domingo, 3 de octubre de 2021

LA FLOR DE LIS

 














      Cuando yo era muy chica, mamá me regaló el Ángel de la Guarda. Es una estampa -dijo. Pero bien vi que era de verdad, el Ángel. No era una estampa, era el Ángel. Un án­gel es así, leve, un color, una pintura, qué peso puede tener.
      Plumas largas y muy blancas y una azucena o algo pare­cido, lis, en la mano con la que me amparara de todo mal.
     Pasó el tiempo, desapareció la estampa, y el Ángel está conmigo, aún más fuerte y leve, adentro, de sien a sien. Me libró del mal; y me salvó de Mario.
     Mas ¿qué digo? ¿Los ángeles se equivocan, tienen yerros?
     Mario fue y es también, un color, un oro, unas plumas, un timbre, que van, interna y eternamente, de una a otra sien.
 
***
 
     A lo largo de una especie de gran tablón vi a los druidas, ah, juntos, inmóviles, eran muchos. Parecían negros gran­des pájaros, con la cola recta hasta el suelo, como golondri­nas, pero eran druidas. Atuendos picudísimos, algunos re­dondeados, pero casi siempre en pico. Me acerqué con mie­do. Delante de ellos había un altar de luces verticales, opalinas, muy radiosas.
     Me acerqué con miedo. Dije un texto, dije un salmo; no sé si escucharon, no escucharon. Obtuve alguna palabra druida, semejante a dalia, delia, ¿qué era delia?
     Tras de ellos se estableció en un segundo un panorama de cristal y de coral; en rosa vivo cambió el mundo. Pero, ellos seguían en pico, encapuchados, negros, rígidos.
     Fui al pie del altar, me senté en el pasto, ya no podía seguir de pie. El vestido blanco, un libro en las rodillas. Dije una palabra delia allí aprendida.
     Sopló un viento levemente helado.
     Y pasó la luna.
     Ellos seguían inmóviles, ya ni hablaban.
     Pero, igual, se confabulaban.
 
***
 
     Una carroza fúnebre vino a dar a casa. Había visto sus símiles pasar algún día por el callejón. Negras con plumeros negros si la víctima era adulta; blanca con plumeros blancos si era alguien menor de veinte años. O era una mujer soltera. Los caballos, cuatro, eran siempre del mismo color de la carroza.
     Ésta era negra (la que vino a mi casa) y desvencijada; le faltaban dientes, piezas. Mi padre aceptó el regalo, distraí­damente.
     A su vista yo enfermé. Un escalofrío me recorría, una prematura menstruación se me caía como lágrimas. Vino un niño desconocido, al aroma de la sangre, y dijo que que­ría violarme ahí adentro de la carroza. Que sería divino. Por suerte, enseguida, el niño desapareció.
     Al influjo de ese carruaje nacieron mariposas grises, des­de la basura, muy anchas, anchísimas, parecían sábanas, y no se podían levantar del suelo. Un arbolito perdió las ho­jas. Y se colmó de pajaritos, grises, quietos, todos iguales.
     De noche, la carroza me hablaba. Con voz ronca, grue­sa, de hombre, de macho, a la que se mezclaba una voz femenina, algo vibrante. Informaban cosas del trasmundo y de los casamientos. Porque la carroza parecía una pareja. Copulaba a solas, consigo.
     Yo me sentaba violentamente en el lecho, oía y me tapa­ba los oídos. No contaba nada a nadie. La carroza me ha­blaba. Como único recurso abracé a un árbol. El del clavel del aire. Miraba las matas leves que succionaban el tronco; las flores, un zafiro y un rubí, un rubí y un zafiro, esos clavelines, angelitos.
     Aquel niño desconocido, reapareció; y desde el cañave­ral, me llamaba sin pausa. Mostraba el pene erguido y ya muy desarrollado, como si no fuera de él, lo hubiese pedido prestado. Hacía señas astutas.
     Yo cerraba los ojos. Mi menuda ostra parpadeaba, quería ir, se empollaba, se arrepollaba. Empezó a imaginarse tantas cosas. Sin tocarnos, muy lejos una del otro, tuve con el niño un violento amor. Grité cuando, desde muy lejos, me desvirgó.
     Yo era aún pequeña, casi sin tetas. Creí había quedado encinta. Algo cayó de mis tetitas. Parí algo.
     Entonces, empezó la cosecha de sandías. Y todas las fuer­zas fueron para ahí. Esos frutos como huevos de ave-roc. Costra oscura, y la yema gigante, rosada, constelada, en un ardiente rosa claro-oscuro.
     Mi padre hizo cargar la carroza con sandías.
     Carro fúnebre cargado de sandías. Y se dispuso a la ven­ta y a la reventa.
     Y subió al carro, erguido; gallardamente, tomó las bri­das. No había caballos. Pero él manejaba igual. Y la carro­za trotaba igual. E iban a todos lados.
 
(De: La flor de lis,
El cuenco de plata, 2004)
 
Marosa Di Giorgio  (Salto, Uruguay, 1932- Montevideo, Uruguay,2004)
 
Pueden LEER la biografía en una entrada anterior de la autora (Nota del administrador).



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