domingo, 20 de junio de 2021

LA MUJER JUSTA (Extractos)


 





















Peter


 Al volver de la pista de tenis me detuve un momento en el recibidor; estaba muy acalorado, de modo que tiré la raqueta sobre una silla y me disponía a quitarme el jersey cuando advertí que en la penumbra, delante del baúl gótico, había una desconocida. Le pregunté qué quería.
Entonces pensé que la intimidaba la novedad de la situación, confundí su emoción con la inhibición propia de las criadas. Después supe que lo que la había emocionado no había sido la suntuosidad de la casa ni la llegada repentina del hijo de los señores sino algo distinto: nuestro encuentro. Se había encontrado conmigo, yo la había mirado y entonces había ocurrido algo. Naturalmente, en aquel momento yo también sentí que algo estaba pasando, pero no de una forma tan íntima como ella. Las mujeres, las mujeres fuertes e instintivas como ella, perciben los momentos importantes y decisivos mejor que los hombres, que tendemos a malinterpretar las señales y a no reparar en los encuentros significativos, o a explicarlos por otras causas. Esa mujer supo al instante que había conocido al hombre que iba a marcar su existencia. Yo también lo sabía... Pero estaba hablándote de otra cosa.
Como no respondió a mi pregunta me quedé callado, un poco ofendido,
con cierto aire de superioridad. Por un momento estuvimos en silencio, de pie en el recibidor, mirándonos cara a cara.
Nos observábamos con gran atención, como ocurre solamente cuando se observa un fenómeno extraño. No estaba examinando a la nueva criada. Miraba boquiabierto a la mujer que, de alguna forma, por razones inescrutables y en condiciones imposibles, iba a desempeñar en mi vida un papel fundamental.

¿Se saben estas cosas? Por supuesto que sí. No con la razón sino con la intuición: se perciben como una señal del destino. Mientras tanto, uno piensa también en otras cosas, distraídamente. Imagínate por un momento lo absurdo de la situación. Imagina que en aquel preciso instante se acercase alguien a mí y me dijera que aquélla era la mujer con la que me casaría algún día, pero que antes pasarían otras muchas cosas, yo me casaría con otra mujer que me daría un hijo y la mujer que estaba de pie en el pasillo se marcharía al extranjero; y cuando regresara varios años después, yo me divorciaría de mi primera esposa para desposarla a ella; ¡yo, el burgués sofisticado, el señor rico y mimado, desposar a aquella criadita que apretaba un fardo entre las manos y me miraba con el mismo interés aprensivo que yo a ella! La observaba atentamente, como si por primera vez en mi vida estuviera viendo algo que de verdad mereciese la pena... Pues sí, todo eso habría parecido bastante improbable en aquel momento. Si me lo hubiera predicho alguien, lo habría mirado con sorpresa e incredulidad. Pero ahora, después de varias décadas, me gustaría responder a la pregunta que tantas veces me he formulado: ¿sabía en aquel momento que todo ocurriría de ese modo? Y en general, ¿reconocemos los grandes encuentros? ¿Podemos ser realmente conscientes de estar viviendo momentos decisivos? ¿Es posible que un día entre alguien en la habitación y uno piense al instante: es ella, la mujer justa, la verdadera, igual que en las novelas?... No puedo responder a esa pregunta. Sólo puedo cerrar los ojos y recordar. Sí, aquel día ocurrió algo. ¿Una corriente eléctrica? ¿Una radiación? ¿Un contacto misterioso?... Palabras y más palabras. Pero no hay duda de que las personas expresan sus sentimientos y pensamientos no sólo con palabras, pues existe otro tipo de contacto entre ellas, otro tipo de comunicación. Onda corta, lo llamarían ahora. Se supone que, en el fondo, el instinto no es más que una longitud de onda corta. No lo sé... No quiero engañar a nadie, ni a ti ni a mí mismo. Así que sólo te diré que, en el momento en que vi a Judit Áldozó por primera vez, no pude dar un solo paso y, por absurda que fuera la situación, me quedé allí quieto, frente a la criada, y estuvimos observándonos durante un largo rato.

—¿Cómo se llama? —le pregunté al final. Al decirme su nombre me sonó tan familiar... Ese apellido era como un ofrecimiento, como una ofrenda sagrada, solemne: la palabra Áldozó tiene mucho que ver con la comunión y el sacrificio. Y su nombre de pila, Judit, era un nombre bíblico.

 No era la típica criada provocadora, no jugaba a ser la ingenua pueblerina que baja púdicamente la mirada cuando se cruza con el señorito. No se sonrojaba, no se hacía la remilgada. Cuando nos encontrábamos se detenía, como si alguien la hubiera tocado. Permanecía en la misma postura que la primera vez, cuando encendí la luz para verla mejor y ella giró la cabeza dócilmente. Me miraba a los ojos de una forma tan peculiar... ni invitando ni desafiando, sino seria, muy seria, con los ojos bien abiertos, como si me estuviese preguntando algo. Siempre me miraba con aquella mirada abierta e inquisitiva. Siempre la misma pregunta. Lázár dijo una vez que era la pregunta de la creación; parece que en el fondo de la conciencia de toda criatura hay una pregunta que suena más o menos así: «¿por qué?», y eso mismo preguntaba Judit. ¿Por qué estoy viva, qué sentido tiene todo esto? Lo curioso era que me lo preguntara a mí.

Y claro, como era tremendamente hermosa, de una belleza majestuosa, virginal y salvajemente plena, un perfecto ejemplar de la creación divina que la naturaleza logra dibujar y moldear con tanta perfección una sola vez, su hermosura empezó a influir en el ambiente de la casa y en nuestras vidas como un fondo musical sordo y continuo. Seguramente la belleza e una energía, una fuerza como el calor, la luz o la voluntad humana. Empiezo a pensar que la belleza es también una cuestión de voluntad; por supuesto, no me refiero a la voluntad de recurrir a tratamientos cosméticos, no tengo en mucha estima la belleza producida por medios artificiales, pues me recuerda las técnicas de embalsamamiento. No, detrás de la belleza, que al fin y al cabo está compuesta de un material frágil y perecedero, se agita siempre la llama de una fuerte voluntad. Sólo gracias a sus glándulas y su corazón, a su razón, sus instintos y su carácter, en resumen, a su energía moral y física, consigue una persona mantener la armonía, el equilibrio de una afortunada y maravillosa fórmula química cuyo efecto último es la belleza.


(...)estaba detrás de ella, observándola, pero no se movió, no se volvió hacia mí, se quedó arrodillada, con el cuerpo inclinado hacia delante, en esa postura que resulta tan sensual. Cuando una mujer se arrodilla y se inclina hacia delante, 
aunque esté trabajando, se convierte en un fenómeno erótico. Al pensarlo me ché a reír, pero no era una risa frívola, me reía porque aquella idea me había puesto de buen humor. Sentí alegría al comprobar que incluso en los grandes momentos, en los segundos decisivos y críticos, debemos ajustar cuentas con una especie de burda humanidad, de ruda torpeza que existe en nosotros y en la forma de relacionarnos con los demás; incluso las grandes pasiones, los sentimientos más fervientes dependen de gestos y posturas similares a éstos, de la visión de una mujer arrodillada en una sala en penumbra. Esas cosas son ridículas, patéticas. Pero la sensualidad, esa gran fuerza que renueva el mundo, el fenómeno sublime del que es esclavo todo ser vivo, arranca en el fondo de movimientos y poses bastante ridículos. Eso también lo pensé en aquel instante. Y por supuesto pensé que deseaba aquel cuerpo; había en esa idea algo como una convulsa fatalidad, y también algo abyecto y despreciable, pero la realidad era que lo deseaba. Y deseaba no sólo el cuerpo que se mostraba ante mí en aquella postura tan vulgar sino también lo que el destino escondía detrás de ese cuerpo, sus sentimientos y sus secretos. Y puesto que me había relacionado con muchas mujeres, como cualquier joven de mi edad, rico y en general ocioso, sabía que el erotismo no resuelve la tensión entre hombres y mujeres ni de modo definitivo ni a largo plazo; que los momentos de sensualidad nacen por sí mismos y de la misma manera se disuelven en la nada, la costumbre y la indiferencia. Aquel hermoso cuerpo, las nalgas compactas, la esbelta cintura, los anchos pero proporcionados hombros, el delicado cuello, ligeramente inclinado, la nuca cubierta de una pelusa castaña, las pantorrillas carnosas pero bien torneadas... en resumen, aquel cuerpo femenino no era el más bello del mundo, yo mismo había conocido y arrastrado hasta mi cama cuerpos más armoniosos, bellos y excitantes, pero en aquel momento no era ésa la cuestión. Y también conocía el movimiento ondulatorio que empuja continuamente al ser humano entre la satisfacción y el deseo, entre la sed y el hastío, en una oscilación que atrae y repugna a la naturaleza humana sin darle paz ni solución. Todo esto lo sabía, aunque no con la certeza con que lo sé ahora que me acerco a la vejez. Quizá entonces todavía alimentaba una esperanza en el fondo de mi corazón, esperaba que existiese un cuerpo, un único cuerpo capaz de acoplarse en perfecta armonía a otro cuerpo para aplacar la sed del deseo y el hastío de la satisfacción en una especie de manso reposo, en ese sueño que los hombres suelen llamar felicidad. En la vida real no existe, pero yo entonces no lo sabía. En la vida real sólo a veces la tensión del deseo, la excitación, no va seguida de una fase de introversión, de ese profundo abatimiento que aparece una vez satisfecho el deseo. Desde luego, también hay hombres que se comportan como cerdos, para los que todo es absolutamente indiferente, que ponen el deseo y la satisfacción en el mismo plano. Quizá sean los únicos que de verdad se sienten saciados. Pero yo no deseo esa clase de saciedad. Como te he dicho, en aquella época no lo sabía con certeza; quizá tenía esperanza en algo, pero sin duda me despreciaba un poco a mí mismo y, en una situación tan grotesca como aquélla, me reí de mis propios sentimientos. Había muchas cosas que todavía no sabía, por ejemplo que cuando un ser humano obedece a la ley de su cuerpo y de su alma nunca es ridículo.

Entonces le dije algo. Ya no me acuerdo de las palabras concretas, pero la situación aparece con perfecta nitidez en mi mente, casi como si alguien la hubiera filmado con una cámara casera; la veo como una de esas películas familiares en las que los tiernos padres inmortalizan algunos momentos de la luna de miel o de los primeros pasos del pequeño... Judit se levantó despacio, sacó un pañuelo del bolsillo de su delantal y se limpió las manos sucias del tizón y el serrín de la corteza de los troncos. De inmediato empezamos a conversar, a media voz y con celeridad, temíamos que entrase alguien en la habitación y nos sorprendiese como a dos conspiradores o, mejor aún, como al ladrón y su cómplice... Ahora quiero decirte algo. Quiero hablarte con toda sinceridad. Y enseguida comprenderás que no es nada fácil...

Porque lo que estoy contándote no es un simple asunto de faldas, viejo amigo, no es una banal historia de mujeres, la clásica aventura galante. Mi historia es más desapacible y amarga, y sólo puedo considerarla mía porque resulta que yo era uno de los protagonistas... En realidad, en aquel momento actuaban entre la muchacha y yo fuerzas más poderosas que nosotros, que luchaban a través de nuestros destinos. Como te he dicho, hablábamos en voz baja. Esto, al fin y al cabo, era natural: yo era el señorito y ella, la criada; conversábamos en tono confidencial en la casa en que prestaba servicio, hablábamos de temas íntimos y serios, pero en cualquier momento podía entrar alguien, mi madre u otra persona, por ejemplo el criado, que sentía celos de Judit... En resumen, la situación requería cautela, debíamos hablar en voz baja. Naturalmente, ella también sentía que en aquel momento y en aquel lugar sólo podíamos susurrar.
Pero yo, además, sentía otra cosa. Desde el primer instante de la conversación sentí que allí había algo más que un hombre hablando a una mujer que le gustaba y a la que quería conseguir para su disfrute. Y tampoco me parecía tan importante que yo estuviera enamorado de aquella mujer joven, guapa y bien formada, que estuviera loco por ella, que la libido me subiera la sangre a la cabeza y que para conseguirla estuviera dispuesto a arrasar el mundo entero, a llevármela de allí, a hacerla mi mujer. Todo eso resulta bastante aburrido. Les ocurre a todos los hombres y más de una vez en la vida. El hambre de los sentidos puede ser tan desgarradora y cruel como la del estómago. No, el motivo por el que susurrábamos era otro... ¿Sabes?, antes nunca había sentido que fuese necesaria tanta precaución. Porque hablaba no sólo en defensa de mis intereses sino también en contra del interés de otra u otras personas... por eso hablaba en voz baja. Se trataba de una cuestión muy seria, mucho más seria que la novela galante del señorito y la criada guapa. Porque cuando aquella mujer se levantó y comenzó a limpiarse las manos mientras me miraba a la cara con descaro, como suele decirse, con los ojos bien abiertos y prestando toda su atención —ya estaba vestida para servir la mesa, llevaba un vestido negro con delantal y cofia blancos, exactamente igual que una ridícula criada de opereta—, yo sentí que la unión que le estaba proponiendo era no sólo el medio para satisfacer un deseo sino, sobre todo, una alianza en contra de algo o de alguien. Y ella sintió lo mismo. Fuimos al grano enseguida, sin preámbulos, del mismo modo en que hablan dos conspiradores en las habitaciones de un palacio real.
 
 
Judit y yo nos acostamos juntos y nos amamos. Nos amamos con pasión, llenos de entusiasmo, de deseo, de ilusión, de esperanza. Seguramente esperábamos que en ese otro hogar limpio y primigenio que era la cama, en el dominio ilimitado y eterno del amor, podríamos reparar lo que el mundo y las personas habían estropeado. Todo amor que va precedido de una larga espera —y tal vez ni siquiera pueda llamarse amor lo que no se haya purificado en el fuego de la espera— confía en un milagro de la otra persona y de sí mismo. A ciertas edades —y Judit y yo, aunque en aquella época no éramos viejos, tampoco éramos ya jóvenes: éramos un hombre y una mujer en el sentido más humano y completo de la palabra—, ya no buscamos en la cama obtener del otro el placer, la felicidad o el éxtasis sino una verdad simple y profunda que el orgullo y la mentira han ocultado hasta entonces, incluso en los momentos de amor: la auténtica conciencia de que somos humanos, hombres y mujeres, y tenemos una misión común en la tierra, una tarea que tal vez no sea tan personal como creíamos. No se puede eludir esa tarea, pero se puede deformar a fuerza de mentiras. A partir de una edad buscamos la verdad en todo, por lo tanto, también en la cama, en la dimensión más física y oscura del amor. No importa que la persona amada sea atractiva —al cabo de un tiempo ya ni repararás en su belleza—, no importa que sea más o menos excitante, inteligente, experimentada o curiosa, o que responda a tu pasión con idéntico ardor. ¿Qué es lo importante entonces? La verdad. Igual que en la literatura y en todos los ámbitos humanos: ser espontáneos, sorprendernos con el maravilloso regalo del placer, y al mismo tiempo, a pesar de nuestro egoísmo y nuestra avidez, ser capaces de dar alegría con la misma generosidad, sin planearlo y sin segundas intenciones, con ligereza, casi sin darnos cuenta... Esa es la verdad en la cama. No, viejo, en el amor no hay pjatiletka, no hay planes cuatrienales y quinquenales. El sentimiento que empuja a una persona hacia otra no puede planearse de antemano. La cama es un lugar salvaje, una selva virgen llena de sorpresas e imprevistos, un ambiente tórrido, cargado de los efluvios venenosos de flores exóticas, un enredo inextricable de lianas lleno de fieras de ojos centelleantes agazapadas en las tinieblas, las bestias del deseo y la pasión, siempre listas para el ataque. La cama también es eso, de alguna manera. Es una jungla, la penumbra, sonidos extraños que llegan de lejos y tú no sabes si es el grito de una persona a quien una fiera ha atrapado por la yugular junto a un arroyo o si es el grito de la propia naturaleza, que es a la vez humana, animal e inhumana... Ella conocía los secretos de la vida, del cuerpo, de la conciencia y de la inconsciencia. Para ella el amor no era una simple serie de encuentros ocasionales sino una eterna vuelta al hogar, a la niñez familiar,una niñez que era lugar de nacimiento y a la vez fiesta, la luz anaranjada de un paisaje al atardecer y el sabor familiar de la comida, la excitación de la espera y, en el fondo de todo, la seguridad de que más tarde, cuando caiga la noche, no habrá que tener miedo de los murciélagos, pues uno vuelve a casa cuando se cansa de jugar y allí lo esperan una lámpara encendida, un plato caliente y una cama hecha. Eso era el amor para Judit.
Como he dicho antes, yo mantenía la esperanza.
Pero la esperanza no es otra cosa que miedo de aquello que más deseamos y en lo cual no creemos ni confiamos del todo. Ya sabes, uno no espera lo que ya tiene... existe de todas formas, pero al margen de nuestra vida. Estuvimos de viaje durante un tiempo. Luego volvimos a casa y alquilamos una villa en las afueras de la ciudad. No lo decidí yo sino Judit. Si ella lo hubiera deseado, naturalmente yo la habría introducido «en sociedad», aunque habría procurado invitar a nuestra casa a personas sensatas que no fueran esnobs, que viesen en lo que nos había pasado algo más que un tema de cotilleo... Porque obviamente la sociedad, ese otro mundo del que yo hasta hacía poco era un miembro honorario y Judit una simple criada, había seguido el transcurso de los acontecimientos con gran interés. Parece que ciertas personas sólo viven para esto, de pronto ves que adquieren una agilidad electrizante, se revigorizan, sus ojos empiezan a brillar y no sueltan el teléfono desde el alba hasta el ocaso... En semejante ambiente, a nadie le habría sorprendido que los periódicos trataran en grandes titulares «nuestro asunto», del que ya se hablaba con lujo de detalles, como de un delito. Y quién sabe si no tenían razón en los términos de las leyes sobre las que está basada la sociedad. Tiene que haber un motivo por el cual las personas aguantan el tedio opresivo de la convivencia organizada, de otro modo no seguirían debatiéndose en la atroz trampa de ataduras ya gastadas; los hombres no aceptarían sin rechistar las renuncias a las que los fuerzan las convenciones sociales si, en el fondo, no estuvieran convencidos de su validez. Por lo tanto, consideran que nadie tiene derecho a buscar su satisfacción, tranquilidad y alegría según sus propias reglas, porque ellos, que son la mayoría, han aceptado de común acuerdo soportar la censura de los sentimientos y los deseos, esa censura general que es la civilización... Por eso se indignan y crean tribunales de guerra secretos para dictar sentencias despiadadas en forma de cotilleos en cuanto se enteran de que alguien se ha atrevido a rebelarse y a buscar por su cuenta un remedio a la soledad. Ahora que ya estoy solo, a veces me pregunto si de verdad es tan injusto el reproche de la gente cuando ve que alguien busca una solución irregular a los problemas de su vida...
Pero eso lo pregunto así, entre tú y yo, pasada la medianoche.
Las mujeres no lo entienden. Sólo un hombre es capaz de entender que en la vida existe algo más que la felicidad. Tal vez sea ésa la mayor y más irremediable diferencia que separa a hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Para la mujer, si es una verdadera mujer, sólo hay una patria de verdad: el territorio que ocupa en el mundo el hombre al que ella pertenece. Para el hombre en cambio existe también esa otra patria enorme, eterna, impersonal, trágica, con banderas y fronteras. Con esto no quiero decir que las mujeres no sientan apego por la sociedad en la que han nacido, por el idioma en el que juran, mienten y hacen la compra, por el paisaje en el que han crecido; tampoco quiero decir que ellas no alberguen sentimientos de afecto, abnegación, espíritu de sacrificio y lealtad, quizá a veces incluso de heroísmo hacia esa otra patria, la patria de los hombres. Pero, en realidad, una mujer nunca muere por una patria, sino por un hombre. Juana de Arco y todas las demás excepciones son mujeres varoniles... Hoy en día abunda cada vez más este último tipo. ¿Sabes?, el patriotismo de las mujeres es mucho más discreto, carece de las contraseñas secretas que tanto gustan a los hombres.
 


Péter y el amigo peruano.
 
Como antes te decía, nos amábamos. Y voy a decirte otra cosa, por si no lo sabías: el amor, si es verdadero, siempre es letal. Ahora me explico: su fin no es la felicidad, el idilio «hasta que la muerte nos separe», cogidos de la manopaseando bajo los tilos en flor, tras los cuales se vislumbra la mansa luz de la lámpara que refulge en el zaguán de la casa, que nos acoge y envuelve en sus frescos olores... Eso es la vida, pero no es el amor. El amor es una llama más siniestra, más trágica. Un día se enciende el deseo de conocer esa pasión destructiva. ¿Sabes?, cuando ya no quieres nada para ti, cuando no buscas el amor para estar más sano, más tranquilo, más satisfecho, sino que sólo quieres ser, por completo y aun a costa de tu vida. Ese sentimiento llega tarde, muchos no llegan a conocerlo nunca... Son los prudentes; no me dan envidia. También están los glotones, de curiosidad insaciable, que beben de cada tazón que se encuentran... Esos son, sencillamente, lamentables. Luego hay otros decididos y astutos, los carteristas del amor, que roban un sentimiento a la velocidad del rayo, arrancan un poco de ternura y de intimidad de los escondrijos de un cuerpo y a continuación desaparecen en la oscuridad, se pierden con una sonrisa cruel en el oscuro caos de la vida. Están también los cobardes y los precavidos, que lo calculan todo, en el amor y en los negocios; tienen una agenda donde apuntan los objetivos y los plazos de la vida sentimental, y viven según esas estrictas anotaciones. La mayoría son así, unos inútiles. Y por último están los pocos que un día comprenden lo que la vida quiere con el amor, lo que pretende al entregar ese sentimiento al género humano... ¿Lo hace por nuestro bien? La naturaleza no es benévola. ¿Quiere ofrecernos la esperanza de la felicidad? La naturaleza no necesita tales fantasías humanas, sólo quiere crear y destruir, pues ésa es su función. Es cruel porque tiene un plan bien definido y es insensible porque su plan no tiene en cuenta en absoluto al género humano.
La naturaleza regala al ser humano la pasión, pero pretende que esa pasión sea incondicional.
En cualquier vida que sea digna de tal nombre llega un momento en que uno se hunde en una pasión como si se estuviera zambullendo en las cataratas del Niágara. Sin salvavidas, naturalmente. No creo en los amores que empiezan como un simpático paseo campestre, caminando por el bosque inundado de sol con la mochila a la espalda, entonando alegres canciones... ya sabes, esa exuberancia de «día de fiesta» que invade la mayoría de las relaciones humanas en sus fases iniciales... Esa exuberancia es bastante sospechosa. La pasión no tiene nada de fiesta. Esa fuerza sombría que crea y destruye el mundo sin cesar no pregunta nada a aquellos a quienes toca, no quiere saber si les gusta o no, no le importan mucho los sentimientos humanos. Lo da y lo pretende todo: exige un impulso incondicional que se alimenta de la misma energía primordial que la vida y la muerte. No hay otro modo de conocer una pasión de verdad... ¡Y qué pocos llegan a este punto! Las personas en la cama se acarician y se hacen cosquillas, se cuentan un mar de mentiras, fingen debilidad, quitan al otro por egoísmo lo que más les conviene y a lo mejor se dignan, por complacerse a sí mismas, arrojarles algunas sobras de su satisfacción... Y no saben que todo eso no tiene nada que ver con la pasión. No es casualidad que en la historia de la humanidad las grandes parejas de amantes estén rodeadas de la misma aura de respeto y veneración que los héroes que, con suprema valentía y por propia voluntad, arriesgan la piel en alguna hazaña grandiosa y desesperada. Sí, los verdaderos enamorados también arriesgan la piel, en el sentido más literal de la expresión; y es precisamente en esa empresa donde la mujer tiene un papel tan importante como el hombre y demuestra que posee un espíritu heroico, como el caballero que parte a la conquista del Santo Sepulcro. También los amantes verdaderos y valientes buscan un eterno y misterioso Santo Sepulcro, por eso afrontan largos peregrinajes y se enzarzan en duras luchas, en las que reciben heridas y perecen...

¿Qué otro sentido tiene ese impulso aciago e incondicional que empuja a los tocados por esa última pasión unos hacia otros? La vida se expresa a través de esa energía y enseguida abandona a sus víctimas con indiferencia. Por eso se ha respetado tanto a los amantes en todos los tiempos y en todas las religiones, porque al estrecharse en un abrazo están subiendo a la hoguera. Los verdaderos, claro, esos pocos valientes, los elegidos. Los demás sólo buscan una mujer como buscan una bestia de carga, o sólo quieren pasar una hora entre níveos y amables brazos, o que acaricien su vanidad masculina o femenina, o satisfacer un impulso biológico... Eso no es amor. Detrás de cada abrazo verdadero está la muerte con sus sombras, que son tan intensas y poderosas como los destellos de los haces de luz de la felicidad. Detrás de cada beso verdadero se esconde el deseo secreto de la aniquilación, ese sentimiento extremo de felicidad que ya no regatea, la conciencia de que no hay otro modo de ser feliz que perderse del todo en un sentimiento y entregarse a él por completo. Y ese sentimiento no tiene propósito. Quizá por eso los enamorados han sido objeto de tan profunda veneración en las religiones ancestrales y en los poemas del pasado... En el fondo de la conciencia humana yace el recuerdo de lo que en el principio era el amor. Era algo distinto, algo más que el mero contrato de compraventa social en que se ha convertido, algo más que un pasatiempo o un juego del estilo del bridge o del baile... Recuerdan que hubo un tiempo en que a cada ser viviente se le asignó una temible tarea: el amor, es decir, la expresión completa de la vida, la perfecta comprensión del sentido de la existencia y su natural consecuencia, la aniquilación. Pero eso se descubre mucho más tarde. ¡Y qué poco importan entonces la virtud, la moral, la belleza o las buenas cualidades del otro implicado en el desempeño de esta tarea! Amar significa simplemente conocer por completo la felicidad y luego perecer. Pero hay millones y millones depersonas que sólo esperan ayuda del ser amado, remedios caritativos, un pocode ternura, de paciencia, de perdón, alguna caricia... Y no saben que lo que obtienen de esta manera es algo insignificante y que hay que saber entregarse sin condiciones porque en eso consiste el juego.

Así empezó el amor entre Judit Áldozó  cuando nos fuimos a vivir a la villa de las afueras. O al menos así empezó para mí. Era yo el que experimentaba esos sentimientos, era yo el que esperaba.
 
Péter y su amigo peruano

(...) aberraciones, puedo comprender que alguien se sumerja en las medrosas profundidades del deseo carnal y comprendo también las delirantes y grotescas formas de la pasión... El deseo nos habla en mil lenguas diferentes. Todo eso hay que tenerlo en cuenta. Pero sólo las personas libres pueden arrojarse a aguas tan profundas y revueltas... Todo lo demás es un vil engaño, peor aún que la crueldad deliberada.Dos personas que significan algo la una para la otra no pueden vivir guardando un secreto en el corazón. En eso consiste la traición. Lo demás ya no tiene importancia... son cosas del cuerpo, en la mayoría de los casos, un triste jadeo, nada más; amores calculados en lugares prefijados, amores por horas, carentes de espontaneidad... ¡qué tristes, qué mezquinos! Y detrás de todo hay un secreto canalla que infecta la convivencia, como si en alguna parte de la bonita casa, quizá bajo el canapé, hubiese un cadáver en descomposición. Desde el día en que encontré la carta del banco, Judit tenía un secreto. Y era muy hábil ocultándolo.
Ella lo iba guardando y yo la observaba con atención.

(...)también de ese algo misterioso que constituye la condición esencial de la vida de un ser humano: el amor propio. Mira, sé muy bien que el contenido de este concepto puede confundirse con la vanidad. Es un concepto de hombres, las mujeres se encogen de hombros cuando lo oyen. Las mujeres, por si no lo sabías, no tienen amor propio. Aman tal vez al hombre al que pertenecen, su rango social o familiar, o su reputación. Pero de sí mismas, de ese fenómeno que es una amalgama de conciencia y carácter cuyo nombre es «yo», las mujeres sólo tienen una percepción muy vaga, descuidan el valor de su personalidad y tienden a ser demasiado indulgentes con ellas mismas. Descubrí que ella estaba saqueándome deliberadamente o, al menos, estaba haciendo todo lo que su discreción le permitía para llevarse el mayor trozo posible de mi hogaza de pan. Ya sabes, de ese pan que yo creía que era de los dos y que en aquella época, más que un pan era todavía una auténtica tarta, sobre todo para ella... Pero eso no lo supe por los demás, ni siquiera por el banco, que —con perfecta buena fe— me informaba regularmente del constante aumento del patrimonio de Judit. No, amigo mío, lo descubrí en la cama. Y me dolió tanto... Pues sí, es en casos como éste cuando los hombres nos damos cuenta de que no se puede vivir sin dignidad.
 
Fue sólo una mirada en un momento de intimidad y ternura. Yo había cerrado los ojos y los abrí de improviso. Y en la penumbra vi una cara, una cara conocida y fatal que se sonreía con una expresión desconfiada, maliciosa y sarcástica. Entonces comprendí que Judit, como ya había ocurrido otras veces, cuando yo creía vivir momentos de entrega total y abandono incondicional junto a ella, la mujer con quien me había fugado de las convenciones humanas y sociales, en ese preciso instante me miraba con ligera pero indudable burla. ¿Sabes?, con la actitud del criado que te observa a hurtadillas y se pregunta: «Vamos a ver, ¿qué hace el señorito?», o bien exclama: «Ay, los señores siempre igual», y a continuación te ofrece sus servicios. Descubrí que Judit, dentro y fuera de la cama, no me amaba, me servía. Igual que cuando era doméstica en la casa de mis padres y me limpiaba la ropa y los zapatos. Igual que más tarde, cuando me servía la comida en las ocasiones en que yo visitaba a mi madre. Me servía porque ése era su papel con respecto a mí y en los grandes papeles que el destino impone a los hombres no se puede forzar un cambio. Y cuando empezó su peculiar duelo conmigo y con mi primera esposa, no creyó ni por un momento que el sentimiento que nos unía pudiese dar equilibrio a nuestra relación y que los papeles que nos separaban pudieran deshacerse, pudieran cambiar. Nunca creyó que su papel en la vida respecto a mí pudiese ser algún día distinto del de criada. Y como esto no sólo lo sabía con la mente sino también con el cuerpo, con los nervios, incluso en sus sueños, y como era tan consciente de su pasado y de sus orígenes, nunca se había rebelado contra la posición que la vida le había asignado, sólo actuaba como le dictaban sus leyes vitales. Ahora también comprendo eso.
¿Si me dolió, preguntas?
Sí, mucho.
Pero no la eché enseguida. Fui orgulloso y no quise que supiera el daño que me había hecho. Dejé que me ofreciera sus servicios durante un tiempo, en la cama y en la mesa, y soporté que siguiera robándome un poco más. Ni siquiera le dije entonces que conocía sus pequeños y sucios negocios ni que, en un momento de descuido, había sentido sobre mí en la cama sus ojos curiosos, burlones y despectivos... La historia entre dos personas tiene que llegar siempre hasta el final, hasta sus últimas consecuencias, si es necesario hasta la aniquilación. Al cabo de un tiempo, en cuanto me dio otro motivo para hacerlo, la eché sin mucho ruido y ella se fue sin rebelarse, no hubo salidas de tono entre nosotros. Cogió su hato —que se había vuelto bastante grande, puesto que dentro habían terminado cayendo numerosas joyas y hasta una casa— y se fue.
En silencio, no dijo una palabra, igual que a los quince años, cuando llegó. Y antes de irse me miró desde el umbral con la misma mirada muda, inquisitiva y distante que tenía la primera vez que la vi en el pasillo.
Lo más hermoso de ella eran sus ojos. A veces aún los veo en sueños. Sí, se la llevó el tipo bajito y corpulento. Incluso nos retamos a duelo.
 ¿Sabes?, un día comprendí que nadie puede ayudarnos. El deseo de amar y ser amados permanece, pero no hay nadie que pueda servir de ayuda. Cuando uno comprende esto, se hace fuerte y solitario.
 
 
Judit le cuenta a su amante su relación con Peter 
 
¿Mi marido? Como te digo, era un señor. Pero no era un señor completo y con todas las consecuencias... ¿Sabes por qué? Porque se ofendió. Cuando me conoció... quiero decir, cuando me conoció de verdad y sin tapujos... se ofendió y se divorció de mí. Ahí fue donde falló... Pero no era un estúpido. Sabía que el hombre que deja que le hagan daño, el que se ofende, no es un verdadero señor.  Entre mi gente también podías encontrar algunos señores. Muy rara vez, es cierto, porque nosotros éramos tan pobres como los ratones de campo con los que dormíamos cuando era pequeña.
 
*****
Nunca estuve tranquila ni contenta en aquella casa.
¿Por qué? ¿Acaso no lo había recibido todo allí, lo bueno y lo malo, no me desquité de todas las humillaciones?
Es una pregunta muy difícil, corazón. La revancha, ¿sabes?... A veces pienso que ése es el mayor problema entre las personas.
***
 Y no sentía la menor vergüenza cuando estaba rodeada de ricos, puedes creértelo. No tenía nada de tímida y me llené bien los bolsillos. Hubo momentos en que llegué a pensar que yo misma era rica. Pero ahora sé que nunca, ni por un momento, fui una verdadera rica. Yo sólo tenía joyas y dinero en el banco. Todo me lo habían dado ellos, los ricos. O se lo quitaba yo cuando se presentaba la ocasión. Porque yo era una niña muy lista y desde que era así de pequeña ya sabía que tenía que ganarme la vida; vivía en el hoyo, había aprendido enseguida que no hay que ser holgazán, que hay que coger todo lo que los demás desechan, olerlo y tocarlo, morderlo, esconderlo... todo lo que se encuentre, tanto si es una cacerola agujereada como si es un anillo de brillantes... Uno nunca es bastante aplicado, eso ya lo sabía cuando era una cría. 

***

Pero, al morir la señora, no dije nada a mi marido cuando encontré ese objeto de culto familiar, simplemente me lo eché al bolsillo. No se puede decir que lo robara porque me correspondía, pues mi marido me regaló todos esos brillantes cuando su madre murió. Pero me quité el antojo de echarme al bolsillo, sin que mi marido lo supiera, precisamente ese anillo que la señora había llevado con tanto orgullo. Y lo he tenido guardado hasta ayer mismo, cuando por fin lo vendiste.
 
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 Me dijo que los grandes señores no vivían por algo sino contra algo. Eso fue todo.
 
***
(...) que me fui a la cama con mi marido ese olor se me metió en la garganta, era un aroma masculino perverso y sofisticado, que conocía desde los tiempos en que le planchaba los calzones y le ordenaba las camisetas en el armario de la ropa interior. Y me sentí tan feliz que, a causa de la emoción de los recuerdos y el olor, me dieron náuseas. Porque, ¿sabes?, el cuerpo de mi marido olía igual, usaba un jabón con el mismo perfume. Y el líquido que el criado usaba para frotarle la cara después del afeitado y la loción para el pelo también tenían ese olor enmohecido a hacinas de heno en otoño... era casi imperceptible, sólo un leve aliento, pero más que una persona parecía una hacina de heno sacada de algún cuadro francés del siglo pasado... Quizá fue eso lo que me dio ganas de vomitar cuando me acosté por primera vez con él y me abrazó.
 
 
***
 
(...) pero yo nací rodeada de animales y, como todos los niños pobres que han nacido así, como el niño Jesús... recibí el don del olfato, del que los ricos ya se han olvidado. Mis señores no sabían ni cómo era su propio olor. Esa es otra de las razones por las que no los quería. Yo sólo les serví, primero en la cocina... y luego en el salón y en la cama. Nunca hice otra cosa que servirles. Pero a ti te quiero porque tu olor me resulta familiar.
 
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¿Qué les faltaba? La tranquilidad. Mira, no tenían ni un instante de paz. Y eso que vivían según horarios estrictos y había un gran silencio en la casa y en sus vidas. Nunca una palabra fuera de tono. Nunca un hecho inesperado. Todo estaba calculado, previsto, las crisis económicas, la difteria, el buen tiempo, el mal tiempo, cualquier eventualidad de la vida, incluida la muerte. Pero no estaban tranquilos. Tal vez habrían encontrado la paz si un día hubieran decidido dejar de vivir de una forma tan previsora... Pero les faltaba valor. Al parecer se necesita mucho valor para lanzarse a la vida sin más, sin horarios ni previsiones... vivir la vida como viene, día tras día, hora tras hora, incluso minuto tras minuto... y no esperar nada, no tener esperanza en nada. Simplemente estar en el mundo. Pues ellos no eran capaces, no sabían estar y punto.


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 Para ellos lo más importante era conservar lo que habían creado con su trabajo y sus modales, con toda su existencia... sí, era más importante guardar que crear. Como si vivieran más de una vida al mismo tiempo, la vida de sus padres y la de sus hijos. Como si no fueran seres individuales, distintos de los otros, personas únicas e irrepetibles sino sólo momentos de una única y larga vida, vivida no tanto por los individuos como por la familia entera, la familia burguesa... Por eso guardaban las fotos, los retratos de grupo de la familia, con el mismo cuidado maniático con el que guardan en un museo los valiosos retratos de los personajes ilustres de épocas pasadas... La foto del compromiso de los abuelos. La foto de la boda del padre y la madre. El retrato de un tío lejano venido a menos con su levita o con su sombrero de paja. El retrato de una tía con su velo y su parasol, sonriendo con expresión feliz o triste... Y ellos eran todas estas personas juntas, una especie de personalidad única que se desarrolla lentamente en el tiempo: la familia burguesa... A mí todo aquello me quedaba muy lejos. Para mí la familia era una necesidad, un vínculo inevitable. Para ellos era una obligación...
 
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Leo en tus ojos que no lo entiendes. Tal vez ellos lo entendían con la razón porque eran cultos. Pero no con el corazón o con las entrañas, que siempre andaban alterados. Temían que un día todos los cálculos, las previsiones y los proyectos no sirvieran para nada, que algo terminara. Pero ¿qué podía terminar? ¿La familia? ¿La fábrica? ¿El patrimonio?... No, ellos sabían que no era tan sencillo. Tenían miedo de cansarse un día y no poder seguir manteniendo unido todo aquello. Acuérdate, igual que lo que nos dijo el mecánico el otro día, cuando le llevamos nuestra vieja chatarra de coche para que averiguara qué le pasaba. ¿Te acuerdas? Dijo que el coche funciona, que en el motor no hay ninguna avería, pero que todo el mecanismo está desgastado. Pues era como si mis señores también temieran que hubiese un desgaste en todo lo que ellos habían conseguido acumular e intuyeran que no podrían seguir manteniéndolo todo junto por mucho tiempo... y entonces su civilización se acabaría.
 
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Voy a arreglarte la almohada. Túmbate cómodamente, estírate. Cuando estés conmigo tú sólo tienes que descansar, tesoro, quiero que estés a gusto. Ya es bastante fatigoso trabajar siempre de noche con el grupo. Aquí, en mi cama, sólo tienes que amarme y descansar.
¿Si se lo decía a mi marido también?... No, corazón. No quería que se encontrase a gusto cuando estaba en mi cama. Ese era precisamente el problema... De alguna forma yo no quería que se sintiese a gusto conmigo. Y eso que el pobre lo había dado todo por mí, había hecho todos los sacrificios. Había roto con su familia, con su ambiente, con sus costumbres. Había huido de todo, literalmente, para refugiarse en mí como un caballero arruinado que busca refugio en la otra punta del mundo, en un país exótico. Puede que por eso nunca consiguiera hacer las paces con él mismo y sentirse en casa cuando estaba conmigo... Siempre vivió conmigo como quien emigra a un lugar fascinante, lleno de perfumes especiados, un país cálido como Brasil, y allí se casa con una indígena. Y en ese hermoso y extraño lugar se pregunta por qué ha terminado allí. Y cuando está con la mujer nativa, en los momentos de intimidad piensa en otra cosa. ¿En su casa, en la patria lejana? Quizá. 

 
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 Sabes que te adoro, pero si llega un día en que eso cambia porque tú me engañes o porque te largues... pero eso es imposible... ¿verdad? De todas formas, si llega el caso, no creas que me va a dar un infarto si algún día vuelvo a verte. Nos pondremos a charlar amablemente. Pero sobre «eso» no volveremos a hablar, porque «eso» se acabó, se evaporó para siempre. No te pongas triste. Sólo hay una patria en la vida, como el amor, el verdadero. Y también pasa, como el amor verdadero. Y está bien que así sea, porque si no esto no habría quien lo aguantase.
 
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Yo para él no sólo era una mujer, era también un examen, una gran prueba, era la aventura, un puma al acecho y a la vez una presa que cazar; para él, estar conmigo era como ser culpable de malversación o como escupir sobre la alfombra en casa de una persona muy educada. A ésos no los entiende ni el diablo. Te traigo un coñac, un tres estrellas, ¿vale? Me ha entrado sed de tanto hablar...
Bebe, mi vida. Sí, voy a beber así, poniendo mi boca donde tus labios han tocado el vaso... Tienes ideas maravillosas, tiernas, sorprendentes... Casi me dan ganas de llorar cuando hablas así. ¿Cómo lo haces? No sé cómo se te ocurren... No quiero decir que la idea sea del todo nueva, es posible que se le haya ocurrido ya a cualquier otro enamorado... de todas formas, para mí es un gran regalo.
 
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Yo gané ocho mil pengős con la cripta, el constructor no quiso darme más. Con mi estúpida cabecita ingresé la pequeña ganancia en una cuenta corriente que tenía en un banco; un día, mi marido encontró por casualidad la notificación del banco que decía que, junto con los intereses, mi modesto saldo había crecido a tanto y a cuanto... No me dijo nada... ¿Qué iba a decirme? Pero se le notaba que le había sentado mal. Pensaba que ya que era un miembro más de la familia no debía sacar beneficio de la cripta de sus padres... ¿Tú lo entiendes? Yo sigo sin entenderlo. Sólo te lo cuento para que veas lo raros que son los ricos.
 
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Pero a sonreír no aprendí nunca. Se ve que para eso hace falta algo más,tal vez que tus abuelos ya supieran sonreír. Era un detalle que odiaba con toda mi alma, tanto como la parodia del camisón... Sí, odiaba su sonrisa. Porque cuando le tomaba el pelo en la cama... fingiendo que estaba a gusto con él...seguro que él se daba cuenta, pero en vez de coger un puñal y apuñalarme, sonreía. Estaba sentado en la enorme cama de matrimonio despeinado, musculoso, atlético, porque hacía mucho deporte, con ese leve olor a heno, y me miraba con una mirada fija y vidriosa. Y sonreía. A mí me entraban ganas de llorar de la rabia, la impotencia y la tristeza que sentía. Estoy segura de que cuando encontró su casa destruida por las bombas o después, cuando le quitaron la fábrica y toda su fortuna, también sonrió de esa manera. Esa es una de las mayores crueldades del ser humano, esa sonrisa extraña, distinta, la sonrisa de los señores. Es el verdadero pecado de los ricos. Una cosa así no se puede perdonar... Porque puedo entender que alguien robe o mate cuando lo atacan. ¡Pero si se queda quieto y sonríe en silencio, entonces ya no se sabe qué hacer con él! A veces sentía que ni el peor castigo del mundo habría sido suficiente, que todo lo que yo, una mujer salida de un agujero y encontrada en la calle, podía hacer contra él era poco. Todo lo que el mundo podía hacer contra él, contra sus propiedades, su fortuna y todo lo que le importaba, era poco... Había que quitarle esa sonrisa.
 
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 No los odiaba por su dinero, sus palacios o sus piedras preciosas. No era una proletaria rebelde y menos aún una obrera con conciencia de clase, nada de eso... ¿Por qué no? Porque venía de tan abajo que sabía mucho más de lo que se parloteaba en aquellos discursos del principio. Sabía que en el fondo, abajo del todo, no ha habido ni habrá nunca justicia. Y aunque consigan corregir una injusticia, en su lugar colocarán una nueva. Y además era una mujer y hermosa, y tenía tantas ganas de estar en el lado donde luce el sol...
Pero contigo quiero ser franca. A ti te quiero dar todo lo que me queda, y no me refiero sólo a las joyas... por eso te confieso que odiaba a los ricos sobre todo porque lo único que podía quitarles era su dinero. Lo demás, lo que forma parte del secreto y el sentido de la riqueza, esa diferencia que me hechizaba tanto como la propia fortuna... eso no quisieron dármelo. Lo escondieron tan bien que no habría habido revolucionario en el mundo capaz de quitárselo... Lo ocultaron mejor que las fortunas que guardaban en las cajas fuertes de los bancos extranjeros o que el oro que enterraban en sus jardines.
 
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Déjame otra vez la foto. Sí, así era cuando me casé con él. Y estaba igual la  última vez que lo vi... después del asedio. Sólo había cambiado como cambian con el uso continuo los objetos de buena calidad... se vuelven un poco más lustrosos, más lisos, más pulidos. Envejecía como una buena cuchilla de afeitar o una boquilla de ámbar.
 
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 Y un  día me habló. Me dijo que quería tomarme por esposa... a mí, a la criada. No entendí muy bien lo que me decía, pero en aquel momento lo odié tanto que me habría gustado escupirle a la cara. Era Nochebuena, yo estaba agachada delante de la chimenea, colocando la leña para encenderla. Sentí que ésa era la peor ofensa que me habían hecho en mi vida. Quería comprarme, como si yo fuese un perro de una raza poco corriente... eso fue lo que sentí en aquel momento. Le dije que se apartara de mi camino, que no quería ni verlo.
 
***
Sí, yo también soy una neurasténica, no sólo los señores. Y mis nervios no sufrían por culpa de ellos, yo ya era así desde los tiempos de mi casa, allí, en el hoyo... si es que alguna vez he tenido algo parecido a lo que los humanos llaman casa. Cuando pronuncio las palabras «casa» o «familia»... no veo nada, sólo percibo un olor. Un olor a tierra, a barro, a ratones y a humanos. Y flotando sobre todo eso, siento ese otro olor de mi infancia medio humana y medio animal, el cielo azul, el bosque humedecido por la lluvia y con olor a setas, el sabor de la luz del sol, que era como cuando tocas un objeto metálico con la punta de la lengua... Yo era una niña nerviosa, ¿para qué lo voy a negar?... Nosotros también tenemos secretos, no sólo van a tenerlos los ricos. 

***

Bueno, ya hemos bebido bastante. Voy a preparar otro café... Dame tu mano, deja que la apriete contra mi pecho. ¿Notas cómo late mi corazón? Así late cada madrugada... y no es por el café, ni por los cigarrillos, ni por estar contigo. Es porque me acuerdo del momento en el que lo vi por última vez. No creas que es la nostalgia. En esos latidos no hay nada parecido a lo que puedas encontrar en las películas sentimentales. Ya te he dicho que nunca lo quise. Hubo un tiempo en que estuve enamorada de él... pero sólo estaba porque aún no vivía con él. Estas dos cosas nunca van juntas, ¿lo sabías?

***
 
 ¿Esperaba al hombre que aún vivía con la otra mujer, con la rica?... Sabía que llegaría mi momento, sólo tenía que saber esperar. Pero también sabía que él nunca se movería por sí mismo. En poco tiempo tendría que ir yo misma a buscarlo para agarrarlo del pelo y sacarlo de su vida, igual que si estuviera ahogándose en un pantano.


***
 
¿El amor, dices? Qué bueno eres... Eres un ángel caído del cielo. No, corazón, creo que ni siquiera el amor puede ayudarnos. Ni el cariño... El artista aquél me dijo un día que en el diccionario se habían confundido con esas dos palabras. Él no creía en el amor ni en el cariño, sólo creía en la pasión y en la piedad, pero decía que tampoco ayudan porque sólo duran un momento... tanto la piedad como la pasión.
 
***
Vi cómo Peter se acercaba a mí por el puente. Porque un día volvimos a tener puente.
No muchos, sólo uno. Pero ¡qué puente más maravilloso! ¡No estabas allí cuando lo construyeron, por eso no sabes lo que significó para nosotros, para el pueblo de la ciudad asediada, cuando por fin corrió la noticia de que Budapest, la gran urbe, volvía a tener un puente sobre el Danubio! Lo construyeron a la velocidad del rayo, al final del invierno ya cruzábamos el río por él. 
Para ser exactos, yo avanzaba a pasos cortos, arrastrada por la muchedumbre hacia la entrada del puente, cuando vi que en sentido contrario, en la fila que venía de Pest, mi marido acababa de llegar a Buda.
Me salí de la cola y corrí hacia él. Lo abracé con todas mis fuerzas. Muchos se pusieron a vociferar y un policía empezó a empujarnos porque habíamos cortado el movimiento de aquella cinta transportadora humana.

 Nuestras vidas no tenían fronteras palpables, no se desarrollaban en un marco definido... como si los límites de las cosas se hubieran borrado y todo discurriera fuera de los márgenes. Ahora, mucho más tarde, sigo sin saber dónde empiezan las cosas y dónde acaban. Sentí lo mismo en el puente, cuando salté de la fila. No fue un gesto voluntario, intencionado, porque hacía un minuto ni siquiera sabía si seguía vivo el hombre que... hacía mucho tiempo... ya sabes, en lo que llaman los albores de la humanidad... el hombre que había sido mi marido. Porque aquella época me parecía tremendamente lejana. El tiempo que nos pertenece, el que es realmente nuestro, no se mide ni con los relojes ni con los calendarios...
Ninguno de los dos sabíamos si el otro estaba vivo o muerto.
 
Pero no fue por eso por lo que fui corriendo hacia él y lo abracé a la vista de miles de personas. Estoy hablando de él, de mi marido. El mismo que se acercó a mí de frente porque volvíamos a tener un puente sobre el Danubio. Y yo me colgué de su cuello a la vista de miles de personas.
Él salió de la fila, pero no se movió. Tampoco me rechazó. No te preocupes, no me besó la mano delante de todos los comerciantes orientales y mendigos harapientos, temblorosos y desalentados que se arrastraban por el puente. Tenía demasiados buenos modales para hacer una cosa de tan mal gusto. Simplemente se quedó de pie, esperando a que terminara la bochornosa escena. Se quedó allí plantado, tranquilo, y yo le veía la cara con los ojos cerrados y a través de las lágrimas, como ven las futuras madres la cara de sus hijos nonatos. No necesitas ojos para ver lo que es tuyo. Pero mientras yo me agarraba con todas mis fuerzas a su cuello ocurrió algo. Se me metió en la nariz aquel olor, el olor del cuerpo de mi marido...

En ese instante empecé a temblar. Las rodillas no me sostenían y tenía unos calambres en el estómago que parecían el paso previo a las náuseas. Imagínate, el hombre que estaba frente a mí en el puente no olía mal. No puedes entenderlo, pero créeme, en aquel tiempo la gente apestaba, llevaba encima el hedor de la carroña, incluso si por algún milagro le quedaba un trozo de jabón o un poco de colonia en el compartimento secreto del bolso de mano guardado en el sótano o en el refugio. Incluso cuando alguien conseguía, entre dos ataques aéreos, lavarse un poco... seguía oliendo mal. Porque el olor del asedio de la ciudad no se desprendía fácilmente, no podías frotarlo hasta eliminarlo con un poco de jabón ¡El olor penetrante de las cloacas, los cadáveres, los sótanos, los vómitos, el aire viciado, la muchedumbre apretujada, tiritando con un sudor frío por el miedo a la muerte, los alimentos amontonados y revueltos unos con otros! Todo eso se quedaba metido en la piel. Y quien no tenía ese mal olor natural olía mal de otra forma, a agua de colonia barata... y ese otro olor artificial era aún peor, más nauseabundo que el mal olor natural. Pero mi marido no olía a colonia barata. Lo olí con los ojos cerrados y llenos de lágrimas, y empecé a temblar.

¿A qué olía? A heno enmohecido. Igual que hacía años, cuando nos divorciamos. Igual que la primera noche en la que me acosté en su cama y tuve arcadas por ese olor acre, masculino y señorial... Porque toda su persona estaba igual, su cuerpo, su ropa, su olor... igual que la última vez que lo había visto. Retiré los brazos de su cuello y me limpié los ojos con el dorso de la mano.
Estaba mareada. Saqué un pañuelo de mi bolso, luego un espejito y una barra de labios. Ninguno de los dos dijo nada. Él estaba quieto, esperando a que yo arreglara un poco mi cara lacrimosa y sucia. No me atreví a mirarlo a la cara hasta que vi en el espejito que mi rostro volvía a estar decente.  Seguía sin creer lo que veía. ¿A quién tenía frente a mí, entre las entre las hileras serpenteantes, interminables de miles de personas, en la cabecera del puente provisional, en aquella ciudad humeante donde eran pocos los edificios que no tenían cráteres, que no mostraban las huellas de los disparos; donde no había ninguna ventana intacta, ni vehículos, ni policías, ni leyes, ni nada; donde las personas se vestían de mendigos aunque no tuvieran necesidad, se hacían pasar por ancianos andrajosos, se dejaban la barba larga y descuidada, y andaban en zigzag para dar pena; donde las damas cargaban con sacos de harapos y todo el mundo llevaba mochilas a los hombros, como los peregrinos enclenques y sucios en las fiestas patronales de los pueblos? Tenía delante a mi marido. El mismo al que yo había ofendido hacía siete años. El mismo que, cuando comprendió que yo no era su amante ni su esposa sino su enemiga, una tarde se acercó a mí sonriente y tranquilo, y me dijo:
—Creo que lo mejor será que nos divorciemos.
Porque él siempre comenzaba las frases así cuando quería decir algo importante: «creo que...» o «pienso que...». Nunca decía lo que quería directamente, sin rodeos. Mi padre, por ejemplo, cuando no aguantaba más, empezaba diciendo «lamadrequeteparió». Y luego pegaba.  Pero mi marido, cuando ya no aguantaba más, lo primero que hacía era abrir una pequeña puerta de cortesía, una frase de suposición en la que quedaba diluido lo más importante y quizá más hiriente. Lo había aprendido en Inglaterra, en el instituto donde había estudiado. «Me temo que...» era otra de sus expresiones favoritas. Una tarde dijo:
—Me temo que mi madre se está muriendo.
Y en efecto, murió a las siete, y es que ya estaba azul cuando el médico dijo a mi marido que no albergara esperanzas. Ese «me temo» servía para suavizar, para hacer menos dolorosa una noticia trágica, para anestesiar el dolor. Cualquier otro en su situación habría dicho: «Mi madre se muere.» Pero él siempre tenía cuidado de decir las cosas desagradables o tristes con buenos modales. Ellos son así. Es imposible comprenderlos.
En aquel momento también tuvo cuidado. Siete años después del final de nuestra guerra particular... es decir, justo después del asedio, él estaba de pie frente a mí en la cabecera del puente y sus primeras palabras fueron:
—Me temo que estamos interrumpiendo el paso.
Lo dijo en voz baja y sonrió. No me preguntó cómo estaba, cómo había sobrevivido al asedio o si necesitaba algo. Sólo me advirtió que quizá estábamos estorbando... y con un gesto me señaló el camino para que nos apartásemos y caminásemos hacia el monte Gellért. Cuando ya nos habíamos alejado del gentío se detuvo, miró a su alrededor y dijo:
—Creo que lo mejor será que nos sentemos aquí.
Y tenía razón, «lo mejor» era que nos sentáramos allí.
 No participaba en los hurtos, faltaría más. Al contrario, el desvalijado era él: se lo habían quitado todo. Cuando me lo encontré en el puente tras el asedio, él también era un mendigo... Más adelante supe que no le quedaba de su famosa fortuna más que una maleta con ropa. Y su título de ingeniero. Con eso se marchó del país... dicen que a Estados Unidos. Puede que ahora esté trabajando de obrero en una fábrica... no lo sé. Las joyas me las había entregado mucho antes, cuando nos divorciamos... ¿Has visto qué suerte hemos tenido de que se hayan conservado las joyas? No lo digo por eso, sé que ni en sueños piensas en mis joyas... Sólo me ayudas a venderlas porque eres bueno. No me mires así. ¿Ves?, ya me he emocionado. Espera, me seco los
ojos.
¿Qué dices? Sí, está amaneciendo.
 Lo que veía al mirarlo me provocaba escalofríos, los sentía recorriéndome la espalda; me sudaban las palmas de las manos. Porque veía a mi ex marido, ese señor tan distinguido al que conocía desde hacía tantos años, mirándome y sonriendo. No creas que tenía una sonrisa burlona o altiva. No, sonreía amablemente, como quien sonríe al oír un chiste malo, que no hace gracia... pero sonríe porque es una persona educada. Estaba muy pálido, desde luego. Se notaba que él también había pasado un tiempo encerrado en algún refugio subterráneo. Pero su palidez recordaba más bien a la de un enfermo que sale a la calle por primera vez después de varias semanas de convalecencia. Era una palidez ojerosa, se le notaba alrededor de los ojos y en los labios, que parecían haberse quedado sin sangre. Por lo demás, estaba exactamente igual que durante toda su vida... igual que a las diez de la mañana, después de afeitarse. Incluso mejor que antes... Pero es posible que esa impresión la provocara el entorno, del que mi marido destacaba de una forma tan peculiar como si se toma un delicado objeto de museo y se coloca en medio de la sórdida habitación de un proletario.

***
A él no hacía falta lavarle los pies, amor mío, se los lavaba él sólito por las mañanas, en el sótano, puedes estar seguro. No necesitaba ningún consuelo, por ejemplo, que siempre hay esperanza de redención para los seres humanos; no necesitaba pociones mágicas. Seguía firmemente agarrado a lo que era el único valor y sentido de su vida, además de su única arma... la cortesía, las buenas maneras y la inaccesibilidad. Era como si por dentro estuviese hecho de cemento. Y esa figura de cemento por dentro y de carne y hueso por fuera que se había encerrado en una armadura inflexible, no se acercó a mí ni un centímetro... El terremoto que había sacudido países enteros, a él no lo había inmutado. Me miraba y yo sentía que él prefería morir antes de pronunciar una sola frase que no empezara por «pienso que» o «creo que»... Si hubiese abierto la boca para preguntarme cómo estaba o si necesitaba algo... cómo no, habría estado dispuesto a quitarse de inmediato el abrigo o el único reloj de pulsera que los rusos no le habían robado... y me lo habría entregado con una sonrisa porque, de todas formas, ya no estaba enfadado conmigo.
 

Ahora escúchame. Voy a decirte algo que nunca le he dicho a nadie. No es verdad que los seres humanos sean todos unos monstruos egoístas. Hay algunos que están dispuestos a ayudar a sus semejantes. Pero lo que los impulsa a echar una mano al prójimo no es la bondad, menos aún la compasión. Creo que el calvo tenía razón cuando un día me dijo que a veces las personas son buenas porque tienen inhibiciones que les impiden actuar con maldad. Eso es lo máximo que una persona puede dar de sí... Y luego están los que son buenos porque son demasiado cobardes para ser malos. Eso dijo el calvo. No se lo había contado a nadie. Pero ahora te lo he contado a ti, a mi único amor. Claro está, no podíamos quedarnos sentados eternamente a los pies de la iglesia excavada en la roca, frente a la entrada de los baños termales. Al cabo de un rato mi marido tosió, se aclaró la voz y dijo que «creía que quizá» lo mejor sería que nos levantáramos y paseáramos un poco más entre las casas en ruinas del monte Gellért... ya que hacía un día tan bonito... Además, «se temía que» en el futuro no tendría muchas ocasiones de hablar conmigo. Quería decir en lo que nos quedaba de vida... No lo dijo así, pero no hizo falta, yo ya sabía de sobra que era la última vez que hablaba con él. Así que empezamos a pasear bajo el sol del final del invierno por las calles de suaves pendientes del monte Gellért, entre ruinas y cadáveres. Durante una hora más o menos estuvimos caminando tranquilamente, sin prisas. No sabía lo que estaba pensando mi ex marido mientras paseaba a su lado por última vez en las calles de Buda. Me hablaba con calma, sin sentimentalismo. Le pregunté tímidamente cómo había llegado hasta allí, cómo se las había arreglado en aquel mundo que andaba del revés... Con mucha cortesía respondió que todo estaba bien, teniendo en cuenta las circunstancias.
Con eso quería decir que estaba completamente arruinado y no le quedaba más remedio que marcharse al extranjero para trabajar en lo que pudiera... Al llegar a la esquina de una larga calle, me detuve y le hice otra pregunta... aunque no me atreví a mirarlo a los ojos... le pregunté su opinión sobre lo que a partir de
entonces pasaría en el mundo...
Él también se detuvo, me miró con semblante serio y pensativo. Antes de contestar siempre se quedaba pensando, como si necesitase tomar aliento. Me observó con la cabeza inclinada y una mirada muy solemne, y luego miró hacia las ruinas de la villa que teníamos al lado.
—Me temo que en el mundo hay demasiada gente —concluyó.
Y como si con eso ya hubiese contestado a todas las posibles preguntas venideras, se encaminó hacia el puente.
—Pero... ¿qué pasará con usted?
Es que yo siempre le hablaba de usted... Él siempre me había tuteado, pero yo nunca me atreví. Y él, que nunca cumplía esa estúpida costumbre social que dicta que los señores deben tutearse desde el primer encuentro para demostrarse que pertenecen a la alta sociedad, él, que siempre trataba de usted a todo el mundo... a mí siempre me tuteó. Nunca hablamos de ello, era la norma que regía entre nosotros.
Se quitó las gafas, sacó un pañuelo limpio de su bolsillo interior y limpió con esmero los cristales. Cuando volvió a colocárselas sobre la nariz miró hacia el puente, en el que se movía la interminable hilera de personas, y dijo con calma:
—Me marcho porque estoy de más.

Sus ojos grises me miraron desde el otro lado de los cristales sin pestañear. Pero no lo dijo con soberbia. Hablaba con indiferencia, como un médico. No seguí preguntando, sabía que ni en el potro de tortura habría dicho una palabra más sobre el tema. Volvimos al puente y nos despedimos en silencio. El siguió su camino por la orilla del Danubio hacia el barrio de Krisztina y yo me uní de nuevo a la fila que avanzaba poco a poco hacia el puente. Me volví para mirarlo una vez más. Se alejaba con la cabeza descubierta y el abrigo mpermeable en el brazo, a paso lento pero seguro... como si supiera exactamente adónde se dirigía, es decir, a la nada. Yo sabía que nunca más volvería a verlo. Y cuando sabes que es la última vez en tu vida que ves a alguien, te parece que vas a volverte loco.

 (...) me había perturbado. Porque, aunque nunca había querido a aquel hombre, en aquel momento advertí con aprensión que yo ya no sentía tanta rabia, que ya no le guardaba tanto rencor, como cabría esperar ante un enemigo... Fue un golpe duro, como si hubiera perdido algo muy valioso... ¿Sabes?, en la historia entre dos personas llega un momento en que ya no merece la pena sentir rencor. Y entonces te invade la tristeza.

¿Qué quiso decir? Tal vez que un hombre sólo está vivo mientras tiene un papel
que desempeñar. Luego ya no vive, sólo existe.

Judit le cuenta a su amante -el baterista- sobre su encuentro con Lazar (amigo íntimo de Peter) 


 
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Me estás haciendo chantaje. No soporto que me supliques y a la vez me amenaces... ¿Quieres que te dé esto también? ¿Los anillos, los dólares? ¿Quieres que te lo dé todo? ¿No vas a dejar nada para mí? Si te doy esto también ya no me quedará nada, de verdad. Si un día te vas, me dejarás con las manos vacías.
¿Eso es lo que quieres?
Está bien, te lo contaré. Pero no creas que lo hago porque tú eres el más fuerte. Sólo lo hago porque soy demasiado débil.
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 (...)él se puso a hablar de que la Tierra y el hombre tenían la misma composición... decía que había leído la fórmula en algún sitio y que era más o menos un treinta y cinco por ciento de sólidos y un sesenta y cinco por ciento de líquidos. No me sorprendió su naturalidad. Y a partir de entonces ya no me sorprendía nada cuando estaba con él. Si se hubiera puesto a cantar en medio de la calle desnudo como su madre lo trajo al mundo, igual que un monje loco, tampoco me habría sorprendido. Si lo hubiera visto un día con una larga barba y me hubiera dicho que acababa de venir del monte Sinaí, donde había estado charlando con el Señor todopoderoso, tampoco me habría sorprendido. Si me hubiera pedido que jugáramos al calientamanos o que aprendiese español o que tratase de dominar los secretos del lanzamiento de cuchillos no me habría
sorprendido en absoluto.
Por eso, tampoco me sorprendí al ver que no se presentaba, no me preguntaba mi nombre y tampoco mencionaba a mi ex marido. En la atmósfera irreal de la pastelería se comportaba como si todas las palabras sobraran, como si las personas ya supieran lo más importante aun sin hablar... como si no hubiese nada más aburrido y superfluo que el intento de contarnos quiénes éramos. Me daba a entender que no necesitábamos hablar de cosas que los dos sabíamos muy bien, como la vieja historia de la señora fallecida, o escarbar en el pasado, cuando yo aún era una criada y un día mi marido me mandó a verlo a él, el experto en psicología, para que me observara y determinara si estaba sana o padecía sarna social, o alguna enfermedad por el estilo... Seguimos con nuestro diálogo... como si la vida no fuese más que un único y eterno diálogo entre dos personas que la muerte interrumpe tan sólo un instante, el justo para tomar aliento.
No me preguntó a qué me dedicaba, dónde vivía o con quién estaba... Sólo me preguntó si había comido alguna vez aceitunas rellenas de tomate. Al principio pensé que alguien que preguntaba semejante cosa no estaba en sus cabales. Encendió un cigarrillo y asintió, como si no tuviera nada más que añadir.
Por encima de nuestras cabezas se oía el tic tac de un viejo reloj de péndulo vienés. Yo escuchaba ese sonido rítmico y el ruido sordo de las explosiones lejanas... que parecían el eructo de un animal después de llenarse la panza. Era todo como un sueño, aunque no se trataba de un sueño feliz... y sin embargo, sentía una extraña tranquilidad... que luego siempre me inundaba cuando estaba con él... Pero no lo sé explicar. No era feliz a su lado... Unas veces lo odiaba y otras, me irritaba. Lo que es cierto es que nunca me aburría cuando estaba con él. Nunca me sentía inquieta o impaciente. Era como si estando con él pudiera librarme de los zapatos o del sostén, y quitarme de encima todo lo que me habían obligado a aprender. Simplemente, me sentía tranquila cuando estaba con él. Las semanas siguientes fueron las más duras de la guerra, pero nunca me sentí tan tranquila y satisfecha como entonces.
 
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Con el tono tranquilo que se emplea con las personas trastornadas, le pregunté por qué pensaba que haber probado las aceitunas rellenas de tomate en un pequeño restaurante italiano del Soho, en Londres, iba a mejorar mi futuro inmediato o lejano... Escuchó mi pregunta con la cabeza ligeramente inclinada y la mirada perdida en el infinito, como hacía siempre que reflexionaba.
—Porque la cultura se está acabando —dijo en tono amistoso y paciente—y, con ella, todo lo que la forma. Las aceitunas sólo eran una mínima parte del sabor de la cultura, pero junto a otros muchos pequeños sabores, maravillas y portentos contribuían a formar el asombroso aroma de ese guiso fantástico que llamamos cultura. Y ahora, todo eso se está muriendo . 

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 —dijo Lazar levantando los brazos, con el gesto de un director de orquesta que quisiera atacar el fortissimo de la destrucción—. Se muere aunque las piezas sueltas sobrevivan. Es posible que en un futuro vendan aceitunas rellenas de tomate en algún lado. Pero se habrá extinguido el grupo de los seres humanos que tenían conciencia de una cultura. La gente sólo tendrá conocimientos y no es lo mismo. Sepa que la cultura es experiencia —dijo en tono didáctico, apuntando con un dedo hacia el techo, igual que un cura durante el sermón—. Una experiencia constante, como la luz del sol. Los conocimientos sólo son una carga —añadió, encogiéndose de hombros, y luego concluyó amablemente—: Por eso me alegro de que usted al menos haya probado esas aceitunas. —Y como si el mundo también quisiera poner punto final a lo que estaba diciendo, una explosión cercana hizo temblar las paredes—. La cuenta —dijo en voz alta, como si la descomunal explosión le hubiera recordado que hay otras cosas que hacer en la vida aparte de enterrar a la cultura.

 
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Estábamos en otoño, hacia el final de la guerra. Íbamos paseando por un sendero que atravesaba un bosque y de repente empezó a hablar de las jirafas a voz en grito, y sus palabras resonaron entre los árboles. Lleno de entusiasmo, con palabras sublimes, me explicó la cantidad de proteínas vegetales que necesita la jirafa para vivir, para que pueda crecerle un cuello tan largo con una diminuta cabeza encima, y un tronco enorme, y unas patas larguísimas..., era como si recitara un poema o un himno misterioso. Y parecía que al recitarlo se emborrachaba con el significado de las palabras, con el hecho de vivir en un mundo donde hubiera incluso jirafas. En esos momentos me daba miedo... Me inquietaba cuando hablaba de jirafas o de chinos. Pero al cabo de un tiempo se me pasó el miedo, más bien era como si yo misma me embriagara cuando mehablaba. Cerraba los ojos y escuchaba su voz ronca... no era el contenido de su discurso lo que me interesaba sino aquel delirio peculiar, un éxtasis pudoroso e incontenible que manaba del conjunto de sus palabras, como si el mundo entero fuese una gran ceremonia y él fuese el sacerdote, el derviche que cantando sus salmos a pleno pulmón explica al mundo el rito... o las jirafas, o los chinos, o el sistema numérico de los árabes.

¿Sabes qué más había en todo eso? Había lujuria.
Pero no era la que suelen sentir las personas. Era más bien la lujuria de las plantas, de las trepadoras y de los grandes helechos, o de las jirafas y los serafines. Puede que la lujuria de los escritores sea igual. Me llevó tiempo comprender que él no estaba loco sino que simplemente era muy voluptuoso.
Su voluptuosidad era el mundo, lo excitaba la materia del mundo, la palabra y la carne, la voz y la piedra, todo lo que es tangible, pero en su sentido y en su contenido es a la vez intangible, abstracto. 


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Nunca me cansaba de escuchar sus discursos. Cuando me hablaba sentía el agradable mareo que se siente cuando se escucha música. Pero cuando estaba
callado no lo soportaba, me cansaba enseguida. Porque había que callar con él y
estar atenta a aquello sobre lo que él callaba.
En esos momentos no podía adivinar lo que pensaba. Sólo percibía que cuando, tras una de sus peroratas sobre las jirafas o cualquier otro tema, de pronto se quedaba callado, era cuando empezaba el verdadero sentido de lo que estaba diciendo. Y cuando empezaba a callar, de golpe, tenía la extraña sensación de que se alejaba de mí. Me impresionaba, casi me daba miedo. Era como el personaje del cuento aquel, que tenía una capa de niebla con la que podía volverse invisible... Así desaparecía él en su silencio. Momentos antes estaba conmigo, murmurando con su voz ronca, diciendo palabras incomprensibles... y de pronto desaparecía como si se hubiera marchado muy lejos. No era maleducado. Jamás me sentí ofendida porque no me hablase. Más bien sentía que me honraba al estar dispuesto a callar en mi compañía.


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(...) sobre el papel acabara en manos de bárbaros y traidores. Creía que, en el mundo que se avecinaba, todo lo que un artista pensara, dijera o escribiera... o plasmara en un lienzo o dibujara en un pentagrama... sería falsificado, ensuciado, traicionado.
 
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 ¿Quién es y qué es, al fin y al cabo, un escritor? Un gran don nadie. No tiene ni título, ni rango, ni poder. Un músico negro de jazz que esté de moda gana más dinero, un agente de policía tiene más poder, un funcionario ocupa un rango más alto... y él lo sabía. Una vez me llamó la atención sobre el hecho de que la gente en sociedad ni siquiera sabe cómo dirigirse oficialmente a un escritor... tan don nadie le parece. A veces le erigen una estatua o lo meten en la cárcel. Pero en realidad un escritor, que sólo se dedica a garabatear, no es nada ni nadie para la sociedad. Señor redactor o señor artista, así llaman al escritor. Pero él no era redactor porque no redactaba nada. Ni artista, porque un artista tiene el pelo largo y ve visiones... eso dicen. Pero él era calvo y cuando lo conocí ya no hacía nada. Nadie lo llamaba señor escritor porque, al parecer, un título como ése no tenía sentido. Uno es un señor o un escritor...
 
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 En la eterna y aburrida guerra de los sexos —en la que a pesar de todo nunca nos cansamos de luchar— , llega un momento en que el hombre es el más fuerte porque ya no lo atormenta el deseo como antes, no lo empuja a dar pasos en falso. Ya no es su cuerpo el que manda, es él quien manda en su cuerpo. Y las mujeres se dan cuenta, lo huelen en el aire como los animales salvajes huelen al cazador. Nosotras sólo somos dominantes mientras podemos hacer sufrir a los hombres. Mientras podemos enredarlos con nuestro poder y volverlos locos con nuestro continuo y astuto toma y daca, saciándolos primero y luego poniéndolos a
dieta... y mientras vosotros gritáis, escribís cartas o nos amenazáis, nosotras nos
sentimos tranquilas y satisfechas, porque aún tenemos poder sobre vosotros. Pero cuando un hombre empieza a envejecer se convierte en el más fuerte. Sí, es verdad, no dura mucho... porque una cosa es un hombre de mediana edad y otra un viejo decrépito y chocho. Cuando llega la auténtica vejez, los hombres se vuelven como niños y empiezan a necesitar de nuevo a las mujeres.  Él estaba envejeciendo lleno de malicia y de alegría por las desgracias
ajenas. Cuando pensaba en la vejez, sus ojos se iluminaban y brillaban tras los cristales de las gafas, y se volvía a mirarme con expresión complacida. Casi se
frotaba las manos de la satisfacción que le daba ver que yo estaba allí sentada sin causarle el menor sufrimiento porque se estaba haciendo viejo. En esos momentos habría querido golpearlo, arrancarle las gafas de la cara, tirarlas al suelo y pisotearlas... ¿Por qué? Porque sí, por el gusto de verlo gritar. Para que
me sacudiese del brazo o me devolviera el golpe, o... Pero no podía hacer nada
porque él estaba envejeciendo. Y tenía miedo de él.
 
Siempre he creído que entiendo algo de hombres. Creía que estaban compuestos de ocho partes de orgullo y dos partes de otras cosas... Bueno, no te pongas a bufar, tú no tienes que ofenderte, eres la excepción. Pero a los demás creía que los conocía, que sabía hablar su idioma. ¡Porque nueve de cada diez hombres se lo creían cuando yo entornaba los ojos como si los admirara, como si me maravillara de su belleza o de su inteligencia! Querían que les hablara con una vocecita simplona y me restregara contra ellos como una gata en celo, extasiada por su tremenda inteligencia, que naturalmente yo, una pobre muchacha de modestas aptitudes, una flor ingenua y candorosa, no podía comprender en toda su amplitud... Para nosotras es todo un privilegio poder acurrucarnos a los pies de
un hombre genial y poderoso, y escuchar con admiración las maravillas que generosamente nos revela; nosotras, aunque sólo somos unas pequeñas
estúpidas, tenemos su permiso para saber lo inteligente y lo bueno que es en su
trabajo, Porque siempre presumen de ese tipo de cosas.


***
Yo no me atrevía a decir nada. Pero entonces comprendí que lo que veían mis ojos era su agonía. Había basado su vida en la idea de que la razón reina sobre la tierra y se veía obligado a admitir que la razón es débil. Tú no puedes comprenderlo, amor mío, porque eres un artista, uno verdadero, de los que no tienen mucho que ver con la razón, pues no hace mucha falta para tocar la batería... No te enfades, lo que tú haces vale mucho más... Intenta comprenderlo. Él era escritor y durante mucho tiempo había creído en la razón.
Estaba convencido de que la razón era una de las fuerzas que mueven el mundo, como la luz, la electricidad o el magnetismo. Y de que el hombre, con esa fuerza, podía dominar el mundo aunque no tuviera instrumentos precisos, como el protagonista de ese poema griego tan largo cuyo nombre han puesto aquí a una oficina de turismo, ¿te acuerdas? ¿Cómo se llamaba. ..? Ah, sí, Ulises.
Sin instrumentos, sin tecnología, sin números árabes... él pensaba más o menos
así. Y al final tuvo que aceptar que la razón en realidad no vale nada porque los instintos son más fuertes. La cólera es más fuerte que la razón. Y cuando la cólera tiene la tecnología en sus manos le importa un pimiento la razón. Entonces, la cólera y la tecnología se lanzan juntas a un baile absurdo y salvaje. Por eso ya no esperaba nada de las palabras. No creía que las palabras ordenadas de manera racional pudieran ayudar al mundo y a las personas. Y es verdad, hoy día las palabras están totalmente deformadas... incluso las palabras sencillas, las que nosotros estamos usando ahora para hablar. Se han vuelto inútiles, como los monumentos... se han convertido en ruido... su sonido se ha distorsionado, como cuando las gritan a través de un altavoz. Ya no creía en las palabras... pero seguía amándolas, las paladeaba, las saboreaba. Se emborrachaba cada noche en la ciudad a oscuras con el sonido de alguna que otra palabra húngara... las saboreaba como tú bebías la otra noche el Gran Napoleón al que te invitó el traficante sudamericano.
 
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(De La mujer justa -1949-novela, 
Editorial Salamandra, 2005)
 
 
Sándor Márai  

(Traducción del húngaro: Agnes Csomos 


Sándor  Márai nació el año 1900 en Kassa, Una pequeña ciudad húngara que hoy per­tenece a Eslovaquia. Pasó un período de exilio voluntario en Alemania y Francia durante el régimen de Horthy en los años Veinte, hasta que abandonó definitivamen­te su país en 1948 con la llegada del régimen comunista y emigró a los Estados Unidos. La subsiguiente prohibición de su obra en Hungría hizo caer en el olvido a quien en ese momento estaba considerado uno de los escritores más importantes de la literatura centroeuropea. Así, habría que esperar va­rios decenios, hasta el ocaso del comunis­mo, para que este extraordinario escritor fuese redescubierto en su país y en el mun­do entero. Sándor Márai se quitó la vida en 1989 en San Diego, California, pocos meses antes de la caída del muro de Berlín.

 


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