jueves, 7 de octubre de 2021

GUIANDO LA HIEDRA


Aquí estoy acomodando las plantas, para que no se estorben unas a otras, ni tengan partes muertas, ni hormigas. Me produce placer observar cómo crecen con tan poco; son sensatas y se acomodan a sus recipientes; si éstos son chicos, se achican, si tienen espacio, crecen más. Son diferentes de las personas: algunas personas, con una base mezquina, adquieren unas frondosidades que impiden percibir su real tamaño; otras, de gran corazón y capacidad, quedan aplastadas y confundidas por el peso de la vida. En eso pienso cuando riego y trasplanto y en las distintas formas de ser de las plantas: tengo una que es resistente al sol, dura, como del desierto, que tomó para sí sólo el verde necesario para sobrevivir; después una hiedra grande, bonita, intrascendente, que no tiene la menor pretensión de originalidad porque se parece a cualquier hiedra que se puede comprar en todos lados, con su verde tornasolado. Pero tengo otra hiedra, de color verde uniforme, que se volvió chica; ella parece decir: «Los tornasoles no son para mí»; ella responde creciendo muy lentamente, umbría y segura en su cautela. Es la planta que más quiero; de vez en cuando la guío, yo comprendo para dónde quiere ir y ella entiende para dónde yo la quiero guiar. A la hiedra tornasolada a veces le digo «estúpida» porque hace unos arabescos al pedo; a la planta del desierto la respeto por su resistencia, pero a veces me parece fea. Pero me parece fea cuando la veo con la mirada de otras personas, cuando viene visita: a mí en general me gustan todas. Por ejemplo hay una especie de margarita chica, silvestre, que la llaman flor de bicho colorado; no sé con qué criterio se la distingue de la margarita. A veces miro mi jardín como si fuera de otro y descubro dos defectos: uno, que pocas plantas caen graciosamente, con cierta frondosidad y movimientos sinuosos: mis plantas son como quietitas, cortitas, metidas en su maceta. El segundo defecto es que tengo una gran cantidad de macetitas chicas, de todos los tamaños, en vez de grandes macizos estructurados, bien pensados; porque fui demorando mucho esa tarea de tirar lastre, digamos y la misma expresión, tirar lastre, o sanear, referida a mis plantas, tiene algo de maligno. Fui demorando todo lo posible el uso de la malignidad necesaria para sobrevivir, ignorándola en mí y en otros. Vinculo la malignidad a la mundanidad, a la capacidad de discernir inmediatamente si una planta es flor de bicho colorado o margarita, si una piedra es preciosa o despreciable. Vinculo o vinculaba malignidad a desprecio electivo en función de algunos objetivos que ahora no me son extraños: el trato con gente, con mucha gente, los rencores, la reiteración de personas y situaciones; en fin, el reemplazo del asombro por el espíritu detectivesco me contaminó a mí también de maldad. Pero me siguen asombrando algunas cosas. Yo hace cuatro o cinco años había rogado a dios o a los dioses que no me volviera drástica, despreciativa. Yo decía: «Dios mío, que no me vuelva como la madre de ‘Las de Barranco'». La vida de esa madre era un perpetuo aquelarre; invadía los asuntos de los que la rodeaban, vivía su vida a través de ellos, de modo que no se sabía cuáles eran sus verdaderos deseos; no tenía otro placer que no fuera la astucia. Yo, antes de ser un poco como la de Barranco, miraba a ese modelo como algo espantoso y una vez incorporado, me sentí más cómoda: la comodidad de dejar lastre y olvidar, cuando hay tanto para recordar que no se quiere volver atrás. Ahora a la mañana pienso una cosa, a la tarde, otra. Mis decisiones no duran más allá de una hora y están exentas del sentimiento de ebriedad que las solía acompañar antes; ahora decido por necesidad, cuando no tengo más remedio. Por eso otorgo escaso valor a mis pensamientos y decisiones; antes mis pensamientos me enamoraban; yo quería lo que pensaba; ahora pienso lo que quiero. Pero lo que quiero se me confunde con lo que debo y perdí la capacidad de llorar; debo distraerme mucho de lo que quiero y debo, o simplemente estoy en una especie de limbo donde se sufre un poco: algunas contrariedades (cuyo efecto puede ser previsto), pequeñas frustraciones (susceptibles de ser analizadas y compensadas). Descubrí la parte de invento que tienen las necesidades y los deberes: pero los respeto en seco, sin gran adhesión, porque organizan la vida. Si lloro, es más bien sin mi consentimiento, debo distraerme de lo que quiero y debo; sólo permito que aflore un poquito de agua. Los sentimientos hacia las personas también han cambiado; lo que antes era odio, a veces por motivos ideológicos muy elaborados, ahora es sólo dolor de barriga, un aburrimiento se traduce en dolor de cabeza. Perdí la inmediatez que facilita el trato con los chicos y aunque sé que se recupera con tres carreritas y dos morisquetas, no tengo ganas de hacerlas, porque envidio todo lo que hacen ellos: correr, nadar, jugar, desear mucho y pedir hasta el infinito. Últimamente me he pasado gran parte del tiempo criticando la educación de los chicos porteños con quien fuese, y sobre todo con los taximetreros. En general nos ponemos de acuerdo; sí, los chicos porteños son muy mal educados. Pero es un acuerdo tan triste, que a partir de ese tema no cunde ninguna conversación.
 
Pienso ahora que el motivo de la quema de brujas no fue ni andar por el aire con la escoba, ni las asambleas que hacían; era más bien el que picaran huesos, picaran sesos hasta dejarlos bien molidos. También dejaban orejas de cerdo en remojo y usaban el caldo para dar brillo a los pisos; de paso, podía ser que alguien patinara y se cayera, esto como un beneficio muy ulterior; ellas no le atribuían demasiada importancia. Las brujas mataban así tres pájaros de un tiro y ése era su poder. Rumiando reconstituían los pensamientos, los cocinaban y también cocinaban el tiempo para obtener el mismo producto bajo diferentes formas. Por ejemplo, el gato; la bruja no tiene antepasados, ni marido, ni hijos; el gato representa todo eso para ella, con el gato anula la muerte. La bruja trabaja como los jíbaros, para reconstituir un orden de lo semivivo; por eso remoja, hierve y mezcla perfumes con sustancias asquerosas: es para rescatar del olvido a las sustancias asquerosas; se las recuerda a los que quieren olvidarlas en nombre del encanto, de la estética y de la vida viva. No, no es por franquear las distancias por lo que fueron castigadas; fue por la trama secreta de la experimentación que podía alterar la inmediatez de los sentimientos, de las decisiones, de los seres, que la vida sostiene con las reglas que le son propias. Y no retrocede ante la cruz, como se dice, porque es un objeto inanimado; retrocede ante el cordero pascual.
 
Ahora, que soy un poco bruja, me observo una veta grosera. Como directamente de la cacerola, muy rápido, o hago lo contrario, voy a un restaurante donde todos mastican reglamentariamente seis veces cada bocado, para la salud y me produce placer masticar —así como si fuéramos caballos, me enamoro de las chancletas viejas, tiro demasiada agua a las plantas después de lavar el balcón para que caiga barro y ensucie lo lavado (anulo el tiempo, ya que vuelvo a limpiar), cocino mucho, porque encuentro placer en que lo crudo se vuelva cocido y desestimo totalmente los argumentos ecologistas; si el planeta se destruye dentro de doscientos años, me gustaría resucitar para ver el espectáculo. Cambio impresiones con algunas brujas amigas y nuestra conversación se reduce a fugaces comunicados, historias de obstinaciones diversas, controles mutuos de brujerías, para perfeccionarlas, por ejemplo, aprender a matar tres pájaros de un tiro, no necesariamente para hacer maldades, pero igual para ganarle al tiempo, para no gastar pólvora en chimango, para no dar por el pito más de lo que el pito vale, cuando en realidad un pito es algo muy difícil de evaluar.
 
Pero no siempre fue así, no fue así. Antes de que yo pensara en tirar lastre y en matar dos pájaros de un tiro, sufrí en dos años como nunca había sufrido en mi vida, una mañana lloré con igual intensidad por dos motivos distintos.
Entendí qué pasa con los que se mueren y con los que se van; vuelven en sueños y dicen: «Estoy, pero no estoy; estoy, pero me voy» y yo les digo: «Quedate otro ratito» y no dan ninguna explicación. Si se quedan lo hacen como ajenos, en otra cosa, y me miran como visitas lejanas. En esa región del olvido adonde han ido tienen otras profesiones y han adquirido otro modo de ser. Y todo lo que hemos peleado, hablado, comido y reído pasa al olvido y no quiero yo conocer personas nuevas ni ver a mis amigos; en cuanto empiezo a hablar con alguien, ya lo mando yo misma a la región del olvido, antes de que le llegue el turno de irse o de morirse.
 
Me despierto y percibo que estoy viva, amanece. No viene ninguna idea a mi cabeza; nada para hacer, nada para pensar. No pienso seguir fumando en la cama sin ninguna idea en la cabeza. De repente me agarran muy buenos propósitos pero sin relación a nada concreto: me lavo, me peino, caliento agua; me voy entonando y los buenos propósitos aumentan. Es un día de marzo y la luz va viniendo pareja, los pajaritos trabajan, van de acá para allá. Yo también voy a trabajar. Ya sé lo que voy a hacer: voy a guiar la hiedra, pero no con un hilo grosero, la voy a atar con un hilo vegetal. Ella está ahí, firme contra la pared: le saco las hojas muertas a la hiedra y a todo lo que veo. Podría decir que tengo un ataque de sacar hojas muertas pero no es adecuada la expresión porque es un ataque tranquilo, pero no pienso terminar hasta que no haya sacado la última hormiga y la última hoja que no sirve. Amontono todas esas macetas chicas, van a ir a otras casas, tal vez con otras plantas. Pasa un avión muy alto y de repente me agarran una felicidad y una paz tan grandes al hacer este trabajo que lo hago más despacio para que no termine. Me gustaría que viniera alguien para que me encontrara así, a la mañana. Pero todos están haciendo otros trabajos distintos, tal vez sufran o renieguen o se engripen; no importa, eso pasa y en algún momento tendrán alguna felicidad como ésta mía. Me siento tan humilde y tan gentil al mismo tiempo que agradecería a alguien, pero no sé a quién. Reviso mi jardín y tengo hambre, me merezco un durazno. Enciendo la radio y oigo que hablan de la onza troy: no sé qué es, ni me importa: arre, hermosa vida.
  
(Del libro: “Guiando la hiedra”,
Simurg, , Bs.As., 1997
Hebe Uhart

 
Hebe Uhart. Nació en Moreno, Buenos Aires en 1936 y murió en 2018, en Buenos Aires.  Cuentista, novelista y narradora. Profesora de Filosofía egresada de la UBA. Entre sus libros de cuentos figuran Dios, San Pedro y las almas (1962); La gente de la casa rosa (1970); El budín esponjoso (1976); La luz de un nuevo día (1983); Guiando la hiedra (1997); Del cielo a casa (2003); Camilo asciende y otros relatos (2004); Turistas (2008); Relatos reunidos (2010) y Un día cualquiera (2013). Además escribió Memorias de un pigmeo (relato, 1990), Mudanzas (novela, 1995), Señorita (novela, 1999) y Viajera crónica (crónicas de viaje, 2011). También publicó en libros de filosofía y participó en antologías de libros de cuentos como El cuento argentino, Así escriben las mujeres, Antología 100, Esas malditas mujeres y Cuentos de escritoras argentinas, entre otros. Realizó notas de viaje, crónicas de personajes y situaciones para diferentes revistas. Premio Konex 2004 y 2014.

IMAGEN:  Hebe Uhart en el año 1999. Foto: David Fernandez.





 

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