sábado, 21 de octubre de 2017

AMOR Y SEXO





























Es muy tarde. Estoy excitada. Deseo un cuerpo junto al mío. ¡Cualquiera! Cualquier sexo, cualquier edad. ¡Eso es lo de menos! Basta un cuerpo a quien tocar y que me toque. ¡Mi sangre galopa! ¡Ah! Deseo fervientemente. Me disuelvo en deseos eróticos. Nada de amor. No. Nada de eso. ¡Sí! Lo que yo quisiera es vivir mi vida diurna entre libros y papeles y pasar las noches junto a un cuerpo. Ése es mi ideal. ¿Es lascivo? ¿Es lujurioso? ¿Es estúpido? ¿Es imposible? ¡¡¡Es mío!!! Y con eso basta. Pero ¿dónde conseguir ese ser? Tendría que ser alguien como yo, que desee lo mismo que yo. ¡No existe! ¡Sé que no existe! Mi locura es única. ¡Mi originalidad! ¡Mi extremismo! ¿Qué será de mí? ¡No lo sé! ¡Sólo sé que no puedo más! ¡Que me muero de impotencia!


Antes de la llegada de D. estuve oyendo un diálogo entre esas dos lesbianas que vienen todos los días. Hablaban de otra que las traiciona criticándolas y haciéndoles análisis psicológicos. Me asombra esa moralidad burguesa que manifestaban. En nada se diferenciaban de un vulgar matrimonio burgués. Quedé decepcionada.


Ni una imagen poética acierta a pasar por mi mente. Sonrío. ¿Hay más poesía en algún lado que en el rostro del ser amado?


Cierro los ojos y recuerdo el momento de mis labios sobre los suyos. Extraño. Me es difícil recordarlo. En ese instante estaba inconsciente. Ahora pienso que tendría que haber sido distinto. Que fue un beso torpe y excesivamente fugaz. Que al iniciarlo yo, tendría que haberlo dado con las fuerzas que se lo pedí. ¡Bah! ¡Valiente razonamiento! Sí. Ahora que la terrible emoción pasó. (Clavo mis uñas en la palma de mi mano.) Antes, cuando no había sentido aún sus labios, me consolaba pensando en su frialdad. Pero ahora… ¡ahora! Jamás sentí labios más exquisitos, más suaves, más maravillosos que los de… Me desespero pensando y pensando en ese beso de despedida. Es como haber pegado para siempre su rostro en mí. Estoy atada a sus labios. 


Escribo para no angustiarme tanto. Sólo me consuela el momento de verlo de nuevo.


Muy bien, supongamos que vence mi amor imposible (mi amor «legítimo» hacia el ser ausente, que no me ama). Bueno, me espera entonces la más cruel y refinada angustia imposible de soportar. Además… ¡no creo en el amor! Entonces… ¿qué?


Creo que mi feminidad consiste en no poder «vivir» sin la seguridad de un hombre a mi lado. En los períodos (¡actualmente tan escasos!) de ausencia de flirts, me siento terriblemente árida. Inútil. Como si estaría [sic] malgastando mi juventud. Y cuando estoy segura, es decir, cuando camino junto a un hombre que guía mi cuerpo, me siento traidora. Traiciono a ese llamado cercano que me planta junto a la mesita y me ordena: ¡estudia y escribe, Alejandra! Entonces ya no grito «¡me muero de inmanencia!». ¡No! Entonces, me siento ser. Me siento vibrar ante algo elevado que me asciende junto a sí.


18.30: Encuentro con L. Me siento angustiada pues acabo de tomar un Reducin. Con todo, me siento bonita y lo miro como a él le gusta. Es decir, simpática, inocente, pícara (en el sentido del sex-apple [sic]) y sumisa. Él está triste pues no me ha visto en todo el día y el encuentro es breve.


Imposible la plena comunicación humana. Los otros, siempre nos aceptan mutilados, jamás con la totalidad de nuestros vicios y virtudes. O nos detestan por algún aspecto nuestro que les mortifica o nos aceptan por algo que es ángel en nuestra carne. También solemos tener días en los que nos permiten comunicarnos y días en que nos amurallan. Estos últimos coinciden con los días en que más necesidad de contacto humano tenemos. Seguramente nos rechazan por ese aspecto de mendigos repelentes que proporcionan la angustia y la soledad.


Lo recuerdo dolorida. ÉL no está. Hace siglos que se fue. Espero su vuelta (como los hebreos esperando el Mesías) temblorosa y emocionada. Es como si naufragaría [sic] aferrada a una tenue rama, segura de no morir pues dentro de un plazo seguro va venir [sic] un barco a salvarme. ¡Y ese barco es ÉL!


¡Quizás él es sólo una excusa para dejar de hacer algo que tal vez jamás amé! No sé, pero yo quisiera otra cosa para mí. Aun en estos momentos en que me siento tan animal, tan frívola, siento firmemente que deseo estudiar, escribir, curarme, viajar y no casarme nunca. (Quiero agregar que deseo alguna experiencia sexual, with women.) Entonces… ¡ni palabra!


¡No puedo dejar a L.! ¡No puedo! Hoy intenté mostrarle mi confusión mental, mi desequilibrio, mi apego al psicoanalista, mi incapacidad de elección (¡tan fundamental en él!). Pero no reaccionó como yo esperaba. ¡No! ¡Quiere ayudarme! Su hermoso rostro se acercó amorosamente el mío mientras sus labios susurraban maravillosas frases. Los ojos oscurecidos por la emoción. Las manos, ¡sus bellas manos! Buscando las mías. ¡Emocionada! (¡pero nada más!). ¡Excitada! ¡Terriblemente excitada! (¡pero nada más!). ¡Al diablo! Mi sensibilidad se agita sólo conmigo. Me sentía afectivamente impasible. Tremendamente pasiva. ¡Como si sería [sic] natural ese cariño por mí! ¡Como si el no quererme sería [sic] una anomalía! No sentía agradecimiento. Me veía materialista, dura y valiosa. Como un prodigio inhallable. Hasta pensaba en la suerte de L. al encontrar una mujer tan maravillosa como yo (¡no ironizo!). Ahora me extraño. «Sólo me amo a mí misma.» Se lo dije a L. y se alegró. «Así me amarás más a mí.» Tengo la sensación de haberlo leído en algún lado. Cuanto más se ama o se odia uno a sí mismo, más capacidad hay de amar u odiar al Otro. (No recuerdo si lo dice Gide, Proust o Breton.) ¿Qué importa, si yo no puedo amar?


Ahora me pregunto por qué no lo amo. ¡No sé. No sé! Siento que al no poder amar a L., jamás podré amar a hombre alguno. Con él se cierra la serie de hombres-objetos-a-amar. Nunca habrá nadie más bello ni más sensible que él. Pero no puedo forzar mi ser hacia él. Hay algo inefable que me detiene y que me evita sentir melancolía ante la impotencia afectiva. Algo que me construye mi futura «ermita». ¡Quiero estar sola! ¡Quiero tiempo para estudiar!


Hace diez minutos (o menos) que L. se fue para siempre. Aún siento en mi rostro el sabor de las lágrimas derramadas en su hombro. Lloré ante la certidumbre de mi incapacidad afectiva. Lloré porque se fue el ser con el que pensaba unirme y constituir una pareja como tantas otras. Lloré porque jamás conoceré el encanto de la comunicación plena. Lloré porque la llave que abrió la puerta indicó un claustro (¡el anhelado encierro junto a los libros! ¡La soledad infinita!). ¡Sí! Lloré porque terminó la farsa. ¡Abajo las máscaras! Éste es tu lugar, Alejandra, y jamás saldrás de aquí. Éste es tu lugar, junto a Rimbaud y Nerval. ¡Junto a Vallejo! Junto a los adorados seres inexistentes que jamás te desilusionarán y a los que nunca cansarás con tus andares de neurótica mundana. Heme acá. Las cuatro paredes rodean mi alma. Hemos llegado al final de un experimento necesario y fracasado. Acá. Sí. Con la pluma y el llanto que nutre conmovedor la savia de mi escritura. ¡Sola! ¡Gritaré aterrada mi soledad! Gimo. Lloro. ¡Tengo tanto miedo!




Odio mi cara, pues la miro a través de sus ojos. Esta cara no supo fascinarlo. Amo. ¿Qué se hace en este mundo cuando se ama así?


No te llamo, no te pido. Me doy, te soy. Tú no me tomas, no me necesitas, no hay ganas de mí en tu mirada. Te veo, te creo, te recreo, mi solo amor, mi idiotez, mi desamparo. Qué me hiciste para que yo me enrostre este amor estúpido. Piedad por ti. Cuando te vea lloraré, recordando lo que tuviste que padecer en mi memoria.


Amamos a lo que se nos hace carencia. Imposible desear lo que ya está en mi mano (vieja verdad socrática que recién ahora encarna en mí conscientemente). De allí el Mito de Mi Amor Imposible: carencia, nada más.


El miércoles estuve con Olga. Está vieja y fea. Nos comunicamos. Fue dulce y buena conmigo. Ahora no tengo ganas de llamarla más. Por la noche me emborraché y traje a mi casa a una chica que conocí en lo de O. Nos acostamos. Me acosó con sus anhelos de un amor exclusivo: si estoy enamorada de alguien, si soy fiel, etc. Quiso fornicar conmigo pero no pudo debido a mi frialdad. Me preguntó para qué la traje a mi casa. Yo me encogí de hombros y no le respondí. En verdad no le respondí a ninguna de sus preguntas. Se fue horriblemente triste y enamorada de mí. (Ahora no recuerdo su rostro.)


Olga no me quiere más. Me ha abandonado. No estoy triste por mí sino por ella. Ahora yo no podré quererla. Y nadie pudo haberla querido más que yo. Ella maltrató mi amor. Un amor puro y abstracto. Pocas veces he querido tanto a alguien. Ahora no sé si la quiero, pero ya no le daría mi vida, no me interesa su destino. Es más: algo lejano me dice que yo la hubiera podido salvar y que ella no quiso salvarse. Según O., yo habría sentido deseos por ella, es decir, deseos homosexuales. Creo que no. Por lo menos, conscientemente, no lo pensé jamás. Ojalá fuera homosexual. Siempre me lo digo. Pero no creo posible, para mí, arribar a un orgasmo con una mujer. Mi sed sexual es, ineluctablemente, la de esas mujeres [frase tachada]


De todos mis encuentros con elementos lesbianos he llegado a ciertas conclusiones. Y no deben ser muy erradas pues conozco a las lesbianas más notables de la homosexualidad porteña: las insoportables son las viriloides, las que han luchado durante años por aceptarse definitivamente homosexuales, soportando las opiniones y censuras y escándalos del medio ambiente (casi todas las homosexuales son de familia de alta sociedad o alta burguesía), hasta que mandaron al diablo a todo y ostentaron gallardamente sus melenas cortas, sus camisas, sus cigarrillos negros o rubios de mala calidad sospechosa, sus miradas particularísimas, etc. Cuando una lesbiana así se enamora y no es correspondida es capaz de todo. Su amor está hecho, entre otras cosas, de rabia, de ira, de desafío, de egoísmo llevado a sus últimas consecuencias, etc. Y siempre hablan en términos judiciales y éticos: «Hay que…», «No tengo derecho…», etc.



(Hoy me dijo una compañera del curso de francés que en París «hay mucha degeneración», pues le contaron que las parejas que se aman se besan en la calle «¡en público!».) Pienso que seres así hacen la vida aún más dura. Y ello sin decir lo que ellos mismos hacen cuando no están «en público». Y estos seres son «la sociedad». Los representantes del orden, de la corrección, de la moral. ¡De la moral! Moral que ellos establecen a su criterio y sin derecho. Y nosotros somos los expulsados, los rechazados, ¡los sifilíticos espirituales! Como si de nuestro rostro resbalaran materias putrefactas. Como si no nos mereciéramos ese cielo candoroso que nos cubre, detrás del cual está Dios, manantial de toda estrechez y mezquindad imaginarias.


Un encuentro sexual no compromete a nada. Sólo dos seres sedientos que se unen en el desierto para ir en busca de la calma.


Conflictos sexuales. No vivo el sexo como un problema. Sólo advierto que soy una niña, no una mujer. No tengo conciencia del bien ni del mal. Lo mismo que entonces, cuando era muy niña y me excitaba pensando en dios. Quisiera ser menos inocente.


El domingo me acosté con E. M. Había una atmósfera orgiástica más intensa que la que surge en la soledad de la fantasía. Una vez en mi casa, serena, pensé que muchas cosas habían cambiado y cambiarían. Es decir, muchas cosas dejarían de cumplirse exclusivamente en la fantasía y se encarnarían en la realidad. Creo que necesito satisfacer cuanto antes mis deseos sexuales, que son enormes. Y también lo dijo E. M. Ni yo misma sospecho, tal vez, la magnitud de mi necesidad de satisfacción sexual.


Un escenario. Se abre el telón y baja un falo como la columna de una catedral. En lo alto se divisan los testículos. Ella aparece bailando, vestida como una plañidera medieval española, y se abraza al falo. Los testículos se abren como la boca de una grúa y dejan caer cabezas de indios, de rabinos, de mongoles, de pequeños dioses. Ella se abraza más fuerte, hasta que el falo se sacude y lanza una serpiente que la enrosca.


He decidido cesar las aventuras sexuales. Al menos, hasta que el amor no me arrastre fuera de mí y me obligue a cumplirlas. Lo demás, en mí, es literatura…, pero esas angustias de quedar encinta son exactamente idénticas a las de cualquier modistilla. Y en verdad, si yo quisiera aplacar toda mi sed sexual necesitaría años de orgías. No es posible: quiero escribir. Además, la relación sexual —debo confesarlo— me desilusiona un poco... Lo que sucede es que yo necesito, tal vez, un cortejo de perversiones, acostarme con varios hombres al mismo tiempo, por ejemplo. Pero esto es inseguro. Es más: creo que lo digo «por literatura»… Pero eso sí: no reiniciar más ningún suceso sexual. Y mucho menos con E. M.


No puedo creer que esto es la vida. (Ella espera a la vida.) ¿Y el amor? El amor con espumas, con alas, ese amor como un arco iris, como una música soñada por el viento, ¿dónde, Alejandra, el amor?, ¿dónde la vida, la verdadera vida?
El amor imposible es tan imposible como yo pensaba. Más aún: es absolutamente imposible…Ahora bien: yo lo olvidaré. Quiero ser libre, aunque me vuelva loca, aunque sufra como nadie, seré libre. Prefiero una libertad árida, empobrecida antes que esta adoración carente de sentido, irreconciliable con la realidad.


Creo que un poeta necesita amar. Mi amor fue un amor para un poeta. Ahora no tengo nada. No espero nada.


Mi único amor es el sexo. Mi único deseo ser puta. O no serlo. Pero legiones de hombres. Y si quieren, vengan las mujeres y los niños. Particularmente niños y niñas de doce años. Alejandra Nabokov. (Pero es que yo tengo doce años…)



 Me levanté, me fui. Fumaba a lo largo del Sena y cerca del Quai Voltaire bajé a ver el río. Había mendigos bebiendo o silenciando o cantando o fornicando. Me acerqué a los que bebían y les dije:

—Cuando me muera muy pronto, si alguna vez muero, no recordarán el olor a tristeza del río, no recordarán el gusto del vino atado a la lengua, no recordarán el color de la noche en los ojos de los ahogados sino que recordarán mi voz, mis palabras que flotan como máscaras, como cáscaras vacías que nunca contuvieron nada, y recordarán mis ojos verdes que pagaron al amor el más alto tributo, y recordarán mi nombre que significó mucho para quien lo llevó como un arma en la noche de los grandes reconocimientos y del dolor sin desenlace. Así me dejé violar como tantas otras noches similares.


Lo del sexo es otra mentira. Un instante de onanismo, nada más. La gente debería masturbarse. Amarse platónicamente y masturbarse. Así sería el reino de la poesía. Fornicar sería como rascarse. Hasta podría ser público. La chair est triste. Y en verdad, mucho mejor si no hubiera sexo. Sin deseos, sin anhelos, un flotar, un deslizarse, sin sed, sin hambre. El vientre materno.


Apenas veo a un hombre, lo imagino en el lecho, fornicando conmigo. No obstante, no quiero fornicar con nadie.


He descubierto mi tendencia a conversar de temas obscenos, tratándolos con humor. Como dejando soslayar que participo en terribles orgías sexuales. Debe ser una manera de encubrir mi forzosa o forzada castidad, o lo que fuere. O también, para demostrar que soy absolutamente heterosexual, dado que mi vestimenta bohemia y mi voz ronca pueden hacer pensar en la homosexualidad. Lo cierto es que hablo como una devoradora de hombres.


En el fondo, me repugna ser mujer. Si fuera muy bella, lo aceptaría. ¿Por qué soy tan poco femenina si no soy homosexual?


Dejé de pintarme. Ahora parezco una lesbiana típica. Bienvenida sea. Para qué mentirme. A mí me gustan las mujeres, sólo las mujeres. Pero no sexualmente. He aquí el problema.


Me gustaría, más que cualquier cosa en el mundo, encontrar una amiga, alguien con quien poder mirar y descubrir París. No hablo de un amigo. Los hombres son para mí objetos sexuales. Ésta es mi originalidad, según creo. Una suerte de lesbiana normal.


Soy masoquista. Descubrimiento de ello. Ayer, cuando de pronto cayó la imagen: me pegaban con un látigo. Tuve un orgasmo. No comprendo. No comprendo nada si aún soy tan niña, tan inocente. No comprendo.


Quiero que hoy sea mañana y quiero realizar todas mis fantasías eróticas, encarnarlas, interpretarlas. Hoy es mi día más erótico, y se debe al acto de ayer. Siempre tuve la sensación o el presentimiento de que lo único importante verdaderamente es el acto sexual. Es decir, cuando descartaba todo, cuando sentía lo inútil de todo, la muerte, el dolor, la falsedad, lo absurdo sobre todo de la vida, me decía: «Lo que impide reventar es el ardor entre los muslos». Y hoy a la mañana me dije que no me voy a negar nunca más ninguna experiencia sexual, sea con quien fuere. Hasta el presente mis experiencias fueron promiscuas, de hoy en adelante lo serán más. Me acostaré con todos los que me lo pidan en tanto yo sienta el más leve deseo. Pero sólo yo sé que la quiero a M. solamente, o al menos a Augusto y a M., a ambos, juntos o por separado.


Que has venido. Que tu presencia estremece el cálido color de las hojas muertas. Milagros de la que espera y ve y siente. Y yo te seguiría bajo cualquier forma, como polvo o humo o viento. Entraría por tu respiración, por tu sonrisa, por tus tristes deseos de evadirte hacia donde no haya lenguaje sino solamente ojos devorándose, ojos amándose en el peligro de una desnudez absoluta.
Y tú me viste llegar, mendiga hedionda enamorada de su sombrero con flores y plumas. Había un color lila que humeaba y yo estaba de verde dentro de mis harapos. Dancé para que te rieras. Me pinté las uñas de azul. Toqué la guitarra y canté canciones que hablan de pequeños instantes únicos en los que el dolor se aduerme y hay sólo deseos de amar.


Quise decirle: «Ven a mí, ahora que nadie nos ve, ahora que lo verde de este maléfico jardín entró en la austeridad anónima de una noche de verano. Ven a mí: si vienes, las estrellas seguirán siéndolo, la luna no se cambiará con colores ultrajantes ni habrá metamorfosis dañinas. Nadie verá que tú vienes a mí. Ni siquiera yo, pues yo ya estoy muy lejos, yo ya estoy en otro mundo, amándote con una furia que no imaginas. Ven a mí si quieres salvarte de mi locura y de mi rabia, ten piedad de ti y ven a mí. Nadie lo sabrá, ni  siquiera yo, pues yo estoy vagando por las calles de otra ciudad, vestida de mendiga vieja, acoplando tus nombres a canciones oscuras que son como puñales para fijar mi delirio. Mi sangre, mi sexo, mi sagrada manía de creerme yo, mi porvenir inmutable, mi pasado que viene, mi atrio donde muero cada noche. Oh ven, nada ni nadie lo sabrán nunca. Aun cuando yo no lo quiera ven. Aun cuando yo te odio y te abandone, ven y tómame a la fuerza».


Una sola vez fui feliz: cuando corrí a caballo, desnuda, por la playa. Fue entonces cuando palabras como tierra, sangre, sexo, adquirieron realidad, se hicieron tan reales que desapareció la voz; y el sentir y el hablar no se diferenciaban.



(Selección temática del Administrador,
de los Diarios cuando la autora
tenía entre 18 y 24 años,
-Tomada de la edición de Ana Becciu-)


Alejandra Pizarnik (Buenos Aires; 1936 -1972)






IMAGEN:  "Tolles Weib", Gemälde, 1919; pintura de Emil Nolde. 




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