viernes, 2 de diciembre de 2022

EL PAÍS DEL VIENTO (1992)

LO QUE DICE UNA MUJER VIEJA 
EN UN PUERTO DEL PACÍFICO

Este rostro fue bello, pero la belleza no es más que el resplandor de lo 
nuevo o lo eterno,
y aquí de las antorchas extinguidas mi carne es la ceniza.
¿De qué nos sirve lo que puede perderse?
Estas manos morenas empuñaron la espada. No ría usted, yo fui    guerrera,
yo entré en la batalla y arriesgué mi cuerpo en sus vórtices de humo    y 
de hierro,
y acaté la voz de mi hombre como un soldado más de sus tropas,
pero en la noche de la victoria fue mío su lecho,
para mi dócil desnudez su desnudez invasora,
para mi oído atento el misterioso rumor de sus labios.

Todo ocurrió hace mucho, tantos han muerto ya, 
tanta ceniza se va vertiendo en el suelo insaciable.
Pues la vida consiste en ver cómo se quiebran las espigas,
las altas y asombrosas vidas maduras que deben volver a lo informe,
en ver cómo se vuelven uno tras otro a la tierra los orgullosos corazones
que hicieron temblar al destino, que fueron la risa y la música,
la lealtad, la vanidad, la verdad, la perfidia,
los antiguos juegos humanos;
en ver cómo se borra lo increíble sobre los flancos de la montaña,
cómo se desvanecen en el cielo las nubes magníficas,
hasta que llega nuestro turno,
donde morían las letras la muerte de la página,
donde morían los peces la muerte tumultuosa del mar,
donde morían los colores la incomprensible muerte de las pupilas.

Estoy vieja, lo ve usted, y no sé a dónde fue mi belleza, 
a dónde fue mi esplendor, a dónde fue mi victoria, 
la plenitud que toqué con mis manos, la maravilla que besé con mis 
      labios.

Recosté mi cabeza en el pecho de aquel que gobernó las tormentas,
respiré la saludable envidia de las repúblicas,
moví al odio y al amor y a la veneración a miles de seres.
Nadie ha dejado ofrendas más preciosas en las fauces del tiempo.
En este puerto miserable, en un cuarto cualquiera, 
viviendo de un humilde comercio, 
en esta ranchería bajo cielos de amarillas tormentas, 
llena de selva el alma ya, llena de mares viejos, 
oyendo el partir de los lentos barcos decrépitos, 
yo trato de vivir, yo trato de espantar mis recuerdos 
como si fueran pájaros malignos;
en la luz de azafrán de las tardes bato en vano mis brazos 
espantando aquellos años de oro,
la embriaguez de las crueles batallas, la hora de las capitulaciones, la 
entrada bajo lluvias de flores en las ciudades libres, 
los orgullosos desfiles, las damas mudas en los bellos balcones, 
y yo entre todos los soldados, digna y radiante, 
la mujer del guerrero.

Pero lo que no pudo la batalla lo pueden los minutos inexorables, 
que ablandan la carne y fatigan los ojos y afantasman los finos cabellos y 
aquietan el corazón bajo los cielos invadidos.

Como las balas en el pecho del Mariscal, la enfermedad en su pecho, mi 
hermoso General dijo adiós a sus vastas repúblicas 
y sobre su ceniza recién enmudecida se alzaron las guerras facciosas, 
y todo se dio al cambio, al examen del fuego.

Yo, que lo tuve todo, sé que es de humo el mundo, 
reales de oro, trajes de seda, el poder, la victoria, 
nada resiste al soplo del viento sutil e implacable.

Nadie me reconoce, y ya no quiero que me reconozcan.
Soy una mujer más, una anciana que vende pescado en la plaza, 
no aquella reina en los salones radiantes, centro de un círculo de reyes   
   de espadas.

Nadie podría reconocerme sino uno.
Ese que llega cuando estoy sola al atardecer, en el balcón ruinoso mirando 
al mar que se apaga en torbellinos de amaranto y de sangre, ese que me 
susurra al oído «Manuela» y hace correr la sangre otra vez     joven por 
mis venas,
y que al volverme es vasto como el atardecer porque está junto a mí y me 
sacia de orgullo,
ese que intento rechazar con mis manos rugosas y viejas 
porque es un joven aún, elegante y travieso, 
ese que trata a una vieja pescadera como si fuera una reina, 
vestido de soldado en estos tiempos muertos,
ese que viene a decirme que sólo es nuestro lo que no podemos perder, 
lo que impregnó de orgullo cada fibra, 
un alto sueño de un día altivamente llevado y vivido, 
altivamente sostenido contra la tempestad, contra el mundo, 
y escrito con amor en cada piedra para que las noches en torrente     lo 
borren
y el día desnudo lo vuelva a escribir cuando una mano aparta las hierbas   
  fragantes.

Usted no creerá que un guerrero llega al crepúsculo
a esta cabaña olvidada en este puerto en ruinas,
al pie de un mar hirviente de calor y mosquitos,
pero debe saber que aunque los vivos sí,
los muertos nunca olvidan,
los muertos son antiguos como el aire y perduran,
soplan sobre los rostros evanescentes de los vivos con salvajes perfumes
y hacen pasar un alto pregón que habla del honor y la pasión y el orgullo
sobre los largos muelles abandonados.

(De: "Poesía completa",
Ed. Lumen, 2022)
William Ospina (Colombia; Padua, Tolima, 1954)




IMAGEN: Anciana (De archivo).

 


 














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