viernes, 1 de septiembre de 2017

EL IDIOMA MATERNO (3)



























BAJAR EL VOLUMEN

A menudo, en un café, al observar la plática de dos personas en una mesa vecina, como no puedo escuchar lo que dicen me concentro en sus gestos y quedo atrapado por la elocuencia con que conversan. Percibo desde mi lugar una sintonía envidiable entre los dos desconocidos.  La expresión de sus rostros, sus miradas, la forma que tienen de asentir a lo que dice el otro o de negarlo, sus arrebatos y sus distensiones: todo lo absorbo con fruición e íntima solidaridad humana. No oigo lo que dicen y lo agradezco, pues sé lo que va a ocurrir cuando, por poner un poco más de atención o en virtud de un cambio en la acústica del lugar, me llegue el sonido de su charla. Entonces unas pocas frases acabarán con toda mi ilu­sión. Aquello que parecía una conversación extraordinaria y apremiante, resulta ser un intercambio de frases trilladas, de razonamientos previsibles y de preguntas consabidas. ¡La po­breza del intercambio humano! ¡Todo lo que dos seres huma­nos podrían comunicarse, a juzgar por el rico abastecimiento de expresiones en su haber, y luego comprobar, al oírlos de cerca, qué tan poco se dicen! ¡Todo lo que el cuerpo promete con sus gestos y las palabras reducen a una aburrida secuen­cia de cordura y sentido común!  He hecho el mismo experi­mento frente a la televisión. Quito el volumen en cualquier serie o telenovela de pacotilla y quedo embelesado por la mí­mica facial y la intensidad de los ademanes de los actores;  hay entre ellos una comunicación plena y trato de adivinar qué dicen, pero subo el volumen y el soplo inspirador cesa con las primeras frases que oigo, imbuidas de un raciocinio cerril y estrecho. ¡Cuánto desperdicio de lenguaje y de vida! ¿No será ésta la función primordial de la poesía: bajar el volu­men de las palabras, ponerlas en sordina o en entredicho para recobrar la efusividad del arrebato comunicativo, que es an­terior a la transmisión de cualquier significado; para recobrar esa hermosa antesala del sentido que sin embargo es pletórica de sentido y que uno busca en las miradas y los gestos de la gente que no conoce?



VERSO Y PROSA

La mayor diferencia entre la prosa y la poesía no ra­dica en una cuestión de ritmo, de música o de mayor o menor presencia del elemento racional. En estos rubros, en contra de la opinión corriente, prosa y poesía son iguales. La verdadera diferencia, diría la única, es que sólo hay una forma de escri­bir un poema, y es verso a verso, mientras no se escriben un cuento o una novela línea por línea. El cuentista y el novelista siempre saben un poco más de lo que están escribiendo; el poeta sólo sabe, de lo que escribe, el verso que lo tiene ocu­pado, y más allá de él no sabe nada; así, cada nuevo verso lo toma de sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de quien lo escribe y, en consecuencia, sobre su nula volun­tad de construir algo, que se reafirma a cada paso, en cada verso. Siendo en mucha mayor medida que la prosa es un arte de la escucha, la poesía debe ajustar cuentas con cada paso que da, antes de concebir el siguiente, y por eso carece de expectativas. La prosa, en cambio, es industriosa. Se dirige hacia un punto, todo lo nebuloso que se quiera, pero real. Como un hombre que avanza por un sendero en medio de una espesura sofocante, no puede ver más allá de unos cuantos metros, pero algo ve; la poesía es como un hombre en una cueva oscura, que antes de dar el siguiente paso debe afianzar ambos pies y encomendarse a Dios. En esto radica su mayor dificultad,  pero también su condición más indolora con respecto a la prosa, que es dolorosísima, porque al admitir cierto grado de planeación, nunca se deja abandonar por completo y absorbe a su autor aun cuando éste no escribe, mientras que el poeta, no pudiendo, planear nada, cuando interrumpe su poema para dedicarse a otra cosa, lo olvida fácilmente y  no lo recuerda basta el momento en que lo reanuda. La prosa es tiránica e implacable, pero juega limpio; la poesía es huidiza y engañosa: no concede nada, no promete nada. El último verso de un poema sella algo que un segundo antes no existía. No hay pues poemas truncos. En cambio, toda la prosa, en cierto sentido, es inconclusa.



NADIE LEE NADA

Un amigo mío me habla pestes de un escritor reco­nocido. Me dice que le parece tan malo, que no ha leído una sola línea suya. Le pregunto cómo puede sustentar su juicio si no lo ha leído, y me contesta: “Por puro olfato”. Le digo que a mí me parece un escritor pasable. Lo digo por puro olfato, porque tampoco lo he leído. Seguimos discutiendo, él esgrimiendo sus razones olfativas y yo las mías. No es difícil imaginar a un escritor cuyos libros nadie ha leído y sobre el cual todos opinan por olfato. Su primer libro, por ejemplo, se publica gracias a su amistad con el editor, el cual, bien sea por olfato o por falta de tiempo, sólo hojea el manuscrito y luego lo entrega al corrector de estilo de la editorial, que no lo lee, sino que lo corrige, que es distinto. El libro, una vez publicado, da lugar a entrevistas hechas por periodistas que han leído sólo la contraportada, cosa bastante común, y es re­señado brevemente por reseñistas que también sólo han leído la contraportada. Se vende poco, pero no menos que otros. Los pocos compradores leen la contraportada y luego olvidan el li­bro en una repisa del librero, como ocurre a menudo. El autor publica un segundo, tercer y cuarto libro, que suscitan entre­vistas, reseñas, ventas bajas y cero lectores. Al cabo de una década tiene una trayectoria sólida, pero nadie lo ha leído. Es más, ni él mismo se ha leído, porque, como suele referir en las entrevistas, escribe en estado de trance, de modo que apenas revisa lo que escribe. En resumen, el único que ha pasado reseña concienzuda a sus líneas es el corrector de estilo de la editorial, (pero no lo ha leído propiamente, sino corregido, por lo cual no representa una fuente confiable para saber de qué tratan los libros de nuestro autor). Cuantos más libros suyos se publican, más difícil se vuelve que alguien lo lea, porque ha alcanzado esa modesta notoriedad que en lugar de azuzar la curiosidad del público, la mata de raíz. En suma, es un autor, de tan invisible, perfecto. Un clásico. Y a su muerte sus libros acaban en las escuelas, donde, como es sabido, nadie lee nada.




Fabio Morábito





Fabio Morábito. Poeta mexicano, nacido en Alejandría, Egipto, en 1955. A los tres años sus padres regresan con él a su Italia natal y en 1969 emigra con toda su familia a México. Tiene publicados, entre otros, los libros de poesía Lotes baldíos (1984, Premio Carlos Pellicer); De lunes todo el año (1991, Premio Aguascalientes) , Alguien de lava (2002)  y la antología Un náufrago jamás se lava (Gog y Magog, Bs.As.,2011)los libros de cuentos La lenta furia (1989), así como el libro de prosas Caja de herramientas(1989), la novela para niños Cuando las panteras no eran negras (1996); una novela: Emilio, los chistes y la muerte (Anagrama, 2009); el libro de ensayos Los pastores sin ovejas (1995), También Berlín se olvida (2004) y El Idioma materno (Gog y Magog), de donde fueron tomados estos textos. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores mexicanos.




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