jueves, 23 de mayo de 2019

LOS LÍMITES DE LA INTERPRETACIÓN




Introducción

          Al principio de su libro Mercury, Or the Secret and Swift Messenger, 1641, John Wilkins, cuenta la siguiente historia:

Cuan extraño debió resultar este Arte de la Escritura en su primera Invención lo podemos adivinar por los Americanos recién descubiertos, que se sorprendían al ver Hombres que conversaban con Libros, y a duras penas podían hacerse a la idea de que un Papel pudiera hablar... Hay una graciosa Historia a Propósito de esto, concerniente a un Esclavo indio; el cual, habiendo sido enviado por su Amo con una cesta de Higos y una Carta, se comió durante el Camino gran Parte de su Carga, llevando el Resto a la Persona a la que iba dirigido; la cual, cuando leyó la Carta, y no encontrando la Cantidad de Higos de que se hablaba, acusó al Esclavo de habérselos comido, diciéndole lo que la Carta alegaba contra él. Pero el Indio (a pesar de esta Prueba) negó candidamente el Hecho, maldiciendo la Carta, por ser un Testigo falso y mentiroso. Después de esto, habiendo sido enviado de nuevo con una Carga igual, y con una Carta que expresaba el Número preciso de Higos que habían de ser entregados, devoró otra vez, según su anterior Práctica, gran Parte de ellos por el Camino; pero antes de tocarlos, (para prevenir toda posible acusación) cogió la Carta, y la escondió debajo de una gran Piedra, tranquilizándose al pensar que si no lo veía comiéndose los Higos, nunca podría referir nada de él; pero al ser ahora acusado con mayor fuerza que antes, confiesa su Error, admirando la Divinidad del Papel, y para el futuro promete la mayor Fidelidad en cada Encargo (3.a ed., Nicholson, Londres 1707, pp. 3-4).

          Seguramente esta página de Wilkins suena diferente de otras páginas de nuestro tiempo donde la escritura se toma como ejemplo supremo de semiosis, y todo texto escrito (o hablado) se considera una máquina que produce una «deriva infinita del sentido». Tales teorías contemporáneas le objetan indirectamente a Wilkins que, una vez separado de su emisor (así como de su intención) y de las circunstancias concretas de su emisión (y por lo tanto del referente al que alude), un texto flota (digámoslo así) en el vacío de un espacio potencialmente infinito de interpretaciones posibles. Por consiguiente, ningún texto puede ser interpretado según la utopía de un sentido autorizado definido, original y final. El lenguaje dice siempre algo más que su inaccesible sentido literal, que se pierde ya en cuanto se inicia la emisión textual.
         El obispo Wilkins —a pesar de su inquebrantable creencia de que la Luna estaba habitada— era un hombre de notable altura intelectual y dijo muchas cosas aún importantes para los estudiosos del lenguaje y de los procesos semióticos en general.  ¿Qué habría podido objetar Wilkins a las contraobjeciones de muchas teorías contemporáneas de la lectura como actividad deconstructiva? Probablemente habría dicho que, en el caso que él citaba (supongamos que la carta dijera: «Querido Amigo, en esta Cesta, que te lleva mi Esclavo, hay 30 Higos que te mando como Regalo»), el Amigo estaba seguro de que la Cesta mencionada en la Carta era la que llevaba el Esclavo, que el Esclavo era exactamente aquél a quien el Amo había dado la Cesta, y que había una Relación entre la Expresión 30 escrita en la Carta y el Número de Higos contenidos en la Cesta.
          Naturalmente sería fácil refutar la parábola de Wilkins. Es suficiente imaginar que alguien haya mandado realmente un esclavo con una cesta, pero que, por el camino, el esclavo original haya sido asesinado y sustituido por otro, de otro amo, y que también los treinta higos, como entidades individuales, hayan sido sustituidos por otros higos. Imaginemos, además, que el nuevo esclavo haya llevado la cesta a un destinatario distinto. Podemos suponer también que el nuevo destinatario no sepa de ningún amigo que cultive higos y los regale con tanta liberalidad. ¿Habría podido decidir aún el destinatario de qué estaba hablando la carta?
          Yo creo que todavía tenemos el derecho de considerar que la reacción del nuevo destinatario habría sido, más o menos, de este tipo: «Alguien, sabe Dios quién, me ha enviado una cantidad de higos que es inferior a la mencionada en la carta que la acompaña.» (Supongo también que el nuevo Destinatario, siendo un Amo, habrá castigado al Esclavo antes de intentar resolver el Enigma: también esto es un Problema Semiótico, pero atengámonos a nuestra Cuestión Principal.)
          Lo que quiero decir es que, incluso separado de su emisor, de su indiscutible referente y de sus circunstancias de producción, ese mensaje hablaría aún de higos-en-una-cesta.
          Supongamos ahora (la imaginación narrativa no tiene límites) que no sólo el mensajero original hubiera sido asesinado, sino que sus asesinos se hubieran comido todos los higos, hubieran destruido la cesta, hubieran metido la carta en una botella y la hubieran tirado al Océano, de suerte que la encontrara, setenta años (más o menos) después de Wilkins, Robinson Crusoe. Ni cesta, ni esclavo, ni higos, sólo una carta. A pesar de ello, apuesto a que la primera reacción de Robinson habría sido: «¿Dónde diablos habrán ido aparar esos higos?» Sólo después de esta primera reacción instintiva, Robinson podría haber soñado con todos los higos posibles, con todos los esclavos posibles, con todos los emisores posibles, así como con la posible inexistencia de cualquier higo, esclavo o emisor, con los mecanismos de la mentira y con su desafortunada suerte de destinatario separado definitivamente de todo Significado Trascendental. ¿Dónde están esos higos? La carta dice que hay o había en alguna parte 30 frutos así y asá, al menos en la mente (o en el Mundo Posible Doxástico) de un presunto emisor de ese mensaje. Y aunque Robinson hubiera decidido que esos garabatos sobre un trozo de papel eran el resultado accidental de una erosión química, habría tenido ante sí sólo dos posibilidades: o pasarlos por alto como un acontecimiento material insignificante, o bien interpretarlos como si fueran las palabras de un texto escrito en una lengua conocida para él. Una vez tomada en consideración la segunda hipótesis, Robinson estaría obligado a concluir que la carta hablaba de higos, no de manzanas o unicornios.
          Ahora bien, supongamos que el mensaje de la botella lo encuentre un estudioso de lingüística, hermenéutica o semiótica. Este nuevo destinatario accidental (hombre de más letras que Robinson) podrá hacer gran cantidad de hipótesis mucho más sutiles, verbigracia:
   1. El mensaje está cifrado, cesta está en lugar de «armada», higo en lugar de «1.000 soldados» y regalo en lugar de «ayuda», con lo que el significado aludido por la carta es que el emisor está enviando una armada de 30.000 soldados en ayuda del destinatario. Pero también en este caso, los soldados mencionados (y ausentes) deberían ser 30.000 y no, digamos, 180; a menos que, para el código privado del emisor, un higo no equivalga a seis soldados.
   2. Higos puede entenderse (al menos hoy) en sentido retórico (expresiones como me importa un higo,) y el mensaje podría tolerar otra interpretación. Pero también en este caso el destinatario debería contar con ciertas interpretaciones convencionales preestablecidas de higo que no son las previstas por, digamos, manzana o gato.
   3. El mensaje de la botella es una alegoría y posee un segundo sentido oculto, basado sobre un código poético privado. Higos puede ser una sinécdoque de «frutos», frutos puede ser una metáfora de «influencias astrales positivas», influencias astrales positivas puede ser una alegoría de «Gracia Divina», y así en adelante. En este caso el destinatario podría fraguar varias hipótesis discrepantes, pero yo creo con firmeza que hay ciertos criterios «económicos» según los cuales determinadas hipótesis serán más interesantes que otras. Para convalidar su hipótesis, el destinatario tendrá, como mínimo, que avanzar conjeturas preliminares sobre el posible emisor y sobre el posible período histórico en el que el texto ha sido producido. Esto no tiene nada que ver con una investigación sobre las intenciones del emisor, pero tiene que ver, seguramente, con una investigación sobre el entorno cultural en el que introducir el mensaje. Ante el mensaje: Señor, protégeme, es espontáneo y honesto preguntarse si ha sido pronunciado por una monja en oración o por un campesino que rinde homenaje a un feudatario.
           Con toda probabilidad nuestro intérprete debería decidir que el texto encontrado en la botella se refería, en una cierta ocasión, a unos higos existentes y apuntaba inicialmente hacia un determinado emisor, como hacia un determinado destinatario y un determinado esclavo, pero que, a continuación, había perdido todo poder referencial. En consecuencia, podrá fantasear sobre esos actores perdidos, tan ambiguamente implicados en el intercambio de cosas o de símbolos (quizá enviar higos significaba, en un determinado momento histórico, hacer una alusión misteriosa), y, a partir de ese mensaje anónimo, podría intentar una variedad de significados y de referentes... Pero no tendría el derecho de decir que el mensaje puede significar cualquier cosa.
          Puede significar muchas cosas, pero hay sentidos que sería aventurado sugerir. No pienso que pueda haber nadie tan mal intencionado que infiera que el mensaje podría significar que Napoleón murió en mayo de 1821; contestar una lectura tan anómala puede ser también un punto departida razonable para concluir que existe al menos algo que el mensaje no puede efectivamente decir.
          Reconozco que, para hacer esta afirmación, es necesario, antes de nada, admitir que los enunciados pueden tener un «sentido literal», y sé lo controvertido que es este punto (véase alguna alusión en las notas sobre la interpretación de la metáfora, de este libro). Pero sigo pensando que, dentro de las fronteras de una lengua, hay un sentido literal de las voces léxicas, que es el que encabeza los diccionarios o el que todo hombre de la calle definiría en primer lugar cuando se le preguntara por el significado de una palabra determinada. Supongo, pues, que lo primero que diría el hombre de la calle es que un higo es un tipo de fruta así y asá. Ninguna teoría de la recepción podría evitar esta restricción preliminar. Cualquier acto de libertad por parte del lector puede producirse después y no antes de la aplicación de esta restricción. Comprendo que hay diferencia entre hablar de la carta mencionada por Wilkins y hablar de Finnegans Wake. Comprendo que la lectura de Finnegans Wake puede ayudarnos a poner en duda incluso el sentido común del ejemplo de Wilkins. Pero no podemos ignorar el punto de vista del Siervo que ha dado testimonio por primera vez del milagro de los Textos y de sus Interpretaciones.


DE LA INTERPRETACIÓN DE LAS METÁFORAS


 GENERACIÓN E INTERPRETACIÓN

          Es difícil proponer una teoría generativa de la metáfora como no sea en términos de laboratorio: como sucede con cualquier otro fenómeno contextual, siempre nos encontramos ante la manifestación lineal de un texto que ya está ahí .
          Cuanto más original haya sido la invención metafórica, tanto más el recorrido de su generación habrá violado cualquier costumbre retórica anterior. Es difícil producir una metáfora inédita basándose en reglas ya adquiridas, y cualquier intento de prescribir las reglas para producirla in vitro llevará a generar una metáfora muerta, o excesivamente trivial. El mecanismo de la invención nos resulta, en gran medida, desconocido y, a menudo, un hablante produce metáforas por casualidad, por incontrolable asociación de ideas, o por error.
          Parece más razonable, en cambio, analizar el mecanismo según el cual se interpretan las metáforas. Sólo analizando las fases de un procedimiento interpretativo es posible formular algunas conjeturas sobre las fases de su generación.
          El intérprete ideal de una metáfora debería situarse siempre en el punto de vista de quien la oye por vez primera. Dada una catacresis como la pata de la mesa, sólo si la consideramos como si se acabara de inventar podemos entender por qué, en términos richardsianos, precisamente ese vehículo está en lugar de ese tenor; y, en consecuencia, por qué el inventor de la catacresis ha elegido patas en lugar de brazos. Sólo al descubrir de esta forma la catacresis podemos llegar a ver, contra todo automatismo lingüístico anterior, una mesa humanizada.
          Es necesario, pues, acercarse a una metáfora o a un enunciado metafórico partiendo del principio de que existe un grado cero del lenguaje, respecto del cual incluso la catacresis más socorrida resulta felizmente anómala. El hecho de que la metáfora esté muerta concierne a su historia sociolingüística, no a su estructura semiósica, a su génesis, y a su posible reinterpretación.


GRADO CERO Y SIGNIFICADO LITERAL

          ¿Pero existe un grado cero, y por lo tanto es posible trazar una diferencia neta entre significado literal y significado figurativo? No todos estarían de acuerdo hoy en responder afirmativamente. Otros sostienen que siempre es posible adoptar una noción estadística de significado literal como un grado cero relativo a los contextos, construidos artificialmente si es necesario. Este grado cero debería corresponder al significado aceptado en contextos técnicos y científicos. Es difícil establecer si ojos luminosos debe entenderse literalmente, pero si se le pregunta a un electricista o a un arquitecto qué entienden por luminoso, responderán que un cuerpo luminoso es el que emite luz propia y un ambiente luminoso es un espacio que recibe luz solar o artificial. No es casual que también los diccionarios den, en primera posición, un significado de ese tipo y registren acepciones figuradas sólo como definiciones secundarias.
          Beardsley (1958), Hesse (1966), Levin (1977), Searle (1980) y otros se basan en la presunción de que se puede identificar un significado literal cuando sugieren que para interpretar metafóricamente un enunciado el destinatario debe reconocer su absurdidad: si se lo entendiera en sentido literal, tendríamos un caso de anomalía semántica (la rosa se desvanece), una autocontradiccion (la bestia humana) o una violación de la norma pragmática de la cualidad y por tanto una aserción falsa (este hombre es un animal).
          Es verdad que hay casos en que una expresión metafórica parece presentarse como literalmente aceptable. Examinemos, por ejemplo, los primeros versos de Le cimetiére marin de Paul Valéry:

Ce toit tranquille, oü marchent des colombes,
Entre les pins palpite, entre les tombes;
Midi le juste y compose de feux
La mer, la mer, toujours recommencée!

          Valéry introduce en el primer verso un enunciado que podría entenderse literalmente, puesto que no hay ninguna anomalía semántica en la descripción de un tejado sobre el que pasean las palomas. El segundo verso dice que ese tejado palpita, pero la expresión podría sugerir sólo (esta vez metafóricamente) que el movimiento de los pájaros provoca la impresión de un movimiento del tejado. Sólo en el cuarto verso, cuando el poeta afirma encontrarse ante el mar, el primer verso se vuelve metafórico: el tejado tranquilo es el mar y las palomas son las velas de los barcos. Pero en este caso está claro que, hasta que no aparece la mención del mar no hay metáfora. El contexto, al introducir el mar de repente, establece anafóricamente un símil implícito, e induce al lector a releer el enunciado precedente de manera que parezca metafórico. Dado el inicio de la Divina Comedia,

Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura,
che la diritta via era smarrita

          el segundo y el tercer verso pueden leerse con toda tranquilidad en sentido literal porque no hay nada absurdo en el hecho de que alguien se pierda en un bosque.
          Pero esos versos aparecen en primera instancia perfectamente gramaticales, y semánticamente bien formados, porque, en realidad, no constituyen metáfora, sino alegoría. Es típico de la alegoría soportar una lectura literal (tanto es así que leemos literalmente muchas alegorías cuya clave interpretativa se ha perdido). Se decide interpretar una secuencia de enunciados como discurso alegórico sólo porque, de lo contrario, aquélla violaría la máxima conversacional de la relación (cf. Grice 1967). El autor cuenta con excesiva abundancia de particulares acontecimientos que no parecen esenciales al discurso, y fomenta entonces la sospecha de que sus palabras tienen un segundo sentido (la segunda razón por la que normalmente se identifica la alegoría es que el discurso alegórico hace uso de imágenes ya codificadas, reconocibles como alegóricas).
          En el momento en que la alegoría se reconoce como tal, son las imágenes que describe, y no los signos verbales que esas imágenes evocan, las que adquieren un régimen metafórico. Y he aquí por qué, en el texto dantesco, una vez entrados en el universo del sobresentido, será legítimo asignar valor metafórico también a la selva oscura. Por consiguiente, el tercer verso permitirá interpretar via como comportamiento moral y diritta como «según la ley divina».


LA METÁFORA COMO FENÓMENO DE CONTENIDO Y LA ENCICLOPEDIA

          La metáfora no instituye una relación de similitud entre los referentes, sino de identidad sémica entre los contenidos de las expresiones, y sólo indirectamente puede concernir a la manera en que consideramos los referentes. Los intentos de aplicar a la metáfora una lógica formal de los valores de verdad no explican su mecanismo semiótico. Si la sustitución metafórica concerniera a una relación cualquiera entre objetos del mundo, no podríamos comprender el Cantar de los cantares cuando recita:

Tus dientes son como un rebaño de ovejas que sale del baño,

o Eliot (The Waste Land, 1, 84) cuando dice:

I will show you fear in a handful of dust.

          La sonrisa de una bella muchacha no resulta similar en nada a un rebaño de ovejas balantes y mojadas, y resultaría difícil decir en qué sentido el miedo que siento o puedo haber sentido se parece a un puñado de polvo. La interpretación metafórica trabaja sobre interpretantes, es decir, sobre funciones sígnicas que describen el contenido de otras funciones sígnicas. Es obvio que los dientes no son blancos en el sentido en que las ovejas son blancas, pero es suficiente que la cultura interprete ambos a través del predicado expresado por la palabra blanco para que la metáfora pueda trabajar sobre una similitud. Se trata de similitud entre propiedades de dos sememas, no de similitud empírica. En ese sentido la interpretación metafórica, en la medida en que debe elaborar modelos hipotéticos de descripciones enciclopédicas y volver pertinentes algunas propiedades, no descubre la similitud sino que la construye (cf. también Black 1962: 37; Ricoeur 1975: 246; Lakoff y Johnson 1980: 215). Sólo después de que la metáfora nos haya obligado a buscarla, encontramos alguna semejanza entre el miedo y el handful ofdust. Antes de Eliot no había parecido alguno.
          La metáfora no sustituye referentes, ni tampoco expresiones. La retórica clásica hablaba de metáfora como de sustitución de términos y de figura in verbis singulis, pero el Groupe u ha clasificado oportunamente la metáfora entre los metasememas, figuras del contenido, opuestas a figuras de la expresión como los metaplasmos y las metataxis.
          La metáfora no sustituye expresiones porque a menudo coloca dos expresiones, ambas in praesentia, en la manifestación lineal del texto. El primer verso de Dante y el verso de Eliot son casi un símil: la vida es como un camino y el miedo es como un puñado de polvo.
          La interacción metafórica se realiza entre dos contenidos. La prueba de este principio nos la da la forma más elemental de sustitución metafórica, la catacresis. Una catacresis como la pata de la mesa sirve para convertir una función sígnica (expresión + contenido) en una expresión para denominar otro contenido para el que la lengua no ha suplido una expresión correspondiente (debería interpretarse a través de una trabajosa paráfrasis, una cadena de instrucciones técnicas, una representación visual, o una ostensión).
          Los análisis más desarrollados sobre el mecanismo metafórico parecen ser aquellos capaces de describir el contenido en términos de componentes semánticos. El camino de la vida es una metáfora porque vida contiene una marca de temporalidad mientras camino contiene una de espacialidad. Gracias a que ambos lexemas contienen una marca de «proceso» o de «transición de x a y» (sean puntos del espacio o momentos del tiempo), la metáfora se vuelve posible por una transferencia de propiedad (feature transfer) o por una transferencia de categoría (cf. Weinreich 1966 y Goodman 1968). La expresión nel mezzo no sería metáfora si el camino se entendiera en sentido espacial, pero la co-ocurrencia textual de di nostra vita impone la transferencia de una marca espacial al ámbito de la categoría de la temporalidad, por lo que también el tiempo se vuelve un espacio lineal con un punto mediano y dos extremidades.
          Sin embargo, si la representación semántica tuviera sólo forma de diccionario, registraría únicamente propiedades analíticas, excluyendo las sintéticas, excluyendo las sintéticas, o sea, esas propiedades que entrañan un conocimiento del mundo. Por lo tanto, un diccionario definiría vida como «proceso consistente en un decurso temporal», excluyendo el hecho de que pueda ser rica de gozos o de dolores, y camino como un «proceso consistente en una traslación espacial», excluyendo que pueda ser arriesgado o peligroso: Proceso//decurso en el tiempo/vida//Proceso/traslación en el espacio/camino.
          Un diccionario puede registrar sólo relaciones entre hipónimos e hiperónimos, o relaciones de género a especie que permiten inferir relaciones de entailment: si decurso en el tiempo, entonces proceso. Sin embargo, a partir de este modelo se pueden construir sólo sinécdoques del tipo pars pro toto o totum pro parte.
          Se comprende entonces por qué Katz (1972: 433) sostiene que la interpretación retórica trabaja sólo sobre la representación de la estructura de superficie y sobre su representación fonética. Para Katz la representación del significado, estructurada según el diccionario, sólo debe dar cuenta de fenómenos como anomalía semántica, sinonimia, analiticidad, entailment, etcétera. En esta teoría del significado, usar el hiperónimo por el hipónimo no incide sobre el significado profundo del enunciado.
          Distinto sería el caso de la metáfora que Aristóteles {Poética, 1457 b 1-1458 a 17) llamaba de tercer tipo, donde tenemos una trasferencia de especie a especie (o de hipónimo a hipónimo) a través de la mediación del género (o del hiperónimo). Pero también en ese caso el símil entre vida y camino tendría la única función de recordar que la vida es un proceso. El símil se vuelve interesante si se piensa que para el hombre medieval el concepto de viaje estaba asociado siempre con el concepto de larga duración, de aventura y de riesgo mortal. Y éstas son propiedades definibles como sintéticas, enciclopédicas. De hecho, cuando los teóricos de la metáfora se refieren a esta estructura de tres términos ponen ejemplos como el pico de la montaña, por cuanto tanto pico como cima pertenecen al género «forma puntiaguda y cortante». Sin embargo, está claro que este ejemplo no postula una simple representación en forma de diccionario. En el paso entre pico y cima hay algo más que un paso a través del género común. En términos de diccionario pico y cima no tienen ningún género en común, y la propiedad de ser «puntiagudos» no es en absoluto una propiedad diccionarial. La metáfora funciona porque se ha elegido, entre las propiedades periféricas de ambos sememas, un rasgo común elevado al rango de género sólo en orden a ese contexto particular.
          Aunque la metáfora se interprete como proporción, puede explicarse en términos de diccionario sólo en casos como il cammin di nostra vita (el viaje es al espacio como la vida es al tiempo). Pero los ejemplos interesantes de metáforas de cuarto tipo propuestos por Aristóteles no pueden reconducirse a modelos diccionariales. El escudo es la copa de Ares y la copa es el escudo de Dionisos, pero, en términos de diccionario, copa y escudo serían intercambiables sólo en cuanto ambos son especie del género «objeto», lo que no explica la metáfora. Es necesario, en cambio, considerar ante todo que —según determinada descripción— ambos son objetos cóncavos. Pero entonces el interés de las dos metáforas no reside en que escudo y copa posean una marca en común sino en que, a partir de ese rasgo común, al intérprete le llama la atención su diferencia. Partiendo de la semejanza se descubre la contradicción entre las propiedades de Ares, dios de la guerra, y las de Dionisos, dios de la paz y de la alegría (por no hablar de las propiedades del escudo, instrumento de batalla y de defensa, y las de la copa, instrumento de placer y de ebriedad). Sólo entonces la metáfora permite una serie de inferencias que amplifican su sentido, pero, para poder prever o permitir esas inferencias, debe postular no un diccionario sino una enciclopedia. Según Black (1962: 40), en la metáfora el hombre es un lobo, lo que necesita el lector no es tanto la definición diccionarial del lobo como un sistema de tópicos asociados al mismo.
          Dante no sólo dice que la vida es como un viaje, sino también que tiene treinta y cinco años. La metáfora postula que entre nuestros conocimientos enciclopédicos sobre la vida hay también una información sobre su duración media. Bierwisch y Kiefer (1970: 69 y ss.) sugieren representaciones enciclopédicas donde un item léxico contempla un «núcleo» y una «periferia». En la representación periférica de cuchara debería estar registrado también su formato medio. Sólo así es posible reconocer que un enunciado como tenía una cuchara grande como una pala no hay que entenderlo en sentido literal sino que representa una hipérbole.
          A propósito de los versos de Salomón, si entendiéramos oveja sólo como «mamífero ovino», no comprenderíamos la belleza de la metáfora. Para entenderla debemos realizar algunas inferencias muy complejas: (a) decidir que el rebaño es un mass-noun que debe registrar una marca como «pluralidad de individuos iguales»; (b) recordar que para la estética antigua uno de los criterios de la belleza era la unidad en la variedad (la aequalitas numerosa); (c) asignar a las ovejas la propiedad «blanco»; (d) asignar a los dientes la propiedad de ser húmedos. Sólo entonces también la humedad de los dientes, blancos y centelleantes de saliva, interactúa con la humedad de las ovejas que salen del agua (marca completamente accidental impuesta ad hoc por el contexto).
          Como se ve, para obtener este resultado interpretativo, ha sido necesario activar sólo algunas propiedades (entre las más periféricas), mientras todas las demás han sido narcotizadas (sobre estos procesos de magnificación y narcotización de propiedades en cada acto de cooperación interpretativa, cf. Eco 1979). Dado el contexto, se han elegido algunos rasgos pertinentes, y el intérprete ha seleccionado, enfatizado, suprimido y organizado aspectos del asunto principal, infiriendo observaciones sobre el mismo que normalmente se aplican al asunto subsidiario.

METÁFORA Y MUNDOS POSIBLES

          Definir la metáfora como un fenómeno de contenido lleva a pensar que tiene relación solamente indirecta con la referencia, que no puede adoptarse como parámetro de su validez. Incluso cuando se dice que toda expresión metafórica se identifica como tal porque, si se la tomara al pie de la letra, parecería absurda y falsa, no es necesario pensar en una falsedad «referencial», sino más bien en una falsedad (o incorrección) «enciclopédica». Expresiones como la rosa se funde y este hombre es un animal nos suenan inaceptables por las características que la enciclopedia reconoce a la rosa y a los hombres. Incluso en el caso de expresiones deícticas, como ése es un animal, sólo después de haber comprendido la referencia se infiere la absurdidad del contenido transmitido («ese ser humano no es un ser humano”).  Igualmente, aunque los unicornios no existan, encontramos semánticamente anómala la expresión los unicornios son llamaradas cándidas en el bosque: en nuestra enciclopedia los unicornios tienen la propiedad de ser animales y por tanto es literalmente absurdo decir que son llamas (aparte del oxímoron cándidas). Sólo después de esta reacción interpretativa se decide que la lectura del enunciado debe ser metafórica.
          Una manera de recuperar el tratamiento referencial de la metáfora consiste en sostener (cf., por ejemplo, Levin 1979) que el vehículo metafórico debe entenderse literalmente, pero proyectando su contenido sobre un mundo posible, que representa su tenor. Interpretar las metáforas consistiría en imaginar mundos en los que las rosas se funden y los unicornios son llamas cándidas. Pero, siguiendo esta tesis, la metáfora del Cantar de los cantares nos hablaría de un universo fantástico donde los dientes de una muchacha son verdaderamente un rebaño de ovejas.
          Aparte del apuro de la conclusión, es un hecho que una expresión metafórica no adopta nunca la forma de un contrafáctico, ni impone un pacto ficcional por el que se presume que quien habla no tiene intención de decir la verdad. Salomón no dice «si los dientes de la muchacha fueran un rebaño de ovejas» y ni siquiera «había una vez una muchacha así y así». Dice que los dientes de la muchacha tienen algunas de las propiedades de un rebaño de ovejas y quiere que lo tomemos en serio. Naturalmente su aserción se toma en serio en el contexto de un discurso determinado que responde a algunas convenciones poéticas, pero dentro de ese discurso Salomón quiere decir algo verdadero sobre la muchacha que elogia. Estamos de acuerdo en que las propiedades del rebaño de ovejas al que se refiere Salomón no son las que él descubría en el curso de su experiencia, sino las que la cultura poética de su tiempo había asignado a un rebaño de ovejas (símbolo de blancura y de aequalitas numerosa); por lo demás, sólo tenemos que preguntarnos si estos supuestos culturales no lo inducían de veras a ver las ovejas de esa manera. «Algunas metáforas nos ponen en situación de ver aspectos de la realidad que la misma producción de metáforas ayuda a constituir. Pero no hay que sorprenderse si se piensa que, indudablemente, el mundo es el mundo bajo determinada descripción, y un mundo visto desde determinada perspectiva. Algunas metáforas pueden crear esa perspectiva» (Black 1972: 39-40).

LA METÁFORA Y LA INTENCIÓN DEL AUTOR

          Si la metáfora no atañe a los referentes del mundo real ni al universo doxástico de los mundos posibles, puesto que a muchos les resulta difícil hablar de contenido sin tener en cuenta representaciones mentales e intenciones, se sostiene la tesis de que la metáfora tiene algo que ver con nuestra experiencia interior del mundo y con nuestros procesos emocionales.
          Obsérvese que esto no significa afirmar que una metáfora, una vez interpretada, produce una respuesta emotiva y pasional. En ese caso el fenómeno sería innegable y sería objeto de estudio de una psicología de la recepción. Pero si así fuera aún tendríamos que preguntarnos según qué interpretación semántica se responde emotivamente al enunciado estímulo.
          La tesis a la que hemos aludido es más radical y concierne al recorrido generativo de la metáfora. Según Briosi (1985) las metáforas creativas nacen de un shock perceptivo, de un acto de intencionalización del mundo que precede al trabajo lingüístico y lo motiva. Ahora bien, es innegable que a menudo se crean metáforas nuevas precisamente para dar cuenta de una experiencia interior del mundo nacida de una catástrofe de la percepción. Pero si de las metáforas se debe hablar como de textos ya dados, y sólo a través de su interpretación se pueden formular conjeturas sobre el proceso de su generación, resulta difícil decir si el autor ha tenido antes una experiencia psicológica y luego la ha traducido en lenguaje, o ha tenido antes una experiencia lingüística y a raíz de ello ha sacado una disposición diferente para ver el mundo. Una vez interpretada, la metáfora nos predispone a ver el mundo de manera distinta, pero para interpretarla hace falta preguntarse no por qué sino cómo nos muestra el mundo de esa forma nueva.
          Es indudable que entender una metáfora nos lleva también a entender, en un segundo momento, por qué su autor la ha elegido. Pero esto es un efecto que resulta de la interpretación. El mundo interior del autor (como Autor Modelo) es una construcción del acto de interpretación metafórica, no una realidad psicológica (inasible fuera del texto) que motiva la interpretación misma.
          Estas observaciones nos inducen a considerar el problema de la intención del emisor. Según Searle (1980) la metáfora no depende del sentence meaning, sino del speaker's meaning. Un enunciado es metafórico porque su autor quiere que lo sea, no por razones internas a la estructura de la enciclopedia.
          Ahora bien, es indudable que, dados los enunciados eso es un caballo y eso es una cola de caballo, de la intención del emisor depende el usarlos para indicar o bien un ser humano y un peinado, o bien un equino y una de sus extremidades. Por lo tanto, la interpretación metafórica dependería de una decisión sobre la intención del hablante. Pero para un oyente medio esos dos enunciados, leídos en un fragmento de una carta fuera de cualquier contexto, serían ya expresiones que se prestan a dos interpretaciones, una literal y otra metafórica.
          Nadie pone en duda que el hablante que use una de las dos expresiones citadas, en uno de sus dos sentidos respectivos, tenga la intención de dar pie (o no) a su lectura metafórica. Pero esto no significa que la intención del hablante sea discriminante para reconocer la metaforicidad de un enunciado. Sherlock Holmes es un sabueso prevé una lectura metafórica por fuerza de costumbre connotativa (y, en este caso, sin duda, también porque si lo entendiéramos literalmente incurriríamos en una anomalía semántica), independientemente de las intenciones del hablante. Que luego, en una historia de Walt Disney, la expresión el capitán Setter es un sabueso pueda enunciarse en sentido literal, depende del mundo posible de referencia (y en tal caso no tendríamos metáfora sino aserción literal) y no de las intenciones de Mickey Mouse.
          La interpretación metafórica nace de la interacción entre un intérprete y un texto metafórico, pero el resultado de esa interpretación está autorizado tanto por la naturaleza del texto como por el marco general de los conocimientos enciclopédicos de una cultura determinada, y en principio no tiene nada que ver con las intenciones del hablante. Un intérprete puede decidir considerar metafórico cualquier enunciado con tal que su competencia enciclopédica se lo permita. Así pues, siempre se puede interpretar Juan come su manzana cada mañana como si Juan cometiese cada día, de nuevo, el pecado de Adán. Sobre este presupuesto, en efecto, se basan muchas prácticas deconstructivas. El criterio de legitimación lo puede dar sólo el contexto general en que el enunciado aparece. Si el topic es la descripción de un desayuno o una serie de ejemplos para un régimen, la interpretación metafórica es ilegítima. Pero, en potencia, el enunciado tiene también un significado metafórico.
           Para aclarar mejor este punto volvamos al ejemplo de Valéry. Hemos dicho que sólo en el cuarto verso el lector, a través de actos de cooperación interpretativa, descubre que el tejado tranquilo sobre el que caminan las palomas es el mar cuajado de blancas velas (nótese en fin que la clave para justificar la interpretación de las palomas como velas nos la da sólo el último verso de la composición, Ce toit tranquille oúpicoraient desfocs!). Una interpretación de ese tipo no nos lleva sólo a volver a considerar la superficie marina (ya no como fondo respecto de la bóveda celeste, sino como cobertura de otros espacios): como armónico de la interpretación de base, nace también una percepción distinta del tejado.
          Al adquirir algunas características del mar, ese tejado parece irradiar reflejos plateados, metálicos, azulados o plúmbeos (*). Para un lector italiano el shock perceptivo es sin duda más fuerte que para un lector francés. De hecho el lector italiano piensa en los tejados italianos, que son rojos. Sólo reflexionando un poco nos damos cuenta de que, aunque Valéry describe un paisaje mediterráneo, la metáfora funciona si el mar tiene las propiedades de los tejados franceses, que son de pizarra. Nosotros no debemos preguntarnos en qué pensaba el autor y qué tejados tenía bajo los ojos mientras escribía (probablemente los parisinos). No sólo la semejanza con los tejados de pizarra aguanta mejor, sino que el lector modelo francés (al que la poesía está destinada por elección lingüística) debe estar dotado de un conocimiento enciclopédico de fondo (apoyado concretamente en la experiencia) según el cual los tejados son de un gris metálico. Por las mismas razones si, en una novela que describe el Midwest americano, se menciona una iglesia, el lector está autorizado a pensar en una construcción de madera y no en una catedral gótica.
          Son el texto más la enciclopedia, que éste presupone, los que proponen al lector modelo lo que una estrategia textual sugiere; curiosa sería la intentio lectoris de quien imaginara el mar de Valéry rojo flamante, e inútil el esfuerzo de quien investigara sobre los tejados en que Valéry (como autor empírico) pensaba ese día.
          En conclusión, la metáfora no es necesariamente un fenómeno intencional. Es posible concebir un ordenador que, componiendo casualmente sintagmas de una lengua, produzca expresiones   como nel mezzo del cammin di riostra vita, a las que luego un intérprete asigne significado metafórico. Si en cambio, el operador del mismo ordenador produjera, con la ingenua intención de hacer una metáfora, sainete de manitas fritas, tendríamos problemas para dar una interpretación metafórica adecuada, en el estado actual de nuestros conocimientos lingüísticos y de la tradición intelectual. Por eso Góngora a menudo gongorizaba y no hacía metáforas.

(Tomado del libro: 
Los límites de la interpretación,
Lumen, 1991)
Umberto Eco
(Traducción de Helena Lozano)

(*) El contexto sostiene la interpretación. Aunque el mediodía componga sobre el tejado sus fuegos, bajo este «voile de flamme» el mar manifiesta «tant de sommeil» y se muestra como un «diamante», aunque centelleante de refejos dorados.


Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, Italia, 1932 - Milán, Lombardía, Italia,  2016) Profesor, pensador y narrador italiano. Publicó numerosos ensayos sobre semiótica, estética, lingüística y filosofía, y algunas novelas. Tras terminar sus estudios secundarios, Eco se trasladó a la Universidad de Turín para estudiar Derecho, carrera que abandonó por la de Literatura y Filosofía Medieval, época histórica de la que se convertió en un experto y que le sirvió de base para varias de sus futuras novelas. En el año 1954 se doctoró con una tesis sobre el filósofo Tomás de Aquino, sobre el que dos años después escribió “El Problema Estético En Santo Tomás” (1956), su primer libro publicado. En 1962 contrajo matrimonio con la especialista en arte y artista alemana Renate Ramge, con quien tuvo dos hijos. Una de las principales facetas como divulgador de Eco fue su erudición en semiótica, impartiendo clases en Florencia y Milán, y desde 1971 en la Universidad de Bolonia.  Asimismo colaboró como columnista en múltiples periódicos y revistas, entre ellos el “Corriere Della Sera”, “L’Espresso” o “La Repubblica”. Eco es especialmente reconocido como un gran semiólogo y lingüista. Tras el ensayo “Kant y El Ornitorrinco” (1998), Eco recibió en el año 2000 el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Algunos de sus ensayos más importantes son: “Obra Abierta” (1962), Apocalípticos e integrados (1964)“La Estructura Ausente” (1968), La definición del arte, 1968. Tratado de semiótica general (1975) De los espejos y otros ensayos, 1985, Los límites de la interpretación, 1990, La estrategia de la ilusión, 1999, Historia de la belleza (2005), Sobre literatura (2005) Historia De La Fealdad (2007) y De la estupidez a la locura (2016), entre muchos otros.  En cuanto a las novelas, la primera. “El Nombre De La Rosa” (1980), tuvo gran éxito popular, en parte debido a su intriga ambientada en la época medieval, como asimismo porque fue llevada al cine con Seann Connery, en el papel del monje Jorge (el protagonista), que es una alusión a Borges, a quien Eco admiraba fervientemente.  En el año 1988, apareció su segunda novela, “El Péndulo De Foucault” (1988); “La Isla Del Día Antes” (1995) fue su tercera novela; después escribió cuatro más.




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