martes, 29 de marzo de 2022

LOS VIERNES -Tomo cuatro- (IV)

 













VIERNES
24
NOVIEMBRE

 

LA CANCIÓN EN SUS CABEZAS


Él fue Medalla de Ciencias en tercer grado. Ella fue Miss Preescolar en el colegio de enfrente. Cuando a ella la mandaban al mercado le decían “Cuidado con las gitanas” y ella un poco les temía y otro poco fantaseaba con la idea de que la robaran, de que se la lle­varan. En el colegio de enfrente, él tenía montada una compraventa de cochechitos rellenos de plastilina; le faltaban los anillos en los dedos para ser el perfecto gitano en miniatura. Estaban llamados a cruzarse, y se cruzaron finalmente, a la salida de Tiempo de gitanos, en el viejo cine Arte, un sábado trasnoche. Los dos habían ido con documento falso porque los dos eran menores. Los dos estaban ha­ciendo lo mismo, cuando se vieron, en esa vereda triangular de Dia­gonal que parece hecha por Roberto Arlt: estaban cantando por lo bajo “Ederlezi”, la antiquísima canción romaní que Kusturica puso en su película. Cada uno la tarareaba para sí cuando se vieron y, un poco como en el libro de Emannuel Carrère, cuando la joven jueza lisiada por el cáncer entra por primera vez en la oficina del joven juez lisiado por el cáncer y él dice: “Nos reconocimos al instante , así se reconocieron ella y él, y así se fueron por Diagonal, abrazados, tarareando “Ederlezi”, tratando de rearmar la melodía entre los dos.

Imaginen una canción que dura, no tres minutos, sino veinte o treinta años seguidos en nuestras cabezas. A veces la escuchamos, a veces creemos que no, pero sigue sonando en el fondo y algo en nosotros la escucha incluso cuando nosotros no. Los aborígenes australianos eran así. Los aborígenes australianos eran nómades. Sus movimientos eran cíclicos y estaban regidos por una canción ancestral, una canción que describía su trayecto y a la vez les decía por dónde ir. Así daban vueltas por Australia, a lo largo de sus vidas. La canción era su mapa y a la vez era su historia, era su geografía y su religión. “Ederlezi” era eso para el vendedor de coches de plastilina y Miss Preescolar. Bruce Chatwin contó la historia de los aborígenes australianos. Bruce Chatwin se pasó la vida escuchando esa canción en su cabeza, y por eso un día renunció a su trabajo de tasador de obras de arte en Sotheby’s para irse a recorrer a pie el mundo. Se ha­bía quedado ciego de golpe, los médicos le dijeron que era nervioso: “Demasiado mirar de cerca”, le diagnosticaron. Él se autorrecetó los caminos: perder la mirada en el paisaje hasta recuperarla. Escuchar la cancioncita que sonaba en su cabeza.

El nomadismo no ocurre únicamente en el espacio: el nómade también viaja en el tiempo. Porque, como todo el mundo sabe, la única manera en que nos pasa el tiempo es cuando estamos quietos. ¿O no lo sabemos? Cortázar no estaba haciendo un cuento fantás­tico en “El otro cielo”, cuando entraba por el Pasaje Güemes y salía en las Galerías Vivienne de París: los nómades saben bien que hay portales de un tiempo a otro, tal como hay pasos de frontera de un país a otro. La diferencia es que hay que estar cantando la canción en nuestras cabezas para poder pasar por los portales del tiempo.

Bruce Chatwin vio aquella noche a aquellos dos adolescentes perdiéndose abrazados por la vereda triangular de Diagonal. Los llamó Lola y Estol y los puso cantando esa canción romaní en una historia de buscadores de oro de Alaska que se desfogaban con las famosas putas de la ciudad de Mahagonny. Lo que intentaban Lola y Estol era cruzar en barco desde Alaska a Vladivostok, estaban ahí tratando de pagarse el pasaje cantando su canción romani, él en gui­tarra, ella en la voz. Chatwin les dejó unas monedas cuando se los volvió a encontrar, porque eso le pasaba siempre: se encontraba con todo el mundo en sus trayectos, en ese sentido es un poco como el Corto Maltés. La excusa de Hugo Pratt para viajar por el mundo y por el siglo era el Corto Maltés. Chatwin ni se tomó el trabajo de inven­tarse otro nombre. Simplemente se dedicó a escuchar la cancioncita en su cabeza, a poner gente real en sus libros y asombrarse cuando después se los encontraba en la vida. Esa clase de cosas despertaron las iras de Osvaldo Bayer cuando leyó el libro de Chatwin sobre la Patagonia y le contestó en una nota buenísima, furibunda, que salió hasta en el TLS, el venerado suplemento literario del London Times.

Bayer escribió esa nota en su departamento de Berlín. Llovía en el barrio de Kreuzberg pero no por eso Bayer cerró su ventana mien­tras escribía aquella formidable diatriba, y así es como pudo oír la música que llegaba desde el portal de abajo, que conectaba con una pérgola de plaza en Shanghai, donde una multitud de gimnastas chinos en uniforme mao hacía acrobacias en sincro perfecto, una coreografía asombrosamente idónea para la selección de tangos chinos que interpretaba desde la pérgola una orquesta china con instrumentos chinos. Chatwin oía desde su mesa, en aquel café al aire libre de Shanghai, el ruido de la máquina de escribir de Bayer en el barrio Kreuzberg de Berlín. Sabía que su tiempo en la tierra se estaba terminando, aunque se negara a reconocerlo. Sentados a la mesa con él estaban Lola y Estol, que tocarían después de la orques­ta, para los chinos que quisieran quedarse en la plaza bajo la lluvia. Chatwin les estaba contando que se había infectado con un hongo venenoso que aspiró sin querer en las catacumbas que guardaban los diez mil guerreros de piedra que custodiaban la Gran Muralla.

Chatwin estaba envuelto en frazadas y temblaba de fiebre pero no creía que fuera a morir por eso. Estol le murmuraba al oído: “De nada sirve escaparse cuando es uno el que persigue”. Lola le mur­muraba al otro oído: “El que camina encorvado lleva un hacha en la espalda”. Estol le susurraba en un oído: “No hay opción, señor". Y Lola completaba por el otro oído: “Revolución o picnic”. De fondo sonaba la máquina de escribir de Bayer en Berlín y la cancioncita en la cabeza de Chatwin ya casi no se oía. Estol dijo entonces: “Hablémosle de las hormigas mentales”. Y sacó la guitarra de la funda y Lola se acomodó la flor en el pelo y los chinos empezaron a juntarse cuando ella se puso a cantar: “Hormigas mentales / que bailan en su cabeza / que vienen de los Balcanes / y se meten por una oreja / y uno no siente nada / cierra fuerte los ojos / y persigue las manchitas / que huyen de su mirada / y no tiene más aduana / y dice lo que otros callan / y lee siempre el mismo libro / porque ya lo protagoniza / y vive queriendo olvidarse / que el que vive agoniza”.

Hace años ya que Bayer terminó su nota y que Chatwin se mu­rió. Pero si hoy es viernes, seguro que Lola y Estol están tocando en algún lugar de Buenos Aires. Sólo se trata de encontrar el portal que lleve a ellos y dejarnos guiar por la cancioncita que suena en el fon­do de nuestras cabezas.


                                                                                    (Del libro: Los viernes, Tomo cuatro, Emecé, 2019)

Juan Forn 


Juan Forn nació en Buenos Aires, en 1959 y murio en Villa Gesel, en 2021. En 1979 publicó su primer poemario. En 1980 inició su labor como editor en Emecé y después Planeta. En 1994 fue invitado por el Woodrow Wilson International Center (Washington DC) para terminar su novela Frivolidad, a la que siguió Puras mentiras. En 2015 publicó Los Viernes en cuatro tomos, que están compuestos por las contratapas que escribía todos los viernes en el Diario Página 12. En 1996 creó el suplemento cultural Radar Libros del diario argentino Página/12, que dirigió hasta 2002, y colabora en la revista literaria colombiana El Malpensante. En 2007 obtuvo el Premio Konex de Platino.

BIBLIOGRAFÍA Novela: Corazones cautivos más arriba (1987), Frivolidad, novela, Planeta (1995), Puras mentiras, novela (2001), María Domeq (2007).- Relato: Nadar de noche (1991), Buenos Aires (1993) Periodismo: La tierra elegida (2005), Ningún hombre es una isla (1995), El hombre que fue Viernes (2011), Los Viernes. (2015).




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