unas pocas frases acabarán con toda mi ilusión. Aquello que parecía una
conversación extraordinaria y apremiante, resulta ser un intercambio de frases
trilladas, de razonamientos previsibles y de preguntas consabidas. ¡La pobreza
del intercambio humano! ¡Todo lo que dos seres humanos podrían comunicarse, a
juzgar por el rico abastecimiento de expresiones en su haber, y luego
comprobar, al oírlos de cerca, qué tan poco se dicen! ¡Todo lo que el cuerpo
promete con sus gestos y las palabras reducen a una aburrida secuencia de
cordura y sentido común! He hecho el
mismo experimento frente a la televisión. Quito el volumen en cualquier serie
o telenovela de pacotilla y quedo
embelesado por la mímica facial y la intensidad de los ademanes de los
actores; hay entre ellos una
comunicación plena y trato de adivinar qué dicen, pero subo el volumen y el
soplo inspirador cesa con las primeras frases que oigo, imbuidas de un
raciocinio cerril y estrecho. ¡Cuánto desperdicio de lenguaje y de vida! ¿No
será ésta la función primordial de la poesía: bajar el volumen de las
palabras, ponerlas en sordina o en entredicho para recobrar la efusividad del
arrebato comunicativo, que es anterior a la transmisión de cualquier
significado; para recobrar esa hermosa antesala del sentido que sin embargo es pletórica
de sentido y que uno busca en las miradas y los
gestos de la gente que no conoce?
VERSO Y PROSA
La mayor diferencia entre la prosa y la poesía no radica en una cuestión de ritmo, de música o de mayor o menor presencia del elemento racional. En estos rubros, en contra de la opinión corriente, prosa y poesía son iguales. La verdadera diferencia, diría la única, es que sólo hay una forma de escribir un poema, y es verso a verso, mientras no se escriben un cuento o una novela línea por línea. El cuentista y el novelista siempre saben un poco más de lo que están escribiendo; el poeta sólo sabe, de lo que escribe, el verso que lo tiene ocupado, y más allá de él no sabe nada; así, cada nuevo verso lo toma de sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de quien lo escribe y, en consecuencia, sobre su nula voluntad de construir algo, que se reafirma a cada paso, en cada verso. Siendo en mucha mayor medida que la prosa es un arte de la escucha, la poesía debe ajustar cuentas con cada paso que da, antes de concebir el siguiente, y por eso carece de expectativas. La prosa, en cambio, es industriosa. Se dirige hacia un punto, todo lo nebuloso que se quiera, pero real. Como un hombre que avanza por un sendero en medio de una espesura sofocante, no puede ver más allá de unos cuantos metros, pero algo ve; la poesía es como un hombre en una cueva oscura, que antes de dar el siguiente paso debe afianzar ambos pies y encomendarse a Dios. En esto radica su mayor dificultad, pero también su condición más indolora con respecto a la prosa, que es dolorosísima, porque al admitir cierto grado de planeación, nunca se deja abandonar por completo y absorbe a su autor aun cuando éste no escribe, mientras que el poeta, no pudiendo, planear nada, cuando interrumpe su poema para dedicarse a otra cosa, lo olvida fácilmente y no lo recuerda basta el momento en que lo reanuda. La prosa es tiránica e implacable, pero juega limpio; la poesía es huidiza y engañosa: no concede nada, no promete nada. El último verso de un poema sella algo que un segundo antes no existía. No hay pues poemas truncos. En cambio, toda la prosa, en cierto sentido, es inconclusa.
NADIE LEE NADA
Un amigo mío me habla pestes de un escritor reconocido. Me dice que le parece tan malo, que no ha leído una sola línea suya. Le pregunto cómo puede sustentar su juicio si no lo ha leído, y me contesta: “Por puro olfato”. Le digo que a mí me parece un escritor pasable. Lo digo por puro olfato, porque tampoco lo he leído. Seguimos discutiendo, él esgrimiendo sus razones olfativas y yo las mías. No es difícil imaginar a un escritor cuyos libros nadie ha leído y sobre el cual todos opinan por olfato. Su primer libro, por ejemplo, se publica gracias a su amistad con el editor, el cual, bien sea por olfato o por falta de tiempo, sólo hojea el manuscrito y luego lo entrega al corrector de estilo de la editorial, que no lo lee, sino que lo corrige, que es distinto. El libro, una vez publicado, da lugar a entrevistas hechas por periodistas que han leído sólo la contraportada, cosa bastante común, y es reseñado brevemente por reseñistas que también sólo han leído la contraportada. Se vende poco, pero no menos que otros. Los pocos compradores leen la contraportada y luego olvidan el libro en una repisa del librero, como ocurre a menudo. El autor publica un segundo, tercer y cuarto libro, que suscitan entrevistas, reseñas, ventas bajas y cero lectores. Al cabo de una década tiene una trayectoria sólida, pero nadie lo ha leído. Es más, ni él mismo se ha leído, porque, como suele referir en las entrevistas, escribe en estado de trance, de modo que apenas revisa lo que escribe. En resumen, el único que ha pasado reseña concienzuda a sus líneas es el corrector de estilo de la editorial, (pero no lo ha leído propiamente, sino corregido, por lo cual no representa una fuente confiable para saber de qué tratan los libros de nuestro autor). Cuantos más libros suyos se publican, más difícil se vuelve que alguien lo lea, porque ha alcanzado esa modesta notoriedad que en lugar de azuzar la curiosidad del público, la mata de raíz. En suma, es un autor, de tan invisible, perfecto. Un clásico. Y a su muerte sus libros acaban en las escuelas, donde, como es sabido, nadie lee nada.
Fabio Morábito
Fabio Morábito. Poeta mexicano, nacido en Alejandría, Egipto, en 1955. A los tres años sus padres regresan con él a su Italia natal y en 1969 emigra con toda su familia a México. Tiene publicados, entre otros, los libros de poesía Lotes baldíos (1984, Premio Carlos Pellicer); De lunes todo el año (1991, Premio Aguascalientes) , Alguien de lava (2002) y la antología Un náufrago jamás se lava (Gog y Magog, Bs.As.,2011); los libros de cuentos La lenta furia (1989), así como el libro de prosas Caja de herramientas(1989), la novela para niños Cuando las panteras no eran negras (1996); una novela: Emilio, los chistes y la muerte (Anagrama, 2009); el libro de ensayos Los pastores sin ovejas (1995), También Berlín se olvida (2004) y El Idioma materno (Gog y Magog), de donde fueron tomados estos textos. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores mexicanos.
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