lunes, 5 de octubre de 2020

EL REGRESO (Dos fragmentos)





















EL TREN INCLINA su línea de avance, dibujando una curva que lo desgaja en una nueva bifurcación.
     Ya no se ven edificios y las cuadras exhiben una forestación
tupida.
     Las vías corren encajonadas por debajo del nivel de las calles.
Cuando salen a la superficie, las cruza una ruta; un semáforo y
una barrera detienen la larga fila de vehículos que esperan a que
termine de pasar el tren.
     Un complejo industrial flanquea el avance de la formación: junto al edificio principal se levanta una chimenea de ladrillo rojo y más adelante hay un conjunto de silos vinculados entre sí por unos conductos circulares de aluminio.
     Entre el complejo y el tren, en terrenos del ferrocarril, va­rias montañas de piedra partida producen chispazos de luz a la distancia y con el movimiento. De altura similar, están cubiertas por el pasto. Flores azules nacen de los manchones de plantas silvestres que han crecido ahí. Flores amarillas, en lo alto de unos yuyos, se esparcen por el suelo. En las enre­daderas que empiezan a tomar los alambrados, las flores son rosadas.
     Viejos durmientes de madera, arrugados por los años, espe­ran destino apilados en desorden. Se han ido ennegreciendo y presentan grandes zonas blancas, como calcificadas.
    Los durmientes nuevos están acomodados en torres, separa­dos de dos en dos; de madera joven y lisa, predomina en ellos el tono rojizo de la arcilla.
    Personal con mameluco pinta de verde los bancos de ce­mento de la estación Llavallol; los rodean con cinta para que nadie los toque. Verde es también el color de las columnas de
ierro que sostienen los techos de los andenes, de los marcos, de las persianas y los enrejados.
   En los barrios que el tren deja atrás predominan las calles de tierra. Se ven algunos sauces y las construcciones exhiben señales de deterioro: hace mucho que no se las pinta, o tienen os frentes sin revocar, o los techos son de cemento, planos.
  La calle que corre junto a las vías confluye con una ruta que venía desde el Sur, y después de girar en una rotonda se acomo­da a la par de los vagones.
  El tren pasa por encima de un arroyo bajo salpicado de islo­tes de basura descompuesta.
  Del otro lado de la ruta, una plaza triangular de una cuadra por lado, o poco menos, marca el comienzo de la urbanización Rodea la plaza una malla de esterilla que no deja ver los trabajos que se están haciendo sobre el terreno.
  Nubes medio disueltas viran a lo amarillento, confundién­dose entre sí. Debajo pasan otras, más veloces, desprendidas como grumos de polvo. Algunas han llegado casi a desintegrar­se, cual babas de viento.



SI AL BAJAR DEL TREN, en vez de ir hacia la izquierda, en dirección a El Jagüel, se va hacia la derecha por el paso peatonal que cruza las vías por debajo, fresco, invadido por un olor en que se mez­clan la lavandina y el orín, se sale a un paisaje diferente.
     Sólo hay una pequeña remisería frente a la estación, y la gen­te anda a pie o en bicicleta. El espacio es limpio; las voces se escuchan con bastante nitidez, aunque las personas se encuen­tren lejos.
     Son casi todos lotes vacíos. Las pocas construcciones que hay entre ellos son bajas. Hacia adentro las calles se pierden en una perspectiva cruzada cada tanto por un trenzado de cables aé­reos. Sobre el techo de una casa flamea una bandera argentina.
     Es un día de calor con un sol espléndido, sin una nube; corre por momentos una brisa refrescante y hay polvo seco suspen­dido en el aire.
     Para acoplarse con el paso bajo nivel que construyen del otro lado de la vía, de éste han cavado otro túnel, donde termina la estación. Surge como de la nada, sobre la calle que bordea las vías, y desciende hasta hundirse en una pared de tierra.
     Aún recorriendo algunas cuadras hacia adentro, derivando hacia la autopista, la búsqueda del lugar en que el túnel sale a la superficie se vuelve infructuosa. No hay ningún obrador que lo señale, ni existen indicaciones de obra, ni brillan los tonos flúo de los chalecos, ni de la esterilla. La deriva se expande hasta el descampado que rodea al terraplén. La autopista es una linea de horizonte perfecta, que se levanta al cabo de un extenso terreno desierto. Sobre ella se deslizan en una y otra dirección, como juguetes, autos y camiones.
    Cruzan el cielo agitándose y cambiando de dirección rápida y sorpresivamente unos pájaros oscuros, en bandada; más arri­ba hay un ave más corpulenta. Blanca en la parte inferior de sus largas alas extendidas, planea despacio y sola. Otros pájaros se mueven entre los yuyos como resortes, a los saltos, y un par de cotorras se persiguen a baja altura. A contraluz, se distinguen enormes enjambres de libélulas.
    El pasto del terreno ha sido quemado por manchones. No hay árboles, sólo matas que apenas llegan a la cintura. El piso es irregular, seco, arcilloso, como si en algún momento le hubie­sen quitado la capa superior, de tierra negra. No hay senderos que avancen sobre el descampado, ni se puede entrar demasia­do en él, unas enredaderas frondosas se extienden por el suelo como una red.
    Del otro lado de la ruta, con todas sus luces encendidas, avan­zan en caravana varias camionetas policiales. Están pintadas de negro y de rojo, con algún detalle blanco. Son modelos nuevos; tienen cabina de cuatro puertas y caja descubierta atrás, en al­gunas de las cuales viajan efectivos uniformados. Circulan a una misma velocidad, manteniendo entre sí idéntica distancia.

(Tomados del libro: El regreso,
Ed. Tren en movimiento, 2017)

Ezequiel Alemian (Buenos Aires, Argentina, en 1968)


Nota del Administrador: Leer Biografía en entrada anterior del autor.





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