lunes, 28 de junio de 2021

LA INVENCIÓN DE LA SOLEDAD (Fragmento)


 












(A P E R T U R A) 


Retrato de un hombre invisible


Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia.
Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.
Recibí la noticia de la muerte de mi padre hace tres semanas. Fue un domingo por la mañana mientras yo le preparaba el desayuno a Daniel, mi hijito. Arriba, mi mujer todavía estaba en la cama, arropada entre las mantas, disfrutando de unas horas más de sueño. Invierno en el campo: un mundo de silencio, leños humeantes, nieve. No podía dejar de pensar en las líneas que había escrito la noche anterior y esperaba con impaciencia la tarde para volver al trabajo. Entonces sonó el teléfono y supe en el acto que habría problemas. Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar es siempre una mala noticia.
No se me ocurrió un solo pensamiento noble.
Incluso antes de hacer las maletas para emprender las tres horas de viaje hacia Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba; ni siquiera recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pero la idea estaba allí, como una certeza, una obligación que comenzó a imponese a sí misma en el preciso instante en que recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo de prisa, su vida entera se desvanecerá con él.
Al mirar hacia atrás, incluso ahora que sólo han pasado tres semanas, me parece una reacción muy extraña.
Siempre había imaginado que la muerte me atontaría, que el dolor me inmovilizaría por completo. Pero cuando por fin ocurrió, no derramé ni una lágrima ni sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. En cierto modo, y a pesar de su carácter repentino, parecía asombrosamente preparado para aceptar esta muerte. Lo que me preocupaba era otra cosa, algo que no tenía que ver con la muerte ni con mi reacción ante ella: la certeza de que mi padre se había marchado sin dejar ningún rastro.
No tenía esposa ni familia que dependiera de él, nadie cuya vida fuera a verse alterada por su ausencia. Tal vez provocara un breve instante de sorpresa en alguno de sus escasos amigos, tan impresionados por la idea de los caprichos de la muerte como por la pérdida de un cama-rada, después de corto período de duelo, y luego nada. Con el tiempo sería como si nunca hubiera existido.
Había estado ausente incluso antes de su muerte y hacía tiempo que la gente que lo rodeaba había aprendido a aceptar su ausencia, a tomarla como una cualidad inherente a su personalidad. Ahora que se había ido, no sería difícil hacerse a la idea de que su ausencia sería definitiva. La naturaleza de su vida había preparado al mundo para su muerte —una especie de muerte prevista—, y cuando lo recordaran, si es que alguien lo hacía, sería de una forma imprecisa, sólo imprecisa.
Incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, no había podido o no había querido mostrarse a sí mismo bajo ninguna circunstancia y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas. Comía, iba a trabajar, tenía amigos, jugaba al tenis; pero a pesar de todo no estaba allí.
Era un hombre invisible, en el sentido más profundo e inexorable de la palabra. Invisible para los demás, y muy probablemente para sí mismo. Si cuando estaba vivo no hice otra cosa que buscarlo, intentar encontrar al padre que no estaba, ahora que está muerto siento que debo seguir con esa búsqueda. Su muerte no ha cambiado nada; la única diferencia es que me he quedado sin tiempo.
Había vivido solo durante quince años, una vida tenaz y opaca, como si fuera inmune al mundo. No parecía un hombre que ocupaba un espacio, sino más bien un bloque impenetrable de espacio en forma de hombre. El mundo rebotaba contra él, se estrellaba en él y a veces se adhería a él; pero nunca logró atravesarlo. Durante quince años vivió como un fantasma, absolutamente solo, en una casa enorme, la misma casa donde murió.
Allí habíamos vivido una breve temporada como una familia, mi padre, mi madre, mi hermana y yo; pero después del divorcio de mis padres, todos nos dispersamos: mi madre comenzó una nueva vida, yo me fui a la universidad, y mi hermana se quedó con mi madre hasta que también a ella le llegó la hora de marcharse a estudiar. Sólo mi padre permaneció allí, tal vez porque una cláusula de la sentencia de divorcio estipulaba que a mi madre le correspondía una parte de la casa y que recibiría la mitad de las ganancias cuando ésta se vendiera (lo que hacía que él se resistiera a vender), o bien por una secreta repulsa a cambiar de vida (para demostrar al mundo que el divorcio no había alterado su vida hasta el grado de hacerle perder su control sobre ella) o simplemente por inercia, un letargo emocional que lo incapacitaba para cualquier forma de acción. Lo cierto es que siguió allí, solo en una casa en la que podrían haber vivido siete u ocho personas.
Era un lugar impresionante: viejo, de una arquitectura maciza de estilo Tudor, con vidrieras emplomadas, techo de pizarra y habitaciones de magníficas proporciones. Su compra había significado un gran paso para mis padres, un signo de prosperidad. Era el mejor barrio de la ciudad, y a pesar de que no era muy divertido vivir allí (en especial para los niños), el prestigio de la zona superaba su mortífero aburrimiento. Resulta extraño pensar que al principio mi padre se resistía a mudarse, teniendo en cuenta que acabaría pasando el resto de su vida allí. Se quejaba de su precio (un tema constante), y cuando por fin cedió, lo hizo con evidente malhumor. Sin embargo pagó al contado, todo de una vez; nada de hipoteca ni de plazos mensuales. Corría el año 1959 y los negocios le iban bien.
Siempre fue un hombre de rutina. Se iba a la mañana temprano, trabajaba duro todo el día y luego, cuando volvía a casa (los días que no trabajaba hasta tarde) hacía una breve siesta antes de la cena. Una vez, durante nuestra primera semana en la casa nueva, antes de que nos estableciéramos del todo, cometió un curioso error. En lugar de conducir hacia la casa nueva a la salida del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su coche en el camino, entró en la casa por la puerta trasera, subió las escaleras, se metió en el dormitorio y se acostó a dormir. Durmió durante una hora, y como es obvio, cuando la nueva dueña de la casa volvió y se encontró a un extraño durmiendo en su cama, se sorprendió mucho. Pero a diferencia de Rizos de Oro, mi padre no dio un salto y salió corriendo. Al final la confusión se aclaró y todo el mundo rió de buena gana. El recuerdo de aquel incidente todavía me hace gracia, y sin embargo, no puedo dejar de considerar esta historia como un hecho patético. Una cosa es que un hombre vuelva por error a su antigua casa, pero otra muy distinta es que no note que todo ha cambiado en su interior. Hasta a la mente más cansada o distraída le queda un resabio de instinto animal que confiere al cuerpo una ligera idea de su situación. Era necesario estar casi inconsciente para no ver, ni siquiera intuir, que la casa ya no era la misma. Como dice uno de los personajes de Becket, «el hábito es el mayor insensibilizador». Y si la mente no es capaz de responder a la evidencia material, ¿cómo reaccionará ante la evidencia emocional?
En los últimos quince años no hizo prácticamente ninguna reforma en la casa. No agregó ni quitó muebles, no cambió el color de las paredes, no renovó la vajilla; ni siquiera se deshizo de los vestidos de mi madre, sólo se limitó a guardarlos en un armario del desván. La magnitud de la casa lo absolvía de tomar decisiones sobre su contenido. No era que se aferrara al pasado e intentara conservar la casa como un museo; por el contrario, parecía inconsciente de lo que hacía. Era la negligencia lo que lo movía, no el recuerdo, y a pesar de que siguió viviendo en la casa durante mucho tiempo, lo hizo como si fuera un extraño. A medida que pasaban los años, pasaba menos y menos tiempo allí. Casi siempre comía en restaurantes, arreglaba sus encuentros sociales como para tener todas las noches ocupadas y usaba la casa sólo como un sitio adonde ir a dormir. Una vez, hace varios años, le comenté cuánto había ganado por mis traducciones y mis publicaciones el año anterior (en realidad no era mucho, pero sí más de lo que había ganado los años anteriores) y me respondió divertido que él gastaba una suma mayor sólo en comer afuera. Lo cierto es que su vida no se centraba en el lugar donde vivía; su casa era sólo uno de los tantos lugares de parada en su inquieta y desarraigada existencia y esta falta de raíces lo convertía en un perpetuo forastero, un turista en su propia vida. Daba la impresión de que siempre estaba ilocalizable. Sin embargo, creo que la casa es importante, quizás porque su estado de desidia resulta un reflejo sintomático de una personalidad inaccesible por cualquier otro camino, que sólo alcanzaba a manifestarse a través de imágenes concretas de conducta inconsciente. La casa se convirtió en una metáfora de la vida de mi padre, la representación auténtica y fidedigna de su mundo interior, porque a pesar de que conservó la casa ordenada y más o menos en su estado anterior, ésta sufrió un proceso gradual e inevitable de desintegración. Era ordenado, siempre colocaba las cosas en su sitio, pero no cuidaba nada, ni siquiera limpiaba. Los muebles, sobre todo los de las habitaciones en que no entraba casi nunca, estaban cubiertos de polvo y telas de araña, signos de un desinterés absoluto; el horno de la cocina estaba tan lleno de restos de comida pegada que era prácticamente inservible, y en los armarios permanecían —a veces durante años— paquetes de harina llenos de bichos, galletas rancias, bolsas de azúcar que se habían convertido en bloques sólidos, frascos de sirope que ya no podían abrirse. Cuando se preparaba una comida, inmediatamente se preocupaba de lavar los platos... pero sólo con agua, nunca usaba jabón, de modo que todas las tazas, los platillos y los platos estaban cubiertos de una opaca partícula de grasa. Las persianas de la casa, que permanecían siempre bajas, estaban tan desgastadas que el más mínimo tirón podía hacerlas pedazos. La humedad se filtraba por todas partes y manchaba los muebles, la caldera no daba suficiente calor, la ducha no funcionaba. La casa se había convertido en una ruina y resultaba deprimente entrar en ella. Uno tenía la sensación de que se encontraba en la vivienda de un ciego.
Los amigos y la familia, al tanto de su extravagante forma de vida, insistían en que vendiera y se mudara a otro lado. Pero él siempre lograba disuadirlos con un indiferente: «Aquí estoy a gusto» o «la casa está bien para mí». Sin embargo, por fin decidió vender. Al final, en la última conversación telefónica que tuvimos diez días antes de su muerte, me dijo que la casa había sido vendida y que el trato se cerraría el primero de febrero, unas tres semanas más tarde. Quería saber si había algo en la casa que me sirviera y quedé en ir a visitarlo con mi esposa y Daniel el primer día libre que tuviera. Murió antes de que tuviéramos oportunidad de hacerlo.
Descubrí que no hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y sólo tienen significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida se termina, las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen. ¿Qué puede decirnos, por ejemplo, un armario lleno de ropa que espera en silencio ser usada otra vez por un hombre que no volverá a abrir la puerta? ¿Y los paquetes de preservativos en cajones llenos de ropa interior y calcetines? ¿Y la afeitadora eléctrica que está en el baño, todavía llena de la pelusa del último afeitado? ¿O una docena de frascos vacíos de tinte para el pelo escondidos en un maletín de piel? De repente se revelan cosas que uno no quiere ver, no quiere saber. Producen un efecto conmovedor, pero al mismo tiempo horrible. Por sí mismas, las cosas no significan nada, como los utensilios de cocina de una civilización antigua; pero sin embargo nos dicen algo, siguen allí no como simples objetos, sino como vestigios de pensamientos, de conciencia; emblemas de la soledad en que un hombre toma las decisiones sobre su propia vida: teñirse el pelo, usar una camisa u otra, vivir o morir. Y una vez que ha llegado la muerte, todo es absolutamente inútil.
Cada vez que abría un cajón o metía la cabeza en uno de sus armarios, me sentía como un intruso, un ladrón saqueando los lugares secretos de la mente de un hombre. Tenía la sensación de que mi padre entraría en cualquier momento, me miraría con incredulidad y me preguntaría qué demonios estaba haciendo. No parecía justo que no pudiera protestar; yo no tenía derecho a invadir su vida privada.
Un número de teléfono garabateado de prisa al dorso de una tarjeta de visita decía: «H. Limeburg. Todo tipo de cubos de basura». Fotografías de la luna de miel de mis padres en las cataratas del Niágara, en 1946: mi madre sentada con nerviosismo sobre un toro, posando para una de esas fotos cómicas que nunca resultan cómicas. Una súbita sensación de qué irreal que había sido la vida, incluso en su prehistoria. Un cajón lleno de martillos, clavos y más de veinte destornilladores. Un archivador lleno de cheques cancelados de 1953 y las tarjetas de felicitación que recibí para mi sexto cumpleaños. Y luego, enterrado en el fondo de un cajón del baño, un cepillo de dientes con iniciales grabadas que había pertenecido a mi madre y que nadie había tocado o mirado en más de quince años.
La lista es interminable.
Pronto me di cuenta de que mi padre no había hecho casi ningún preparativo para marcharse. Los únicos signos de su inminente mudanza que encontré en toda la casa fueron unas pocas cajas de libros, todos triviales (un atlas desactualizado, una introducción a la electrónica de hacía cincuenta años, una gramática de latín del bachillerato, viejos compendios de leyes). Eso era todo. No había cajas vacías aguardando que las llenaran, ni muebles para regalar o vender; ningún acuerdo con una compañía de mudanzas. Era como si no hubiera podido enfrentarse a ello. Había decidido morir, antes que vaciar la casa. La muerte era una evasión, la única huida legítima. Sin embargo, yo no podía escapar; había que ocuparse de todo y nadie más que yo podía hacerse cargo. Durante diez días ordené sus cosas, desocupé la casa y la dejé lista para la llegada de sus nuevos dueños. Fueron unos días horribles, aunque con momentos curiosamente cómicos; unos días de decisiones atolondradas y absurdas sobre qué vender, qué tirar y qué regalar. Mi esposa y yo compramos un gran tobogán de madera para Daniel, nuestro hijo de dieciocho meses, y lo montamos en la sala. El disfrutaba del caos: lo revolvía todo, se ponía pantallas de lámparas como sombrero, desparramaba fichas de póquer de plástico por toda la casa y corría por los amplios espacios de las habitaciones cada vez más vacías. Por la noche, mi esposa y yo nos echábamos bajo colchas monolíticas a ver malísimas películas por televisión, hasta que también se llevaron el televisor. La caldera no funcionaba bien, y si olvidaba llenarla de agua podía estropearse del todo.
Una mañana nos despertamos y descubrimos que la temperatura de la casa había bajado a menos de cinco grados. El teléfono sonaba veinte veces al día y veinte veces al día tenía que informar a alguien de la muerte de mi padre. Me había convertido en un vendedor de muebles, un peón de mudanzas y un mensajero de malas noticias.
La casa parecía el escenario de una vulgar comedia de costumbres. Los parientes venían a pedir un mueble o un artículo de la vajilla, se probaban los trajes de mi padre y vaciaban las cajas mientras hablaban sin cesar como cotorras. Los subastadores venían a examinar la mercancía («Nada tapizado, no valen un céntimo»), fruncían la nariz y se marchaban. Los basureros entraban con sus pesadas botas y sacaban montañas de basura. El hombre del agua vino a leer el contador del agua; el del gas, el contador del gas; el del petróleo, el contador del petróleo. Uno de ellos, no recuerdo cuál, había tenido problemas con mi padre hacía años y me dijo con un aire de brutal complicidad:
—No me gusta decir esto —en realidad le encantaba—, pero su padre era un asqueroso cabrón.
La encargada de la inmobiliaria vino a comprar algunos muebles para los nuevos dueños y acabó llevándose un espejo para ella. La dueña de una tienda de objetos exóticos compró los sombreros antiguos de mi madre. Un trapero vino con cuatro ayudantes (cuatro negros llamados Luther, Ulysses, Tommy Pride y Joe Sapp) y cargaron en sus carros desde un juego de pesas a una tostadora rota. Cuando acabaron, ya no quedaba nada. Ni siquiera una postal. Ni siquiera un pensamiento.
Sin duda el peor momento de aquellos días fue cuando salí al jardín bajo una lluvia torrencial a cargar un montón de corbatas de mi padre en la camioneta de una institución benéfica. Debía de haber más de cien corbatas y yo recordaba varias de mi infancia: los dibujos, los colores y las formas habían quedado grabadas en mi conciencia temprana con la misma claridad que la cara de mi padre. Verme a mí mismo deshaciéndome de ellas como del resto de la basura se me hizo intolerable y fue entonces, en el preciso momento en que las deposité en la camioneta, cuando estuve más cerca de las lágrimas. El acto de desprenderme de las corbatas parecía simbolizar para mí el verdadero funeral, más que la visión del ataúd al ser colocado en el foso. Por fin comprendí que mi padre estaba muerto.
Ayer, una niña de la vecindad vino a jugar con Daniel. Es una pequeña de unos tres años y medio que acaba de aprender que los adultos también han sido niños y que incluso su madre y su padre tienen padres. De repente, la niña levantó el teléfono e inició una conversación simulada, luego se volvió hacia mí y dijo:
—Paul, es tu padre. Quiere hablar contigo.
Fue horrible. Por un instante pensé que había un fantasma al otro extremo de la línea y que realmente quería hablar conmigo.
—No —dije por fin de forma abrupta—, no puede ser mi padre. Hoy no puede llamar porque está en otro sitio.
Esperé a que colgara el teléfono y salí de la habitación.
En el armario de su dormitorio había encontrado cientos de fotografías, algunas dentro de sobres de papel Manila, otras pegadas a las páginas arrugadas y negras de álbumes y otras más sueltas, desparramadas por los cajones. Por la forma en que las guardaba, deduje que nunca las miraba, y que probablemente incluso habría olvidado que estaban allí. Un álbum muy grande, encuadernado en piel fina y con letras doradas grabadas en la cubierta decía: «Los Auster. Esta es nuestra vida» y estaba completamente vacío. Alguien, sin duda mi madre, había encargado el álbum, pero nadie se había tomado la molestia de llenarlo.
Una vez de vuelta en casa, me puse a examinar las fotografías con una fascinación casi obsesiva. Las encontraba irresistibles, valiosas, algo así como reliquias sagradas. Tenía la impresión de que podrían ofrecerme una información que yo no poseía, revelarme una verdad hasta entonces secreta, y estudié cada una de ellas con atención, fijándome en los más mínimos detalles, la sombra más insignificante, hasta que todas las imágenes se convirtieron en una parte de mí mismo. No quería que nada se me escapara.
La muerte despoja al hombre de su alma. En vida, un hombre y su cuerpo son sinónimos; en la muerte, una cosa es el hombre y otra su cuerpo. Decimos: «Éste es el cuerpo de X», como si el cuerpo, que una vez fue el hombre mismo y no algo que lo representaba o que le pertenecía, sino el mismísimo hombre llamado X, de repente careciera de importancia. Cuando un hombre entra en una habitación y uno le estrecha la mano, no siente que es su mano lo que estrecha, o que le estrecha la mano a su cuerpo, sino que le estrecha la mano a él. La muerte lo cambia todo. Decimos «éste es el cuerpo de y no «éste es X». La sintaxis es completamente diferente. Ahora hablamos de dos cosas en lugar de una, dando por hecho que el hombre sigue existiendo, pero sólo como idea, como un grupo de imágenes y recuerdos en las mentes de otras personas; mientras que el cuerpo no es más que carne y huesos, sólo un montoncillo de materia.
El descubrimiento de esas fotografías fue importante para mí porque parecían reafirmar la presencia física de mi padre en el mundo, permitirme la idea ilusoria de que aún estaba allí. El hecho de que muchas de estas fotografías eran totalmente desconocidas para mí, sobre todo las de su juventud, me daba la extraña sensación de que lo veía por primera vez y de que una parte de él comenzaba a existir ahora. Había perdido a mi padre; pero al mismo tiempo lo había encontrado. Mientras mantuviera aquellas fotografías ante mi vista, mientras las siguiera contemplando con absoluta atención, sería como si estuviera vivo, incluso en la muerte. Y si no vivo, al menos tampoco muerto; más bien en suspenso, encerrado en un universo que no tenía nada que ver con la muerte y en el cual la muerte nunca podría entrar.
La mayoría de estas fotografías no me decían nada, pero me ayudaron a llenar lagunas, a confirmar impresiones, me ofrecían pruebas a las que nunca había tenido acceso. Una serie de instantáneas de su época de soltero, por ejemplo, probablemente tomadas en diferentes años, reflejaban una síntesis exacta de ciertos aspectos de su personalidad que habían pasado inadvertidos durante sus años de matrimonio, una faceta de él que no descubrí hasta después de su divorcio: mi padre como bromista, como hombre de mundo, como juerguista. En esas fotografías está retratado con mujeres, por lo general dos o tres, todas ellas en poses cómicas, enlazadas por los brazos, o dos de ellas sentadas sobre su falda, o dándose un beso teatral para complacer al que sacaba la foto. Como fondo, una montaña, una cancha de tenis, tal vez una piscina o una cabaña de troncos. Eran recuerdos de excursiones de fin de semana a varios puntos de Catskill en compañía de sus amigos solteros, donde jugaban al tenis y pasaban un buen rato con las chicas. Siguió con ese tren de vida hasta los treinta y cuatro años.
Era el estilo de vida que de verdad lo seducía y puedo entender por qué volvió a él después de su ruptura matrimonial. Cuando a un hombre la vida le resulta tolerable sólo si permanece en la superficie de sí mismo, es natural que se sienta satisfecho obteniendo esa misma superficie de los demás. Tiene que responder a pocas demandas y no necesita comprometerse. El matrimonio, por el contrario, le cierra esa puerta. La existencia queda confinada a un espacio estrecho en el que uno se siente forzado a mostrarse a uno mismo de forma constante y, por consiguiente, obligado a mirar hacia el interior de uno mismo, a examinar las profundidades de su propio yo. Cuando la puerta está abierta, nunca hay ningún problema, siempre es posible huir y uno puede evitar incómodas confrontaciones con uno mismo o con los demás simplemente marchándose.
La capacidad de evasión de mi padre era casi ilimitada. Dado que el ámbito del otro era irreal para él, hacía sus incursiones en él con la parte de sí mismo que él consideraba igualmente irreal, su otro yo, al que había entrenado como actor para representarse a sí mismo en la frívola comedia universal. Este yo sustituto era en esencia una broma, un niño hiperactivo, un fabricante de historias fantásticas, incapaz de tomar nada en serio.
Como nada tenía demasiada importancia, él se arrogaba la libertad de hacer lo que quería (colarse en los clubs de tenis, hacerse pasar por crítico gastronómico para conseguir una comida gratis) y el encanto que desplegaba para lograr estas conquistas era precisamente lo que las hacía carecer de sentido. Ocultaba su verdadera edad con una vanidad digna de una mujer, inventaba historias sobre sus negocios y hablaba de sí mismo sólo de forma indirecta, en tercera persona, como si se refiriera a un conocido («Un amigo mío tiene este problema, ¿qué crees que debería hacer al respecto?...»). En cuanto se sentía obligado a revelar una parte de sí mismo, salía del escollo contando una mentira. Al final, las mentiras le salían de forma automática y mentía por mentir. Su principio era decir lo menos posible; de ese modo, si la gente descubría la verdad sobre él, no podrían usarla en su contra más tarde. Sus engaños eran una forma de comprar protección. Por lo tanto, lo que la gente tenía ante sí no era realmente él, sino un personaje que había inventado, una criatura artificial que manipulaba para a su vez poder manipular a otros. Él mismo permanecía invisible, como un titiritero que maneja los hilos de su alter-ego desde su escondite oscuro y solitario detrás de las cortinas.
Durante los últimos diez o doce años de su vida, sólo tuvo una amiga, la mujer que aparecía con él en público y cumplía el papel de compañera oficial. De vez en cuando se oía algún vago comentario sobre boda (a insistencia de ella), y todo el mundo creía que era la única mujer con quien se relacionaba. Sin embargo, después de su muerte, salieron otras mujeres. Ésta lo había amado, aquélla lo había adorado, otra iba a casarse con él. La amiga oficial se sorprendió al descubrir la existencia de estas otras mujeres, mi padre jamás le había dicho ni media palabra al respecto. Cada una de ellas había mordido un anzuelo diferente y todas pensaban que lo poseían por entero. Pero tal como se descubrió, ninguna de ellas sabía absolutamente nada de él. Había conseguido eludirlas a todas.
Solitario, pero no en el sentido de estar solo. No solitario como Thoreau, por ejemplo, que se exiliaba en sí mismo para descubrir quién era; ni solitario como Jonás, que rogaba por su salvación en el vientre de la ballena. Soledad como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera. Hablar con él era una experiencia agotadora. O bien se mostraba ausente, como solía ocurrir, o irrumpía en una insegura jocosidad, que no constituía más que otra forma de ausencia. Era como intentar hacerse comprender por un viejo senil. Uno hablaba y no obtenía respuesta, o la respuesta no era la apropiada y dejaba entrever que no había seguido el curso de la conversación. Durante los últimos años, cada vez que hablaba con él por teléfono me encontraba a mí mismo hablando más de lo que tengo por costumbre, me volvía agresivamente locuaz y no paraba de charlar, en un inútil intento por llamar su atención, por provocar una respuesta.
No fumaba ni bebía. No demostraba hambre por los placeres sensuales ni sed por los intelectuales. Los libros lo aburrían, y eran muy raras las películas u obras de teatro que no le dieran sueño. Incluso cuando asistía a fiestas era evidente que hacía grandes esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Casi siempre acababa sucumbiendo y se quedaba dormido en un sillón mientras la conversación continuaba a su alrededor. Un hombre sin apetitos. Daba la impresión de que ningún hecho podía alterar su vida, de que no necesitaba nada de lo que el mundo pudiera ofrecerle.
A los treinta y cuatro, matrimonio; a los cincuenta y dos, divorcio. En cierto modo duró años, pero en realidad sólo duró unos pocos días. Nunca fue un hombre casado ni un hombre divorciado, sino un solterón empedernido con un casual interludio matrimonial. A pesar de que nunca eludió sus deberes formales de esposo (era fiel, mantenía a su mujer y a sus hijos, cumplía con todas sus responsabilidades), resultaba evidente que ese papel no era para él. Simplemente no estaba hecho para el matrimonio.
Mi madre tenía sólo veintiún años cuando se casó con él. Su conducta durante el breve noviazgo había sido casta. Nada de insinuaciones atrevidas ni de las típicas y desesperadas proposiciones masculinas. De vez en cuando se cogían de la mano o intercambiaban un educado beso de buenas noches. No había habido una verdadera manifestación amorosa por parte de ninguno de los dos, y cuando llegó el momento de la boda, eran casi unos extraños.
No pasó mucho tiempo antes de que mi madre se percatara de su error. Incluso antes de que terminara su luna de miel (aquella luna de miel tan documentada en las fotografías que encontré: por ejemplo, los dos sentados sobre una roca a la orilla de un lago perfectamente sereno, con un amplio sendero de luz detrás que conducía a la cuesta de pinos en penumbra; mi padre rodeando a mi madre con el brazo y ambos mirándose a los ojos, con una sonrisa tímida, como si el fotógrafo los hubiera hecho posar un instante más de lo necesario), incluso antes de que acabara la luna de miel, mi madre supo que su matrimonio nunca funcionaría. Volvió a casa de su madre, hecha un mar de lágrimas, y le dijo que quería abandonar a mi padre; pero de algún modo, mi abuela se las ingenió para convencerla de que volviera y le diera otra oportunidad. Entonces, antes de que el río volviera a su cauce, descubrió que estaba embarazada, y ya fue demasiado tarde para hacer algo.
A veces pienso en ello. Cómo me habrán concebido en aquel hotel para recién casados en las cataratas del Niágara. No es que importe dónde ocurriera, pero no puedo evitar que la idea de aquel encuentro desapasionado, ese tanteo a ciegas entre las sábanas frías de un hotel, me haga tomar conciencia del carácter casual de mi existencia. Las cataratas del Niágara o el peligro de dos cuerpos que se unen. Y luego yo, un homúnculo fortuito, precipitándome por las cataratas como un osado diablillo en un barril.
Poco más de ocho meses después, en la mañana de su veintidós cumpleaños, mi madre se despertó y le dijo a mi padre que el niño estaba en camino.
—Es ridículo —dijo él—, no tiene que nacer hasta dentro de tres semanas —y se fue a trabajar, dejándola sin coche.
Ella esperó. Pensó que era posible que él tuviera razón; esperó un poco más y luego llamó a su cuñada y le pidió que la llevara al hospital. Mi tía se quedó todo el día con mi madre, llamando a mi padre de vez en cuando para pedirle que fuera al hospital.
—Más tarde —decía él—. Ahora estoy ocupado, ya iré en cuanto pueda.
Apenas pasada la medianoche, yo hice mi aparición en el mundo, el trasero primero y sin duda llorando.
Mi madre esperó que llegara mi padre, pero él no lo hizo hasta la mañana siguiente, acompañado por su madre que quería conocer a su séptimo nieto. Una visita breve y ansiosa y vuelta al trabajo.
Ella lloró, por supuesto. Después de todo era joven y no esperaba que aquello tuviera tan poca importancia para él. Pero mi padre nunca pudo comprender esas reacciones, ni al comienzo ni al final de su matrimonio. Jamás fue capaz de encontrarse donde estaba en realidad; durante toda su vida estuvo en otro sitio, entre aquí y allí. Pero nunca realmente aquí y nunca realmente allí.
Treinta años más tarde ese pequeño drama volvió a repetirse. Esta vez yo estaba allí y lo vi con mis propios ojos.
Cuando nació mi hijo, pensé: sin duda se alegrará. ¿Acaso no se alegran todos los hombres al convertirse en abuelos?
Esperaba verlo chochear con el bebé; esperaba que me ofreciera alguna prueba de que al fin y al cabo era capaz de demostrar sus sentimientos, o de que en realidad los tenía, igual que el resto de la gente. Y si podía demostrar afecto por su nieto, ¿no sería una forma indirecta de expresar su afecto por mí? Uno no deja de ansiar el amor de su padre, ni siquiera cuando es adulto.
Pero la gente no cambia. Como era de esperar, mi padre vio a su nieto sólo tres o cuatro veces y en ningún momento fue capaz de distinguirlo de la masa impersonal de bebés que nacen cada día en el mundo. Daniel tenía dos semanas cuando lo vio por primera vez. Guardo un recuerdo muy vivido de aquel día: un domingo sofocante a finales de junio con una ola de calor y el aire del campo gris y húmedo. Mi padre aparcó el coche, vio a mi esposa acostando al bebé en su cochecillo y se acercó a saludar. Se inclinó un instante sobre el cochecillo, luego se incorporó y dijo:
—Hermoso bebé, que tengáis buena suerte con él.
Como si se refiriera al bebé de un extraño en la cola del supermercado. Aquel día, durante el resto de su visita, no volvió a mirar a Daniel y ni una sola vez pidió tenerlo en brazos.
Todo esto es sólo un ejemplo.
Supongo que es imposible entrar en la soledad de otro. Sólo podemos conocer un poco a otro ser humano, si es que esto es posible, en la medida en que él se quiera dar a conocer. Un hombre dirá: «tengo frío», o temblará, y de cualquiera de las dos formas sabremos que tiene frío. Pero ¿qué pasa con el hombre que ni dice nada ni tiembla? Cuando alguien es inescrutable, cuando es hermético y evasivo, uno no puede hacer otra cosa que observar; pero de ahí a sacar algo en limpio de lo que observa hay un gran trecho.
No quiero dar nada por sentado.
Él nunca hablaba de sí mismo, nunca parecía que hubiera nada de lo cual pudiera hablar. Era como si su vida interior lo eludiera incluso a él.
No podía hablar de ello y por lo tanto se refugiaba en el silencio.
Y si no hay nada más que silencio, ¿no será presuntuoso que hable yo? Sin embargo, si hubiera habido algo más que silencio, ¿acaso habría sentido la necesidad de hablar?
Mis opciones son limitadas. Puedo permanecer en silencio, o hablar de cosas que no pueden probarse. Al menos quiero presentar los hechos, ofrecerlos de la forma más directa posible y dejarlos decir lo que tengan que decir. Pero ni siquiera los hechos dicen siempre la verdad.
Era de una neutralidad tan implacable, su conducta era tan absolutamente predecible, que todo lo que hacía resultaba sorprendente. Uno no podía creer que existiera un hombre así, sin sentimientos, que esperara tan poco de los demás. Pero si no existía ese hombre, entonces había otro, un individuo oculto tras aquel que no estaba allí, y el asunto es encontrarlo. Siempre y cuando esté ahí para que uno lo encuentre.
Desde el principio reconozco que este proyecto está destinado al fracaso.


 
(De: La invención de la soledad,
 Editorial Anagrama, 1982
 
Paul Auster
(Traducción de Ma Eugenia Ciocchini)


Pueden LEER la biografía en entrada anterior del autor (Nota del administrador).




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