No deseo hablar con alguien que ha escrito más libros de los que ha leído.
domingo, 3 de agosto de 2008
PICOS PARDOS
La aritmética —hembra al fin, trasero de ábaco
y su vaivén de ópalos por alambres— presume ante la clase
hostil.
Sienten ganas de colgarla de los pies (mas ¿quién podría
con ella?)
y sacudirla cabizbaja hasta que acaben de salírsele de las
costuras tantas monedas de luz malhabida
para que jueguen monos pueriles que semejan vejetes.
Llega, cuando menos, la hora del recreo.
Entre las flautas dulces del estilo corren niñas en menores
o mínimos
paños, trapos al sol, y no está decidido (internacionalmente,
quiero decir) qué irá a ser de ellas,
pues constituyen una especie aparte
como las aceitunas, las cuales desde hace mucho son cosa
averiguada
(se las estruja o muerde y siempre se tiene presente el
hueso, como en el dátil,
nada más que las niñas propenden al llanto y dicho
programa se va al demonio).
Quede esta estrofa crítica como una embarcación capturada
a pleno sol
por los corsarios turcos. Se alza la brisa y sobre el ayuno
del parque
—trampolines, columpios; trapecios, trapezoides— gimen
ramas cual si estuviesen cargadas de ahorcados
prematuros;
su triste crujir a romántica distancia
se entreteje con la algarabía escolar manando del foso
como el vapor acre y rico y púrpura
que sube de niñas y generaciones incorregibles.
Atención, hermanos: no troquemos nuestro plasma por
ninguna de las hebras rubias noche a noche
carbonizadas en luz incandescente, ni esta brisa que mete
el hombro sin invitación la tengamos por amiga
generosa.
Llega el instante en que cualquier objeto está más lejos
que cualquier otro. Expansión del universo lo llaman
hoy en día.
Relámpago siguen llamando, en cambio, a lo raudo.
Exageraciones ambas. Algo de sangre fría basta para
cerciorarse
de que hay cada vez menos antesalas entre estos versículos
y el olor de la entrepierna de ellas.
(Aterrizarán nombres de pila conforme se vayan
requiriendo, cómo no.)
Gerardo Deniz (España, Madrid, 1934- Ciudad de México, 2014)
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