jueves, 9 de julio de 2020

CINCO SEGUNDOS DE HORIZONTE (2005)

























ALREDEDORES DE SAN LORENZO

I

Alrededores de San Lorenzo. Como una malaria,
que luego de vagar perdida sobre mares abiertos
encuentra por fin el inhóspito hogar de la otra orilla,
el ocaso cubre de Oolong y fiebre las laderas de la isla.

He llegado a nada, embarcado y con cinco segundos
de horizonte bajo el punto rojo de un video al límite.
Las olas rompen estilos de espuma como si fueran
estilos reales, estigmas del gineceo. Nadie aguarda
en los muelles, nadie en los muelles vigila. La sola
amenaza es un poste sumergido y un cartel en su cabo:
ESCRIBE PARA OTROS. En letras negras y vulgares.
La ausencia de clima es palpable en la caligrafía.
Y en la ausencia de estilo es que indago.

¿Qué se habla acá, qué palabras se prenden
al contagio de la luz? ¿Qué muertos sobreviven
sin gusanos, ni raíces, ni nardos que comer?
O debo preguntar ¿qué vivos sobremueren
en estos abertales barridos por cuerdas y ruidos?
El paisaje es magnánimo. Una pequeña glosa
sobre esta palabra, magnánimo: es afectada
pero exacta; alude a una breve elevación del ánimo,
a una vileza teologal, nada más. ¿Qué se habla?

Un cormorán solitario extiende sus alas al ras del agua
y planea sin plazo fijo al filo de la línea del horizonte.
Hay rasgos de melancolía, el no querer despegarse
de la marea y huir, el querer retener una línea bajo
el pecho y seguir, mientras el cielo se cierra indiferente.
Es una burla, imagino. Imagino, como imaginan otros,
una repentina fe en los colores, en el espesor de un trazo,
en la incontinencia del aceite sobre un cuerpo desnudo,
y en un lienzo receptivo, capaz de embalsar amor en sus pechos.

Observen una vez más los objetos de este paisaje
magnánimo: el cormorán, el mar inmóvil, y observen
una tercera cosa, una cuña dura, que se entromete
entre el cuerpo de ónix emplumado y la marea alta
de la tarde: el esplendor blanco de la luz. El esplendor
que se cuela, como la llama autógena de un soldador,
entre dos cuerpos ajenos. El esplendor voluptuoso
que cambia de color y se transforma en una aureola
exultante y luego en una aureola fría y luego en una
hesitación, y luego se extingue, sin dejar huella,
como un recuerdo reciente, pero ¿un recuerdo de qué?
¿De la isla? ¿Del color? ¿Del color del ocaso
que se extingue como un recuerdo sin dimensión?

Hace años esa misma luz se escapaba bajo la puerta
de un quirófano en Bellavista, donde una intervención
delicada llegaba a su fin, también una tercera cosa,
un terror que quedó encendido mucho después de la muerte
y de la conversación que sobrevive a la muerte, ese
argumento que perdemos cada noche cuando vagamos,
angostos, por los palacios de la Razón. Y leemos en ella.

Ay, cuídate de la sombra que asoma cuando esperabas
la luz del amanecer entre las costillas de las persianas.

Una colcha de rosas desciende sobre seis alrededores.
Apenas mejore el tiempo buscaré los nombres: Cavinzas,
Palomino, Alfaje, Camotal, Frontón. El ocaso, la malaria
del ocaso, se prende de las conchas trituradas y de los
caparazones vacíos. Nadie sabe si hay vida sentimental
en ellos, o si son adorno, o si aún no nacen al breve
paréntesis que todo lo sensible usa para despedirse.

Si no estuviera solo diría que esa línea, que esa tercera cosa
que se entromete entre el extraño cuerpo del cormorán
y el ascenso de la marea, el esplendor blanco de la luz,
ha cobrado una importancia desmedida. Una importancia
ideal, capaz de repetirse y divulgarse, pero una importancia
al fin. El esplendor blanco de la luz, esas fueron las palabras
que nacieron en memoria de lo que no podían nombrar:
miniaturas delicadas, brazos partidos, el golpe en vago.

El cormorán grita. Es un grito extremo. Es un grito difícil.
Como esa escena en la que el pastor escocés en su lecho
de muerte le dice a alguien (no puedo decir a quién), le dice
“No lo entiendo, no lo entiendo” y luego cree escuchar
una voz que responde “Nadie entiende”. El mar resuena
al fondo, pintando los sonares submarinos con los ecos
de crujidos e inmersiones y naufragios y errados animales.
Es un grito extremo. Es un grito difícil. Que lo hace retomar
las aladas y lo libera de la línea del horizonte. Y lo asciende

hacia el aire gris, del cielo gris, del que todos tenemos, “nadie
entiende”, esa baja necesidad de hablar: el cielo gris de Lima.



(Del libro; "Huir no es el mejor plan".
antología  de Gerardo Jorge, Mansalva, 2017)

Mario Montalbetti (Lima, Perú, 1953)




IMAGEN: Cormorán pelágico (sin créditos).





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