martes, 22 de julio de 2008

LA CIUDAD DEL SOL



Expulsados de la ciudad bajo el cargo de fabuladores,
vamos de un lado al otro, durmiendo ya en cuevas,
ya a la intemperie, y alimentándonos de hierbas y raíces
o con la miel de algún panal hallado fortuitamente.
Han venido con nosotros las mujeres y los niños,
y cuando nos reunimos junto al fuego del atardecer,
sus ojos se vuelven una y otra vez hacia las murallas:
después de todo, allí pasamos parte de nuestra vida.
Pero lo exigía la razón. ¿Cómo podían soportar
que llamáramos a la piedra río, al árbol estrella?
¿Cómo podían soportar que llamáramos al pájaro
magnolia?
Lo exigía la razón. Y ahora, desde aquí,
vemos con tristeza las anchas puertas de bronce,
las altísimas torres doradas por el sol;
y cuando entran o salen las caravanas
los mercaderes describen las mesas y vasos de oro,
los magníficos altares cubiertos de ofrendas,
las armas que colman todos los recintos
y que en el próximo milenio, dicen, incendiarán el cielo.
Lo exigía la razón. Y ahora, como una horda,
vamos de un lado al otro balbuceando nuestra lengua,
hablando el dialecto de una ciudad perdida
que ya nadie comprende. ¿Cómo podían soportar
que llamáramos al fuego pez, al agua paloma?
¿Cómo podían soportar que llamáramos a la rosa
destino,
ellos, los que creen que las bellotas son bellotas?



Horacio Castillo (Argentina; Ensenada, Provincia de Buenos Aires,1934 - La Plata, 2010)





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