sábado, 26 de diciembre de 2020

SOBRE LOS PREMIOS LITERARIOS


 











          A continuación, hablaré de los premios literarios. En primer lugar, me referiré, en concreto, al Premio Ryü- nosuke Akutagawa. No me resulta sencillo hablar de ello, pues se trata de algo real y concreto que me afecta directamente, pero quizá sea mejor hacerlo para des­pejar malentendidos. Creo que es mejor así. Hablar sobre el Premio Akutagawa es, tal vez, hacerlo de al­gún modo sobre la totalidad de los premios literarios. Y hablar sobre premios literarios equivale, en gran me­dida, a tratar sobre una cuestión fundamental relacio­nada con la literatura en la actualidad.

           Leí hace poco una columna sobre este asunto en la última página de una revista literaria. En uno de los pasajes, el autor afirmaba: «El Premio Akutagawa tie­ne, a mi modo de ver, un considerable halo mágico, un prestigio siempre realzado cuando ciertos escritores se ponen a alborotar cuando no lo ganan. Su autori­dad queda aún más patente porque existen escritores como Haruki Murakami que se alejan voluntariamente del mundo literario al no poder hacerse con él». La columna la firmaba Soma Yuyu, seudónimo de otra persona, por supuesto.
          Ciertamente, hace mucho tiempo, más de treinta años, opté al Premio Akutagawa en dos ocasiones. No lo gané en ninguna de las dos convocatorias. También es cierto que vivo y trabajo alejado del mundo litera­rio, pero la razón de mantener esa distancia no es el hecho de no haber ganado ese premio (o haber sido incapaz de ganarlo, como se quiera), sino el desinterés y desconocimiento que me impiden meter los pies en semejante terreno. No sé qué puedo hacer cuando hay gente que se pone a buscar y a dar por hecho causas y efectos de cuestiones que no guardan relación.
          Alguien escribe una columna en una revista afirman­do algo así y habrá quienes crean a pies juntillas que, en efecto, Haruki Murakami tomó la determinación de alejarse del mundo literario después de no ganar el Premio Akutagawa en dos ocasiones. De hecho, se pue­de dar el caso de que esa idea termine por transformar­se en una opinión generalizada. Me pregunto si una de las bases de la escritura no es dejar perfectamente claro cuándo algo constituye una afirmación basada en hechos o cuándo se trata de una mera suposición. Quizá debería alegrarme. Me dedico a escribir desde hace tres décadas y antes afirmaban que era el mundo literario quien me ignoraba a mí, no al contrario.
          Si estoy alejado del mundo literario es, en gran medi­da, porque nunca tuve intención de convertirme en escritor. Llevaba una vida normal, cuando de pronto se me ocurrió escribir una novela con la que gané un pre­mio al mejor escritor novel. No sabía nada del mundo literario, de cómo funcionaban los premios.
          En aquella época, además, tenía otra profesión y me pasaba los días de aquí para allá, sin apenas un minuto libre para resolver asuntos cotidianos. No sé cómo explicarlo, pero sentía como si mi cuerpo no fuera realmente mío, no tenía margen para relacionar­me con cosas que no fueran estrictamente necesarias. Desde que me convertí en escritor a tiempo completo, empecé a disfrutar de un margen más amplio. Sin em­bargo, enseguida adopté una forma de vida nueva que consistía en levantarme muy temprano y en acostarme pronto, y que incluía hacer ejercicio a diario. Con una rutina de vida así, es muy raro el día que salgo o estoy despierto hasta la medianoche. Nunca he ido a Golden Gai, la zona donde se dan cita los escritores, pero eso no quiere decir que sienta antipatía hacia ellos o hacia ese lugar en concreto, Cuando empecé a escribir, no tenía tiempo, y tampoco sentía la necesidad de ir a juntarme con nadie en ese lugar.
          Ignoro si el Premio Akutagawa tiene cierto halo mágico o si se trata de simple autoridad. Nunca había pensado en ello hasta que leí esa columna y tampoco sé quién lo ha ganado y quién no desde que se con­cede. Nunca me ha interesado saberlo y hasta hoy nada ha cambiado en ese sentido (más bien, ahora tengo aún menos interés). Si, como afirmaba el autor de la columna, de verdad tiene un halo mágico, a mí desde luego no me ha alcanzado. Puede que la magia se haya perdido en alguna parte antes de encontrarme.
          Opté al Premio Akutagawa con las novelas Escucha la canción del viento y Pintad 1973, pero, honestamente (y me gustaría de verdad que me creyeran), me daba igual ganarlo o no.
          Cuando me dieron el premio al mejor escritor no­vel de la revista literaria Gunzo con Escucha la canción del viento, fue una gran alegría. Lo digo alto y claro y con total sinceridad. Supuso un hito que cambió mi vida. El premio fue el pistoletazo de salida en mi carre­ra de escritor. Hay una gran diferencia entre disfrutar de esa gran oportunidad o no. Ante mis ojos se abrió una puerta y las posibilidades que se me ofrecían me hicieron sentirme capaz de arreglar todo lo demás. En aquel momento de mi vida no tenía tiempo para pen­sar lo que ocurría o dejaba de ocurrir con el Premio Akutagawa.
          Otra razón para no hacerlo era que ni siquiera yo estaba satisfecho del todo con el resultado de esas dos obras. Recuerdo que mientras las escribía sentía que apenas lograba exprimir un veinte o un treinta por cien­to de mi capacidad real como escritor. Como era la primera vez en mi vida que escribía una novela, no conocía bien las bases fundamentales del oficio. Lo pienso ahora y me doy cuenta de que quizá no fue tan negativo que sucediera del modo en que lo hizo. Pero dejemos ese asunto por el momento. Lo cierto es que partes considerables de esas dos obras no me gustaban.
          Por eso, ganar un premio literario al mejor escritor me pareció útil como puerta de entrada a un mundo nuevo en el que me estrenaba, pero de haber ganado el Akutagawa con obras de ese nivel, sin duda me ha­bría cargado con un lastre innecesario. Siempre he pensado que no merecía tanto reconocimiento como escritor en aquella etapa de mi vida. Planteado de otro modo: ¿de verdad se podía ganar ese premio con obras de semejante nivel? Estaba convencido de que, si de­dicaba un poco más de tiempo, podía hacer algo mucho mejor. Para alguien que no había escrito nada hasta ha­cía muy poco, pensar así podía resultar arrogante, pero, en mi opinión, sin cierta arrogancia es imposible con­vertirse en escritor.
          Tanto con Escucha la canción del viento como con Pin­ball 1973 varios medios coincidieron en señalar que eran las obras con más posibilidades de hacerse con el Premio Akutagawa. A mi alrededor todos esperaban que me lo concedieran, pero yo me sentí muy alivia­do cuando no ocurrió, por la razón que he mencio­nado antes. Entendí perfectamente el comentario justi­ficativo del fallo por parte del jurado. No sentí ningún tipo de rencor y tampoco se me pasó por la cabeza ponerme a comparar mis dos novelas con otras can­didatas.
          Entonces aún tenía mi bar de jazz en el centro de Tokio y trabajaba allí casi a diario. De hecho, me pareció que sería todo un inconveniente ganar el pre­mio y llamar la atención de la gente. No habría sig­nificado más que revuelo y alboroto. Era un trabajo de trato directo con los clientes y no hubiera podi­do escabullirme de las visitas indeseadas (reconozco que no me quedó más remedio que hacerlo en alguna ocasión).
          Después de optar al premio en dos ocasiones y no lograrlo ninguna de las dos, algunas personas del mun­do editorial con las que tenía relación me dijeron que estaba acabado y que nunca más podría optar al Akutagawa. Recuerdo la extrañeza que me produjo pensar que todo acababa ahí. El Premio Akutagawa casi siempre ha estado orientado a escritores que em­piezan su carrera. A los que ya llevan tiempo o a los consagrados, simplemente no los tienen en cuenta. Como señalaba la columna de la revista literaria a la que me refería antes, algunos nombres han llegado a optar al premio en seis ocasiones, aunque en mi caso solo fueron dos. No entiendo bien las circuns­tancias ni las razones para ello, pero al parecer tan­to en el mundo literario como en el editorial se pro­dujo el consenso de que Murakami estaba acabado. A mi entender, al pensar así seguían una especie de tradición.
          A pesar de que mis candidaturas no prosperaron, no me sentí especialmente desilusionado por ello. Más bien al contrario. Aliviado en gran medida, me libré del peso que representaba para mí ocuparme duran­te más tiempo de ese premio. Soy sincero cuando afir­mo que me daba igual ganarlo o no. En general, solo recuerdo el fastidio de tener que soportar el nervio­sismo de la gente más próxima a mí cada vez que se acercaba la fecha del fallo. Se creaba un ambiente ex­traño, una mezcla de expectación sazonada con un punto de irritación. Solo por el hecho de ser candida­to, la prensa se fijó en mí con una considerable reper­cusión hasta terminar por convertir todo el asunto en un auténtico fastidio. Viví dos veces esa experiencia y las dos me resultaron muy pesadas. Imaginar que año tras año se iba a repetir lo mismo me deprimía.
         Lo peor de aquello fue que todo el mundo pareció sentirse obligado a consolarme. Mucha gente vino a verme, se lamentaban por lo ocurrido y me daban áni­mos y esperanzas para la siguiente ocasión. Entiendo su buena fe (al menos en la mayoría de los casos), pero todos esos comentarios suscitaban en mí sentimientos contradictorios que me ponían en una situación com­prometida, hasta el extremo de verme obligado, al fi­nal, a ser yo quien dijera: «ya! Sí, sí...». De haber admitido que me daba igual ganar o no, creo que na­die me hubiera creído. Más bien habría terminado por enrarecer el ambiente.
          También resultaba un verdadero incordio la NHK, la televisión pública japonesa. Cuando me seleccionaron como candidato, no dejaron de llamarme por teléfono para insistir en que, si ganaba, debía acudir a un pro­grama a la mañana siguiente. El negocio dei bar me tenía muy ocupado y no quería salir en televisión (nun­ca me han gustado las apariciones públicas). Rechaza­ba su propuesta una y otra vez, pero ellos no se daban por vencidos. Más bien al contrario. Llegaron a enfa­darse conmigo al no entender la razón de mi negati­va. Las dos veces que opté al premio sucedió lo mismo y las dos veces me venció la misma sensación de fas­tidio.
          El desmesurado interés de tanta gente en el Premio Akutagawa no deja de extrañarme. Hace poco fui a una librería y me topé con una torre de libros cuyo título rezaba: Por qué Haruki Murakami no ganó el Pre­mio Akutagawa. No sé de qué hablaba el libro porque no lo he leído (reconozco que me da vergüenza com­prarlo), pero el mero hecho de que lo hayan publica­do me produce una sensación muy extraña.
          De haber ganado el premio entonces, no creo que mi vida hubiera cambiado sustancialmente, como tam­poco creo que hubiera cambiado el destino del mundo. Me parece que todo sigue más o menos igual, y yo escribo de la misma manera desde hace más de treinta años, a un ritmo parecido a pesar de ciertas diferen­cias. Con premio o sin él, mis lectores habrían sido los mismos y mis detractores, esos a los que tanto irrito, también (al parecer está en mi naturaleza irritar a un determinado tipo de gente, no pocos, aunque no tengan ninguna relación con los premios literarios).
          Si, por ejemplo, de haber ganado yo el Premio Akutagawa no se hubiera producido la guerra de Irak, obviamente habría sentido una enorme responsabili­dad, pero las cosas no funcionan así. Me pregunto entonces a qué viene tanta algarabía para publicar in­cluso un libro que se explaya en dar cuenta de las razones de mis derrotas. Sinceramente no lo entiendo. Ganar o no ganar un premio es, como mucho, una tormenta en un vaso de agua. O, mejor dicho, un tor­bellino insignificante.
          Afirmar eso puede llevar a mucha gente a tomár­selo como un dardo envenenado, pero es que el Pre­mio Akutagawa es solo un premio literario convocado por la editorial Bungei Shunju. Decir que organizan todo eso solo por su interés puede resultar excesivo, pero tampoco se puede negar que sacan beneficio de ello.
          Mi larga experiencia como escritor me permite ase­gurar, no obstante, que solo cada cinco años, como poco, aparece una obra firmada por un autor novel que realmente merece la pena. Si bajamos un poco el listón, se puede admitir que ocurre cada dos o tres años, pero el hecho de que el Akutagawa se convoque dos veces al año termina por diluirlo todo. No pasa nada por convocarlo dos veces al año (el premio sirve como estímulo y gratificación a un tiempo y es útil para abrir puertas a gente nueva), pero me pregunto si merece la pena tanto alboroto, tanto acto social, tanto nerviosismo de los medios. Mi opinión perso­nal es que todo este asunto está descompensado.
         Desde esta perspectiva, me pregunto por el valor y el significado real de los premios literarios en todo el mundo, no solo en el caso del Akutagawa. Me pa­rece que el debate no da más de sí porque los premios, desde los Oscar de Hollywood hasta el Nobel de Lite­ratura, no tienen el fundamento objetivo cuantificable que sí tienen otras categorías más específicas. Prueba de ello es que, si alguien quiere poner peros o desvi­virse en alabanzas, se trate del premio que se trate, tiene el terreno libre para explayarse cuanto le plazca.
          Raymond Chandler escribió lo siguiente refirién­dose al Premio Nobel : « Me pregunto si me interesa convertirme en un gran escritor, si quiero ganar el Pre­mio Nobel. ¿Qué es eso del Nobel? Se lo han dado a demasiados escritores de segunda categoría, a autores a los que ni siquiera con ese galardón te dan ganas de leer. Además, en el caso de que me lo concedieran, tendría que vestirme de etiqueta, viajar hasta Esto­colmo y dar un discurso. No sé si tantas molestias lo justifican. Me parece obvio que no».
          Nelson Alegre, autor de El hombre del brazo de oro y Un paseo por el lado salvaje, recibió un premio honorífico de la Academia de las Artes y Letras de Estados Unidos por recomendación de Kurt Vonnegut, pero el día de la ceremonia de entrega no se presentó por­que estaba en un bar bebiendo acompañado de no se sabe qué mujeres. No lo hizo a propósito, por supues­to. Le preguntaron después qué había hecho con la medalla que le habían enviado y dijo: «Ni idea. Creo que la he dejado por ahí». Me enteré de ese episodio al leer la autobiografía de Studs Terkel, otro autor norteamericano.
          Obviamente, los casos de Chandler y Algren son tan excepcionales como radicales, pues fueron hom­bres de vida libre y espíritu rebelde, consecuentes y coherentes; pero, a mi modo de ver, lo que pretendían dar a entender con su actitud era que hay cosas mucho más importantes para un escritor que los premios li­terarios. Una de esas cosas es tener claro en tu interior que con tus manos produces algo con sentido. Otra, saber que hay unos lectores que aprecian en su justa medida lo que haces, ya sean muchos o no. Para al­guien con estas dos cuestiones bien claras, los premios se convierten en algo insignificante, en una especie de acto social o del mundo literario, pura formalidad.
          No se puede negar, sin embargo, la evidencia de que mucha gente solo se fija en cosas con una forma concreta. La calidad de una obra literaria no se puede materializar en una forma concreta, pero un premio o una medalla parecen otorgarle una. A partir de ese momento, la gente ya puede fijarse en esa «forma» concreta, pero no por ello deja de ser un formalismo sin relación alguna con el hecho literario, y esa arro­gancia y autoritarismo de quien dice: «Toma, te doy un premio, ven aquí a recogerlo», son, a mi modo de ver, las razones que pudieron irritar sobremanera tan­to a Chandler como a Algren.
          Siempre que me entrevistan y me preguntan por los premios literarios (tanto en Japón como en el ex­tranjero lo hacen a menudo), contesto lo mismo: «Lo más importante son los lectores. Son ellos quienes compran mis libros con su dinero. Comparado con ese hecho fundamental, no veo la sustancia de los premios, sea el que sea, de las condecoraciones, de las reseñas favorables». Estoy harto de repetirlo, de con­testar lo mismo una y otra vez, pero parece que nadie se toma la molestia de creerme. De hecho, la mayor parte de las veces no me hacen ningún caso.
          Sin embargo, si me paro a pensarlo un poco, no me queda más remedio que admitir que la misma respuesta puede terminar por resultar aburrida. A lo mejor se interpreta como una especie de postura ofi­cial, y a veces me lo parece a mí mismo. Como míni­mo no es una respuesta que suscite entusiasmo entre los periodistas, pero, aunque sea aburrida y poco ori­ginal, no por ello deja de ser verdadera y honesta. Por eso no voy a dejar de repetirla todas las veces que sean necesarias. Cuando alguien compra un libro que ron­da los dos mil yenes, (unos veinte euros), no esconde en ese hecho pro­pósito alguno. Lo único que hay es (creo) una voluntad sincera de leerlo, una expectativa. Es un gesto que agradezco de corazón a todos mis lectores. Compara­do con eso... Bueno, en realidad no hay por qué com­pararlo con nada.
          Lo que permanece en el tiempo para las genera­ciones futuras, ni que decir tiene, son las obras, no los premios. Dudo que haya mucha gente que recuer­de las obras ganadoras del Premio Akutagawa de hace dos años o quién ganó el Nobel hace tres. ¿Lo re­cuerda usted? Por el contrario, si una obra es buena de verdad, todo el mundo la recordará y habrá supe­rado así la prueba del tiempo. ¿A quién le importa hoy en día, sin ir más lejos, si Ernest Hemingway ganó el Nobel o no (a pesar de que sí lo ganó), o si lo recibió Jorge Luis Borges? (¿Lo ganó?) Los premios literarios pueden dirigir momentáneamente el foco de la atención pública hacia algunas obras concretas, pero no insuflarles vida. No descubro nada nuevo al decir esto.
          Trato de averiguar las desventajas concretas que pade­cí por no haber ganado el Akutagawa. Pienso en ello y no se me ocurre ninguna. En ese caso, ¿cuáles ha­brían sido las ventajas? Haberlo ganado no habría cam­biado mucho las cosas.
          Admito que me alegra el hecho de que mi nombre no esté asociado a la etiqueta de «ganador del Premio Akutagawa». Solo es una suposición, pero de haber tenido que llevar esa etiqueta es muy probable que me hubiera sentido incómodo, pues, de algún modo, daría a entender que he llegado hasta donde lo he hecho gracias al premio. Hoy en día mi nombre no está asociado a ninguna de esas etiquetas, lo cual me hace sentir libre, ligero. Tan solo soy Haruki Muraka­mi, y eso me parece bien. A mí, claro está.
          Con todo esto no pretendo decir que sienta una antipatía especial por el Akutagawa (insisto, no le ten­go ninguna antipatía), sino que me siento moderada­mente orgulloso de escribir por derecho propio y de haber sido capaz de vivir así hasta hoy. Tal vez no sea gran cosa, pero al menos para mí es importante.
          Solo es una referencia, pero, por lo visto, las perso­nas interesadas en la literatura y que leen de manera habitual solo representan el cinco por ciento del to­tal. Ese cinco por ciento constituye el verdadero nú­cleo de la población de lectores. En la actualidad se habla a menudo de una distancia cada vez mayor en­tre los libros y el mundo de las letras, y en líneas ge­nerales estoy de acuerdo en que sucede así. A pesar de todo, estoy convencido de que ese cinco por ciento seguiría leyendo incluso si alguien se lo prohibiese. Sin llegar al extremo de tener que aprenderse los libros de memoria, como sugería Ray Bradbury en Fahrenheit 451, los imagino leyendo en rincones escondidos, y yo ha­ría lo mismo, por supuesto.
          Una vez adquirido el hábito de la lectura (adqui­rido la mayor parte de las veces durante la juventud), no se abandona con facilidad. Por muy cerca que se tenga a mano YouTube, los videojuegos en 3D o lo que sea, alguien con el hábito de la lectura leerá es­pontáneamente en cuanto disponga de tiempo (y aun­que carezca de él). Si existen esas personas, aunque solo se trate de una de cada veinte, no me preocupa el futuro de la novela ni de los libros, como tampoco me preocupa especialmente lo que ocurre de momen­to con el libro electrónico. Ya sea en papel o a través de una pantalla (o por transmisión oral, como sucedía en Fahrenheit 451), el formato no importa. Basta con seguir leyendo.
          Mi verdadera preocupación es qué puedo ofrecer de nuevo a esas personas. Todo lo demás, no dejan de ser fenómenos externos. Si calculo el número que su­pone esa población lectora del cinco por ciento en el caso concreto de Japón, resulta una cifra de alrede­dor de seis millones de personas. Con semejante pú­blico lector potencial, imagino que seré capaz de man­tenerme como escritor, y si pienso más allá de las fronteras de Japón, es obvio que el número de lecto­res aumenta.
          En cuanto al noventa y cinco por ciento restante de la población, no creo que tengan en su día a día de­masiadas oportunidades de enfrentarse a la literatura, y es muy posible que en el mundo en el que vivimos las oportunidades sean mucho menores. También es muy posible que el abismo social con las letras se profundice, y, no obstante (aunque solo es una suposición basada en ciertas referencias), al menos la mitad mos­trarán interés de vez en cuando por la literatura como entretenimiento o hecho social. Si disponen de una oportunidad, leerán. Son lectores latentes o, expresado en términos de ciencia política y procesos electorales, votos fluctuantes. Es necesario, por tanto, disponer para ellos de algún tipo de ventana, algo así como una sala de exposiciones; y me atrevo a decir que ese es el propósito (al menos lo ha sido hasta ahora) del Premio Akutagawa. Si hablo de vinos, diría que es un Beaujo­lais nouveau; si hablo de música, diría que es el Con­cierto de Año Nuevo de Viena; si hablo de correr, sería como la carrera de relevos de Hakone en Japón. Obviamente, el Nobel tiene esa misma función, pero en su caso el asunto se complica.
          Nunca he participado como jurado en ningún premio literario. En alguna ocasión me lo han pedido, pero siempre he declinado la invitación con el argumen­to de que no me sentía capaz. Honestamente, no me considero capacitado para semejante tarea.
          La razón es muy simple. Soy demasiado individua­lista. Tengo una visión propia de las cosas y una forma también propia de concretar esa visión. Para mantener ese proceso en activo no me queda más remedio que preservar mi individualidad en todos los aspectos de la vida. De lo contrario, sería incapaz de escribir.
          Se trata de mi forma de ver las cosas, y por muy apropiada que a mí me resulte, no tiene por qué serio para otros escritores. No pretendo menospreciar a na­die. que existen métodos muy distintos al mío y siento un gran respeto por muchos de ellos, pero me doy cuenta de que algunos son incompatibles conmi­go y ni siquiera los comprendo. No obstante, soy una persona que solo puede ver y valorar las cosas desde su propio eje. En un sentido positivo afirmo que soy un individualista, pero si le doy un sentido negativo solo puedo admitir que soy egoísta y egocéntrico. Por tanto, si me pongo a valorar el trabajo de otros basán­dome en mi perspectiva individual, y de algún modo egoísta, de las cosas, para ellos sería intolerable. Cuan­do se trata de autores con una posición más o menos consolidada, no me preocupo tanto, pero me siento incapaz de influir en el destino de quienes empiezan guiado solo por mi forma de ver el mundo al bies.
          Si alguien me reprocha mi actitud, si me acusan de no cumplir con mi responsabilidad social como escritor, admito que pueden tener razón. Yo mismo traspasé el umbral que representa un premio al mejor autor novel, y después de atravesar esa puerta empezó mi carrera de escritor. De no haberlo ganado, es muy probable que no hubiera seguido en ese empeño. Qui­zá me hubiera dicho a mí mismo: «Ya está bien», y habría dejado de escribir. Visto de ese modo, me pre­gunto, en efecto, si no tengo una responsabilidad para con las generaciones de jóvenes autores que empiezan, si no debería brindarles una oportunidad como la que yo tuve, esforzarme por ser mínimamente objetivo y dejar de lado mi forma de ver las cosas. Si alguien me lo plantea así, admito que es muy posible que tenga razón, pero si a pesar de todo no hago el esfuerzo, no es atribuible solo a la negligencia. Me parece oportuno señalar que la responsabilidad más grande del escritor es para consigo mismo, con su trabajo, con alcanzar la máxima calidad de la que es capaz y ofrecer el re­sultado a los lectores. En la actualidad soy un escritor en activo y, en cierto sentido, aún estoy en proceso de desarrollo. Aún me veo en la necesidad de buscar a tientas entre las cosas que hago, en lo que puedo hacer a partir de ahora. Peleo con todas mis fuerzas en la primera línea de esta guerra de la literatura. Mi deber es sobrevivir, avanzar. Valorar obras ajenas con objetividad, recomendarlas o rechazarlas, asumir la res­ponsabilidad que eso implica, no entra en este mo­mento de mi vida en los límites de lo que considero mi trabajo. Hacer algo así con un mínimo de seriedad (y no podría hacerlo de otra manera), exige un tiem­po y una energía nada desdeñable. Eso significa restar ese tiempo y esa energía a mi propio trabajo. Con toda honestidad, es un margen del que no dispongo. Tal vez existan personas capaces de hacer ambas cosas a la vez, pero no es mi caso.
          ¿No es esto un planteamiento egoísta? Obviamen­te sí. No puedo decir lo contrario. Acepto las críticas y reproches con resignación.
         Sin embargo, nunca he tenido noticia de que las editoriales topen con especiales problemas cuando se trata de convocar a un jurado para un premio literario. Nunca he escuchado que haya desaparecido un pre­mio al no disponer de jurado. Más bien al contrario. Parece como si la cantidad de premios literarios no dejase de aumentar. Tengo la impresión de que en Ja­pón todos los días entregan al menos uno. Por tan­to, aunque yo no forme parte de ninguno, las puertas de entrada al mundo de la literatura no van a ser me­nos ni tampoco eso se va a convertir en un problema social.
         Por otro lado, si me pusiera a criticar la obra de alguien (una obra candidata a un premio) y alguien me preguntara si me siento o no en posición de decir tal o cual cosa, no sabría qué responder. Es muy pro­bable que, en efecto, no esté en esa posición. A ser posible, me gustaría evitar por todos los medios en­contrarme en esa situación.
         Me gustaría dejar bien claro este punto. No tengo intención de comentar nada sobre los autores que sí forman parte de los jurados de los premios literarios (es decir, de mis compañeros de profesión). Simple­mente me parece que hay personas capaces de valorar objetivamente obras de autores noveles, al tiempo que se dedican en cuerpo y alma a su propio trabajo crea­tivo. Esas personas, a mi modo de ver, tienen la capa­cidad de apretar sin demasiados problemas un botón que hay en el interior de su cabeza y cambiar de re­gistro. Alguien debe asumir ese papel. Yo siento un enorme agradecimiento e incluso veneración por ese tipo de personas, pero por desgracia soy incapaz de hacerlo, porque tardo mucho tiempo en pensar y en formarme un juicio de las cosas, y aunque disponga de mucho tiempo para hacerlo, la mayor parte de las veces me equivoco.

          Hasta ahora he intentado no hablar demasiado de los premios literarios en general. La mayoría de las veces ganar o no apenas guarda relación con el contenido o la calidad de la obra, pero como hecho social resul­ta muy estimulante. Fue después de leer esa columna sobre el Premio Akutagawa en una revista literaria a la que me refería al principio, cuando de pronto se me ocurrió que quizás era el momento de expresar mi opinión al respecto. No hacerlo podría dar origen a malentendidos y no concretar podría llegar a inter­pretarse como un punto de vista inamovible.

         A pesar de todo, expresar mis ideas al respecto (so­bre asuntos que desprenden cierto tufillo, me atrevo a decir) me resulta muy difícil. Cuanta más honestidad ponga por mi parte, más mentira y arrogancia me atri­buirán. Es muy probable que la piedra que lanzo me vuelva de rebote con el doble de fuerza. No obstante, me he esforzado por hablar abiertamente y con hon­radez. Estoy seguro de que en alguna parte habrá gen­te que entienda lo que digo.
          Por encima de cualquier otra cosa, lo que quiero transmitir es que para un escritor lo más importante es su capacidad individual. Los premios deberían servir para apoyar y estimular esa capacidad, no para com­pensar un esfuerzo. Ni mucho menos es esta una afir­mación contundente. Si un premio sirve para refor­zar de algún modo esa capacidad, bienvenido sea para quien lo gana. De lo contrario solo se convertirá en un obstáculo, en una molestia y nadie lo podrá con­siderar un buen premio (y Algren acabará tirando de cualquier manera su medalla y Chandler se negará a ir a Estocolmo vestido de etiqueta, aunque no sé, obvia­mente, lo que habría hecho de verse en esa tesitura).
         Visto así, el valor de los premios cambia en función de las personas. Opiniones diversas esconden circuns­tancias diversas, posiciones ante la vida divergentes, pensamientos y formas de vivir peculiares. No se pue­de tratar todo del mismo modo y esto es aplicable a los premios literarios. No todos son iguales ni se pueden considerar de la misma manera. No debería suceder. Esto es lo que pienso y al mismo tiempo deseo, y por mucho que lo manifieste en estas páginas, no creo que cambie nada.
 
(Del libro: De qué hablo cuando
hablo de escribir, Tusquets, 2015)
 
Haruki Murakami  (Kioto, Japón, 1949)

(Traducción del japonés: Fernando Cordobés y Yoko Ogihara)
 

PARA LEER la biografía, ver entrada anterior del autor.


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