jueves, 16 de octubre de 2008

LOS CANTOS DE MALDOROR -Fragmento























Canto Sexto -Fragmento final

10. Para construir mecánicamente el meollo de un cuento soporífero, no basta con disecar estupideces y embrutecer a fondo con dosis repetidas la inteligencia del lector, de modo tal que se llegue a paralizar sus facultades por el resto de sus días, como consecuencia de la ley infalible de la fatiga; es necesario, además, mediante un excelente fluido magnético, colocarlo hábilmente en una condición de sonambulismo en la que es imposible moverse, forzándolo a ofuscar sus ojos, contra su naturaleza, por la fijeza de los vuestros. Quiero decir, no para hacerme comprender mejor, sino tan sólo para desarrollar mi pensamiento que interesa e irrita a la vez por una armonía de las más penetrantes, que no creo en la necesidad, para alcanzar el objetivo propuesto, de inventar una poesía completamente al margen del proceso ordinario de la naturaleza, y cuyo hálito pernicioso parece subvertir hasta las verdades absolutas; pero lograr tal resultado (conforme, por lo demás, con las reglas de la estética, si uno lo piensa bien), no es tan fácil como se cree: esto es lo que quería dar a entender. ¡Por eso haré todos los esfuerzos para lograrlo! Si la muerte pone término a la fantástica emaciación de los dos largos brazos que pertenecen a mis hombros, utilizados en el lúgubre aplastamiento de mi yeso literario, quiero al menos que el enlutado lector pueda decir: "Hay que hacerle justicia. Me ha cretínizado en forma. ¡Qué no habría hecho de haber vivido más tiempo! Es el mejor profesor de hipnotismo que conozco." Grabarán estas pocas palabras conmovedoras en el mármol de mi tumba, y mis manes quedarán satisfechos. Continúo. Había una cola de pescado que se meneaba en el fondo de un orificio al lado de una bota destalonada. No era lógico preguntarse: "¿Dónde está el pescado? Sólo veo una cola que se mueve." Ya que, precisamente, al admitir de modo implícito que no se veía el pescado, significaba que en realidad no estaba allí. La lluvia había dejado al gunas gotas de agua en el fondo de ese embudo, excavado en la arena. En cuanto a la bota destalonada, hay quien pensó más tarde que provenía de un abandono voluntario. El cangrejo paguro, por el poder divino, debía renacer de sus átomos disociados. Sacó del pozo la cola de pescado y le prometió unirla a su cuerpo perdido, si anunciaba al Creador, la impotencia de su mandatario para dominar las furibundas olas del mar maldororiano. Le prestó dos alas de albatros, con lo que la cola de pescado levantó vuelo. Pero se dirigió hacia la morada del renegado, para referirle lo que pasaba, y traicionar al cangrejo paguro. Este adivinó las intenciones del espía, y, antes de que el tercer día tocara a su fin, atravesó la cola de pescado con una flecha envenenada. La garganta del espía emitió una débil exclamación, que dio el último suspiro antes de tocar tierra. Entonces, una viga secular situada en la techumbre de un castillo, se enderezó en toda su altura de un salto y exigió venganza con grandes voces. Pero el Todopoderoso, convertido en rinoceronte, le informó que aquella muerte era merecida. La viga, tranquilizada, fue a colocarse en el fondo del castillo, recobró su posición horizontal, y llamó nuevamente a las arañas asustadas, para que continuasen tejiendo, como antes, sus telas en los rincones. El hombre de labios de azufre reconoció la debilidad de su aliada; por eso ordenó al loco coronado quemar la viga y reducirla a cenizas. Aghone ejecutó esa orden severa. "Ya que ha llegado el momento, según usted", exclamó, "he ido a recuperar el anillo que había enterrado debajo de la piedra, y lo he atado a uno de los extremos de la cuerda. Aquí está el paquete." Y mostró una gruesa cuerda arrollada sobre sí misma, de sesenta metros de largo. Su amo le preguntó qué hacían los catorce puñales. Contestó que permanecían fieles y listos para cualquier evento, si fuera necesario. El forzado inclinó la cabeza en señal de satisfacción. Demostró sorpresa y hasta inquietud cuando Aghone agregó que había visto un gallo partir con el pico un candelabro en dos, hundir la mirada por turno en cada una de las partes, y exclamar batiendo las alas con frenéticos movimientos: "No es tan grande como se cree la distancia entre la rue de la Paix y la place du Panthéon. Pronto tendrán la demostración lamentable." El cangrejo paguro montado en un fogoso corcel, corría a rienda suelta en dirección del escollo, testigo del lanzamiento del garrote por un brazo tatuado, y asilo del primer día de su descenso a la tierra. Una caravana de peregrinos se había puesto en marcha para visitar ese sitio, consagrado en adelante por una muerte augusta. Esperaba alcanzarlos para solicitarles socorro urgente contra la confabulación que se preparaba y de la que tenía conocimiento. Veréis, algunas líneas más adelante, con ayuda de mi silencio glacial, que no llegó a tiempo para contarles lo que le había relatado un trapero escondido tras el andamiaje cercano de una casa en construcción, el día en que el puente del Carrusel, todavía empapado por el húmedo rocío nocturno, vio con horror cómo el horizonte de su pensamiento se expandía confusamente en círculos concéntricos ante la aparición matinal de la rítmica soba de una bolsa icosaédrica contra su parapeto calcáreo. Antes de que los incite a la compasión por el recuerdo de ese episodio, será conveniente que destruyan en sí mismos la semilla de la esperanza... Para quebrar vuestra pereza, poned en acción los recursos de la buena voluntad, marchad a mi lado sin perder de vista a ese loco con la cabeza coronada por un orinal, que empuja hacia adelante, con la mano armada de un garrote, a aquel que tendría dificultad en reconocer si yo no hubiese tomado la precaución de advertiros y de recordar a vuestro oído la palabra que se pronuncia Mervyn. ¡Cómo ha cambiado! Avanza con las manos atadas a la espalda, como si fuera al cadalso, y, sin embargo, no es culpable de ninguna fechoría. Acaban de llegar al recinto circular de la plaza Vendóme. Sobre la cornisa de la sólida columna, apoyado contra la balaustrada cuadrangular, a más de cincuenta metros de altura sobre el suelo, un hombre lanza y desenrolla una cuerda, que cae al suelo a algunos pasos de Aghone. Con el hábito se hace rápidamente cualquier cosa, pero puedo decir que el último no tardó mucho en atar los pies de Mervyn al extremo de la cuerda. El rinoceronte se había enterado de lo que estaba por ocurrir. Cubierto de sudor apareció jadeando en la esquina de la Calle Castiglione. Ni siquiera tuvo la satisfacción de entablar combate. El individuo que examinaba los contornos desde lo alto de la columna amartilló su revólver, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. El comodoro que mendigaba por las calles desde el día en que había comenzado lo que imaginó fuera la locura de su hijo, y la madre a quien apodaban la muchacha de nieve a causa de su extremada palidez, pusieron sus pechos para proteger al rinoceronte. Inútil precaución. La bala perforó su piel como un taladro; se hubiese podido creer, con cierto sentido lógico, que la muerte se produciría fatalmente. Pero nosotros sabemos que en ese paquidermo se había introducido la sustancia del Señor. Se retiró afligido. De no haberse probado con toda certeza que no fue demasiado bondadoso con una de sus criaturas, compadecería al hombre de la columna. Este, con un movimiento brusco de su muñeca, tiró hacia arriba de la cuerda así cargada. Colocada fuera de lo normal, sus oscilaciones balancean a Mervyn, con la cabeza hacia abajo. Se prende vivamente con las manos de una larga guirnalda de siemprevivas que une dos ángulos consecutivos de la base, contra la que golpea su frente. Arrastra consigo, por el aire, lo que no era un punto fijo. Después de haber amontonado a sus pies en forma de elipses superpuestas, una gran parte de la cuerda, de modo que Mervyn quedara suspendido a mitad de camino del obelisco de bronce, el forzado evadido, con su mano derecha hace que el adolescente adquiera un movimiento acelerado de rotación uniforme, en un plano paralelo al eje de la columna, mientras recoge con la izquierda los arrollamientos serpentinos de la cuerda, que están a sus pies. La honda silba en el espacio; el cuerpo de Mervyn la sigue por todas partes, siempre alejado del centro por la fuerza centrífuga, siempre conservando su posición móvil y equidistante, en una circunferencia aérea, independiente de la materia. El salvaje civilizado va soltando poco a poco, hasta alcanzar el otro extremo que retiene con metacarpo firme, lo que erróneamente se tomaría por una barra de acero. Se echa a correr alrededor de la balaustrada, tomándose de la barandilla con una mano. Esta maniobra da por resultado un cambio en el plano primitivo de revolución de la cuerda y un aumento de su fuerza de tensión que ya era considerable. En adelante, gira majestuosamente en un plano horizontal, después de haber pasado sucesivamente, y de modo insensible, por toda la serie de los diversos planos oblicuos. El ángulo recto que forman la columna y el cordón vegetal, tiene los lados iguales. El brazo del renegado y el instrumento homicida se confunden en la unidad lineal como los elementos corpusculares de un rayo de luz que penetra en la cámara oscura. Los teoremas de la mecánica me autorizan a hablar de este modo; ¡ay! se sabe que una fuerza agregada a otra fuerza engendra una resultante compuesta de las dos fuerzas primitivas. ¿Quién osaría sostener que la cuerda lineal ya se hubiera roto a no ser por el vigor del atleta y por la buena calidad del cáñamo? El corsario de cabellos de oro, brusca y simultáneamente, detiene la velocidad adquirida, abre la mano y suelta la cuerda. El contragolpe de esta operación, tan opuesta a las precedentes, hace crujir las junturas de la balaustrada. Mervyn, seguido de la cuerda, semeja un cometa que arrastra tras sí su reluciente cola. El anillo de hierro del nudo corredizo que centellea a los rayos del sol, sirve para completar la ilusión. En el recorrido de su parábola, el condenado a muerte hiende la atmósfera hasta la orilla izquierda, la sobrepasa en virtud de la fuerza de impulsión que imagino infinita, y su cuerpo va a chocar con la cúpula del Panteón, mientras la cuerda rodea parcialmente con sus vueltas la pared superior de la inmensa cúpula. Sobre su esférica y convexa superficie, que no se parece a una naranja sino por la forma, se ve, a todas horas del día, un esqueleto desecado que ha quedado suspendido. Cuando el viento lo balancea, cuentan que los estudiantes del Barrio Latino, temerosos de un destino similar, pronuncian una breve plegaria; son rumores insignificantes a los que no se puede dar crédito, aptos sólo para asustar a los niños. Entre sus manos crispadas tiene como una gran cinta de viejas flores amarillas. La distancia debe tenerse en cuenta, por lo que nadie puede afirmar, aunque garantice una vista excelente, que ésas sean, realmente, las siemprevivas de que os hablé, y que una lucha desigual, que tuvo lugar cerca de la nueva Opera, vio arrancar de un grandioso pedestal. No es menos cierto que las colgaduras en forma de medialuna no retienen más la expresión de su simetría definitiva en el número cuaternario: id a comprobarlo vosotros mismos si no me queréis creer.




Conde de Lautréamont



(Traducción de Aldo Pellegrini)


Isidore-Lucien Ducasse (Conde de Lautréamont; Montevideo, 1846-París, 1870) Poeta francés. Pasó su infancia en Uruguay, donde su padre era canciller en el consulado francés. Enviado a estudiar a Francia, fue alumno interno del Liceo de Tarbes, y en 1867 se trasladó a París con la intención de ingresar en la École Polytechnique, pero desde ese momento su vida ha quedado casi en la oscuridad, lo cual ha generado toda una leyenda que lo presenta como un personaje enigmático y extravagante. En 1869 publicó, ya bajo el seudónimo de Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror, que no se llegaron a distribuir a causa del miedo del editor a posibles represalias. El contenido de la obra, un canto a la violencia y la destrucción como encarnación del mal, presentado a través de imágenes apocalípticas, la relegó al olvido hasta 1920, cuando los surrealistas la reivindicaron como un antecedente suyo. También publicó, con su verdadero apellido, un volumen de Poesías (1870). Murió a los 24 años, en París, en circunstancias misteriosas.



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