domingo, 1 de agosto de 2021

ESFERAS I----BURBUJAS (Extractos)





















“Donde quiera que estés, estás en una esfera de la que no puedes caerte”.

Introducción:
Los aliados o:  la comuna exhalada
           
      Entusiasmado con su regalo, el niño, en el balcón, sigue con su mirada las burbujas de jabón que sopla hacia el cielo a través de la pipilla o pompero que coloca ante su boca. Ora brota un tropel de pompas subiendo a lo alto, caóticamente alegre como una proyec­ción de canicas de irisaciones azules; ora, en otro intento, se despe­ga del pompero, tembloroso, como lleno de una vida asustadiza, un gran globo ovalado que transporta la brisa y avanza flotando abajo, hacia la calle. Le sigue la esperanza del niño fascinado. Él mismo vuela con su maravillosa pompa hacia fuera, en el espacio, como si por unos segundos su destino dependiera del de esa conformación nerviosa. Cuando, tras un vuelo trémulo y dilatado, la burbuja esta­lla por fin, el artista de pompas jabonosas del balcón emite un so­nido que tanto es un lamento como un grito de alegría. Durante el lapso de vida de la burbuja su creador estuvo fuera de sí, como si la consistencia de la pompa hubiera dependido de que permaneciera envuelta en una atención que volara afuera con ella. Cualquier fal­ta de acompañamiento, cualquier descuido en compartir la espe­ranza y agitación hubiera condenado a ese objeto tornasolado a ma­lograrse prematuramente. Pero, aunque arropado por el cobijo entusiasta de su creador pudo planear por el espacio un momento milagroso, al final tuvo que disiparse en nada. En el lugar en que es­talló la pompa quedó sola y estancada por un instante el alma del soplador, salida del cuerpo, como si hubiera emprendido una ex­pedición y hubiera perdido a mitad de camino al compañero. Pero la melancolía dura sólo un segundo, después vuelve la alegría del juego con su cruel sucesión de siempre. ¿Qué son las esperanzas frustradas sino ocasiones para nuevos intentos? El juego prosigue incansable, vuelven a flotar las pompas desde lo alto y de nuevo se­cunda el soplador sus obras de arte con atenta alegría durante su vuelo por el delicado espacio. En el punto culmen del evento, cuan­do el soplador está embebido en sus globos como en un prodigio llevado a cabo por él mismo, no amenaza a las borboteantes y hui­dizas pompas de jabón ningún peligro de sucumbir prematura­mente por falta de acompañamiento extasiado. La atención del pe­queno mago vuela siguiendo su huella en la amplitud del espacio y refuerza con su presencia admirada las finas paredes de esos cuerpos exhalitados. Entre la pompa de jabón y su insuflador reina una solidaridad tal que excluye al resto del mundo. Y según se alejan esas conformaciones tornasoladas, el pequeño artista va liberándo­se una vez y otra de su cuerpo en el balcón para estar completa­mente al lado de los objetos a los que ha dado existencia. Es como si en el éxtasis de la atención la conciencia infantil hubiera salido de su fuente corporal. Si el aire espirado se pierde normalmente sin dejar rastro, adquiere en este caso una sobrevida momentánea en el hálito encerrado en las pompas. Mientras las burbujas se mueven en el espacio su creador está verdaderamente fuera de sí: junto a ellas y en ellas. Su exhálito se ha desprendido de él en las pompas y la bri­sa lo mantiene y transporta; a la vez, el niño está extasiado de sí mis­mo perdiéndose en ese vuelo compartido, ya sin aliento, de su aten­ción a través del espacio animado. Así, la pompa de jabón se convierte para su creador en medium de una sorprendente expan­sión anímica. Juntos existen la burbuja y su exhalador en un campo desplegado por la simpatía de la atención. El niño que sigue su pompa de jabón en el espacio abierto no es un sujeto cartesiano que permanezca en su punto sin dimensión de pensamiento mientras observa un objeto con dimensión en su camino a través del espacio. Admirado, en solidaridad con sus pompas tornasoladas, experi­mentando, el jugador se lanza al espacio abierto y transforma en una esfera animada la zona que hay entre ojo y objeto. Todo él ojo y atención, el rostro del niño se abre al espacio enfrente. Así im- perceptiblemente, mientras está ocupado en su feliz pasatiempo, surge en el jugador una evidencia que perderá más tarde bajo el in­flujo de los esfuerzos escolares: que, a su manera, el espíritu mismo está en el espacio. ¿O habría que decir mejor que lo que en otro tiempo se llamó espíritu significaba desde un principio comunida­des espaciales aladas? A quien comienza una vez haciendo conce­siones a tales sospechas le llega a resultar natural seguir preguntan­do en la dirección trazada: si el niño insufla su aliento en las pom­pas de jabón y permanece fiel a ellas siguiéndolas con su mirada extática, ¿quién ha colocado antes su aliento en ese nino que juega. ¿Quién mantiene la fidelidad a esa joven vida en su éxodo del cuar­to infantil? ¿En qué atenciones, en qué espacios de inhalación per­manecen cobijados los niños cuando su vida avanza, lograda, por ru­tas ascendentes? ¿Quién acompaña a los jóvenes en su camino hacia fuera, hacia las cosas y su compendio, el mundo fraccionado? ¿Hay siempre alguien cuyo éxtasis sean los niños flotando en el espacio de posibilidad? ¿Y qué sucede con aquellos que no son aliento de nadie? ¿Permanece contenida en un hálito acompañante toda vida cuando surge y se independiza? ¿Es legítima la idea de que todo lo que está ahí y se convierte en tema es preocupación de alguien? De hecho es conocida la necesidad -Schopenhauer la llamo metafísi­ca- de que todo lo que pertenece al mundo o al ente en su totali­dad haya de estar contenido en un hálito como en una especie de sentido indeleble. ¿Puede satisfacerse esa necesidad? ¿Puede justifi­carse? ¿Quién fue el primero en formular la idea de que el mundo en general no es más que la pompa de jabón de un aliento envol­vente? ¿De quién sería ser-fuera-de-sí todo lo que es el caso?
     

     El pensamiento de la edad moderna, que se presentó durante tanto tiempo bajo el ingenuo nombre de Ilustración y bajo el toda­vía más ingenuo lema programático «Progreso», se distingue por una movilidad esencial: siempre que sigue su típico «Adelante» pone en marcha una irrupción del intelecto desde las cavernas de la ilusión humana a lo exterior no-humano. No en vano el giro de la cosmo­logía, llamado copernicano, está al comienzo de la historia moderna del conocimiento y del desengaño. Ese giro significó para los seres humanos del Primer Mundo la pérdida del centro cosmologico y dio lugar, en consecuencia, a una época de progresivas descentrali­zaciones. Desde entonces se acabaron para los habitantes de la tie­rra, los antiguos mortales, todas las ilusiones sobre su situación en el regazo del cosmos, por más que tales ideas parezcan estar aferradas a nosotros como engaños innatos. Con la tesis heliocéntrica de Copérnico comienza una serie de instancias investigadoras dirigidas al exterior, vacío de seres humanos, a las galaxias, inhumanamente lejanas, y a los más espectrales componentes de la materia. Pronto se percibió el nuevo aliento frío de fuera, e incluso algunos de los pioneros del saber revolucionariamente transformado acerca de la situación de la tierra en el universo no callaron su desazón ante la infinitud propuesta; así, el mismo Kepler protesta contra la doctri­na de Bruno del universo infinito diciendo que «precisamente esa idea no sé qué secretos y ocultos sobresaltos trae consigo; en reali­dad, se vaga sin rumbo por esa inmensidad a la que se le niegan lí­mites y punto medio y, por tanto, cualquier lugar fijo». A las eva­siones hacia lo más exterior se siguen invasiones de frío en la esfera interior humana provenientes de los helados mundos cósmicos y técnicos. Desde el inicio de la edad moderna el mundo humano tie­ne que aprender en cada siglo, en cada decenio, en cada año, cada día a aceptar e integrar verdades siempre nuevas sobre un exterior que no concierne al ser humano. Comenzando en las capas sociales ilustradas y siguiendo, progresivamente, en las masas informadas del Primer Mundo, desde el siglo XVII se expande la nueva y rele­vante sensación psico-cosmológica de que los seres humanos no han sido el punto de mira de la evolución, esa diosa indiferente del de­venir. Cualquier mirada a la fábrica terrestre y a los espacios extra-terrestres basta para acrecentar la evidencia de que el ser humano es sobrepasado por todos los lados por exterioridades monstruosas que exhalan hacia él frío estelar y complejidad extrahumana. La vie­ja naturaleza del Homo sapiens no está preparada para esas provoca­ciones del exterior. A fuerza de investigación y toma de conciencia, el ser humano se ha convertido en el idiota del cosmos; se ha con­denado él mismo al exilio y se ha expatriado en lo sinsentido, en lo que no le concierne, en lo que lo ahuyenta de sí, perdiendo su in­memorial cobijo en las burbujas de ilusión entretejidas por él mis­mo. Con ayuda de su inteligencia incansablemente indagadora, el animal abierto derribó el tejado de su vieja casa desde dentro. To­mar parte en la Modernidad significa poner en riesgo sistemas de inmunidad desarrollados evolutivamente. Desde que en los años sesenta del siglo XVI el físico y cosmógrafo inglés Thomas Digges aportó la prueba de que la doctrina bimilenaria de las cubiertas celestes era tan inconsistente físicamente como superflua desde el punto de vista de la economía del pensar, los ciudadanos de la epoca moderna hubieron de acomodarse a una nueva situación en la que, con la ilusión de la posición central de su patria en el universo desapareció también la imagen consoladora de que la tierra estaba envuelta por bóvedas esféricas a modo de cálidos abrigos celestes. Desde entonces seres humanos de la época moderna tuvieron que apren­der a arreglárselas para existir como una pepita sin cascara. La piadosa y despierta manifestación de Pascal: “El silencio eterno de los espacios infinitos me produce espanto”, expresa la confesión íntima de loda la época. Desde que los tiempos se hicieron nuevos de verdad, ser-en-el-mundo significa tener que aferrarse a la corteza terrestre y rogar a la fuerza de gravitación que no te abandone, olvidan­do cualquier idea de regazo y cobijo. No puede ser mera casualidad: desde los años noventa del siglo XV los europeos que saben de qué van las cosas construyen y contemplan, como adeptos de un culto indefinido, imágenes y globos terráqueos como si por medio de la vista de esos fetiches quisieran consolarse de que ya para siempre só­lo podrán existir sobre un globo, nunca más dentro de uno. Mos­traremos que todo lo que hoy se llama globalización proviene del juego con ese globo excéntrico. Friedrich Nietzsche, el formulador magistral de aquellas verdades con las que no se puede convivir pe­ro cuya ignorancia sería contraria a la honradez intelectual, articu­ló definitivamente aquello en lo que, a fuerza de lucidez, ha llega­do a convertirse el mundo en su totalidad para los empresarios modernos: «Un portón a mil desiertos, vacíos y fríos». Vivir en la época moderna significa pagar el precio por la falta de cascarones. El ser humano descascarado desarrolla su psicosis epocal respon­diendo al enfriamiento exterior con técnicas de calentamiento y po­líticas de climatización; o con técnicas de climatización y políticas de calentamiento. Pero una vez que han reventado las burbujas tor­nasoladas de Dios, los cascarones cósmicos, ¿quién va a ser capaz to­davía de crear envolturas protésicas en torno a los que han queda­do a la intemperie?
     

     La humanidad de la era moderna contrarresta la helada cósmi­ca que entra en la esfera humana por las ventanas violentamente abiertas de la Ilustración con un pretendido efecto invernadero: tras la quiebra de los receptáculos celestes, acomete el esfuerzo de compensar su falta de envoltura en el espacio mediante un mundo artificial civilizador. Ese es el horizonte último del titanismo técnico euroamericano. La era moderna aparece a esta luz como la época de un juramento hecho por una desesperanza agresiva; a saber: que, ante la perspectiva de un cielo abierto, frío y mudo, había que conseguir la edificación de la gran casa de la especie y una política global de calentamiento. Son sobre todo las naciones emprendedo­ras del Primer Mundo las que han traducido en un constructivismo agresivo la intranquilidad psicocosmológica advenida. Se blindan contra los horrores de un espacio sin límite, ampliado hasta el infi­nito mediante la construcción, pragmática y utópica al mismo tiem­po de un invernadero universal que les garantice un habitáculo pa­ra la nueva forma moderna de vida al descubierto. De ahí que, en definitiva, mientras más avanza el proceso de globalización, la mi­rada del ser humano al cielo, tanto de día como de noche, se vaya haciendo cada vez más indiferente y distraída; sí, interesarse con pathos existencial por cuestiones cosmológicas se ha convertido casi en un síntoma de ingenuidad. Por contra, lo propio del espíritu de­sarrollado es la certeza de que ya no hay nada más que buscar en el amado cielo. Pues no es hoy la cosmología la que dice a los seres humanos donde están, sino la teoría general de los sistemas de in­munidad. La peculiaridad de la época moderna consiste en que des­pués del giro copernicano dado al mundo, de pronto el sistema de inmunidad Cielo ya no podía emplearse para nada. La Modernidad se caracteriza porque produce técnicamente sus inmunidades y va eligiendo progresivamente sus estructuras de seguridad sacándolas de las tradicionales coberturas teológicas y cosmológicas. La civili­zación altamente tecnológica, el Estado del bienestar, el mercado mundial, la esfera de los media: todos esos grandes proyectos quie­ren imitar en una época descascarada la imaginaria seguridad de esferas que se ha vuelto imposible. Ahora, redes y pólizas de seguros han de ocupar el lugar de los caparazones celestes; la telecomuni­cación debe imitar a lo envolvente. El cuerpo de la humanidad quie­re procurarse un nuevo estado de inmunidad dentro de una piel electrónica-mediática. Puesto que lo omniabarcante y omnicom­prensivo de antes, la bóveda continens celeste, se ha perdido irremi­siblemente, lo ya no abarcado, ya no comprendido, el viejo contentum  tiene que procurarse ello mismo su bienestar en continentes artificiales bajo cúpulas y cielos artificiales. Pero quien ayuda a construir el invernadero global de la civilización cae en paradojas termopolíticas: para que su construcción se lleve a cabo -y esta fan­tasía espacial está en la base del proyecto de globalización-, ingen­tes cantidades de población, tanto en el centro como en la perife­ria, tienen que ser evacuadas de sus viejos cobijos de ilusión regional bien temperada y expuestas a las heladas de la libertad. El cons­tructivismo total exige un precio inexorable. Para conseguir suelo libre para la esfera artificial de recambio, en todas las viejas naciones se dinamitan los restos de creencia en el mundo interior y las fic­ciones de seguridad, en nombre de una ilustración radical del mercado que promete mejor vida, pero que lo que consigue para em­pezar es reducir drásticamente los estándares de inmunidad de los proletarios y de los pueblos periféricos. De pronto, masas desespiritualizadas se encuentran a la intemperie sin que jamás se les haya aclarado correctamente el sentido de su destierro. Decepcionadas, resfriadas y huérfanas se cobijan en sucedáneos de antiguas imáge­nes de mundo mientras éstas parezcan conservar todavía un hálito de la calidez de las viejas ilusiones humanas de circundacion. 


¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte entero? ¿Qué hici­mos cuando desenganchamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos precipitamos constantemente al vacío? ¿Y de espaldas, de lado, hacia delante, hacia todas partes? ¿Hay to­davía un arriba y abajo? ¿No andamos errantes como vagando a través de una nada infinita? ¿No nos absorbe el espacio vacío? ¿No hace mas frío?.
Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia
    
     En estas preguntas aparece el vacío que, en su agitada histeria, pasan por alto los discursos actuales acerca de la globalización. En tiempos descascarados, sin orientación en el espacio, superados por el propio progreso, los modernos tuvieron que convertirse masiva­mente en seres humanos enloquecidos. La civilización tecnica, y en especial sus aceleraciones durante el siglo XX, puede verse como el intento de ahogar en confort al testigo fundamental de Nietzsche, aquel trágico Diógenes. Poniendo a disposición de los individuos alimentos técnicos de una perfección inusitada, el mundo moderno, quiere quitarles de la boca inquietas indagaciones acerca del lugar en el que viven o desde el que se precipitan constantemente al va­cío. Con todo, fue precisamente a la Modernidad existencialista a la que se le revelaron los motivos por los cuales para los seres huma­nos es menos importante saber quiénes son que saber dónde están. Mientras la banalidad sella la inteligencia, los hombres no se inte­resan por su lugar, que parece algo dado; fijan su pensamiento en los fuegos fatuos que les rondan la cabeza en forma de nombres, identidades y negocios. Lo que algunos filósofos contemporáneos han denominado olvido del Ser se manifiesta sobre todo como una actitud de pertinaz ignorancia frente al inhóspito lugar del existir. El plan popular de olvidarse de sí mismo y del Ser se lleva a cabo por medio de un petulante no darse cuenta de la situación ontológica. Esta petulancia mueve hoy todas las formas de proceso acelerado de vida, de desinterés civil y de erotismo anorgánico. A sus agentes los lleva a aferrarse a unidades de cálculo para males menores; los am­biciosos de los últimos tiempos ya no preguntan dónde están con tal de que se les permita siquiera ser alguien. Cuando nosotros, por el contrario, intentamos plantear aquí de nuevo y de modo radical la pregunta sobre el dónde, lo que pretendemos es devolver al pensa­miento contemporáneo su sentido para la localización absoluta y, con ésta, el sentido para el fundamento de la distinción entre lo grande y lo pequeño.
     A la pregunta de inspiración gnóstica ¿dónde estamos cuando esta­mos en el mundo? es posible darle una respuesta actual competente. Estamos en un exterior que sustenta mundos interiores. Con la te­sis de la prioridad del exterior ante los ojos ya no hace falta prose­guir con las ingenuas indagaciones acerca del posicionamiento del hombre en el cosmos. Es demasiado tarde para volvernos a soñar en un lugar bajo caparazones celestes, en cuyo interior fueran permiti­dos sentimientos de orden hogareño. Para los iniciados ha desapa­recido el sentimiento de seguridad dentro del círculo máximo y, con él, el viejo cosmos mismo, acogedor e inmunizante. Quien qui­siera todavía dirigir su vista afuera y hacia arriba se internaría en un ámbito deshabitado y alejado de la tierra para el que no hay con­tornos relevantes. También en lo más pequeño de la materia se han descubierto complejidades en las que somos nosotros los excluidos, los alejados. Por eso tiene hoy más sentido que nunca la indagación de nuestro «dónde», puesto que se dirige al lugar que los hombres crean para tener un sitio donde poder existir como quienes realmente son. Ese lugar recibe aquí el nombre de esfera, en recuerdo de una antigua y venerable tradición. La esfera es la redondez con espesor interior, abierta y repartida, que habitan los seres humanos en la medida en que consiguen convertirse en tales. Como habitar significa siempre ya formar esferas, tanto en lo pequeño como en lo grande, los seres humanos son los seres que erigen mundos redon­dos y cuya mirada se mueve dentro de horizontes. Vivir en esferas significa generar la dimensión que pueda contener seres humanos. Esferas son creaciones espaciales, sistémico-inmunológicamente efec­tivas, para seres estáticos en los que opera el exterior.
Porque no son los vasos llenos de ti los que te hacen estable, ya que, aunque se quiebren, tú no te has de derramar; y si se dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo tú, sino levantándonos a nosotros; ni es es­parciéndote tú, sino recogiéndonos en nosotros.
San Agustín, Confesiones I, capítulo 3
 
     Entre las expresiones valiosas, hoy anticuadas, con las que en su momento la metafísica construyó sutiles puentes entre el cielo y la tierra, hay una que aún sigue acudiendo en ayuda de algunos con­temporáneos -y no sólo artistas y sus imitadores- cuando se en­cuentran en la embarazosa situación de dotar de un nombre respe­table a la fuente de sus ideas y ocurrencias: inspiración. Aunque la palabra parezca de anticuario y antes ocasione al que la usa una son­risa que un elogio, no ha perdido por completo su lustre simbólico. Hasta cierto punto sigue siendo apropiada para señalar el confuso origen heterogéneo y dispar de ideas y obras no atribuibles a la me­ra aplicación de normas ni a la repetición técnica de modelos co­nocidos de búsqueda y hallazgo. Quien apela a la inspiración admi­te que las ideas súbitas son sucesos no-triviales cuya ocurrencia no es posible forzar nunca. Su medium no es su dueño, su receptor no es su productor. Ya sea el genio quien realiza la sugerencia o el azar quien hace que los dados caigan como caen, ya se trate de una rup­tura en el constructo conceptual acostumbrado por la que acceda a conceptos lo hasta ahora no pensado o sea un productivo error el que ocasione lo nuevo: cualesquiera que sean las instancias tomadas en consideración como remitentes de la idea súbita, el destinatario siempre sabe que él o ella, independientemente de cualquier es­fuerzo propio, de alguna manera ha albergado en su pensar a visi­tantes provenientes de otra parte. Inspiración, inhalación, insinua­ción, incursión vertical de una idea, apertura o asomo de lo nuevo: ese concepto designaba en otro tiempo, cuando aún se lo podía uti­lizar sin ironía, el hecho de que una fuerza informadora de natura­leza superior convirtiera una conciencia humana en su tubo o caja de resonancia. El cielo, dirían los metafísicos, sale a escena como in­formador de la tierra y le ofrece signos; algo extraño entra en lo propio por la puerta y se hace oír. Y aunque lo extraño hoy ya no lleve grandes nombres metafísicos -Apolo, Yahvé, Gabriel, Krishna, Xango-, el fenómeno de la ocurrencia repentina no ha desapareci­do por completo de los círculos ilustrados. Incluso en nuestra era posmetafísica, o metafísica también pero de otro modo, quien ex­perimenta tales ocurrencias puede comprenderse como anfitrión y matriz de lo no-propio. Sólo aludiendo a semejantes visitas de lo ex­traño es aún posible en nuestro tiempo articular un concepto con­sistente de lo que pueda significar subjetividad. Hoy esos visitantes súbitos se han vuelto anónimos, sin duda. Aunque uno se extrañe a menudo, siguiendo el chiste, de a qué clase de seres humanos vie­nen las ideas, de su misma llegada repentina no necesita dudar quien conoce el proceso. Allí donde aparecen se toma buena nota de su presencia sin preocuparse más de cerca por su origen. Lo que entra en la imaginación no puede venir de otro sitio más que de al­gún lugar por ahí, de fuera, de un descampado que no tiene por qué ser precisamente un más allá. Ya no se quiere que las ocurren­cias provengan de embarazosos cielos, han de proceder de la tierra de nadie de los pensamientos rigurosos sin dueño. La falta de re­mitente garantiza el uso libre de su regalo. La ocurrencia que te en­trega algo se queda como un discreto visitante a la puerta. No hace de sí misma religión alguna, por cuanto ésta siempre va ligada al culto de un nombre de fundador. Su carácter anónimo, que con ra­zón muchos consideran beneficioso, crea una de las condiciones bá­sicas para que hoy por fin podamos formular en conceptos genera­les la pregunta por la esencia de eso que llamamos medios. Pues ¿qué otra cosa es la teoría de los medios, ejercida lege artis, sino el trabajo conceptual subsiguiente a una visita periódica, bien sea dis­creta o indiscreta? Mensajes, remitentes, canales, lenguas: son los conceptos básicos, malentendidos casi siempre, de una ciencia ge­neral de la visitabilidad de algo por algo en algo. En adelante vamos a mostrar que la teoría de los medios y la teoría de las esferas con­vergen; ésta es una tesis para cuya demostración tres volúmenes no pueden significar demasiado. En las esferas, inspiraciones reparti­das pasan a ser el fundamento de la asociación de seres humanos en comunas y pueblos. En ellas se forma en primer lugar esa fuerte re­lación entre los seres humanos y sus motivos de animación' -y «ani­maciones» son visitas que se quedan—, que sienta las bases de la so­lidaridad. (…)
(Pags.27 a 38).
 
 
Excurso 4


-En el ser-ahí hay una tendencia
esencial a la cercanía”
“La doctrina del lugar existencial” -Heidegger
 
(…)  Los cuatro métodos fundamentales del tratamiento que se le da a la placenta -enterramiento, colgamiento, incineración e in­mersión en el agua- corresponden a los elementos, a los que, como fuerzas de la creación, hay que devolver lo suyo. Entre los pueblos del Norte la ceniza de placenta pasaba por tener un fuerte poder magico. Según una creencia popular que estaba generalizada sobre todo en Francia, cuando, por el contrario, la placenta se arroja en estercoleros, ello produce a la mujer, después de la menopausia cáncer y una muerte desdichada.
     Sean los que hayan sido los procedimientos rituales y cultuales del tratamiento de la placenta: en casi todas las culturas antiguas quedaba fuera de duda la correspondencia íntima entre parto y trasparto. Un trato falto de cuidado del doble placentario del niño se habría entendido en todas ellas como una desatención blasfema in­necesaria. Parece que fue de la medicina helenística de donde par­tieron los primeros impulsos para un desencantamiento de todo el ambito perinatal y donde se produjo, con ello, la profanación de la la conscienda de la placenta, pero tampoco esas tendencias -como muestra el ejemplo de la visión de Hildegard- consiguieron una des-sublimación general de la alianza feto-placenta en las prácticas obstétricas de la Europa poshelenística.
     Sólo desde el siglo XVIII tardío, y partiendo de la esfera cortesa-no-gran-burguesa y sus médicos, se instaura una desvalorización ra­dical de la placenta. A partir de ese momento se normaliza en la li­teratura obstétrica una actitud, marcada por la repugnancia y el embarazo, de las parturientas y de los testigos hacia el macabro ob­jeto que sale «después» de la madre. En un ejercicio epocal de asco, las mujeres burguesas, pero también poetas y padres de la sociedad ilustrada, desaprenden a mantener dispuesto para las secundinae un lugar en el imaginario cultural. Para el íntimo con comienza una era de descalificación absoluta. La placenta se convierte ahora en el ór­gano que no hay. Lo que había sido, en lo oscuro, la instancia de un «haber» primero, se convierte, a la luz, en el algo por antonomasia que no hay, que no existe, que no tiene ser-ahí propio. El segundo más íntimo se convierte en lo incondicionalmente desaparecido, en lo desechado desagradable par excellence. A partir de ese momento, efectivamente, con ocasión de los partos en las clínicas o en casa se populariza en las ciudades la costumbre de tratar a la placenta co­mo desecho. Cada día más, se deshace y se «despreocupa» uno de ella como si se tratara de carroña o de basura; es decir, se destruye como tal. En el siglo XX comienza la industria farmacéutica y cos­mética a interesarse por el tejido placentario, debido a que se lo to­ma en consideración como materia prima para curas y máscaras fa­ciales regenerativas; ese interés desemboca, de paso, en el consenso moderno, más o menos obcecado, de que las clínicas son el lugar correcto para dar a luz; pues ¿dónde, si no en las clínicas, pueden instalarse tales oficinas de recaudación, lugares de almacenamiento? Si las placentas no son aprovechadas farmacéuticamente, puede suceder que, junto con fetos nacidos muertos, se transformen en granulado para ser utilizado como acelerador de combustión en in­cineradoras de basura: así es el nivel actual de la tecnología en la capital alemana tras la unificación, por ejemplo.
     Decir que la placenta ha acabado en los tiempos modernos en la basura, aunque sea en la basura de reciclaje, ya sería ciertamente afirmar demasiado. Porque, en el fondo, el órgano que nos prepa­ra a empezar a contar desde dos, y a llegar hasta aquí desde allí, es algo que realmente no habrá existido jamás oficialmente en el nue­vo mundo de individuos sin compañía. Incluso retroactivamente, al sujeto se lo convierte en un ser aislado y se le acondiciona en su ser prenatal como un primero sin segundo. Sería fácil demostrar que el individualismo moderno sólo pudo entrar en su fase álgida cuando en la segunda mitad del siglo XVIII comenzó la general excomunión clínica y cultural de la placenta. El estamento médico oficial, como si se tratara de una inquisición ginecológica, tomó a su cargo ga­rantizar que la recta creencia en el haber-nacido-solo se anclara fir­memente en todos los discursos y disposiciones de ánimo. El positi­vismo individualista burgués, frente a débiles resistencias del romántico compañerismo anímico, impuso socialmente la radical e imaginaria incomunicación de los individuos en los senos maternos, en las cunas y en la propia piel. Ahora, habiéndoseles robado su se­gundo, todos los individuos se convierten en algo inmediato a las madres y, acto seguido, en algo inmediato a la nación totalitaria, que a través de sus escuelas y ejércitos extiende sus redes sobre los niños solos. Con el establecimiento de la sociedad burguesa co­mienza una época de falsas alternativas, en la que los individuos só­lo parecen enfrentarse a la elección de o bien abandonarse al goce del pecho de la naturaleza o bien, en fusiones colectivas con sus pueblos, lanzarse a aventuras de poder potencialmente mortales. No en vano encuentra uno al maestro pensador del regreso a la ab­sorbente naturaleza y al patético Estado nacional, Jean-Jacques Rousseau, como figura de portal tan cautivadora como grotesca, a la entrada del mundo estructuralmente moderno, individualistamen­te holista. Rousseau fue el inventor del ser humano sin amigo, que sólo podía pensar al otro complementador bien corno madre naturaleza inmediata o bien como inmediata totalidad nacional. Con él comienza la era de los últimos seres humanos, los que no se aver­güenzan de aparecer como productos de su medio y como casos particulares de leyes psicológico-sociales. Por eso desde Rousseau la psicología social es la forma científica del menosprecio por el ser humano.
     

     Cuando, por el contrario, como sucede en la Antigüedad y en las tradiciones populares, se había dejado una plaza abierta para el do­ble del alma, los seres humanos, hasta el umbral de la Modernidad, podían cerciorarse de que no son algo inmediato a las madres ni al­go inmediato a la «sociedad» o al «propio» pueblo, sino que duran­te toda su vida permanecen prioritariamente unidos a un segundo absolutamente interior, al auténtico aliado y genio de su particular existencia. Cuya formulación superior aparece en el mandamiento cristiano de que habría que obedecer a Dios más que a los hombres, esto significa: ningún ser humano es un «caso», ya que cada indivi­duo es un misterio, el misterio de una soledad complementada. En tiempos antiguos el doble placentario también podía encontrar re­fugio con facilidad entre los antepasados y los espíritus de la casa. El medio íntimo arcaico de uno mismo procura al sujeto distancia frente a las dos fuerzas obsesivas primarias tal como se manifiestan modernamente: frente a las madres sin distancia y frente a los co­lectivos totalitarios. Pero cuando, como sucede en la Modernidad más reciente, el espacio-con es anulado y desechado desde el princi­pio, al destruir la placenta, el individuo cae, cada vez más, bajo la in­fluencia de los colectivos maníacos y de las madres totalitarias: o en la depresión, en su ausencia. Desde entonces, el individuo, sobre to­do el masculino, fue empujado a enredarse cada vez más profundamente en la fatal alternativa: o el obstinado aislamiento autista o el dejarse-tragar por comunidades obsesivas -de dos o de muchos-. De camino aparentemente a la liberación personal surge el ser huma­no sin espíritu protector, el individuo sin amuleto, el sí-mismo sin espacio. Si los individuos no consiguen estabilizarse y complemen­tarse ellos mismos mediante técnicas de soledad -como ejercicios musicales o soliloquios por escrito, por ejemplo-, practicadas con éxito, están predestinados a ser absorbidos por colectivos totalitarios. Pues el individuo cuyo doble acabó en la basura tiene siempre motivo para convencerse a sí mismo de que tenía derecho a supervivir sin su con, y no a hacer compañía entre los desechos a su íntimo otro.
     

      Efectivamente: desde que el íntimo con ya no es enterrado en casa, o bajo árboles y rosales, todos los individuos son latentes traidores, que han de negar una culpa sin concepto; con su vida resueltamente propia desmienten que en su ser autónomo, autónomo sin remordimiento alguno, repitan incesantemente la traición a su compañero más íntimo. A veces, cuando se sienten solos, creen des­cubrir una profundidad propia; pero al hacerlo ignoran que tam­bién su soledad sólo es a medias la suya, la mitad más pequeña de una soledad de la que el con desaparecido en la basura ha cargado con la mayor parte. El sujeto solitario moderno no es resultado de su propia elección, sino el producto de descomposición de la dis­gregación amorfa entre parto y pos-parto. A su ser obstinadamente libertario le es inherente el oprobio nunca confesado de que des­cansa sobre la aniquilación del preobjeto más íntimo. Su valor pro­pio más singular se ha obtenido al precio de la ruina del segundo entre los desperdicios. Dado que el aliado desapareció en la basura el sujeto es un yo sin doble: un meteoro independiente, irrepetible. Frente a su ombligo, el individuo liberado no encuentra, en lugar del espacio-con, una apertura a la que pueda dirigirse, sino negocios de distracción y la nada. Si el sujeto se dedicara a eso que en Occi­dente se llama despectivamente «mirarse al ombligo», sólo encon­traría el nudo propio, irreferible a nada. Nunca comprendería que el hilo cortado remite irremisiblemente durante toda la vida, tanto en lo imaginario como en lo psicosonoro, a un espacio -con. Consi­derado desde el punto de vista de su fuente psicodinàmica, el indi­vidualismo moderno es un nihilismo placentario.

        En los modernos rituales urbanos de parto, en los clínicos como en los domésticos, se ha impuesto ampliamente la equivalencia ima­ginaria y práctica entre placenta y nada; fuera de este trend general quedaron sólo pequeños islotes de tradición en los que supervivie­ron, poco considerados, rastros antiguos de psicología generativa y de doctrinas ginecológicas; desde esos islotes se organiza en tiempos más recientes la resistencia contra el positivismo clínico y su sa­ledizo cultural, no en último término en forma de nuevas viejas prácticas obstétricas, en las que, sobre todo, se le vuelve a dar al corte del cordón umbilical una cierta importancia ritual y acento sim­bolico. Cuando ello falta se concibe por regla general el otro polo del cordón umbilical, la placenta, como desperdicio, ser separado del cual no puede tener significado alguno para el sujeto. Se puede suponer incluso que para la mayoría de las madres modernas no hay claridad alguna en expresiones fisiológicas referidas a lo que se separa cuando se cortan cordones umbilicales: sólo domina en ge­neral una vaga idea de que el niño estaría a un lado y la madre al otro. En realidad el feto y su placenta, surgiendo juntos del infra- mundo, están liados uno con otro como Orfeo y Eurídice, y, aunque Eurídice haya de desvanecerse por vis maior, los modi de su separa­ción no son indiferentes. Auxiliares de parto y comadronas han de saber que cuando hacen el corte constitutivo para el sujeto, como causantes adultos de la separación, han de dirigirse al niño, por de­cirlo así, explicándoselo y aclarándoselo. Tienen que entenderse a sí mismos como oficiantes de la cultura, que transmiten el corte co­mo dádiva simbólica originaria, sí, como iniciación en el mundo simbólico como tal.

     

     El corte común y corriente del cordón umbilical es, por su con­tenido dramático, la introducción del niño en la esfera de la clari­dad conformadora del yo. Cortar significa constatar individualidad con el cuchillo. Quien hace el corte es el primer separador en la his­toria del sujeto; con la dádiva del corte transmite al niño el empu­jón a la existencia en los medios externos. El auxiliar del nacimien­to sólo puede, sin embargo, oficiar de separador si él mismo, con perspectiva madura, tiene en cuenta ambos polos de lo que hay que separar. Si Orfeo ha de ser parido o desligado de modo correcto y adulto, también Euridice ha de ser despedida de manera compren­siva y adulta. Poder actuar como adulto con respecto al niño no sig­nifica en el fondo otra cosa que estar en condiciones de hacer la se­paración correcta en el momento correcto. Pero los individuos modernos que ya han crecido en el régimen del nihilismo placentario han perdido su competencia para realizar gestos adultos. Cuando tendrían que hacer la primera separación teniendo en cuenta lo dicho, la mayoría de las veces se refugian infantil-nihilistamente en gestos de un precipitado hacerlo-desaparecer o de un infame quitárselo-de-encima. Actúan como basureros para Euridice. Presurosa, informal e irreflexivamente exterminan la placenta y des­truyen en Orfeo el impulso a la melodía, que surgiría de la libre pre­gunta por la otra parte. La protoescena de la musa se elude en los sujetos mal desligados o paridos de la Modernidad; la libertad para quejarse por el otro perdido desaparece en la insensibilidad e in­formidad. Con ello la cultura ha errado su papel en la primera es­cena del individuo. ¿Cómo podrá saber ya nunca el niño que los án­geles sólo se van para que puedan venir arcángeles?
     

      Naturalmente, también en la época moderna se corta el cordón umbilical según las reglas del arte; también hoy el ombligo muestra en el cuerpo del sujeto el jeroglífico de su drama de individualiza­ción. Pero el ombligo ha perdido su concepto, su melodía, su pre­gunta. El ombligo moderno es un nudo de resignación, y sus pro­pietarios no saben qué hacer con él. No entienden que es la huella de Euridice, el monumento de su retirada y de su naufragio en el infierno. De él procede originariamente todo lo que será entonado y dicho con buena determinación. En el cuerpo simbólicamente vi­vo, él testimonia la posibilidad de separarse de comuniones sanguí­neas para entrar en el mundo del aliento, de las bebidas y de las pa­labras: en una esfera, con ello, que en el mejor de los casos se desplegará un día en grupos de comensales y sociedades reconcilia­das. En la Modernidad casi ni siquiera los poetas saben que el len­guaje pleno es música de separación: hablar significa cantar a través del ombligo. Sólo Rilke parece haber rozado en los últimos tiempos el polo lingüístico profundo: «Sé siempre muerto en Euridice, sube cantando,/ regresa, festejando, arriba, a la envoltura pura» (Sonetos a Orfeo, segunda parte, XIII). Nuestro réquiem por el órgano perdido comienza, pues, con una reclamación de claridad. Pensar el con sig­nifica primero descifrar el jeroglífico de la separación de él, el jero­glífico del ombligo. Si se consiguiera renovar la psicología con me­dios filosóficos, su primer proyecto habría de ser una hermenéutica del ombligo; o por hablar un poco en griego y metafóricamente una omphalodicea. Así como la teodicea era la justificación de Dios frente a lo malogrado del mundo, la omphalodicea es la justificación del lenguaje, que quiere llegar imperturbable al otro, frente al , cordón umbilical partido y su huella en el cuerpo propio.
 
     Entre los pocos autores y autoras que han comentado el ombligo como engrama existencial, merece atención especial la psicoanalista francesa Françoise Dolto con su teoría de la castración umbilical. Dolto ha hecho notar que la adquisición del ombligo significa mucho más que un banal episodio quirúrgico que se produce en una fase temprana, no experimentada, de la vida del ser humano. Al hablar de castración umbilical, subraya la tesis de que el corte del cordón umbilical significa un primer gesto productor de cultura en el cuerpo del niño. Dolto habla del cuerpo del niño co­mo si se tratara de un pasaporte en el que bajo la rúbrica «rasgos dis­tintivos especiales» haya de escribirse: «ombligo castrado». Ese mo­do de expresión se hace más comprensible si se considera que el termino castración es utilizado en la línea francesa del psicoanálisis para designar separaciones, recusaciones y prohibiciones confor- madoras de personalidad. Evidentemente, la expresión está sacada de la teoria del complejo de Edipo, en el que el niño, según la con­cepción ortodoxa del análisis, tiene que aprender -mediante una renuncia bien interiorizada al objeto amoroso prohibido, interior a la familia, sea en primera línea la madre o el padre- a liberarse pa­ra posteriores amantes genitales de la propia generación. Por la cas­tración genital simbólica -esto es, la prohibición del incesto- el fu­turo sujeto genital se separa de su deseo directo y acircunstanciado hacia el primer posible amante cercano. Sólo mediante una castra­ción bien interiorizada aprenden los sujetos genitales -cercenados ahora, por decirlo así, del deseo- a trazar un arco en torno al obje­to de amor prohibido por antonomasia; su libido se encauza extravertida y extrafamiliarmente; se libera de la obsesión fácil pero in­soportablemente inoportuna por el primer objeto de amor que más cerca le queda. Así, la renuncia a lo absolutamente prohibido sería el comienzo de la disponibilidad erótica futura; esa renuncia es la condición previa para que en época más madura los sujetos puedan elegir una no-madre o un no-padre como amante. Pero, aun con­cediendo cierta plausibilidad a este modelo, ciertamente demasiado imple y demasiado optimista, ¿por qué habría de tener ya, también el corte del cordón umbilical un sentido castrador? (…)
 
 
(…) En consecuencia, la expresión «castración umbilical» no sólo designa el acto que produce la desu­nión liberadora entre madre e hijo con el cuchillo o la tijera; vale para el esfuerzo total de convencer al niño de que ha sido una ventaja para él haber nacido. «Castrar» con éxito significaría a este ni­vel. hacer acopio efectivo para toda la vida de buenas experiencias de resonancia con el mundo exterior. En este tesoro preverbal de impresiones primarias que acreditan la accesibilidad del mundo se basa la capacidad de creer en promesas; por lo que normalmente significa, creer es sólo otra palabra para hablar de confianza lin­güística, en la que uno se ha ejercitado prelingüísticamente. Ésta só­lo crece en el invernadero de comuniones bien logradas; quien vive en él se convence continuamente de la ventaja de hablar y de escu­char lo hablado. ¿Quizá el lenguaje pueda adquirir el nivel antropogónico específicamente determinante, sólo porque por doquier articula la fuerza sirénica que nos une a la vida? ¿Qué propaganda mayor de la vida humana que la transmisión de la ventaja de poder hablar, a los que no tienen todavía lenguaje, a los que están en ca­mino a él? Cuando fracasa el trabajo de convencimiento por parte de los hablantes con respecto a los todavía-no-hablantes, se produ­cen en el sujeto abandonado propensiones a la huelga originaria contra el exterior decepcionante y sus signos sordos, fastidiosos, su­pérfluos; los no-saludados, no-seducidos, no-animados se vuelven, digamos que con razón, agnósticos frente al lenguaje y cínicos fren­te a la idea de comunión. No se instalan en absoluto en la casa del ser. Para ellos el lenguaje queda como el prototipo del dinero falso: para ellos no significa comunicación otra cosa que un intento de fal­sificadores de poner en circulación, junto a todos los demás billetes falsos.


 
La plantación negra
Nota sobre árboles de vida y máquinas de animación
... y las hojas del árbol son las medicinas de los pueblos.
Apocalipsis de san Juan 22, 2
 
Los seres humanos son constituidos como individuos mediante un corte de separación, que por regla general no aleja tanto de la madre, pero sí para siempre del gemelo anónimo. Por ello es de es­perar que en el individuo, como resto de sujeto desparejado, des­hermanado, desenraizado, además del ombligo físico se forme tam­bién uno psíquico y simbólico, con mayor exactitud, un campo umbilical en el que queden inscritas las huellas mnémicas de la fase formativa de la suplementación placental. Al parecer, el sujeto en de­venir sólo puede desarrollarse íntegramente como él mismo cuando es posible la referencia al fondo de una vida paralela, íntimamente ligada, de la que fluyan hacia él signos nutricios, protectores, profé­ticos, que le prometan un desarrollo en compenetración y libertad. La ingeniosa idea de Plutarco de narrar las vidas de los grandes grie­gos y romanos en forma de paralelos biográficos encierra también, por ello, más allá de su ingeniosidad historiográfica, un potencial fi­losófico-religioso y psicológico-profundo que queda al descubierto tan pronto como se pone en juego el principio de las bíoi parálleloi, no entre dos vidas humanas análogas, sino entre la vida manifiesta de un individuo y la vida oculta o virtual de su acompañante origi­nario. Bajo innumerables variantes aparece en representaciones po­pulares la idea de que ha de haber para cada individuo un doble es­piritual o una vida paralela mágica, vegetativa, sobre todo árboles de vida como aquellos de los que se habló antes en relación con traba­jos de René Magritte. La plantación de esos árboles se produce por regla general inmediatamente después del nacimiento de un niño, la mayoría de las veces en forma de árboles frutales y no pocas en el lugar donde fueron enterrados el cordón umbilical o la placenta del niño, normalmente en el entorno próximo a la casa natal. También el dicho de Martín Lutero sobre el pequeño manzano que habría que plantar, aunque se supiera que mañana acabaría el mundo, só­lo es comprensible a través de estas ideas de alianza: en cualquier cir­cunstancia el hombre pertenece más estrechamente a su árbol de vi­da que el árbol y el hombre juntos al resto del mundo.
     La mitología del árbol de la vida ofrece la salida más convincen­te y menos extendida del dilema constitutivo de todas las culturas: el de que el doble placentario no puede aparecer ni no aparecer tanto al individuo como a los grupos. Su especial estatus de ser, entre el ocultamiento necesario y la necesaria aparición, le proporciona el oscuro brillo de una (no) cosa protorreligiosa. Si se dejara ver dema­siado acircunstanciado provocaría, concebido como mera cosa-órga­no, una crisis nihilista peligrosa, porque en principio sigue resultan­do insoportable para los seres humanos pensar las condiciones de su integridad existencial desde este grumo de tejido desechado, mien­tras que en el caso de que permaneciera completamente ausente abandonaría al particular al aislamiento individualista. Se podrían clasificar las culturas según su manera de solucionar el problema de la placentofanía prohibida y ofrecida a la vez, sea mediante hipóstasis de la fuerza vital en plantas aliadas o mediante la representación del principio vital en animales específicos, sobre todo en los pájaros anímicos, sea mediante la coordinación de espíritus protectores y dobles espirituales invisibles, que pueden ampliarse, además, a espí­ritus comunales, dioses metropolitanos y genios grupales, todos ellos integradores. La alianza placentofánica con el otro nutricio puede resaltarse también en una forma simbólica viviente, relacionándola con un amuleto eminente o con una figura espiritual relevante, co­mo un gurú o un gran maestro, por ejemplo. Las llamadas religiones son esencialmente sistemas simbólicos que han transformado a los aliados íntimos de los individuos en vigilantes internos.  El caso de la Modernidad permite reconocer, en efecto, que son posibles los climas culturales en los que ya no se puede articular el dilema placentofánico como tal  (aunque latentemente sea mayor que nunca), dado que se presenta a los individuos bien como seres libres que no necesitan sustancialmente complementación o bien como manojos de energías parciales prepersonales, en los que ya no es visible su relación con un  segundo integrador. Las modernas formas de vida autosuplementadoras han conseguido, además, el acceso a medios técnicos, abriendo así un horizonte realmente pos-humano.   (…)
(Pags.348 a 363)
 
(De: Esferas I -Biblioteca de ensayo Siruela, 2017)

Peter Sloterdijk


Peter Sloterdijk. Filósofo alemán (Karlsruhe, 1947). Formado en la órbita de los seguidores de la Escuela de Frankfurt, pronto se dio cuenta de que las obras de Adorno y otros no salían de lo que denominó "ciencia melancólica" y se apartó. Se licenció en Filosofía, Historia y Filología Germánica en la Universidad de Munich, doctorándose en Filosofía en la Universidad de Hamburgo. Sus primeros trabajos académicos denotan su propensión por el estructuralismo y la hermenéutica poética. Se doctoró con una tesis sobre Literatura y organización de las experiencias vitales.  Su viaje a la India para estudiar con un famoso gurú, Rajneesh (luego llamado Osho), cambió su actitud ante la filosofía. Es catedrático de Estética y Filosofía en la Escuela superior de Diseño de Karlsruhe y enseña en la Academia de Artes Plásticas de Viena. Ediciones Siruela ha publicado, además: En el mismo barro, Normas para el parque humano, Sobre la mejora de la Buena Nueva, En el mundo interior del capital, el libro de las conversaciones: El sol y la muerte; Crítica de la razón cínica y Esferas I: Burbujas; Esferas II: Globos-Macrosferología y Esferas III: Espumas-Esferología plural; , hasta ahora su obra más ambiciosa. En 2005 le fue conferido el Sigmund-Freud-Preis für wissenschaftliche Prosa. Ha publicado muchos otros libros, como       El retorno de la religión. Una conversación; (trad. Mónica Sánchez, introd. Félix Duque); Oviedo; KRK; 2007; Derrida, un egipcio. El problema de la pirámide judía; (trad. de la ed. en francés Horacio Pons); Buenos Aires; Amorrortu, 2007 , El Desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna; (trad. Germán Cano); Valencia; Pre-textos; 2002, El pensador en escena. El materialismo de Nietzsche; (trad. Germán Cano); Valencia; Pre-Textos; 2000; entre otros. Los intereses de Sloterdijk superan a muchos de los de sus colegas: Su obra abarca temas como música, sociología, medios de comunicación,  psicoanálisis, arte contemporáneo, esoterismo, religiones, antropología , política, la poesía (sobre todo la francesa), la obra de ciertos autores olvidados como Gabriel Tarde, Gaston Bachelard o poco conocidos como Thomas Macho, etc.. Ha recibido numerosos premios en variadas actividades y es miembro de la Academia de las Artes de Berlín así como de la Academia Europea de Bellas Artes. Es uno de los filósofos más relevantes de la actualidad.



 

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