(APERTURA)
Los
escalones para subir son treinta y seis, de piedra, y el anciano los sube despacio, circunspecto, casi
como si fuera recogiéndolos uno a uno para conducirlos hasta el primer piso: él
es un pastor; ellos, sus tranquilos animales. Modesto es su nombre. Sirve en
esa casa desde hace cincuenta y nueve años; es, por tanto, su sacerdote.
Al llegar
al último escalón se detiene frente al amplio pasillo que se prolonga sin
sorpresas ante su mirada: a la derecha, las habitaciones cerradas de los
Señores, cinco; a la izquierda, siete ventanas, cerradas con postigos de madera
lacada.Es justo el amanecer.El anciano
se detiene porque tiene una enumeración personal que debe actualizar. Lleva la
cuenta de las mañanas que ha inaugurado en esa casa, siempre de la misma
manera. Así que añade otra unidad que se pierde entre los millares. La cuenta
es vertiginosa, pero no está preocupado: oficiar desde siempre el mismo ritual
matutino le parece coherente con su trabajo, respetuoso con sus inclinaciones y
típico de su destino.Después de
pasar la palma de las manos sobre la tela planchada de los pantalones —en los
costados, a la altura de los muslos— adelanta la cabeza casi imperceptiblemente
y pone en movimiento de nuevo sus pasos. Ignora las puertas de los Señores,
pero al llegar a la primera ventana, a la izquierda, se detiene para abrir los
postigos. Lo hace con gestos suaves y exactos. Los repite con cada ventana,
siete veces. Sólo entonces se vuelve, para juzgar la luz del amanecer que entra
en haces a través de los cristales: se sabe todos los matices posibles y por su naturaleza sabe
cómo será el día: puede deducir, a veces,
borrosas promesas. Dado que van a fiarse de él —todo el mundo—, es importante
la opinión que se forme.Sol velado, suave brisa, decide. Así será.
Entonces
recorre de regreso el pasillo, esta vez dedicándose a la pared antes ignorada.
Abre las puertas de los Señores, una tras otra, y en voz alta anuncia el
comienzo del día con una frase que repite cinco veces sin modificar ni el
timbre ni la inflexión.Buenos días. Sol velado, suave brisa.
Luego desaparece.
No existe
hasta que vuelve a aparecer, inmutable, en el salón de los desayunos.Debido a
antiguos acontecimientos sobre cuyos detalles se prefiere por ahora guardar
silencio, la costumbre se cierne sobre ese despertar solemne, que luego se
convierte en festivo y prolongado. Concierne a toda la casa. Nunca antes del
amanecer, esto es taxativo. Esperan la luz y la danza de Modesto en las siete
ventanas. Sólo entonces consideran que ha terminado para ellos la condena de la
cama, la ceguera del dormir y la apuesta de los sueños. Muertos, la voz del
anciano los trae de vuelta a la vida.Entonces
salen en enjambre de las habitaciones, sin ponerse ropa encima, sin pasar
siquiera por el alivio de un poco de agua sobre los ojos, en las manos. Con los
olores del sueño en el pelo y en los dientes, nos cruzamos en los pasillos, en
las escaleras, a la salida de las habitaciones, abrazándonos como exiliados que
regresan a alguna tierra lejana, incrédulos por haber escapado de ese embrujo
que nos parece la noche. Separados por el obligatorio sueño, volvemos a
constituirnos como una familia y desembocamos en la planta baja, en el gran salón de los desayunos como un río subterráneo que ahora
sale a la luz, presagiando el mar. Lo hacemos mayormente riendo.Un mar
aparejado, de hecho, es la mesa puesta de los desayunos; un término que nadie
ha pensado nunca en utilizar en singular, donde sólo un plural puede restituir
la riqueza, la abundancia y la disparatada duración. Es evidente el sentido
pagano de agradecimiento: la calamidad de la que se ha huido, el sueño. Sobre
todas las cosas vela el imperceptible deslizamiento de Modesto y de dos
camareros. En un día normal, ni de Cuaresma ni de fiesta, el fasto ordinario
ofrece tostadas de pan blanco e integral, rizos de mantequilla colocados sobre
la plata, mermelada de nueve frutas, miel y puré de castaña, ocho tipos
de bollos que culminan en un inimitable cruasán,
cuatro pasteles de diferentes colores, una copa de nata montada, fruta de
temporada siempre cortada con geométrica simetría, un despliegue de raros
frutos exóticos, huevos del día presentados en tres tiempos de cocción
diferentes, quesos frescos más un queso inglés llamado Stilton, jamón de granja
en finas lonchas, taquitos de mortadela, consomé
de buey, fruta confitada en vino tinto, galletas de maíz, pastillas digestivas
de anís, cerezas de mazapán, helado de avellana, una taza de chocolate
caliente, pralinés suizos,
regalices, cacahuetes, leche, café.El té es detestado; la manzanilla, reservada a
los enfermos.
Se puede
entender entonces cómo una comida considerada por la mayoría un rápido paso de
la jornada en esa casa es en cambio un complejo e
interminable procedimiento. La práctica cotidiana exige que estén en la mesa
durante horas, hasta limitar con el ámbito del almuerzo, que de hecho en esa
casa nunca se puede hacer, como en una itálica imitación del brunch de más alto rango. Sólo a cuentagotas, de vez en
cuando, algunos se levantan para luego reaparecer en la mesa parcialmente
vestidos, o lavados, las vejigas vaciadas. Pero se trata de detalles que apenas
se pueden percibir. Porque a la gran mesa, todo hay que decirlo, acceden los
visitantes del día, familiares, conocidos, postulantes, proveedores, eventuales
autoridades, hombres y mujeres de la Iglesia: cada uno con su propio tema. Es
praxis de la Familia recibirlos allí, en la corriente del torrencial desayuno,
en una forma de informalidad exhibida que nadie, ni siquiera ellos, sería capaz
de distinguir del súmmum de la arrogancia, que es recibir a la gente en pijama.
La frescura de la mantequilla y el mítico punto de cocción de las tartas
inclinan, de todas formas, a la amabilidad. El champán siempre en hielo, y
ofrecido con generosidad, es suficiente por sí solo para motivar la presencia
de mucha gente.Por eso, no
resulta raro ver alrededor de la mesa de los desayunos a decenas de personas,
de forma simultánea, a pesar de ser sólo cinco en la familia; y en realidad
cuatro, ahora que el Hijo varón está en la Isla.El Padre,
la Madre, la Hija, el Tío.
Temporalmente
en el extranjero, en la Isla, el Hijo varón.
Finalmente
se retiran a sus habitaciones hacia las tres de la tarde, y en media hora salen
de ellas rebosantes de elegancia y de frescura, como todo el mundo reconoce. Las horas
centrales de la tarde las consagramos a los negocios: la fábrica, las granjas,
la casa. Al atardecer, el trabajo solitario —se medita, se inventa, se reza— o
las visitas de cortesía. La cena es tardía y frugal, consumida cada uno a su
aire, sin solemnidad: reside ya bajo el ala de la noche, por lo que tendemos a
despacharla, como un inútil preámbulo. Sin despedirnos, a continuación partimos
hacia la incógnita del sueño, cada uno exorcizándola a su manera.Desde hace
ciento trece años, todo hay que decirlo, en nuestra familia todos han muerto de
noche.Esto lo
explica todo.
En particular,
esa mañana, el tema era la utilidad de los baños en la playa, sobre los que
Monseñor, mientras se metía a paletadas nata montada en la boca, albergaba sus
reservas. Intuía en ello una incógnita moral evidente, sin atreverse, no
obstante, a definirla con exactitud.El Padre, hombre de buen carácter y, en caso
necesario, feroz, estaba ayudándolo a enfocar el asunto.—Si es tan amable, Monseñor, recuérdeme dónde se
habla de ello, concretamente, en el Evangelio.A la
respuesta, evasiva, sirvió como contrapeso el timbre de la entrada, al que todo
el mundo prestó una mesurada atención, tratándose obviamente de la enésima
visita.Se ocupaba
de ello Modesto, quien abrió como siempre y se encontró delante a la Esposa
joven.No era
esperada para ese día, o tal vez sí, pero se habían olvidado.Soy la
Esposa joven, dijo.Usted,
anotó Modesto. Luego miró a su alrededor, sorprendido, porque no era razonable
que hubiera llegado sola, y en cambio no se veía a nadie hasta donde alcanzaba
la vista.Me han
dejado al final del paseo, dije, tenía ganas de contar mis pasos en paz. Y dejé
mi maleta en el suelo.Tenía, tal y como se había acordado, dieciocho
años.La verdad
es que yo no tendría ninguna reserva en mostrarme desnuda en la playa —estaba
indicando la Madre mientras tanto—, dado que siempre he tenido cierta
inclinación por la montaña (muchos de sus silogismos eran realmente
inescrutables). Podría citar por lo menos una docena de personas, proseguía, a
las que he visto desnudas, y no hablo de niños o de viejos moribundos, hacia
quienes siento cierta comprensión de fondo, aunque...Se
interrumpió cuando la Esposa joven entró en la sala,
y lo hizo no tanto porque la Esposa joven hubiera
entrado en la sala, sino porque había sido introducida en la misma por una
alarmante tos de Modesto. Tal vez ya he dicho antes que, en sus cincuenta y
nueve años de servicio, el anciano había puesto a punto un sistema comunicativo
laríngeo que toda la familia había aprendido a descifrar igual que si fuera una
escritura cuneiforme. Sin tener que recurrir a la violencia de las palabras,
una tos —o, en contadas ocasiones, dos, en las formas más articuladas—
acompañaba sus gestos como un sufijo que aclaraba el significado de los mismos.
En la mesa, por poner un ejemplo, no servía ni un solo plato sin acompañarlo
con una aclaración de la epiglotis, a la que confiaba su personalísima opinión.
En esa circunstancia específica, introdujo a la Esposa joven con un siseo
apenas esbozado, lejano. Indicaba, todo el mundo lo sabía, un nivel muy alto de
vigilancia, y ésta es la razón por la que la Madre se interrumpió, cosa que no
solía hacer, ya que anunciarle un invitado, en una situación normal, no era
diferente a servirle agua en su vaso, ya se la bebería luego con calma. Se
interrumpió, por tanto, volviéndose hacia la recién llegada. Reparó en la edad
inmadura de ella y con un automatismo de clase dijo—¡Cariño!
Nadie tenía
ni la menor idea de quién era.
Luego debió
de abrirse una rendija en su mente tradicionalmente desordenada, porque
preguntó
—¿En qué
mes estamos?
Alguien respondió Mayo, el Farmacéutico,
probablemente, a quien el champán hacía insólitamente preciso.
Entonces la Madre volvió a repetir ¡Cariño!, pero
esta vez consciente de lo que estaba diciendo.
Es increíble lo rápido que ha llegado mayo este
año, estaba pensando.
La Esposa joven amagó una reverencia.
Se habían
olvidado, eso era todo. Todas las cosas estaban acordadas, pero desde hacía
tanto tiempo que luego se había perdido una memoria exacta. No debía deducirse de
ello que hubieran cambiado de idea: eso, en todo caso, habría sido demasiado
cansado. Una vez decidido algo, en esa casa no se cambiaba nunca, por razones
obvias de economía de las emociones. Simplemente, el tiempo había pasado con
una velocidad tal que no sintieron la necesidad de llevar la cuenta del mismo,
y ahora la Esposa joven estaba allí, probablemente para llevar a cabo lo que
había sido acordado hacía tiempo, con la aprobación oficial de todo el mundo:
casarse con el Hijo.Resultaba
fastidioso admitir que, ateniéndose a los hechos, el Hijo no estaba allí.No pareció
urgente, de todas formas, detenerse en este detalle, y así todo el mundo se
dedicó sin titubeos a un feliz coro de bienvenida general,
diversamente matizado con sorpresa, alivio y gratitud: esta última por la
marcha de las cosas de la vida, que parecía ajena a las humanas distracciones.Porque
ahora que he empezado a contar esta historia (y esto a pesar de la
desconcertante serie de acontecimientos que me impresionó y que desaconsejaría
embarcarse en una empresa semejante), no puedo evitar esclarecer la geometría
de los hechos, según como voy recordándola poco a poco, anotando por ejemplo
que el Hijo y la Esposa joven se habían conocido cuando ella tenía quince años
y él dieciocho, acabando gradualmente por reconocer, el uno en el otro, un
correctivo suntuoso a las indecisiones del corazón y al aburrimiento de la
juventud. Ahora resulta prematuro explicar por qué singular camino, pero es
importante saber que más bien rápidamente llegaron a la feliz
conclusión de que querían casarse. A sus familias respectivas el asunto les
pareció incomprensible, por motivos que tendré tal vez la forma de clarificar
si las garras de esta tristeza acaban por soltar la presa: pero la personalidad
singular del Hijo, que tarde o temprano tendré fuerzas para describir, y la
nítida determinación de la Esposa joven, para transmitir la cual me gustaría
encontrar la lucidez necesaria, aconsejaron cierta prudencia. Se acordó que era
mejor transigir y se pasó a desatar algunos cabos técnicos, en primer lugar la
no perfecta alineación de sus respectivas posiciones sociales. Cabe recordar
que la Esposa joven era la única hija de un ganadero que podía alardear de
otros cinco hijos varones, mientras que el Hijo pertenecía a una familia que
desde hacía tres generaciones fraguaba sus beneficios en la producción y el
comercio de lanas y tejidos de cierto valor. El dinero no le faltaba ni a una
parte ni a la otra, pero indudablemente eran dineros de especies diferentes,
uno desatado por telares y elegancias antiguas; el otro, a partir de estiércol
y atávicas bregas. El asunto provocó un páramo de timorata indecisión que se
superó más tarde, cuando el Padre anunció de forma solemne que el matrimonio
entre la riqueza agraria y las finanzas industriales representaba el natural
desarrollo de la iniciativa del Norte, trazando una clara vía de transformación
para todo el País. Se deducía de ello la necesidad de superar esquematismos
sociales que a esas alturas pertenecían al pasado. Dado que formalizó el tema
con estos términos exactos, pero lubricando
la secuencia con un par de buenas blasfemias colocadas artísticamente, la argumentación pareció convencer a todo el mundo,
con su mezcla de irreprochable racionalidad e instinto veraz. Decidimos
simplemente esperar a que la Esposa joven llegara a ser un poco menos joven:
había que evitar posibles comparaciones entre un matrimonio tan bien ponderado
y determinadas uniones campesinas, apresuradas y vagamente animales. Esperar,
además de ser de indudable comodidad, nos pareció la certificación de una
actitud moral superior. El clero no tardó en confirmarlo, olvidando aquellas
oportunas blasfemias.Así que iban a casarse.Ya puestos,
y dado que esta noche siento sobre mí cierta ilógica ligereza, quizá inducida
por las luces afligidas de esta habitación que me han prestado, me siento con
ganas de añadir algo sobre lo que ocurrió poco después del anuncio del compromiso,
por iniciativa, sorprendente, del padre de la Esposa joven. Era un hombre
taciturno, tal vez bueno, a su manera, pero también caprichoso, o inopinado,
como si el demasiado trato con algunos animales de trabajo le hubiera
transmitido una carga de inocua imprevisibilidad. Un día comunicó con palabras
descarnadas que había decidido intentar una definitiva apoteosis de sus
negocios emigrando a Argentina, a la conquista de pastos y de mercados, cuyos
detalles había estudiado en su totalidad en las invernales noches de mierda
sitiadas por la niebla. Las personas que lo conocían, vagamente desorientadas,
decidieron que a semejante determinación no debía de ser ajena la frialdad
existente en el lecho conyugal, tal vez una ilusión de juventud tardía,
probablemente una sospecha infantil de horizontes infinitos. Cruzó el océano,
con tres hijos varones, por necesidad, y con la Esposa joven, por consuelo.
Dejó a su esposa y sus otros hijos vigilando la tierra, con la promesa de que
se reunirían con él si las cosas salían bien, cosa que llevó a cabo posteriormente,
transcurrido un año, vendiendo incluso todas sus propiedades en el país y
apostando todo su patrimonio en la mesa de juego de la pampa. Antes de partir,
sin embargo, realizó una visita al Padre del Hijo y le confirmó por su honor
que la Esposa joven se presentaría con el pistoletazo de su decimoctavo año
para cumplir con la promesa de matrimonio. Los dos hombres se estrecharon la
mano, en lo que en aquellos lares constituía un gesto sagrado.En cuanto a
los dos prometidos, se despidieron aparentemente tranquilos y secretamente desorientados:
tenían, debo decir, buenas razones para estar de
una forma y otra.Una vez que
los granjeros hubieron zarpado, el Padre pasó unos días en un silencio inusual
para él, dejando de lado prácticas y costumbres que consideraba
imprescindibles. Algunas de sus decisiones más inolvidadas habían nacido en
similares suspensiones de la presencia, por lo que toda la Familia estaba
resignada a grandes novedades cuando por fin el Padre habló breve, pero
clarísimamente. Dijo que cada uno tenía su propia Argentina, y que para ellos,
líderes de la industria textil, Argentina se llamaba Inglaterra. Hacía algún
tiempo que, de hecho, observaba ciertas fábricas del otro lado del canal de la
Mancha que optimizaban de manera sorprendente su línea de producción: entre
líneas, se intuían beneficios que a uno le provocaban mareos. Hay que ir a ver,
dijo el Padre, y posiblemente copiar. Luego se volvió hacia el Hijo.Irás tú,
ahora que has sentado la cabeza, le dijo haciendo un poco de trampa en los
términos de la cuestión.Así que el
Hijo partió, feliz incluso de hacerlo, con la misión de estudiar los secretos
ingleses y traer de vuelta lo mejor, para la futura prosperidad de la Familia.
Nadie se esperaba que volviera en el plazo de unas pocas semanas; y luego nadie
se percató de que no volvía, ni siquiera en el plazo de algunos meses. Pero
eran así: ignoraban la sucesión de los días, porque su objetivo
era vivir uno solo, perfecto, repetido hasta el infinito:
por tanto, el tiempo era para ellos un fenómeno
de lábiles contornos que resonaba en sus vidas igual que una lengua extranjera.Todas las
mañanas, desde Inglaterra, el Hijo nos enviaba un telegrama con un texto
inmutable: Todo bien. Se estaba refiriendo, por supuesto, a la insidia
de la noche. Era la única noticia que en casa queríamos saber de verdad:
además, nos hubiera resultado demasiado cansado dudar de que el Hijo podía
hacer otra cosa, en esa ausencia prolongada, que cumplir con su deber,
sazonado a lo sumo por alguna leve y envidiable
desviación. Evidentemente, las fábricas inglesas eran numerosas y merecían un
análisis en profundidad. Dejamos de esperarlo: total, ya volvería.Pero volvió antes la Esposa joven.
Deja que te mire, dijo la Madre, radiante, una
vez que se hubo recolocado la mesa.
Todo el mundo la miró.
Se percataban de un matiz que no sabrían
determinar.
Lo dijo el
Tío, despertándose del sueño que estaba durmiendo desde hacía largo rato,
echado en una butaca, una copa de champán, llena hasta el borde, aferrada entre
los dedos.Usted debe
de haber bailado mucho, señorita, por allí. Me alegro.Luego bebió
un sorbo de champán y volvió a dormirse.La del Tío
era una figura agradecida en la familia, e insustituible. Un misterioso
síndrome, del que era el único enfermo conocido, lo mantenía atrincherado en un
sueño perenne del que salía, con brevísimos intervalos, con el único fin de
participar en la conversación con una puntualidad a la que todos nos habíamos
acostumbrado ya a considerar obvia y que, por el contrario, era, evidentemente,
ilógica. Había algo en él que era capaz de aprehender, incluso en sueños, todos
los sucesos y todas las palabras. Es más, ese provenir de otra parte parecía a
menudo conferirle tal lucidez, o tal ojo singular sobre las cosas, que dotaba a
sus despertares y a sus relativas apreciaciones de una resonancia casi
oracular, profética. Aquello nos tranquilizaba mucho, porque sabíamos que
podíamos contar en todo momento con la provisión de una mente hasta tal punto
descansada que podía desatar como por arte de magia cualquier nudo que se
presentara en el razonamiento doméstico o en el vivir cotidiano. No nos
molestaba, por otro lado, el asombro de los extraños frente a esas hazañas
singulares, detalle que confería a nuestra casa una razón más para hacerla
atractiva. De regreso con sus familias, los invitados a menudo llevaban consigo
el legendario recuerdo de ese hombre que podía, mientras estaba dormido,
quedarse detenido en acciones incluso complejas, entre las que sujetar una copa
de champán llena hasta el borde no era más que un pálido ejemplo. Podía, en
sueños, afeitarse, y no pocas veces se le había visto tocar el piano mientras
dormía, si bien marcando los tiempos levemente ralentizados. No faltaban
quienes decían que lo habían visto jugar al tenis completamente dormido: parece
que despabilaba sólo para los cambios de campo. Refiero todo esto para que
conste, pero también porque hoy me ha parecido vislumbrar una coherencia en
todo lo que me está ocurriendo, y por eso mismo hace unas horas que me resulta
sencillo oír sonidos que, de lo contrario, presa de las garras del extravío, se
convierten en inaudibles: por ejemplo, el tintineo de la vida, a menudo, sobre la mesa de mármol
del tiempo, como perlas dejadas caer. El ser gracioso de los seres vivos; esta
particular ocurrencia.Eso es, sí,
debe de haber bailado mucho, confirmó la Madre, yo no sabría decirlo mejor, y
además a mí nunca me han gustado los pasteles de fruta (muchos de sus
silogismos eran realmente inescrutables).¿Tangos?,
preguntó turbado el notario Bertini, para quien pronunciar la palabra Tango
ya era de por sí algo sexual.¿Tangos?
¿Argentina? ¿Con ese clima?, preguntó la Madre, pero no se sabía a quién.Puedo asegurarle que el tango es de origen
claramente argentino, pespunteó el notario.Entonces se oyó la voz de la Esposa joven.Viví tres
años en la pampa. Nuestro vecino estaba a dos días a caballo. Un sacerdote nos
traía una vez al mes la Eucaristía. Una vez al año nos íbamos de viaje a Buenos
Aires, con la idea de asistir al estreno del Festival de la Ópera. Pero nunca
llegamos a tiempo. Siempre estaba mucho más lejos de lo que pensábamos.Decididamente, poco práctico, observó la Madre.
¿Cómo pensaba tu padre encontrar así un marido para ti?Alguien le comentó que la Esposa joven era la
prometida del Hijo.Es obvio, ¿usted cree que no lo sé? Planteaba una
observación general.Pero es verdad, dijo la Esposa joven, allí bailan
el tango. Es hermosísimo, dijo.Se sintió
esa misteriosa oscilación del espacio que anunciaba siempre los imponderables
despertares del Tío.El tango le
proporciona un pasado a quien no lo tiene y un futuro a quien no lo espera.
Luego volvió a dormirse.Mientras, la Hija miraba, silenciosa, desde su
silla al lado del Padre.Tenía la
misma edad que la Esposa joven, una edad, permítaseme el inciso, que no tengo
desde hace un montón de años. (Ahora, al volver a pensarlo, tan sólo veo una
gran confusión, pero también algo que me parece interesante, el derroche de una
belleza inaudita e inutilizada. Lo que por otra parte me lleva de nuevo a la
historia que pretendo relatar, aunque sólo sea para salvar mi vida, pero
seguramente también por la sencilla razón de que hacerlo es mi trabajo). La
Hija, decía. Había heredado de la Madre una belleza que en aquellos lares
sonaba aristocrática: porque a las mujeres de esa tierra se reservaban
limitados fogonazos de esplendor —la forma de los ojos, dos piernas afortunadas,
el negro azabache del pelo—, pero nunca esa perfección completa y rotunda
—fruto aparente de mejoras seculares aportadas en la sucesión de infinitas
generaciones— que la Madre aún conservaba y que ella, la Hija, replicaba
milagrosamente, bajo el oropel, por si fuera poco, de la edad feliz. Y hasta
ahí, todo bien. Pero la verdad se hace evidente cuando salgo de mi elegante
inmovilidad y me muevo, desplazando irremediables cuotas de infelicidad, por el
inmodificable hecho de ser inválida. Un accidente, tendría algo así como ocho
años. Un carro que se escapa de las manos, un caballo desbocado de repente, en
una calle estrecha entre las casas, en la ciudad. Los médicos venidos desde el
extranjero, insignes, hicieron el resto, ni siquiera fue por incompetencia: por
mala suerte, quizá, aunque en cualquier caso de una forma complicada y
dolorosa. Ahora camino arrastrando una pierna, la derecha, que si bien fue
diseñada a la perfección, está provista de un peso razonable y carente de la
más mínima idea de cómo armonizarse con el resto del cuerpo. El pie posa grave
y un poco muerto. Tampoco el brazo es normal, parece capaz solamente de tres
posiciones, y tampoco resultan demasiado elegantes. Se diría que es un brazo
mecánico. Así, ver cómo me levanto de una silla y salir a mi encuentro, para un
saludo, o un gesto de cortesía, supone una experiencia extraña, de la que el
término desilusión puede ofrecer una pálida idea. Hermosa más allá de las
palabras, me desplomo ante el mínimo andar, convirtiendo en un instante toda la
admiración en piedad y todo el deseo en desazón.Es algo que sé. Pero no me siento inclinada a la
tristeza, ni tengo talento para el dolor.Mientras la
conversación se había trasladado hasta la tardía floración de los cerezos, la
Esposa joven se acercó a la Hija y se inclinó para besarla en las mejillas.
Ella no se levantó porque en ese momento quería ser hermosa. Hablaron en voz baja, como si fueran viejas amigas, o tal vez por el repentino deseo de
serlo. Instintivamente, la Hija se dio cuenta de que la Esposa joven había
aprendido la distancia, y que nunca iba a abandonarla, habiéndola elegido como
su forma particular e inimitable de elegancia. Será ingenua y misteriosa,
siempre, pensó. Van a adorarla.Luego,
cuando ya retiraban las primeras botellas vacías de champán, la conversación
tuvo un instante de suspensión colectiva, casi mágica, y en ese silencio la
Esposa joven preguntó de una bonita manera si podía hacer una pregunta.Pues claro que sí, cariño.¿El Hijo no está aquí?¿El Hijo?,
soltó la Madre a fin de darle tiempo al Tío para salir de su otro lugar y echar
una mano, pero dado que no sucedía nada, ¡Ah, el Hijo, claro!, prosiguió, el
Hijo, obviamente, mi Hijo, por supuesto, es una buena pregunta. Luego se volvió
hacia el Padre. ¿Querido?En
Inglaterra, dijo el Padre con absoluta serenidad. ¿Tiene usted idea de lo que
es Inglaterra, señorita?Creo que sí.Eso es. El Hijo está en Inglaterra. Aunque de
forma provisional, por descontado.¿Quiere decir que va a volver?Sin duda alguna, en cuanto lo llamemos.¿Y van a llamarlo?Ciertamente es algo que tendríamos que hacer lo
antes posible.Hoy mismo, delimitó la Madre, empleando una
sonrisa que guardaba para las grandes ocasiones.Así, por la
tarde —y no antes de finalizar la liturgia del desayuno— el Padre se sentó en
su escritorio y aceptó tomar nota de lo que había sucedido. Lo hacía, por lo
general, con cierto retraso —me refiero a tomar nota de los hechos de la vida,
y en particular de los que suponían cierto desorden—, pero no quisiera yo que
esto se interpretara como una forma de entorpecida ineficiencia. Era, en
realidad, una lúcida cautela de orden médico. Como todo el mundo sabía, el
Padre había nacido con eso que a él le gustaba definir como «una inexactitud del
corazón», expresión que no debe ser situada en un contexto sentimental: algo
irreparable se había astillado en su músculo cardíaco, cuando aún era una
hipótesis en construcción en el seno de su madre, de manera que nació con un
corazón de cristal, al que primero los médicos y luego, a continuación, él
mismo se habían resignado. No tenía cura, salvo una aproximación prudente, y
ralentizada, al mundo. Según los manuales, un sobresalto particular, o un
desasosiego sin preparación, se lo llevarían por delante en el mismo instante.
El Padre, de todas formas, sabía por experiencia que no había que tomarlo tan
al pie de la letra. Comprendió que estaba de prestado en la vida, y de ello
había derivado un hábito de la cautela, una inclinación hacia el orden y la confusa
certeza de habitar un destino especial. A esto hay que remitir su buen carácter
natural y su ocasional fiereza. Deseo añadir que no le tenía miedo a la muerte:
tenía con ella el grado suficiente de confianza, si no de intimidad, como para saber con certeza que la sentiría llegar a tiempo para hacer buen uso de
ella.Así que,
ese día, no se dio una prisa particular en tomar nota de la llegada de la
Esposa joven. En cualquier caso, una vez liquidados los deberes de costumbre,
no rehuyó la tarea que le aguardaba: se inclinó sobre el escritorio y sin
titubeos redactó el texto del telegrama, concibiéndolo con respeto a
elementales exigencias de economía y con el propósito de alcanzar la
irrefutable claridad que se hacía necesaria. Contenía estas palabras:Regresada
Esposa joven. Apresurarse.La Madre,
por su parte, decidió que no había ni siquiera que discutir: no teniendo un
hogar propio y, en cierto sentido, tampoco una familia en tanto en cuanto todas
sus posesiones y parientes se habían trasladado a Sudamérica, la Esposa joven
se quedaría esperando allí en su casa. Dado que Monseñor no pareció presentar
ninguna objeción moral, dada la ausencia del Hijo bajo el techo familiar, se le
pidió a Modesto que preparara la habitación de invitados, de la que todos, por
otra parte, bien poco sabían, puesto que nunca invitaban a nadie. Estaban
moderadamente seguros de que existía, de todos modos. La última vez estaba ahí.No será necesaria ninguna habitación de
invitados, ella dormirá conmigo, dijo la Hija tranquilamente. Lo dijo sentada,
y cuando estaba así su belleza era de las que no admitían objeciones.Eso si es de su agrado, naturalmente, añadió la
Hija, buscando la mirada de la Esposa joven.Lo es, dijo la Esposa joven.Así entró a
formar parte de la Casa, donde ella se había imaginado entrar como esposa
y, en cambio, se encontraba ahora siendo hermana, hija, invitada, presencia
bienvenida, decoración. Le resultó natural hacerlo y rápido aprender modos y
tiempos de un vivir que desconocía. Captaba su rareza, pero escasas veces
alcanzaba a sospechar su absurdidad. Unos días después de su llegada, Modesto se
le acercó y respetuosamente le dio a entender que si sentía la necesidad de
alguna aclaración, para él sería un privilegio poder orientarla.¿Hay reglas
que se me hayan escapado?, preguntó la Esposa joven.Si me lo
permite, le destacaría únicamente cuatro, aunque sólo sea por no poner
demasiada carne en el asador, dijo él.De acuerdo.Aquí se teme a la noche, de esto me imagino que
ya habrá sido informada.Sí, claro. Pensaba que era una leyenda, pero me
he dado cuenta de que no lo es.En efecto. Y ésta es la primera.Temer a la noche.Respetarla, digamos.Respetarla.Exacto. En segundo lugar: la infelicidad no es
bienvenida.¿Ah, no?No me malinterprete, este asunto tiene que ser entendido
convenientemente enmarcado.¿Eso qué quiere decir?La Familia
ha acumulado a lo largo de tres generaciones una considerable fortuna y si se
le ocurre preguntarse cómo se ha llegado a semejante resultado me permito
sugerirle la respuesta: talento, valentía, maldad, errores afortunados y un
profundo, coherente e indefectible sentido de la economía. Cuando hablo de
economía no sólo hablo de dinero. Esta familia no desperdicia nada. ¿Me sigue?Claro.Verá, aquí
se tiene propensión a creer que la infelicidad es una pérdida de tiempo y, en
consecuencia, una forma de lujo que, durante cierto número de años, nadie puede
permitirse aún. Tal vez en un futuro. Pero, por ahora, en ninguna circunstancia
de la vida, por muy penosa que sea, está permitido robarles a las almas algo
más que un momentáneo desconcierto. La infelicidad roba tiempo a la alegría, y
en la alegría se construye la prosperidad. Si lo piensa por un momento, es muy
sencillo.¿Puedo formular una objeción?Por favor.Si son tan maniáticos con la economía, ¿qué pasa
con esos desayunos?No son desayunos, son ritos de agradecimiento.Ah.Y, además,
yo he hablado de sentido de la economía, no de avaricia, característica ésta
completamente ajena a la familia.Entiendo.Estoy seguro de ello, son matices que usted sin
duda es capaz de captar.Gracias.Habría una tercera regla sobre la que quisiera
llamar su atención, si puedo seguir abusando de su disponibilidad.Abuse usted. Si por mí fuera, estaría
escuchándole durante horas.¿Lee libros?Sí.No lo haga.¿No?¿Usted ve libros en esta casa?No, en efecto, ahora que lo menciona, no.Pues eso es. No hay libros.¿Por qué?En la Familia existe una gran confianza en las
cosas, en la gente y en sí mismos. No se ve la necesidad de recurrir a
paliativos.No estoy segura de entenderle.En la vida
ya hay de todo, siempre y cuando se mantenga uno a la escucha, y loslibros
distraen innecesariamente de esa tarea, a la que todos, en esta familia, se
atienen con tal dedicación que un hombre absorto en la lectura, en estas
habitaciones, no dejaría de aparecer como un desertor.Sorprendente.Discutible,
podríamos decir incluso. Pero considero oportuno señalárselo, puesto que se
trata de una norma tácita que en esta casa se interpreta con mucho rigor.
¿Puedo hacerle una modesta confesión?Sería un honor.Me encanta
leer, así que tengo un libro escondido, en mi cuarto, y le dedico un poco de
tiempo, antes de dormirme. Pero nunca más de uno. En cuanto lo termino, lo
destruyo. No pretendo sugerirle que haga lo mismo, sólo quiero que entienda la
seriedad de la situación.Creo que lo
he entendido, sí.Está bien.¿Había una cuarta regla?Sí, pero es poco más que una obviedad.Diga.Como sabe, el Padre tiene una inexactitud en el
corazón.Claro.No se espere de él distracciones de un genérico o
necesario sosiego. Ni las pretenda, naturalmente.Naturalmente. ¿Corre de verdad el peligro de
morir en cualquier momento, como se dice?Me temo que sí. Pero debe tener en cuenta que
durante las horas del día no corre prácticamente peligro alguno.Ah, ya.Bien. Creo
que es todo por ahora. No, hay una cosa más.Modesto
titubeó. Se estaba preguntando si era necesario proceder a la alfabetización de
la Esposa joven, o si se trataba de un esfuerzo inútil, cuando no incluso algo
imprudente. Permaneció un rato en silencio, y luego tosió dos veces seguidas,
con una tos más bien seca.¿Cree usted que podrá memorizar lo que acaba
de oír?¿La tos?No es tos, es una advertencia. Tenga la bondad de
considerarla un sistema respetuoso mío para ponerla en guardia, si fuera
necesario, ante posibles errores.Permítame que la escuche de nuevo...Modesto reprodujo una réplica exacta del mensaje
laríngeo.Dos toses secas, seguidas, lo entiendo. Ir con
cuidado.Exactamente.¿Hay muchas otras?Muchas más de las que estoy dispuesto a revelarle
antes de la boda, señorita.Es justo.Ahora tengo que marcharme.Me ha sido de gran utilidad, Modesto.Era lo que esperaba ser capaz de hacer.¿Puedo pagar mi deuda de alguna manera?El anciano
levantó la mirada hacia ella. Por un momento, se sintió capaz de formular una
de esas peticiones infantiles que sin titubeos le habían asomado a la mente,
pero luego se acordó de hasta qué punto las distancias medían la humildad y la
grandeza de su oficio, por lo que bajó la mirada y, esbozando una reverencia
casi imperceptible, se limitó a decir que sin duda no faltaría ocasión para
ello. Se alejó dando unos primeros pasos hacia atrás y luego girando sobre sí
mismo como si una ráfaga de viento, y no una elección suya irrespetuosa,
hubiera decidido por él, técnica en la que era incomparable maestro.
(Del libro: La esposa joven, Anagrama, 2015) Alessandro Baricco
Alessandro
Baricco (Turín, Italia, 1958), además de numerosos ensayos y artículos, es
autor de las novelas Tierras de cristal (Premio Selezione Campiello y
Prix Médicis Étranger), Océano mar (Premio Viareggio), Seda, City,
Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, Tres
veces al amanecer y La Esposa joven, publicadas en Anagrama, al
igual que la majestuosa reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo
teatral Novecento y los ensayos Next. Sobre la globalización y el
mundo que viene,Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación y The Game.
Dirige, además, la Scuola Holden de Turín.
(Del libro: La esposa joven,
Alessandro
Baricco (Turín, Italia, 1958), además de numerosos ensayos y artículos, es
autor de las novelas Tierras de cristal (Premio Selezione Campiello y
Prix Médicis Étranger), Océano mar (Premio Viareggio), Seda, City,
Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, Tres
veces al amanecer y La Esposa joven, publicadas en Anagrama, al
igual que la majestuosa reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo
teatral Novecento y los ensayos Next. Sobre la globalización y el
mundo que viene,Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación y The Game.
Dirige, además, la Scuola Holden de Turín.
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