viernes, 29 de septiembre de 2017

ENTRE FILOSOFÍA Y LITERATURA




Filosofía es el estudio (ignorándolo) de las transformaciones
de los puntos de vista y de las modificaciones verbales
que los acompañan.
Y poesía es el estudio (más consciente) de las transformaciones
verbales que conservan los impulsos iniciales.
Paul Valéry


          Una idea que comenzara a rodear el tema que se va a tratar en este escrito puede aparecer como una polarización de dos estilos de escritura que en una primera instancia se aprecian acaso sólo por la divergencia de sus tonos. Hay un tono literario y hay un tono filosófico. Una aproximación mayor sería considerar que en medio o alrededor de esos dos polos existe un espacio que es frontera y límite. Trabajar en torno a esta idea de suspensión y de indecidibilidad que parece morar y demorarse en ese espacio —territorio que abriría una demarcación incierta entre filosofía y literatura— es lo que va a establecer el camino por el que transitará una perspectiva deconstructiva para abordar el tema en cuestión.
          A partir de la noción de escritura como juego de diferencias, como tejido espaciado y múltiple en el que el sentido aparece siempre desplazado y plural —donde al modo de la huella y la diseminación se filtran en la prosa derrideana nociones e ideas de Blanchot sobre el lenguaje y la muerte— y del problema de la metáfora, cuya conceptualización trazaría esa frontera que se desdibuja entre escritura literaria y escritura filosófica, se va a sostener que ese espacio de riesgo, de desplazamiento en el que el decir filosófico se contamina de su otro, da cuenta de una inquietante y constante permeabilización de estilos que están unidos por cierta ausencia, abismo o silencio, volviendo ambiguos e indeterminables los escritos, los textos que se desprenden de su origen dador de sentido: el autor, el logos, la verdad. Esto conduce a la idea de diseminación y dispersión a través de las cuales la escritura filosófica se separa de un sentido originario y puede aparecer también como un ejercicio, una ficción, desde cierto “arriesgarse a no querer decir nada”.
          Entre filosofía y literatura estaría indicando una fragmentación, un quiebre de la presencia del sentido y de la voz, una dislocación en el discurso que a su vez vuelve indecidible o suspende la decisión entre la escritura, allí donde filosofía y literatura se entrecruzan. Esta generalización de la escritura conecta a los dos autores a la hora de definir a la literatura como vacío, como nada, como ser sin esencia, como inscripción a través de la cual la ausencia y la muerte se presentifican.
          Así, escribir va a implicar convertirse en el lugar vacío de la otredad, donde el otro (1) es lo que escribe al propio autor al ser éste elegido por las palabras y no al revés. Y la filosofía no escapa a este mecanismo en la medida en que, en tanto escritura, la coincidencia entre el decir y el querer decir desaparece dado el carácter diferido de la presencia del significado que considera a la lengua (Derrida) como un sistema de huellas y diferencias en el que opera la intertextualidad, el injerto textual, etc., filtrando lo otro en la escritura.
          En este sentido, la reflexión en torno a la metáfora en el discurso filosófico —metáfora como aquello que es regreso de lo mismo como diferencia, imagen, juego de la ficción (Blanchot), que introduce siempre en la textualidad cierto desplazamiento o desvío del sentido (Derrida) va a permitir disparar el análisis en torno al lenguaje y a la escritura hacia aquello que conectaría un discurso con otro, en la medida en que la metáfora también afecta los conceptos de la filosofía desestabilizándola y desplazándola hacia un discurso que es metafórico desde sus inicios —no obstante haberse afirmado a sí mismo como el discurso de la verdad. La metáfora, que “habla de forma oblicua” (2), se filtra en todo lenguaje, en todo discurso, en toda escritura.
          Abordar la problemática del estilo, en segundo lugar, va a implicar también cierta remisión por parte de Derrida y de Blanchot a Nietzsche (en Espolones y en Nietzsche y la escritura fragmentaria, respectivamente), quien al romper con la metafísica tradicional anunciando la muerte de dios, y en este sentido de todo fundamento y valor absoluto, suspende aquellas grandes distinciones de la metafísica occidental, como la de forma/contenido, en el instante de mayor tensión. Nietzsche, dice Giorgio Colli, ha sido un verdadero homo scribens en la medida en que para él vivir significó escribir (3). Las variaciones expresivas llevadas a cabo por Nietzsche en la historia de la filosofía resultan fun­damentales teniendo en cuenta la diversidad de estilos que su pensa­miento atravesó.
          La escritura, el estilo poemático de Así hablaba Zaratustra es un ejem­plo de ese lenguaje descentrado, plural, espaciado, en el que es posible leer —que es, como dice el filósofo, también escuchar— la música de una obra en la que las palabras refieren también a sí mismas y no exclusiva o necesariamente a cierta adecuación con el pensamiento y la realidad en virtud de su estilo poemático. Otra de esas serias decisiones respecto al estilo, además del fragmento —habla plural, polisemia, afirmación de la diferencia4— fue la escritura autobiográfica, tal como aparece el pensa­dor en escena en Ecce Homo.

          En el caso de Derrida se trataría entonces de poder pensar en la im­posibilidad y la inutilidad de una distinción jerárquica entre mensaje/ contenido y estilo/forma y de leer y escribir, en este doble gesto, desde esa tensión esencial que abriría cada texto en múltiples perspectivas elu­diendo todo afán por descubrir y apropiarse de un sentido hasta agotar­lo, y de pensar la escritura filosófica como tensión forma-contenido, en la que el sentido cada vez se disemina y se convierte también en una litera­tura con características propias, donde el aspecto formal genera señales, claves, modos de lectura y de escritura que permiten deslindar los textos de la tradición dialéctica (metafísica de la presencia) a través de nuevas estrategias.

          Históricamente la distinción en el lenguaje entre forma y contenido constituye una dualidad más, entre muchas otras oposiciones metafí­sicas binarias, que a lo largo de la tradición del pensamiento filosófico occidental ha permanecido jerárquicamente ordenada, prevaleciendo siempre el contenido sobre la forma en un texto de filosofía. El aspec­to formal, subalterno y ligado a las cuestiones retóricas y de estilo, era en todo caso primordial sólo desde el punto de vista estético. Así, en el discurso metafisico de la presencia y de la voz no era sino el conte­nido, el significado, el querer-decir, lo que tenía primacía a la hora de escribir y de pensar en filosofía. Una de las consecuencias fundamen­tales para Derrida del hecho de que la filosofía se escribe es que, ade­más de la posibilidad de pensar la filosofía como un “género literario particular”(5), en efecto algo se pierde en la escritura de la presencia del sentido y así cada texto, cada escrito, aparece también como una es­cenificación que no refiere siempre a su sentido, a su significado, a su referencia al ser o a la verdad sino también a sus procedimientos, a su estructura formal, a su organización retórica, donde el decir se despla­za y permite abordar los problemas de la filosofía desde una estrategia deconstructiva que es quizás una lectura, una escritura, con segundas intenciones, en la medida en que desarma la presencia del sentido y de la voz propios del discurso logofonocéntrico. Si la filosofía se escribe, la decisión sobre el estilo por otro lado indica desde el inicio siempre una estrategia que va a enfrentar ese discurso, y en este sentido la ley del texto —espacio clave del análisis deconstructivo— rige para toda escritura: filosofía y literatura.

          Ahora bien, la reflexión sobre la poesía y el texto poético en Blan­chot y en Derrida, especialmente sobre la obra de Mallarmé y la cues­tión del Libro, dilucida de algún modo la idea de que no es sino en la materialidad de la palabra, en su aspecto acústico, sonoro, corporal, en su entrelazado significante que culmina en una obra, en un libro o en una escritura sin más (e incluso en una no-obra como sería el Li­bro) y, por otro lado, en cierta espacialidad de muerte, ausencia, afuera donde reina la fascinación (que es una mirada como la de Orfeo hacia el arte de las palabras), es decir, desde esta inclinación de los autores hacia el texto mallarmeano es posible visualizar —junto a esa nueva constelación textual, virtual, nocturna y blanca— una doble suspen­sión: suspensión del lenguaje que deja de ser pensado en la filoso­fía sólo como referente del sentido y se abre como autónoma entidad (juego donde no hay encubrimiento ni disimulación) y suspensión o imposibilidad de obra acabada [désœuvrement-ocio), suspensión de la escritura en un murmullo infinito e incesante en el que confluyen una diversidad de estilos donde el sentido se pierde y se encuentra ince­santemente en la diferencia: dispersándose, diseminándose. Entonces una vez más, suspensión acerca de la decisión del género respecto de los discursos actuales en tanto que estas extrañas construcciones del lenguaje que crea el discurso filosófico y poético, no indican sino una idea de texto y de escritura que es espacio a la intemperie, lugar inse­guro, afuera.

          Esto supone también una doble ausencia o desaparición: disper­sión del sentido y muerte del autor. Así como el autor retrocede dejan­do presente y sola a la escritura, el sentido hace lo mismo generando su dispersión y diseminación que no es sino visible, palpable en un libro, una página escrita, posible de ser escuchada como una música concre­ta recargada a la vez de silencios y vacíos donde se disuelve la escritura, el sentido, la obra, en un “jeroglífico flotante que sería la escritura en general” (6).

          Estas consideraciones abren nuevas perspectivas sobre la escritura en la medida en que burlan todo esquema de categorías y clasificaciones entre literatura, crítica y filosofía, inaugurando así un infinito e inago­table trabajo sobre los textos desde todo aquello que hasta cierto punto compone una identidad siempre despersonalizada, desapropiada en una variación constante e ininterrumpida que desaparece ante y entre la es­critura. La relevancia y reivindicación de estos aspectos en torno al len­guaje, antes reservados sólo para las letras, parece consistir hoy en una apertura —juego de la diferencia— que inaugura nuevas formas de lectu­ra y escritura, en ese gesto doble que sería leer y escribir.

          Esta idea implica cierta “puesta en obra” de una práctica singular que es posible visualizar en Derrida y en Blanchot ante sus escritos. El tono poético que abunda en el primero en textos como Espolones, Qué es poe­sía, lo experimental en Glas y en La diseminación, lo autobiográfico en Circonfesión y en el segundo lo aforístico en El paso (no) más allá, lo fi­losófico en La literatura y el derecho a la muerte, lo autobiográfico en las novelas Thomas el oscuro y El instante de mi muerte, y lo poético en El es­pacio literario, hablan de esa ejecución de dispersión de estilos que per­mitiría habitar ese espacio —al que aludí en un principio— en el que al modo de un intersticio provisorio y siempre incierto, se mueven los hilos de un tejido que, ya transitado y demorado en Nietzsche, quizá constitu­ye esa nueva morada del pensar.

          Umbrales de ambigüedad, capacidad vacía de dar un sentido si, si­guiendo a Blanchot, “la literatura es el lenguaje que se hace ambigüe­dad”. Desde estas consideraciones se pretende argumentar a favor de la idea de que el discurso filosófico también es o deviene una literatura sin­gular en la medida en que el estilo en torno al pensamiento de la verdad, del conocimiento, de los conceptos, de las ideas, del ser y de todos los grandes temas de la filosofía, no es sino una escritura cuya tensión, fuer­za y significación tiene mucho que ver con la imaginación, con una ins­tancia de fascinación y con una exigencia de creatividad. “Como Nietzs­che, reinterpretar la interpretación” (7).

          La relación entonces entre la filosofia y la literatura que se remonta a los orígenes de aquella en la medida en que el lenguaje constituye una de las reflexiones inaugurales del pensamiento occidental— parece te­ner desde el pensamiento continental contemporáneo un nuevo modo de abordar la problemática en cuestión. Desde Platón en adelante, la li­teratura parece configurarse como aquello que es lo otro de la filosofía. Si ésta se posiciona históricamente como aquel discurso privilegiado, en la medida en que no era sino el discurso de la verdad, la literatura —ex­pulsada por Platón de la polis— quedaba limitada al plano de la retórica, de la invención, de la fantasía y del subjetivismo del creador o del poeta que, a diferencia del filósofo que investiga según métodos estrictamen­te racionales exponiendo en su escritura temas abstractos, no producía más que artificios que nada tenían que ver con la verdad, sino más bien, o en todo caso, con la mentira. Sin embargo, la idea de una demarca­ción tajante entre los dos discursos parece hoy deslucida y demasiado o apresuradamente resuelta si se consideran las grandes transformaciones del pensamiento metafisico a partir del Romanticismo, y principalmente desde Nietzsche en adelante (8).

          Desde la comprensión romántica de la esencia de la literatura, donde ella sería un proceso de unión entre poesía y filosofía incluso como con­fusión de géneros delimitados —que además fuera una de las influencias que dispararon el pensamiento de quien irrumpiría en la escena filosófi­ca como una de las grandes sospechas del siglo XX, en tanto cuestiona y desconfía de aquello que el discurso metafisico ha establecido como real y verdadero— es posible enfatizar entonces la importancia que, además de Nietzsche, el Romanticismo alemán va a tener una vez comenzado el siglo, y específicamente en el pensamiento francés, donde Blanchot y Derrida parecen marcar líneas de reflexión fundamentales, en la medida en que abordan la problemática llevándola hasta sus últimas consecuen­cias, generando en este sentido nuevas respuestas, quizá las más arries­gadas. A excepción de la cuestión del sujeto como figura central en torno a la escritura, el hecho de que todo el lenguaje funcione en términos poé­ticos —esto es, que de alguna manera todo lenguaje es poesía y allí en­cuentra su estatuto, su origen y su finalidad—, esa poeticidad es aquello que dispersa las diferencias entre ambos discursos. La filosofía también va hacia la poesía, hacia la obra, hacia “lo absoluto”, según el Romanticis­mo. Pero en tanto que hay allí metáfora, estilo, hay también silencio, juego de la diferencia, fragmento, contradicción, disolución, discordancia, des-obra: escritura. Cita Blanchot a Novalis(9):


Todos ignoran lo propio del lenguaje: que sólo se ocupa de sí mismo. Por
eso, constituye un fecundo y espléndido misterio (...) ...cuestiones que la
noche del lenguaje contribuirá a poner en claro: que escribir es hacer obra de habla, pero que esa obra es ocio, “desobra”.


          Por otro lado, a partir de la concepción nietzscheana del lenguaje en la que se descubre la esencia metafórica y retórica del mismo, se desen­mascara entonces a la metafísica fundamentalmente a partir de la litera­tura, en la medida en que la pretensión de verdad, de pureza del discur­so metafisico se ve ahora contaminado por aquello contra lo cual había querido constituirse; esto es, el mito, la elocuencia, la poesía, la alegoría. De este modo, la frontera que separa a la filosofía de su otro, la literatu­ra, sí se desvanece junto con el fundamento, el origen, que aparece en la idea de la muerte de dios; y así la filosofía aparece o se resuelve en ese “...devenir fábula, ficción, nada”. Lo que supone cierta crisis que la filoso­fía libera consigo misma en torno al problema de la verdad y del lenguaje representativo o transparente que en principio la metafísica de la presen­cia utilizaría constituyéndose como “discurso de la verdad”. Lo cierto es que una vez desandado este camino que deja detrás “la época de la me­tafísica” ya en el Romanticismo, la cuestión del lenguaje adquiere nuevas dimensiones y entonces la pretensión de la filosofía de constituirse como discurso de la verdad a través de un lenguaje que dice el ser con seriedad será revisada y deconstruida fundamentalmente a partir de Nietzsche. Desde aquí la frontera, el límite entre los discursos literario y filosófico, puede ser evaluada sin dar necesariamente con una inverosímil confu­sión de géneros. Más bien se trata de poder conectarlos, descorrer los pliegues donde aparece lo otro en la escritura. Sobre ese otro (marca del significante) también se hilará la perspectiva de Blanchot y la de Derrida, no obstante, aludiendo a un origen que en todo caso es origen tachado: sólo hay huellas de huellas. La escritura se desprende, como se analizará, del origen pleno, de la voz. Hay ahí ya repetición y contaminación: dife­rencia en el origen, ausencia en la presencia. Pareciera que la filosofía tra­baja a través de conceptos y la literatura según la búsqueda de un estilo. Pero la idea de huella, y también el problema de la metáfora, imposibili­tan de alguna manera considerar al concepto solo, en sí mismo, sin que arrastre otros y sin que se filtre en él también la metáfora. De modo que el estilo en filosofía ya que no hay estilo en sí (Nietzsche)no va a ser en adelante una cuestión aledaña; o sí: un suplemento. Añadido del que sin embargo no es posible prescindir.

El suplemento de lectura o de escritura debe ser rigurosamente prescrito, pero por la necesidad de un juego. Signo al que hay que otorgar el sistema de todos sus poderes (10).

         Este cruce o contaminación entre el discurso filosófico y el literario puede ser trazado entonces a partir de Blanchot y de Derrida según las siguientes problemáticas que se verán en lo que sigue: la metáfora, el es­tilo y la escritura fragmentaria (en Nietzsche), la poesía (en Mallarmé) y las consideraciones de ambos sobre la literatura y la ausencia del autor principalmente en Demeure y Passions (J.D.) y en El espacio literario y El diálogo inconcluso (M.B.).

          Pareciera que aquello que permanece en el umbral de la filosofía y la literatura, aquello que desdibuja el límite de los discursos, no es sino esta idea de escritura —como espacio, texto infinito, murmullo incesante— que, al modo del fragmento y también de la poesía —como eje de lectura y escritura—, evidencian un abismo esencial a todo texto: nada hay fuera de texto.

          Silencio, ausencia, afuera en el que el discurso se instala para nunca convertirse en obra acabada, en sentido último, en verdad. Aquello que des-obra, ocio, extravío, afirmación del azar, borrado incesante de hue­llas, dispersión.



Laura Crespi



(1)           Lo otro no refiere aquí sino a lo neutro en Blanchot, como aquella fuerza que es vacío, descentramiento, ausencia, silencio, noche, ficción, sueño, por la cual el juego dialéctico se irrealiza. Escribe él, ello, otro. La escritura aparece, así como aquello privado de centro para configurarse desde una dinamización distinta, como un centro móvil, que nunca conforma una obra. La muerte del autor es una de esas ausencias que verifican los dos autores desde la noción de escritura y de texto que trabajan. En Maurice Blanchot, Falsos Pasos, “Kafka y el espacio literario” y “Escribir, soñar”, trad. A. Aibar Guerra, Valencia, Pre-Textos, 1977.
(2)           En G. Bennington y J. Derrida, Jacques Derrida, "La metáfora”, trad. M. L. Rodríguez lapia, Madrid, Cátedra, 1994, pp. 136-139: “No es difícil ver por qué una tradición estructurada en torno al valor de la presencia desconfía de la metáfora (...) El discurso filosófico, en su aparente seriedad, no estaría formado sino por metáforas olvidadas o usadas”. De aquí también la distinción entre ambos discursos como lo serio y lo no serio, donde la filosofía queda relacionada con el valor de seriedad, verdad y responsabilidad contra “el juego seductor y, por tanto, irresponsable, contra el fingimiento de los artistas”. En la senda de Nietzsche, Derrida ejecuta el dispositivo deconstructivo, como se verá en algunos escritos (ciertamente en este libro en colaboración con Bennington), a través siempre de un juego de lectura y escritura que, desde el análisis de obras literarias y filosóficas por igual, no pretende "ilustrar” sus tesis filosóficas sino "reivindicar el derecho a la metáfora” y “llevar la austera tradición conceptual a su propia verdad metafórica”.
(3)           G. Colli, Después de Nietzsche, "La literatura como vicio”, trad. C. Artal, Barcelona, Anagrama, 1988.
(4)           En M. Blanchot, Nietzsche y la escritura fragmentaria, trad. O. del Barco, Buenos Aires, Caldén, 1973, pp. 46-47. Se va a trabajar esta problemática en el tercer capítulo.
(5)           J. Derrida, Márgenes de la filosofía, "Las fuentes de Valéry”, trad. C. González Marín, Madrid, Cátedra, 2003, p. 334.
(6)           M. Foucault, De Lenguaje y literatura, "lenguaje y literatura”, trad. A. Gabilondo, Barcelona, Paidós, 1996, p. 83.
 (7)          J. Derrida, Márgenes de la filosofía, ed. cit., p. 345.
 (8)     Véase Sánchez Meca, "Filosofía y literatura o la herencia del romanticismo”, Revista Anthropos, N° 129, Dossier “Filosofía y literatura. Historia de una relación e interna reflexión crítica”, Barcelona, 1992, p.12.
(9)      M. Blanchot, El diálogo inconcluso, trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1996, p. 550.
(10)    J. Derrida, La diseminación, “La farmacia de Platón”, trad. J.M. Arancibia, Madrid, Fundamentos, 1997.





Laura Crespi (San Fernando, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1973). Publicó poesía: Días de besos (2006), Una onda magnética (2008), Árboles alineados (2010), La vida interior (2010/2011), Invisible vanidad (antología, 2010) y el ensayo Un blanco móvil. Filosofía, literatura y metáfora (2009), de donde fue extraído el presente trabajo. Es Licenciada en Filosofía por la UBA, donde da clases. Edita las plaquetas Cuadernos de Traducción donde publicó poemas de Elizabeth Bishop, con un posfacio de Marianne Moore bajo el título Pequeño ejercicio. También tradujo a Wallace Stevens: Dos cartas, Colores y Esta enorme falta de elegancia. La quinta plaqueta, en preparación, es el libro objeto Poetas japonesas, edición anotada que reúne poetas del siglo VII hasta la actualidad, basado en las versiones de Kenneth Rexroth e Ikuko Atsumi.






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