domingo, 8 de abril de 2018

LOS MOCOS DE LA FURIA




La furia, como moneda que es, tiene dos caras: puede ser látigo sobre la avaricia de los mercaderes, pueden ser patadas contra las costillas del caído.
La furia, como máscara que es, tiene dos muecas; la del oprobio y la de Dios. Habrá que decir que nada se opone tanto y para siempre como las dos caras de una misma cosa, tal vez porque la diferencia es lo único que les da identidad. Soy cruz porque no soy cara. Soy Dios porque no golpeo a un niño.
Aunque de lejos sus ademanes se parezcan, hay diferencias constitutivas entre la una y la otra. A mí me gusta pensar en los motivos.
Los motivos de la furia que llamaré, provisoriamente, divina deben ser entendidos como metáforas. Furia que no tiene un destinatario específico, que no intenta someter a un individuo sino impugnar un mundo. Furia, en cierto modo, como una acción performática y estética que procura desbaratar la conciencia hegemónica, la idiotez hegemónica.
Y bien, aquella furia de mis 9 años quiso ser divina.
Y fue tan decisiva que aún perdura, y soy capaz de revivirla como si no hubiesen pasado 50 años desde la noche en que el flamante director de la cementera, llegó a cenar a mi casa.
Fue un acto de gentileza por parte de mi padre, jefe del laboratorio, que por entonces lidiaba con su reciente viudez y sus viejas deudas, severamente agravadas.
Mi abuela salió al rescate. La vi lavar acelga, picar bien finita la cebolla, la vi acumular una pila de panqueques, y cocinar la salsa con su estofado durante un tiempo considerable. La vi poner en agua jabonosa las flores de plástico para que lucieran como recién cortadas de un jardín imaginario. Y por último, la vi hacer malabares para llegar al postre.
¿Se acuerdan? Esa crema de vainilla, leche, azúcar, huevos, con canela a veces, o con cascarita de limón... Después de una cena silenciosa y tensa, llegó el postre y con él mi primer y peor día de furia.
El ingeniero director encendió un cigarrillo, asunto que en ese tiempo era plenamente admisible.
Tal vez por mi estatura, quien sabe. La cosa es que yo advertí el desprecio incipiente en el modo en que apartó de si la compotera de vidrio azul, generosa de crema de vainilla. Entonces apoyé la barbilla en la mesa, y me quedé observando, vigilando, segura de que se avecinaba un mal momento. Y, en efecto, llegó.
Fue exactamente cuando el ingeniero director, en un gesto ostentoso, apagó el final de su cigarrillo en la crema de vainilla que no había tocado, justo en el centro.
Mi abuela, agachó la cabeza. Mi mundo humillado. Así como recordaron la crema recordarán esas lágrimas que antes de resbalar, queman. Esa fue mi primera acción. Y de inmediato se desató una performance desquiciada.
Me paré y di un grito que debió ser incomprensible para los presentes. Grité, chillé. El grito tomaba aire y continuaba. Empecé a golpear el piso con los pies, y a manotear el aire. Me recuerdo como un animal, coceando y alzando el cogote. Indomable aun para mi padre que intentaba sostenerme.
"Hace poco que se murió la mamá", dijo mi abuela a modo de justificación. Del invitado no sé decir nada porque no lo veía.
Estuve sola en las cuatro esquinas de la asfixia, atragantada de palabras desconocidas, sacudida por el hipo, modelo de Edvard Munch, hija de Aguirre. Así, hasta que la chorreadura de mocos me detuvo en seco.
Mi abuela se disculpó por mí y me llevó al dormitorio. 50 años después no quiero realizar el movimiento de culpar a mi orfandad de aquella primera furia, no quiero quitarle a ese hombre ni un gramo de responsabilidad. Al revés, reivindico esa furia como un bautismo. Me aferro a ese látigo, sigo escribiendo con la barbilla sobre la mesa, y escucho el crujido de la brasa contra la ofrenda.

"A usted le hablo, señor, que lo invitamos a mi casa, yo pienso que si no le gustaba lo dejaba y listo, yo me lo comía después, porque mi abuela no tira nada, ni el pan duro, señor, que lo invitamos a comer canelones y usted apagó el cigarrillo en el postre que es difícil de hacer porque hay que estar revolviendo y revolviendo para que no se agrume, y después un secreto para que no se le haga cascarita arriba, porque si hubiera tenido cascarita usted no podía apagar el cigarrillo. ¿Viste abuela?, eso te pasa por esmerarte. Cuando estoy con la barbilla en la mesa es porque pienso, y ahora pienso que usted va a apagar el cigarrillo sobre la gente, o "disparen al negro" que es lo mismo, o se habrá desbarrancado o fueron los indios pata sucias... Cuando sea grande voy a cocinar el postre de vainilla, porque, señor de mierda, no todas las batallas hacen ruido".

(Tomado del Blog Eterna Cadencia,
13-11-2017)

No digo adiós.
Ustedes se irán.
Yo permaneceré reinventando el recuerdo de lo que han sido.
No digo adiós, aquí me quedo para contarlo todo.
Dice adiós la lechuza, el hombre, la piedra.
Yo no lo digo.
Debo permanecer y recordar al hombre, la piedra y la lechuza.
Yo no me olvidaré de ninguno de ustedes,
parte de mi rueda, balsas y colores.
No me olvidaré de nada ni de nadie
pues no puedo olvidar lo que me constituye.
Adiós, dirán. Y yo no diré nada.
Cuando todos se alejan, se queda la memoria sentada en una roca,
cuando todos descansa.
Aquí estaré, no digo adiós.
Si pasan junto a mí y me preguntan,
les contaré acerca de lo que fueron.
Si me ven sentada en una roca, componiendo mis versos, acérquense y pregunten.
Yo voy a responderles.
Pero luego no les diré adiós.
Porque, quieran o no, se quedarán conmigo.


(Fragmento de “Nakín y la eternidad”,
en Los días del fuego)

Liliana Bodoc




Liliana Chiavetta, conocida como Liliana Bodoc (Argentina; Santa Fe,  1958 - Mendoza, 2018) fue una escritora y poeta argentina que se especializó en literatura juvenil. Con su trilogía La saga de los confines se mostró como la revelación argentina en el género de la épica y la literatura fantástica; y sus libros fueron traducidos al alemán, francés, neerlandés, japonés, polaco, inglés e italiano. Con su novela El espejo africano, obtuvo el prestigioso premio Barco de Vapor en 2007.






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