martes, 16 de agosto de 2022

SOBRE LA FORMA POÉTICA (II)


 













 XVIII-Algunos puntos de vista

1. Los riesgos del presente


     Cada vez que tengamos la tentación de escribir sobre poesía, tendríamos que recordar a Chesterton: “nada en esta vida mortal es perfecto, ni la mala poesía”. El punto irónico de la frase parece consecuencia de haberse asomado al momento actual, donde abunda la mala poesía. Dicho así, esto requiere explicación.
    Desde la antigua Grecia, la mala poesía pertenece “al momento actual”. Y es así porque el presente no ha hecho todavía la criba, mientras que el pasado casi no es otra cosa: selección y supervivencia. La mala poesía del pasado ya no cuenta, está olvidada y no es motivo de debate; sobre todo nadie la echa en falta; en cambio la actualidad, revuelta como es, aguanta el dilema de que todo vale o puede valer, los buenos poetas y los malos agilizan sus méritos y justifican sus tareas con mucha sociabilidad; y esto es algo que sabemos. La avalancha de mala poesía que nos deparan talleres literarios, recitales, festivales, revistas, antologías y el mundo digital, forma parte de lo que estamos viendo, y a la vez de la dificultad de juzgar lo que vemos. La mala poesía no es una fatalidad de esta época, sino de todas; es cuestión de moverse en el presente, en cualquier presente, para saberlo.
     Decir que un poema pertenece al pasado no quiere decir necesariamente que haya sido escrito en el pasado, sino que se lo percibe como algo ya dicho: suena a insistencia de algo que conocemos. Flaubert, en una carta a Louise Colet, opinaba sobre un contemporáneo: “Lo leo históricamente, pues es hombre de otra época”. Por otra parte, conviene recordar que no es lo mismo ser original que armar un escándalo, la novedad no es un gesto más bien teatral. Aquí cabe otra afirmación complementaria de Flaubert: un poema bueno pierde su estilo; es decir, deja de ser importante la escuela, la estética que lo ampare y, desde luego, la época.
     Pero hay otra consideración: la idea de buena o mala poesía ha sido cam­biante en la historia. Su labilidad es evidente cuando se recuerda qué poetas tuvieron todas las luces en el escenario de sus respectivas épocas, y qué poetas no salieron de la sombra; y demasiadas veces el tiempo puso a la sombra lo que había estado a la luz, y al revés. Ejemplos hay muchos y las razones son variadas: unas veces se consideró inhábil al que anticipó una energía que sería recogida en un tiempo posterior, y otras gozó fama en vida lo que se estaba desgastando pero aún no se le veía el desgaste. Otras veces sucede que el tiempo es simplemente caprichoso con un poeta. Un buen ejemplo es Góngora, y me refiero sobre todo a lo genuinamente “gongorino” de su obra: las Soledades, la Fábula de Polifemo y Galatea. Fue reconocido y desconocido en vida, imitado hasta el abuso por unos y denostado con saña por otros. Lope de Vega llegó a decir en una carta: “como admiro en Góngora lo que entiendo, no condeno lo que no entiendo”, aunque no se privó de mofarse del barroquismo culterano de Góngora y sus seguidores, imaginando en un poema que Boscán y Garcilaso se sentirían ‘agredidos’ por esas novedades (1) (precisamente ellos, que medio siglo antes habían sido agredidos por las novedades que ellos mismos portaban: una prueba excelente de que el tiempo pasa). Quevedo, por su parte, escribió como epitafio para Góngora uno de los poemas más malignos que puede dedicarse a alguien que acaba de morir (2). Y si esto sucedía con Lope y con Quevedo, podemos imaginar con los demás. Luego cayó por dos siglos en la indiferencia, hasta que la generación española del 27 lo colocó en sitio preferencial y en Latinoamérica fue visitado por poetas fundamentales como Lezama Lima. No sé qué significa actualmente cuando la lectura parece marcadamente funcional; da la impresión de que hoy no tiene mucha chance: dicho con algo de cinismo, la dificultad de su lectura no ayuda a resolver un problema.
     Como ejemplo de signo contrario se puede nombrar a Bukowski y a lo que se llamó “dirty realism” o llanamente realismo sucio. Bukowski ayuda a resolver al menos un problema: su temática nos coloca en el ojo de un tipo de actualidad. El tema de la noche, de la vida difícil, con mezcla de prostitución, alcohol y drogas en el paisaje urbano, aprueba el examen y, por lo tanto, se perciben abundantes huellas de su paso. El realismo sucio se organiza en esa dirección, podría asegurarse que ahí radica gran parte de su sentido; fue tratado con mucho éxito por la narrativa de los EE.UU., y en nuestros países (claramen­te en Argentina) acompaña los problemas, da materia y soluciones literarias, incluso ha creado un costumbrismo, con todas las características de un “ismo”,

(1) Ver el soneto que comienza: “—Boscán, tarde llegamos. ¿Hay posada?"
(2) Empieza y termina así: “Este que, en negra tumba, rodeado/ de luces, yace muerto y condenado,/ vendió el alma y el cuerpo por dinero’’ ...“Fuese con Satanás, culto y pelado./ ¡Mirad si Satanás es desdichado!”
 
que termina recordando aquella advertencia de Enzensberger: “transformar el subdesarrollo en arte es más fácil que eliminarlo”.
     Hay muchos casos de valoración cambiante en la historia de la poesía; lo que es bueno en un tiempo puede ser prescindible en otro y al revés. No hay que descartar, sin embargo, la sentencia de Lautréamont: “No existen dos cla­ses de poesía; sólo existe una”. Es apodíctico, y no se toma el trabajo de hacer aclaraciones: da por cierto que sabemos a qué se refiere; y tal vez tenga razón.
     Quisiera agregar a lo dicho, a modo de ejemplo, que detecto al menos dos versiones que forman parte de la retórica de la época. Hay otras.
     La primera podría caracterizarse así: si no tiene qué decir, dígalo largo. No están convocados aquí los poemas largos que sí tienen qué decir (hay muchos), sino los que provienen, creo, entre otras procedencias, de cierta oralidad: lec­turas públicas, festivales, ciclos, y esa necesidad de escenario, tan actual. Da la impresión de que el asunto se estira más por reclamo del auditorio que de la precisión. Sin embargo, conviene recordar que no es lo mismo poema que “clima poético”. No siempre es fácil discernir entre uno y otro; pero tratando de explicar podría decirse que en un poema, corto o largo, lo evidente es la intención de instalar algo que previamente no había: esto es así incluso por razones etimológicas; en cambio un “clima poético” trabaja con recortes co­nocidos y plenamente aceptados: retazos que se van ordenando en un camino que ya está trazado. Tal vez sea el momento de recordar un adagia de Wallace Stevens: “No es lo mismo tener algo que decir que no tener nada que decir y decirlo de una manera trágica’. Donde Wallace Stevens dice ‘trágica’ hay que traducir en este caso ‘efectista’.
     La segunda se caracteriza por una deliberada inanidad temática, o un tratamiento inane de los temas. Se presenta como poesía que, agotado el rumbo objetivista, ha derivado en poesía de constatación: que llueve o se ha enfriado el café, que el poeta ha perdido las llaves o tiene algún brote escato­lógico con el que quiere asustar. Comida rápida. Daniel Freidemberg habló de “poquitismo”, refiriéndose a lo mismo. He oído una justificación en el abuso de trascendentalismo de la poesía anterior, generaciones dedicadas a algún tipo de altura (política, filosófica, etc.), de modo que podríamos estar ante la vieja aspiración de “torcerle el cuello a la elocuencia” (Verlaine) ; pero el resultado, que es lo que interesa, es otro: contar sucesos más o menos triviales de la vida cotidiana, con el peligro de darle la razón a Cornelius Castoriadis cuando analiza “el avance de la insignificancia”. Sospecho que la trivialidad esconde algún desencanto, y habría que averiguar las razones; la poesía refleja siempre el momento en el que se da, y por lo tanto detecto que la idea base pregona que vivimos una época trivial. Mi opinión es exactamente la contraria: ésta no es en absoluto una época trivial, salvo que se entre por la puerta equivocada. Hay tanta intensidad de pensamiento, revisión de costumbres, incorporación de asuntos y reivindicaciones, que me resulta imposible entender que no vivamos un tiempo de interés abundante. No creo que la reflexión que lo represente consista en constatar que se ha enfriado el café, o lo contrario; aun contando con que poesía se puede sacar de cualquier parte.
 
 
Eudeba, 2019)
 
Santiago Sylvester
 
 
Santiago Sylvester nació en Salta en 1942. Vivió veinte años en Madrid y actualmente reside en Buenos Aires. Sus últimos libros de poesía son Llaman a la puerta (2019); La conversación (2017), publicado por Visor en Madrid, y El que vuelve a ver (2016). Entre otras antologías es autor de Poesía del Noroeste Argentino. Siglo XX, del Fondo Nacional de las Artes. Cultiva también otros géneros como el cuento (La prima carnal) y ensayos (La identidad como problema. Sobre la cultura del Norte). Ha recibido, entre otros, los premios Provincia de Salta, Nacional de Poesía, Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, Jorge Luis Borges y, en España, los premios Ignacio Aldecoa y Jaime Gil de Biedma. Dirigió las colecciones "Pez Náufrago” (de poesía) y “Época” (de ensayos), de Ediciones del Dock. Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras.
 


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